jueves, 17 de diciembre de 2015

Entrevista a Gilles Kepel



Kepel: “Los yihadistas consideran a Europa el punto flaco de Occidente”

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El intelectual francés Gilles Kepel. / LÉA CRESPI
Cuando se le pregunta a Gilles Kepel qué le incitó a dedicar media vida al estudio del islam y las sociedades árabes, el politólogo responde con una mezcla de pudor y misterio: “Lea el último capítulo de mi libro y lo entenderá”. Al salir de la entrevista, corremos a abrir Passions arabes, el diario de su viaje por el Magreb y Oriente Próximo a principios de esta década, cuando la irrupción de las revoluciones empezaban a transformar sus paisajes. Encontramos a un joven de 19 años –“trotskista, ateo y anticlerical”, “bruscamente huérfano de madre y más bien solitario”– subido a un barco soviético durante el verano de 1974, cruzando Anatolia en autostop hasta alcanzar la frontera con Siria en Bab al Hawa y descubriendo un panorama exuberante que ya había olfateado en los cómics de Tintín.
Gran especialista francés en el islam, profesor del Instituto de Estudios Políticos (Sciences Po) y de la Escuela Normal Superior de París, este hijo de intelectual checo y profesora provenzal se ha pasado cuatro décadas analizando cómo el paisaje idealizado de su juventud se ha terminado convirtiendo en “una letanía de cadáveres ensangrentados y ejecuciones sumarias”, en un lugar donde las mujeres con quien intercambió miradas cómplices se encuentran “reclusas tras la apertura siniestra del velo, como lo están hoy en los entornos suníes”, sostiene. Y también en cómo la mancha del islamismo radical se ha ido expandiendo y retrayendo a lo largo de los últimos años. En su último libro, Terreur dans l’Hexagone. Genèse du djihad français (Gallimard), que llega esta semana a las librerías francesas, Kepel examina la emergencia de una tercera ola de yihadismo, enraizada en el territorio europeo y alimentada por sus flaquezas, que ha eclosionado con los atentados del 13-N en París. Al Estado Islámico, Kepel prefiere llamarle Daesh, usando su acrónimo en árabe, para evitar darle “la legitimidad de un Estado”.
La pregunta que se hace todo el mundo es qué pasará ahora. ¿En qué mundo viviremos durante los próximos meses o años? Solo hay una manera de responder a esa pregunta: contextualizando lo que está sucediendo, dándole una perspectiva histórica y procurando entender que nos encontramos ante una nueva generación de yihadistas, la tercera, que es muy distinta a las dos anteriores, pero que a la vez supone una síntesis de ambas. Antes de saber adónde vamos, debemos tratar de entender de dónde venimos.
Cuéntenos, entonces, de dónde venimos. ¿En qué momento se origina la yihad? La primera generación de yihadistas aparece en Afganistán en 1979, cuando el ejército soviético invade el país. Se trata de un movimiento suní que fue entrenado y armado por la CIA, y financiado por los saudíes y las petromonarquías del Golfo. El objetivo de los estadounidenses era que la Unión ­Soviética sufriera su propio Vietnam, además de frenar la expansión de Irán, de mayoría chií. En febrero de 1989 ganan esa batalla; los soviéticos se retiran de Afganistán. De regreso a sus países, los brigadistas extranjeros se dicen que deberían intentar duplicar esa victoria para hacer caer los regímenes de Argelia y Egipto. Fracasan porque la población local –incluso quienes sentían cierta simpatía por su combate– les da la espalda tras los atentados en Luxor y en el templo de Hatshepsut en 1997.
¿La segunda generación emerge en ese punto? Ante ese fracaso, los yihadistas abogan por un cambio de estrategia. En lugar de atacar a enemigos geográficamente cercanos, se adentrarán en tierras más lejanas. En realidad, aspiran a recrear el islam primitivo, la proeza del Profeta y sus seguidores, que hicieron caer al Imperio Persa Sasánida y después a Bizancio. Tras derrotar a la Unión Soviética, los yihadistas deciden ir a por el Bizancio contemporáneo: Estados Unidos. Ahí se origina la razia de Al Qaeda del 11-S, en Nueva York y Washington. Su impacto mediático será impresionante, a la altura del número de víctimas, pero se tratará de un gran fracaso político, ya que, una vez más, no logran movilizar a nadie.
¿Qué aprende la tercera generación de ese fracaso? La tercera generación la impulsa Abu Musab al Suri, alias Mustafá Setmarian, hijo de la aristocracia suní de Alepo, formado en Irak y que actúa como relaciones públicas oficioso de Bin Laden en Europa. Este hombre pelirrojo de ojos azules –que vivió en España durante los ochenta y se casó con una española, Elena Moreno– publica en 2005 un volumen de 1.600 páginas, titulado Llamada a la resistencia islámica mundial, donde defiende la creación de una yihad que surja de las bases, en lugar de funcionar jerárquicamente, de arriba abajo. Hasta entonces, Al Qaeda había funcionado como un sistema piramidal, casi leninista. Era Bin Laden quien pagaba los cursos de aviación, configuraba una hoja de ruta para seguir a rajatabla y reservaba los billetes de avión. Pero la organización tenía una debilidad: no contaba con un territorio y su base era frágil, sin un verdadero arraigo.

El 13-N tendrá una influencia indudable en ese voto de ultraderecha, aunque no más que el éxodo de refugiados, que ha despertado el fantasma de la “gran sustitución”
Otro de los cambios que propone Al Suri es dejar de atacar Estados Unidos y empezar a hacerlo en Europa. ¿Por qué? Los yihadistas consideran que Europa es el punto flaco de Occidente. En un momento dado, Al Qaeda se da cuenta de que Estados Unidos es demasiado fuerte, mientras que Europa está desunida, compuesta por múltiples Estados descoordinados, con las fronteras delimitadas por el colador de Schengen y gobernada con mediocridad por instituciones incapaces de luchar contra el terrorismo. Atentar contra Europa también les permite utilizar a los jóvenes surgidos de la inmigración musulmana, mal integrados y, en el caso francés, residentes en las desasosegadas banlieues. La jerarquía de Al Qaeda quedará sustituida por el rizoma sobre el que teorizó Gilles Deleuze [una estructura sin subordinación clásica, en la que todos sus integrantes pueden incidir en su funcionamiento]. Es decir, que Daesh establece una hoja de ruta global, pero sus seguidores tienen autonomía para actuar. De ahí surgirán nombres como Mohamed Merah [que atentó contra una escuela judía de Toulouse en 2012], los hermanos Kouachi [los terroristas de Charlie Hebdo] o Abdelhamid Abaaoud [presunto cerebro del 13-N].
¿Cómo lograron escapar esos terroristas al control de la Administración francesa, que los tenía fichados o incluso encarcelados? Los servicios secretos sabían cómo luchar contra Al Qaeda: tenían controladas las mezquitas y los lugares de radicalización, sabían interceptar su comunicación y desarticularon distintas redes francesas. Pero no lograron entender ese paso de la segunda a la tercera generación. En los últimos 10 años, las cárceles francesas se han convertido en incubadoras de radicales bajo la mirada de la Administración penitenciaria. En Fleury-Mérogis, al sur de París, el cargo más alto de Al Qaeda en Francia, Djamel Beghal, dormía justo encima de las celdas de Chérif Kouachi y Amedy Coulibaly [el terrorista del supermercado judío de París]. Se hablaban por la ventana sin que nadie se enterara. Es un fracaso de nuestras élites, incapaces de hacer autocrítica. La burocracia francesa se considera infalible y omnisciente: prefiere hundir el país antes que juzgarse a sí misma.
Considera que los atentados de noviembre son, al igual que los del 11-S, “un fracaso impresionante”. ¿En qué sentido? Han sido un éxito táctico, pero un fracaso estratégico. Han matado a mucha gente, pero han cometido numerosos errores. Los atentados se ejecutaron por amateurs. A uno de los terroristas lo vieron en el metro, otros no lograron hacer estallar sus cinturones de explosivos… Algo así nunca hubiera sucedido en tiempos de Al Qaeda. Y a nivel político también está siendo un fracaso. La solidaridad con Daesh es inexistente. Por primera vez, todos los imames se han manifestado en contra, e incluso los terroristas de las cárceles francesas les niegan el apoyo. Como en la Argelia de los noventa, todo el mundo está unido en el dolor. Habrán logrado aterrorizar al adversario, pero no provocar la guerra civil que perseguían. Ni dividir a la población.
El Frente Nacional supera el 40% de intención de voto en algunas regiones francesas. ¿No es un síntoma de la fragmentación social a la que aspira Daesh? No es exacto. El 13-N tendrá una influencia indudable en ese voto, aunque no más que el éxodo de refugiados, que ha despertado el fantasma de la “gran sustitución” [la teoría ultraderechista sobre una invasión musulmana que suplantará a los autóctonos]. Los electores del Frente Nacional aspiran a reconstruir una sociedad puramente francesa aislada de Europa y de la inmigración, pero muchos votan para protestar contra las élites políticas. Entre sus votantes se encuentran también hijos de la inmigración, jóvenes de las banlieuesque no encuentran trabajo y que ya no creen en la izquierda de Hollande. Votan a Marine Le Pen sin pensar en la xenofobia que encierra su discurso.

El intelectual francés Gilles Kepel.
El intelectual francés Gilles Kepel. / LÉA CRESPI
¿Fue el 13-N, como se ha repetido sin cesar, un ataque a un modo de vida, a un país que sigue creyéndose guiado por los valores de la Ilustración? El comunicado de Daesh era muy explícito al respecto. Francia era descrito como un país de orgías y prostitución, con el Bataclan convertido en foco de máxima depravación. Para Daesh, la purificación es un concepto importante, también en el sentido del comportamiento sexual. Por eso lapidan a los homosexuales o los tiran desde lo alto de un edificio. En ese sentido, la sociedad francesa es emblemática de una libertad que no existe en la misma medida en el mundo anglosajón. Dicho esto, la historia colonial francesa en lugares como Argelia y Malí cuenta más que ese ataque a los valores de la Ilustración, que es secundario.
En su nuevo libro, usted opina que no hay que menospreciar la motivación “retrocolonial” de los terroristas, ese lazo invisible con los tiempos de la Argelia francesa, pese a que ellos no la conocieran en primera persona. Muchos terroristas persiguen la venganza de sus padres o de sus abuelos. Los yihadistas de tercera generación se creen con legitimidad para proceder a un ajuste de cuentas, pese a que hayan nacido en Francia, hayan estudiado en la escuela francesa y se hayan beneficiado de todas las ayudas sociales del Estado de bienestar. El caso de Mohamed Merah es muy representativo. Perpetró su ataque el mismo día del 50º aniversario del alto el fuego de la guerra de Argelia. Puede que no lo supiera, porque no era un gran intelectual, pero no deja de ser una elección simbólica. Tampoco me parece casual que, días después de la matanza, su madre afirmara, con gran orgullo, que su hijo había puesto al país “de rodillas”. Era una familia que odiaba Francia.
En la semana posterior a los atentados, ningún político francés habló de otra cosa que de seguridad y estrategia militar. Sin justificar lo injustificable, ¿no hay que preguntarse también de dónde surge ese resentimiento? El único que se desmarcó fue el ministro de Economía, Emmanuel Macron, que habló de la existencia de un “caldo de cultivo” que le parecía “responsabilidad” de Francia. Estoy de acuerdo con él, de eso hablo en mis libros. Lo que no se puede decir es que el problema es el modelo de integración o los valores republicanos. Incluso en lugares muy fragmentados, la escuela sigue siendo el único espacio para un proyecto social común. El problema no es el sistema, sino los individuos que lo gestionan. El fracaso es solo de esa élite que menosprecia la enseñanza y recorta los presupuestos de institutos y universidades.
Eso opina también el escritor Michel Houellebecq, que culpa a la clase política de lo ocurrido… No sé si sabe que Houellebecq afirma que se documentó con mis libros para escribirSumisión, lo que me valió muchas críticas de mis colegas. ¿Qué culpa tendré yo de que quisiera leerme?
¿Qué le pareció la novela? ¿Confirió cierta legitimidad a la teoría de la “gran sustitución” de la que hablaba antes? No lo creo, es solo ficción. Houellebecq es un gran novelista, tal vez el último escritor francés que será leído en el extranjero. Otra cosa son sus opiniones políticas… La realidad y la ficción tienen que seguir formando parte de dominios distintos. A mí me gusta el Houellebecq novelista, pero el comentarista político ya sería otra cosa.
Volviendo al caldo de cultivo, ¿se puede interpretar el 13-N como un enfrentamiento entre dos juventudes francesas, la privilegiada y la desfavorecida? No. Es incorrecto pensar que en esos barrios solo vive una juventud bohemia y moderna. También residen muchos hijos de extranjeros, a los que los terroristas también mataron. En cambio, entre las víctimas había pocos judíos, sus enemigos tradicionales, porque era Sabbat. Es otro indicio de su fracaso. En cierta manera, fue como si los terroristas se mataran a sí mismos. El objetivo de Daesh es exterminar a los apóstatas, que incluye a quienes hacen de puente entre ambos mundos, a los policías franceses de cultura musulmana, a los soldados de origen árabe, y ahora a esos jóvenes de los barrios atacados.
Existen múltiples teorías para explicar la radicalización. Se habla de una falta de integración de tipo cultural, de contexto socioeconómico y discriminación laboral, de desequilibrio psicológico… ¿En cuál cree usted? Hay que conjugarlas todas porque son complementarias. Lo que hay que tener claro es que la ideología islamista es lo que estructura esa radicalización. Quienes dicen que el islam no tiene nada que ver, que es un movimiento juvenil como ha habido otros, se equivocan. Esos jóvenes se proyectan en un mundo ideal ubicado en Siria, en un mundo islámico alimentado de profecías. El problema no es el islam, pero sí quién controla su interpretación. Los que no logran verlo es solo porque son ignorantes o porque tienen miedo de hacerse preguntas que pueden molestar.
¿Qué futuro tiene la intervención militar contra el Estado Islámico? Las contradicciones en el interior de la coalición que lidera esa intervención son muy fuertes. En el fondo, Turquía prefiere mantener su modus vivendi con Daesh, porque logra mantener a raya a los kurdos, tan problemáticos para Erdogan. Además, el tráfico de petróleo a bajo coste pasa por la frontera turca. A los saudíes y los países del golfo Pérsico, al ser antichiíes, le vienen bien para debilitar al régimen sirio y a Irán. Y a Rusia, Daesh le ha servido para debilitar a la oposición a Al Asad. Si los rusos han cambiado un poco de orientación es porque Putin tiene que hacer un gesto a la opinión pública tras el atentado a su avión en Egipto.

Gilles Kepel

Nació en París en 1955. Licenciado en Estudios Árabes y Filosofía y doctorado en Sociología y Ciencias Políticas, es profesor del Instituto de Estudios Políticos (Sciences Po) y de la Escuela Normal Superior de París. También lo ha sido de la New York University, de Columbia, y de la London School of Economics, además de colaborador de Le MondeThe New York Times,La Repubblica y EL PAÍS. Forma parte del consejo superior del Instituto del Mundo Árabe de París. Es autor de varias decenas de libros sobre el mundo árabe, traducidos a una veintena de idiomas, como La revancha de Dios (1991) o Las políticas de Dios (2006). Terreur dans l’Hexagone. Genèse du djihad français llega esta semana a las librerías francesas.
Otro gran especialista en el islam, Olivier Roy, considera que la intervención no servirá de nada porque se trata de una “revuelta generacional y nihilista” que no se verá alterada con la desaparición del Estado Islámico, porque va mucho más allá de esos 100.000 hombres en el desierto. Olivier Roy es de los que creen que el islam es lo de menos, que se trata de un movimiento juvenil que ocupa el lugar que en otro momento tuvo la extrema izquierda. Lo que Roy no entiende es que ese combate se inscribe en la lógica del yihadismo, que lo que estructura ese combate es la ideología islamista. Negarlo es no entender el vínculo de la yihad con el territorio sirio, donde un puñado de jóvenes armados con fusiles Kaláshnikov hace fracasar a los grandes ejércitos del mundo, lo cual les permite utilizar la imagen de David contra Goliat. La proyección utópica en el territorio sirio resulta clave. Si la operación militar termina con el control de ese territorio por parte de Daesh, el resultado será catastrófico para la movilización del yihadismo en Europa. Puede que surjan otros lugares. Pero ese, que es muy importante, habrá desaparecido.
¿Qué puede temer España si apoya a la coalición militar contra el EI? ¿Puede encontrarse en la misma situación que hoy viven los franceses? Si todo continúa como hasta ahora, sería posible. Muchos de los inmigrantes musulmanes que viven en España son marroquíes y arrastran el mismo contencioso retrocolonial que los argelinos respecto a Francia, a causa de la guerra del Rif. Pero yo creo que el 13-N ha expuesto, de una vez por todas, las debilidades del sistema operativo yihadista. Y cuando se ha entendido en qué consiste algo es mucho más fácil combatirlo.
elpaissemanal@elpais.es

Fernando VII. El infame rey español que traicionó a su pueblo y pidió ser hijo adoptivo de Napoleón.


El 11 de diciembre de 1813 el «Pequeño corso» devolvió el trono al monarca que -en 1808- le había entregado el país en bandeja junto a Carlos IV.
En las Abdicaciones de Bayona, Carlos IV y Fernando VII aceptaron dinero y tierras a cambio de ceder España a los franceses
En las Abdicaciones de Bayona, Carlos IV y Fernando VII aceptaron dinero y tierras a cambio de ceder España a los franceses - ABC
«Su Majestad el rey Carlos […] ha resuelto ceder, como cede por el presente, todos sus derechos sobre el trono de España y de las Indias a Su Majestad el emperador». Con estas palabras fue con las que, en 1808, Carlos IV (rey hasta entonces de una buena parte de la Península Ibérica y aún una considerable extensión de América) otorgó a Napoleón el trono de España. Decisión a la que posteriormente se unió también su hijo Fernando, un «lamebotas» destacado de Bonaparte que ya había demostrado sobradamente su sumisión a él en otras tantas ocasiones. Padre y retoño hicieron entonces posible que el gabacho fuese dueño y señor de este país y de sus gentes. Un suceso más conocido a día de hoy como las «Abdicaciones de Bayona» y que supuso la venta (con escasas condiciones) de los restos del imperio. La decisión, posteriormente, no resultaría rara. Y es que, tanto Carlos como Fernando se destacaron como unos adoradores del gabacho. El primero, tratándole como a un Dios en la Tierra cuando el pueblo se alzó en su contra y, el segundo, solicitando ser hijo adoptivo suyo.
La historia de estos dos monarcas podría haber quedado olvidada en los más profundo de cajón de las infamias de nuestro país. Sin embargo, esta semana vuelve a estar alumbrada por la actualidad debido a que el pasado 11 de diciembre se cumplieron 202 años desde que Napoleón Bonaparte -experto en lograr por las malas (y en muy pocas ocasiones por las buenas) todo aquello que deseaba- tuvo que tragarse su orgullo entre baguette y baguettey devolver el trono de España a Fernando VII. Todo ello, después de haber sido expulsado a base de fusil, bayoneta, cañón y sangre rojigualda de estos lares. Aquel día, con todo, volvió a la Península un monarca que -aunquedeseado, como bien decía su apodo- no había tenido reparo ninguno en plegarse a los deseos del franchute cinco años atrás y cederle por las buenas el territorio español. De hecho, lo que él no fomentó en ningún caso por su poder (la resistencia contra los franceses) lo tuvieron que hacer las gentes de este país mediante narices. Así pues, fue el pueblo el que se enfrentó a la «Grande Armée» del «Pequeño corso» y le devolvió de una patada a París.

La primera traición, la de Carlos IV

Para hallar la primera traición de estos líderes a España es necesario retroceder en el tiempo hasta el final del siglo XVIII. Por entonces dominaba nuestro país Carlos IV... o más bien su valido, Manuel Godoy. Este español era un Guardia de Corps -Guardia Real- venido a más gracias a que, según las tonadillas populares, solía dar «ajipedobes» a la reina María Luisa de Parma sebo de pija» leído al revés -los españoles nunca nos henos destacado por la sutilidad-). Fuera por lo que fuese (por su valía o por bajarle las enaguas a la, según se dice en las crónicas de la época, feísima reina consorte) lo cierto es que por aquellos años este militar andaba «sisando» el trono al torpe de Carlos. Este, por su parte, andaba más preocupado por cazar en su coto que por los asuntos de gobierno. De hecho, solo metía su morro real de por medio cuando podía sacar algún rédito para su familia. Un monarca bastante corto de entendederas, vaya. O eso opinan algunos historiadores como Roberto Blanco quien, en su obra «Antimitología política de México», le califica de «estúpido, cobarde y cornudo».
En esas andábamos por tierras españolas cuando a los franceses se les ocurrió armar un barullo de esos que marcan una época alzándose en unaRevolución contra sus monarcas: Luis XVI y María Antonieta. Reyes a los que -por cierto- decapitaron con el curioso invento del doctor Joseph-Ignace Guillotin (la guillotina, para entendernos). Aquello no gustó demasiado a las potencias monárquicas tradicionales -entre ellas España- que, con más miedo que el que un buque hispano cargado de oro tenía en el siglo XVI al pirataFrancis Drake, decidieron aliarse para dar hasta en el corvejón a la nueva «France». Armados hasta los dientes y deseosos de vengar a los reyes gabachos fallecidos, los generales hispanos iniciaron la invasión del territorio enemigo en 1793. La contienda, que comenzó bien, acabó en desastre. «La guerra se desarrolló en dos campañas. La de 1793, dirigida entre otros por elGeneral Ricardos, tuvo lugar en el Rosellón francés, región que España había cedido a Francia por el tratado de los Pirineos (1659). La segunda campaña, 1794-1795, estuvo marcada por los éxitos del ejército francés y la invasión deFigueras, San Sebastián, Bilbao y Vitoria», explica la historiadora Elena Castro Oury en su obra «La Guerra de la Independencia española».
Manuel Godoy, Príncipe de la Paz, valido del rey y -extraoficialmente- amante de la reina
Manuel Godoy, Príncipe de la Paz, valido del rey y -extraoficialmente- amante de la reina- Wikimedia
Cuando los franceses, gritando las premisas de su Revolución al viento, llegaron casi hasta Miranda del Ebro, la situación se puso tensa y Godoy, mandatario en ausencia casi perpetua de Carlos IV (quien probablemente andaría cazando) tuvo que meterse entre pecho y espalda su odio a los galos y firmar con ellos la paz de forma independiente a las potencias con las que estaba aliada España. Lo cierto es que a la monarquía no le vino mal aquello, pues los franchutes se marcharon con la «Liberté, égalité, fraternité» a otra parte y devolvieron casi todo el territorio conquistado a la corona. Eso sí, hubo que admitir a su gobierno como lícito y darles parte de Santo Domingo. Pero amigo, el que algo quiere (que se largasen, en este caso), algo le cuesta. Todo aquello quedó sellado mediante la paz de Basilea, en la que -a pesar de salir bien parados- hubo que bajarse las «culottes» ante su gobierno. «Así empezó una etapa de sumisión. España quedaba ligada a Francia por los términos de la paz […] España se convertía además en mediadora entre la Francia Revolucionaria y dos de sus oponentes […] La guerra no había sido nada beneficiosa para España», añade la experta.
Con estos antecedentes cabría esperar que Godoy y Carlos IV hubiesen acabado hasta el sombrero uno, y hasta el cetro el otro, de tanto gabacho por aquí y «fraternité» por allá, pero nada más lejos. Así lo demostró el que, en 1800, el monarca se aliase con los franceses de nuevo (y a pesar de la vergüenza del último tratado de paz) en contra de Inglaterra por su propio interés familiar. «A cambio de la isla de Elba, de la Luisiana americana y de seis navíos que le cedía España, Francia debía convertir a los duques de Parma, Luis y María Luisa de Borbón (hija de Carlos IV) en reyes de un territorio más amplio», destaca Castro Oury. En resumen, el rey (de quien se dice que odiaba la política, que llevaba una cornamenta más grande que un alce y que parecía no enterarse del sermón ni la mitad) vendió una parte del país y se merendó su orgullo para poder situar a su pequeña en una posición de importancia. Todo ello, con Napoleón Bonaparte de por medio, un gran artista en todo lo referente a las mentiras políticas y el arte del engaño. Cabe decir que este pacto, llamado el Tratado de San Ildfonso, terminó llevando a una buena parte de la Armada de su Católica Majestad al infierno.

La segunda infamia: Fontainebleau

En la segunda traición colaboró más activamente Fernando, entonces príncipe. Con todo, fue perpetrada principalmente por la pasividad de Carlos IV y el interés de Godoy. Independientemente de la razón que la motivara, en ella se volvió a vender a España a los franceses. Para encontrar este episodio en las páginas de la historia no es necesario avanzar mucho más allá del Tratado de San Ildefonso. Tan solo hay que llegar hasta 1807. Por entonces la situación no había mejorado demasiado para la maltrecha España. Y es que, tras ser vencida por los galos, el monarca se había visto obligado a plegarse a los deseos del ya líder de la «France» Napoleón Bonaparte, deseoso con dar en todo el morro a los infames lords ingleses que se pavoneaban de él mientras tomaban el té de las cinco.
El 27 de octubre se firmó el Tratado de Fontainebleau con Bonaparte
En esas andaba la cosa cuando Napoleón, obsesionado como estaba por molestar cuanto más pudiera a los hijos de la Gran Bretaña, tuvo una curiosa idea, bloquear Inglaterra. «El bloqueo continental fue uno de los vértices en la política exterior de Napoleón en su intento de asfixiar la economía británica. […] El bloqueo continental era justamente eso: un embargo. En noviembre de 1806, tras haber logrado o conquistado ventajosas alianzas con las mayores potencias de Europa Continental, Napoleón publicó el decreto de Berlín, prohibiendo a sus aliados y al resto de naciones conquistadas comerciar con el Reino Unido», explica David Odalric De Caixal i Mata -Director General en España de SECINDEF (Security, Intelligence & Defense) Israel International Consulting- en su obra «Historia de los Reyes de Francia y España». Así pues, el «Pequeño corso» estableció por norma de sus santas gónadas que ningún país de aquellos que se quisiesen llevar bien con la nueva «France» podría intercambiar bienes con las islas. La idea: cortar por lo sano sus beneficios económicos de cara al comercio y conseguir, en el límite de lo posible, que sus ciudadanos se muriesen de hambre.
Poco después de decretar la norma, Napoleón dio un paso más y estableció que conquistaría Portugal costase los hombres que costase. O eso le hizo creer a Godoy y a la familia real (entre ellos a Fernando), a quien les dijo que su objetivo era evitar, soldados mediante, que esta región -tradicional aliada de Inglaterra- siguiese comerciando con Gran Bretaña. Su idea no era mala pues, tal y como explicó a los líderes hispanos, tan solo necesitaba un camino seguro por España para llegar hasta tierras enemigas. Para ello, solicitó un permiso de paso que ofrecía suculentas ventajas a nuestro país. «El 27 de octubre de 1807 […] se firmó el Tratado de Fontainebleau con Napoleón Bonaparte. [Se estableció que se llevaría a cabo] la conquista de Portugalpor los ejércitos españoles y franceses para, una vez ocupado el reino lusitano, hacer efectivo el bloqueo continental a los ingleses», explica el historiador Luis Suárez Fernández en su obra «Historia general de España y América». ¿Qué conseguía nuestro país a cambio? En principio, congraciarse con el «Pequeño corso». Algo que buscaba también Fernando quien, por cierto, estaba siendo juzgado por conspirar para quitar a su padre del trono a bofetadas.
Carlos IV
Carlos IV- ABC
El tratado, por su parte, también beneficiaba ampliamente a Godoy, a quien Napoleón le prometió el oro, el moro y un gobierno. «Godoy [quería] dejar dignamente el gobierno de España para ascender a príncipe soberano. […] Le correspondía por el tratado el sur de Portugal, los Algarbes», añade el experto. Deseoso de sentar sus posaderas al fin en un trono (por muy pequeño que fuese este) el favorito de Carlos IV no tuvo problema en convencer a su rey de todas las ventajas que ofrecía a la Península el tratado. Finalmente, con el pacto firmado se abrieron las fronteras a los gabachos. Concretamente, a 25.000 de ellos. Pero lo que no sabía la familia real española era que los soldados galos iba a ir tomando, sin ninguna dificultad y con la ayuda tácita de la monarquía, las diferentes ciudades hispanas. «Con la excusa de proteger la retaguardia, el ejército de Dupont se estableció en Burgos, mientras otro destacamento francés acampaba en Salamanca. A principios de 1808 nuevos contingente franceses cruzaron los Pirineos y se instalaron en Pamplona y San Sebastián. Poco después le llegó el turno a Barcelona y a la fortaleza de Figueras», añade Oury. Movimiento de soldados por aquí, contingente por allá, había comenzado una invasión a la chita callando de España. Y todo ello, con la gracia y el beneplácito de la familia real.

El principio de la mayor traición de Fernando

Todavía le quedaban por pasar todo tipo de vergüenzas a la monarquía española. La siguiente situación absurda fue protagonizada por Carlos IV el 17 de marzo de 1808. Por entonces, los españoles estaban ya cansados de que los franceses campasen -como el que anda por su salón- en España. A todo ello se sumaba la tensión generada por la mala situación económica y la pésima política exterior de «Manolito» Godoy. Hartos de aguantar, y encorajinados por el príncipe Fernando (ansioso de dar un puntapié a su padre y ponerse él en el trono) los españoles se lanzaron sobre el Palacio de Aranjuez para obligar a Carlos IV a abdicar en favor de su pequeño y, ya de paso, dar un buen susto al preferido del rey, no muy apreciado por las gentes. La victoria fue doble, pues lograron que el monarca cediese la poltrona a su hijo (que pasó a ser denominado Fernando VII) y capturaron al valido, quien solo se libró de ser asesinado por la divina providencia y alguna palabra del nuevo dirigente. Instantáneamente, Carlos corrió a pedir ayuda a Bonaparte enviándole, para empezar, una carta en la que se rebajaba ante él y le trataba como a su superior.
«Señor mi hermano: V.M. sabrá sin duda con pena los sucesos de Aranjuez y sus resultados, y no verá con indiferencia a un Rey que, forzado a renunciar a la Corona, acude a ponerse en los brazos de un grande monarca, aliado suyo, subordinándose totalmente a disposición del único que puede darle su felicidad, la de toda familia y la de sus vasallos. No he renunciado a favor de mi hijo sino por la fuerza de las circunstancias, cuando el estruendo de las armas y los clamores de una guardia sublevada me hacían conocer bastante la necesidad de escoger la vida o la muerte, pues ésta última seguido después de la de la reina. Yo fui forzado a renunciar; pero asegurado ahora con plena confianza en la magnanimidad y el genio del gran hombre que siempre ha mostrado ser amigo mío, yo he tomado la resolución de conformarme con todo lo que este mismo grande hombre quiera disponer de nosotros y de mi suerte. Dirijo a V.M.I. una protesta contra los sucesos de Aranjuez y contra mi abdicación. Me entrego y enteramente confío en el corazón y amistad de V.M. con lo cual ruego a Dios que os conserve en su santa y digna guardia. De V.M.I. su rey afecto hermano y amigo. Carlos».

Bayona, cuando se vendió España a Napoleón

Tras San Ildefonso, Fontainebleau y Aranjuez se sucedió en nuestro país la mayor traición que pudo cometer Fernando VII, entonces ya rey, a España. El calendario marcaba todavía 1808, y las cosas parecían pintar bien en un principio para el nuevo monarca quien -tras haber mandado a tomar por donde amargan los frutos de dureza extrema a su padre- se había congraciado con los franceses recibiéndoles cómo si de auténticos camaradas se tratasen en España. De hecho, sería bien conocida su orden de que el ejército español no se enfrentase a ellos pasara lo que pasase. Y no era para menos, pues la «Grande Armée» gabacha venía bien fogueada de sus cientos de batallas a lo largo y ancho de Europa. Fue precisamente amparándose en esa amistad que el nuevo líder quería tener con los invasores con la que Napoleón jugó para llevar a Fernando VII y Carlos IV hasta Bayona, una región ubicada al suroeste de Francia en la que el «Pequeño corso» pretendía ganar el trono para sí. Joachim Murat -cuñado del Emperador y encargado de someter a España- fue el elegido para convencer a su novísima majestad de que acudiese a entrevistase con el «Empereur». Su persuasión funcionó.
Napoleón compró a Carlos IV con una pensión y una residencia en Francia
Lograr que Carlos IV acudiese a Bayona fue mucho más sencillo, pues el antiguo rey había solicitado con gimoteos (metafóricos, eso sí) una y otra vez a Napoleón que le devolviese al trono de Españamediante las leyes, las armas, o lo que fuese. Por tanto, fue hasta allí encantado. Una vez con ambos en la ciudad, el francés se propuso obtener para sí el trono. La tarea era ardua, pues sabía que Fernando VII -ávido de poder- no se lo iba a otorgar a un extranjero. Por ello (y porque no reconocía al nuevo monarca como legítimo) fijó sus objetivos en el llorón de Carlos. Si lograba que el hijo abdicase en su padre, podría ofrecer un buen retiro al viejo monarca a cambio de que le diese el poder. Su solución para este juego a tres bandas fue sencilla: comprar a Fernando. «El Emperador ofreció a Fernando la parte de Portugal destinada a la ex reina de Etruria. A cambio, Fernando tenía que renunciar al trono español. En principio, en un arranque de valentía extraño en él, Fernando se negó, pero […] a los pocos días entregó a su padre la corona», determina Oury. Todo ello fue salpicado con una pensión de unos cuantos millones de reales al año. Tras unas breves dudas, y sabiendo que Bonaparte estaba del lado de su padre, vendió a la misma España que le había alzado en el poder mediante el motín de Aranjuez a los franceses.
Napoleón Bonaparte
Napoleón Bonaparte- ABC
Aquel pacto quedó sellado mediante la siguiente carta que Fernando VII envió a Carlos IV: «Mi venerado padre y señor: Para dar a Vuestra Majestad una prueba de mi amor, de mi obediencia y de mi sumisión, y para acceder a los deseos de Vuestra Majestad me ha manifestado reiteradas veces, renuncio mi corona en favor de Vuestra Majestad, deseando que Vuestra Majestad pueda gozarlo por muchos años. Recomiendo a Vuestra Majestad las personas que me han servido desde el 19 de marzo». Posteriormente, Bonaparte ofreció cobijo en Francia al viejo rey (ahora reinstalado en el trono), a su mujer y a Godoy. También se comprometió a regar su cuenta corriente con una pensión de entre 30 y 40 millones de reales anuales.
Eso, a cambio de que dijesen «au revoir» a su poder y se lo cediesen a él. La realeza aceptó de buena gana y corroboró el pacto con esta carta: «Su Majestad el rey Carlos, que no ha tenido en toda su vida otra mira que lafelicidad de sus vasallos […] ha resuelto ceder, como cede por el presente, todos sus derechos al trono de España y de las Indias a Su Majestad el emperador Napoleón, como el único que, en el estado a que han llegado las cosas, puede restablecer el orden; entendiéndose que dicha cesión sólo ha de tener efecto para hacer gozar a sus vasallos de las condiciones siguientes: 1º. La integridad del reino será mantenida: el príncipe que el emperador Napoleón juzgue debe colocar en el trono de España será independiente y los límites de la España no sufrirán alteración alguna. 2º. La religión católica, apostólica y romana será la única en España. No se tolerará en su territorio religión alguna reformada y mucho menos infiel, según el uso establecido actualmente». Nuevamente se había vendido a nuestro país.

El «lamebotas» que quiso ser hijo adoptivo de Napoleón

Después de firmar el absurdo tratado de Bayona, Fernando VII pasó a ser unprisionero de lujo de Napoleón Bonaparte en Francia. El 10 de mayo, poco después de aceptar las condiciones del «Pequeño corso» , viajó junto a su hermano Carlos María Isidro hasta el castillo de Valençay, ubicado en la región de igual nombre. Lo que buscaba el francés llevándole hasta allí es que no pudiera escapar. Y lo tendría difícil, pues la construcción estaba en pleno centro del país. Una vez en su nueva residencia, y tal y como explicó en sus memorias su confesor real (Blas de Ostaza) el monarca se dedicó en principio a cultivar su alma asistiendo muchas veces a misa (algunas de ellas, como monaguillo). Por la tarde oraba a la Virgen y, tras escuchar un sermón de su sacerdote, rezaba el rosario en comunidad. Sin embargo, con el paso de las semanas se fue acostumbrando a su prisión y empezó a realizar todo tipo de actividades recreativas tales como montar a caballo (en lo cual era pésimo) o bordar. Posteriormente, y como se diría en la actualidad, empezó a sentir el síndrome de Estocolmo hacia su captor, el infame gabachuzo.

Así lo denota el que, durante la boda de Napoleón con María Luisa de Austria, gritase lo siguiente: «¡Viva el Emperador, nuestro Augusto soberano, viva la Emperatriz!». «Fue esta una muestra pública evidente de la sumisión al emperador», explica el catedrático en historia Emilio La Parra López en su obra «Diarios de viaje de Fernando VII (1823 y 1827-1828)». A su vez, y tal y como explica este experto, su absoluto servilismo al francés quedó claro cuando le dio las gracias por el palacio que le servía de cárcel y, un mes más tarde, le felicitó de la siguiente forma por meter con calzador al trono de España a su hermano José: «No podemos ver a la cabeza de ella [España]un monarca más digno, ni más propio de sus virtudes». Sin embargo, el culmen de este «lamebotas» se sucedió cuando dio la enhorabuena al galo por sus victorias contra los españoles y, finalmente, cuando solicitó ser hijo adoptivo suyo mediante la siguiente carta: «Mi mayor deseo es ser hijo adoptivo de S. M. el emperador nuestro soberano. Yo me creo merecedor de esta adopción que verdaderamente haría la felicidad de mi vida, tanto por mi amor y afecto a la sagrada persona de S. M., como por mi sumisión y entera obediencia a sus intenciones y deseos».
ABC. HISTORIA.

martes, 1 de diciembre de 2015

Pérez-Reverte

Una historia de España (LIV)

Y entonces, tatatachán, chin, pun, señoras y caballeros, con Isabel II en el exilio gabacho, llegó nuestra primera república. Llegó, y ahí radica la evolución posterior del asunto, en un país donde seis de cada diez fulanos eran analfabetos (en Francia lo eran tres de cada diez), y donde 13.405 concejales de ayuntamiento y 467 alcaldes no sabían leer ni escribir. En aquella pobre España sometida a generales, obispos y especuladores financieros, la política estaba en manos de jefes de partidos sin militancia ni programa, y las elecciones eran una farsa. La educación pública había fracasado de modo estrepitoso ante la indiferencia criminal de la clase política: la Iglesia seguía pesando muchísimo en la enseñanza, 6.000 pueblos carecían de escuela, y de los 12.000 maestros censados, la mitad se clasificaba oficialmente como de escasa instrucción. Tela. En nombre de las falsas conquistas liberales, la oligarquía político financiera, nueva dueña de las propiedades rurales -que tanto criticó hasta que fueron suyas-, arruinaba a los campesinos, empeorando, lo que ya era el colmo, la mala situación que éstos habían tenido bajo la Iglesia y la aristocracia. En cuanto a la industrialización que otros países europeos encaraban con eficacia y entusiasmo, en España se limitaba a Cataluña, el País Vasco y zonas periféricas como Málaga, Alcoy y Sevilla, por iniciativa privada de empresarios que, como señala el historiador Josep Fontana, «no tenían capacidad de influir en la actuación de unos dirigentes que no sólo no prestaban apoyo a la industrialización, sino que la veían con desconfianza». Ese recelo estaba motivado, precisamente, por el miedo a la revolución. Talleres y fábricas, a juicio de la clase dirigente española, eran peligroso territorio obrero; y éste, cada vez más sembrado por las ideas sociales que recorrían Europa, empezaba a dar canguelo a los oligarcas, sobre todo tras lo ocurrido con la Comuna de París, que había acabado en un desparrame sangriento. De ahí que el atraso industrial y la sujeción del pueblo al medio agrícola y su miseria (controlable con una fácil represión confiada a caciques locales, partidas de la porra y guardia civil), no sólo fueran consecuencia de la dejadez nacional, sino también objetivo buscado deliberadamente por buena parte de la clase política, según la idea expresada unos años atrás por Martínez de la Rosa; para quien, gracias a la ausencia de fábricas y talleres, «las malas doctrinas que sublevan las clases inferiores no están difundidas, por fortuna, como en otras naciones». Y fue en ese escenario tan poco prometedor, háganse ustedes idea, donde se proclamó, por 258 votos a favor y 38 en contra (curiosamente, sólo había 77 diputados republicanos, así que calculen el número de oportunistas que se subieron al tren), aquella I República a la que, desde el primer momento, todas las fuerzas políticas, militares, religiosas, financieras y populares españolas se dedicaron a demoler sistemáticamente. Once meses, iba a durar la desgraciada. Vista y no vista. Unos la querían unitaria y otros federal; pero, antes de aclarar las cosas, la peña empezó a proclamarse por su cuenta en plan federal, sin ni siquiera haber aprobado una nueva constitución, ni organizar nada, ni detallar bien en qué consistía aquello; pues para unos la federación era un pacto nacional, para otros la autonomía regional, para otros una descentralización absoluta donde cada perro se lamiera su órgano, y para otros una revolución social general que, por otra parte, nadie indicaba en qué debía consistir ni a quién había que ahorcar primero. Las Cortes eran una casa de putas y las masas se impacientaban viendo el pasteleo de los políticos. En Alcoy hubo una verdadera sublevación obrera con tiros y todo. Y encima, para rematar el pastel, en Cuba había estallado la insurrección independentista, y aquí los carlistas, siempre dispuestos a dar por saco en momentos delicados, viendo amenazados los valores cristianos, la cosa foral y toda la parafernalia, volvían a echarse al monte, empezando su tercera guerra -que iba a ser bronca y larga- en plan Dios, patria, fueros y rey. El ejército era un descojone de ambición y banderías donde los soldados no obedecían a sus jefes; hasta el punto de que sólo había un general (Turón, se llamaba) que tenía en la hoja de servicios no haberse sublevado nunca, y al que, por supuesto, los compañeros espadones tachaban de timorato y maricón. Así que no es de extrañar que un montón de lugares empezaran a proclamarse federales e incluso independientes por su cuenta. Fue lo que se llamó insurrección cantonal. De ella disfrutaremos en el próximo capítulo.