Una
historia de España (LIV)
Y entonces, tatatachán, chin, pun, señoras y
caballeros, con Isabel II en el exilio gabacho, llegó nuestra primera
república. Llegó, y ahí radica la evolución posterior del asunto, en un país
donde seis de cada diez fulanos eran analfabetos (en Francia lo eran tres de
cada diez), y donde 13.405 concejales de ayuntamiento y 467 alcaldes no sabían
leer ni escribir. En aquella pobre España sometida a generales, obispos y
especuladores financieros, la política estaba en manos de jefes de partidos sin
militancia ni programa, y las elecciones eran una farsa. La educación pública
había fracasado de modo estrepitoso ante la indiferencia criminal de la clase
política: la Iglesia seguía pesando muchísimo en la enseñanza, 6.000 pueblos
carecían de escuela, y de los 12.000 maestros censados, la mitad se clasificaba
oficialmente como de escasa instrucción. Tela. En nombre de las
falsas conquistas liberales, la oligarquía político financiera, nueva dueña de
las propiedades rurales -que tanto criticó hasta que fueron suyas-, arruinaba a
los campesinos, empeorando, lo que ya era el colmo, la mala situación que éstos
habían tenido bajo la Iglesia y la aristocracia. En cuanto a la
industrialización que otros países europeos encaraban con eficacia y
entusiasmo, en España se limitaba a Cataluña, el País Vasco y zonas periféricas
como Málaga, Alcoy y Sevilla, por iniciativa privada de empresarios que, como
señala el historiador Josep Fontana, «no tenían capacidad de influir en
la actuación de unos dirigentes que no sólo no prestaban apoyo a la
industrialización, sino que la veían con desconfianza». Ese recelo estaba
motivado, precisamente, por el miedo a la revolución. Talleres y fábricas, a
juicio de la clase dirigente española, eran peligroso territorio obrero; y
éste, cada vez más sembrado por las ideas sociales que recorrían Europa,
empezaba a dar canguelo a los oligarcas, sobre todo tras lo ocurrido con la
Comuna de París, que había acabado en un desparrame sangriento. De ahí que el
atraso industrial y la sujeción del pueblo al medio agrícola y su miseria
(controlable con una fácil represión confiada a caciques locales, partidas de
la porra y guardia civil), no sólo fueran consecuencia de la dejadez nacional,
sino también objetivo buscado deliberadamente por buena parte de la clase
política, según la idea expresada unos años atrás por Martínez de la Rosa; para
quien, gracias a la ausencia de fábricas y talleres, «las malas
doctrinas que sublevan las clases inferiores no están difundidas, por fortuna,
como en otras naciones». Y fue en ese escenario tan poco prometedor,
háganse ustedes idea, donde se proclamó, por 258 votos a favor y 38 en contra
(curiosamente, sólo había 77 diputados republicanos, así que calculen el número
de oportunistas que se subieron al tren), aquella I República a la que, desde
el primer momento, todas las fuerzas políticas, militares, religiosas,
financieras y populares españolas se dedicaron a demoler sistemáticamente. Once
meses, iba a durar la desgraciada. Vista y no vista. Unos la querían unitaria y
otros federal; pero, antes de aclarar las cosas, la peña empezó a proclamarse
por su cuenta en plan federal, sin ni siquiera haber aprobado una nueva
constitución, ni organizar nada, ni detallar bien en qué consistía aquello;
pues para unos la federación era un pacto nacional, para otros la autonomía
regional, para otros una descentralización absoluta donde cada perro se lamiera
su órgano, y para otros una revolución social general que, por otra parte,
nadie indicaba en qué debía consistir ni a quién había que ahorcar primero. Las
Cortes eran una casa de putas y las masas se impacientaban viendo el pasteleo
de los políticos. En Alcoy hubo una verdadera sublevación obrera con tiros y
todo. Y encima, para rematar el pastel, en Cuba había estallado la insurrección
independentista, y aquí los carlistas, siempre dispuestos a dar por saco en
momentos delicados, viendo amenazados los valores cristianos, la cosa foral y
toda la parafernalia, volvían a echarse al monte, empezando su tercera guerra
-que iba a ser bronca y larga- en plan Dios, patria, fueros y rey. El ejército
era un descojone de ambición y banderías donde los soldados no obedecían a sus
jefes; hasta el punto de que sólo había un general (Turón, se llamaba) que
tenía en la hoja de servicios no haberse sublevado nunca, y al que, por
supuesto, los compañeros espadones tachaban de timorato y maricón. Así que no
es de extrañar que un montón de lugares empezaran a proclamarse federales e
incluso independientes por su cuenta. Fue lo que se llamó insurrección cantonal.
De ella disfrutaremos en el próximo capítulo.
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