Una
historia de España (XLIII)
Y así andábamos, en plena guerra contra los franceses,
con toda España arruinada y hecha un descalzaperros, los campos llenos de
cadáveres y la sombra negra de la miseria y el hambre en todas partes, los
ejércitos nacionales cada uno por su cuenta, odiándose los generales entre
ellos -las faenas que se hacían unos a otros eran enormes; imaginen a los
políticos de ahora con mando de tropas- y comiéndose, jefes y carne de cañón,
derrota tras derrota pero sin aflojar nunca, con ese tesón entre homicida y
suicida tan propio de nosotros, que lo mismo se aplica contra el enemigo que
contra el vecino del quinto. Gran Bretaña, enemiga acérrima de la Francia
napoleónica, había enviado fuerzas a la Península que permitían dar a este
desparrame una cierta coherencia militar, con el duque de Wellington como jefe
supremo de las fuerzas aliadas. Hubo batallas sangrientas grandes y pequeñas,
la Albuera y Chiclana por ejemplo, donde los ingleses, siempre fieles a sí
mismos en lo del coraje y la eficacia, se portaron de maravilla; y donde, justo
es reconocerlo, las tropas españolas estuvieron espléndidas, pues cuando se
veían bien mandadas y organizadas -aunque eso no fuera lo más frecuente-
combatían siempre con una tenacidad y un valor ejemplares. Los ingleses, por su
parte, que eran todo lo valientes que ustedes quieran, pero tan altaneros y
crueles como de costumbre, despreciaban a los españoles, iban a su rollo y más
de una vez, al tomar ciudades a los franceses, como Badajoz y San Sebastián,
cometieron más excesos, saqueos y violaciones que los imperiales, portándose como
en terreno enemigo. Y, bueno. Así, poco a poco, con mucha pólvora y salivilla,
sangre aparte, los franceses fueron perdiendo la guerra y retrocediendo hacia
los Pirineos, y con ellos se fueron muchos de aquellos españoles, los llamados
afrancesados, que por ideas honradas o por oportunismo habían sido partidarios
del rey Pepe Botella y el gobierno francés. Se largaban sobre todo porque las
tropas vencedoras, por no decir los guerrilleros, los despellejaban alegremente
en cuanto les ponían la zarpa encima, y de todas partes surgían en socorro del
vencedor, como de costumbre, patriotas de última hora dispuestos a denunciar al
vecino al que envidiaban, rapar a la guapa que no les hizo caso, encarcelar al
que les caía gordo o fusilar al que les prestó dinero. Y de esa manera, gente
muy valiosa, científicos, artistas e intelectuales, emprendió el camino de un
exilio que los españoles iban a transitar mucho en el futuro; una tragedia que
puede resumirse con las tristes palabras de una carta que Moratín escribió a un
amigo desde Burdeos: «Ayer llegó Goya, viejo, enfermo y sin hablar una
palabra de francés». De todas formas, y por fortuna, no todos los
ilustrados eran pro-franceses. Gracias a la ayuda de la escuadra británica y a
la inteligencia y valor de sus defensores, Cádiz había logrado resistir los
asaltos gabachos. En ella se había refugiado el gobierno patriota, y allí, en
ausencia del rey Fernando VII preso en Francia (de ese hijo de la grandísima
puta hablaremos en otros capítulos), entre cañas de manzanilla y tapitas de
lomo, políticos conservadores y políticos progresistas, según podemos entender
eso en aquella época, se pusieron de acuerdo, cosa insólita entre españoles,
para redactar una Constitución que regulase el futuro de la monarquía y la
soberanía nacional. Se hizo pública con gran solemnidad en pleno asedio francés
el 19 de marzo de 1812 -por eso se la bautizó como La Pepa- y en
ella participaron no sólo diputados españoles de aquí, sino también de las
colonias americanas, que ya empezaban a removerse pero aún no cuestionaban en
serio su españolidad. Conviene señalar que esa Constitución -tan bonita e ideal
que resultaba difícil de aplicar en la España de entonces- limitaba los poderes
del rey, y que por eso los más conservadores la firmaron a regañadientes; entre
otras cosas porque los liberales, o progresistas, amenazaban con echarles el
pueblo encima. Así que los carcas hicieron de tripas corazón, aunque dispuestos
a que en la primera oportunidad la Pepa se fuera al carajo y los diputados
progres pagaran con sangre la humillación que les habían hecho pasar.
Arrieritos somos, dijeron. Todo se cocía despacio, en fin, para que las dos
Españas se descuartizaran una a otra durante los siguientes doscientos años.
Así que en cuanto los franceses se fueron del todo, acabó la guerra y Napoleón
nos hizo el regalo envenenado de devolvernos al rey más infame del que España
tiene memoria, para los fieles partidarios del trono y el altar llegó la
ocasión de ajustar cuentas. La dulce hora de la venganza.
Una
historia de España (XLIV)
En marzo de 1812 se aprobó, tras
acaloradas discusiones, la desdichada Constitución por la que España debería
regirse...» Esa cita, que procede de un libro
de texto escolar editado -ojo al dato- siglo y medio más tarde, refleja la
postura del sector conservador de las Cortes de Cádiz y la larga proyección que
las ideas reaccionarias tendrían en el futuro. Con sus consecuencias, claro.
Traducidas, fieles a nuestro estilo histórico de cadalso y navaja, en odios y
en sangre. Porque al acabar la guerra contra los franceses, las dos Españas
eran ya un hecho inevitable. De una parte estaban los llamados liberales, alma
de la Constitución, partidarios de las ideas progresistas de entonces: limitar
el poder de la Iglesia y la nobleza, con una monarquía controlada por un
parlamento. De la otra, los llamados absolutistas o serviles, partidarios del
trono y del altar a la manera de siempre. Y, bueno. Cada uno mojaba en su
propia salsa. A la chulería y arrogancia idealista de los liberales, que iban
de chicos estupendos, con unas prisas poco compatibles con el país donde se
jugaban los cuartos y el pescuezo, se oponía el rencor de los sectores monárquicos
y meapilas más ultramontanos, que confiaban en la llegada del joven Fernando
VII, recién liberado por Napoleón, para que las cosas volvieran a ser como
antes. Y en medio de unos y otros, como de costumbre, se hallaba un pueblo
inculto y a menudo analfabeto, religioso hasta la superstición, recién salido
de la guerra y sus estragos, cuyas pasiones y entusiasmos eran fáciles de
excitar lo mismo desde arengas liberales que desde púlpitos serviles; y que lo
mismo jaleaba la Constitución que, al día siguiente, según lo meneaban, colgaba
de una farola al liberal al que pillaba cerca. Y eso fue exactamente lo que
pasó cuando Fernando VII de Borbón, el mayor hijo de puta que ciñó corona en
España, volvió de Francia (donde le había estado succionando el ciruelo a
Napoleón durante toda la guerra, mientras sus súbditos, los muy capullos,
peleaban en su nombre) y fue acogido con entusiasmo por las masas, debidamente
acondicionadas desde los púlpitos, al significativo grito de «¡Vivan
las caenas!» (hasta el punto de que, cuando entró en Madrid, el pueblo
ocurrente y dicharachero tiró del carruaje en sustitución de las mulas,
evidenciando la vocación hispana del momento). En éstas, los liberales más
perspicaces, viendo venir la tostada, empezaron a poner pies en polvorosa rumbo
a Francia o Inglaterra. Los otros, los pardillos que creían que Fernando iba a
tragarse una Pepa que le limitaba poderes y le apartaba a los obispos y
canónigos de la oreja -su nefasto consejero principal era precisamente un
canónigo llamado Escóiquiz-, se presentaron ante el rey con toda ingenuidad,
los muy pringados, y éste los fulminó en un abrir y cerrar de ojos: anuló la
Constitución, disolvió las Cortes, cerró las universidades y metió en la cárcel
a cuantos pudo, lo mismo a los partidarios de un régimen constitucional que a
los que se habían afrancesado con Pepe Botella. Hasta Goya tuvo que huir a
Francia. Por supuesto, en seguida vino el ajuste de cuentas a la española: todo
cristo se apresuró a proclamarse monárquico servil y a delatar al vecino. La
represión fue bestial, y así volvió a brillar el sol de las tardes de toros,
mantilla y abanico, con todo el país devuelto a los sainetes de Ramón de la
Cruz, la inteligencia ejecutada, exiliada o en presidio, el monarca bien
rociado de agua bendita y la bajuna España de toda la vida de nuevo católica,
apostólica y romana. Manolo Escobar no cantaba Mi carro y El
porrompompero porque el gran Manolo no había nacido todavía, pero por
ahí andaba la cosa en nuestra patria cañí. Aunque, por supuesto, no faltaron
hombres buenos: gente con ideas y con agallas que se rebeló contra el
absolutismo y la desvergüenza monárquica en conspiraciones liberales que, en el
estado policial en que se había convertido esto, acabaron todas fatal. Muchos
eran veteranos de la guerra de la Independencia, como el ex guerrillero Espoz y
Mina, y le echaron huevos diciendo que no habían luchado seis años para que
España acabara así de infame. Pero cada intento fue ahogado en sangre, con
extrema crueldad. Y nuestra muy hispana vileza tuvo otro ejemplo repugnante: el
Empecinado, uno de los más populares guerrilleros contra los franceses, ahora
general y héroe nacional, envuelto en una sublevación liberal, fue ejecutado
con un ensañamiento estremecedor, humillado ante el pueblo que antes lo
aclamaba y que ahora lo estuvo insultando cuando iba, montado en un burro al
que cortaron las orejas para infamarlo, camino del cadalso.
Una
historia de España (XLV)
Además de feo -lo llamaban Narizotas- con
una expresión torva y fofa, Fernando VII era un malo absoluto, tan perfecto
como si lo hubieran fabricado en un laboratorio. Si aquí hubiéramos tenido un
Shakespeare de su tiempo nos habría hecho un retrato del personaje que dejaría
a Ricardo III, por ejemplo, como un traviesillo cualquiera, un perillán de
quiero y no puedo. Porque además de mal encarado -que de eso nadie tiene la
culpa-, nuestro Fernando VII era cobarde, vil, cínico, hipócrita, rijoso,
bajuno, abyecto, desleal, embustero, rencoroso y vengativo. Resumiendo, era un
hijo de puta con ático, piscina y garaje. Y fue él, con su cerril absolutismo,
con su perversa traición a quienes en su nombre -estúpidos y heroicos
pardillos- lucharon contra los franceses creyendo hacerlo por la libertad, con
su carnicera persecución de cuanto olía a Constitución, quien clavó a martillazos
el ataúd donde España se metió a sí misma durante los dos siglos siguientes, y
que todavía sigue ahí como siniestra advertencia de que, en esta tierra maldita
en la que Caín nos hizo el Deneí, la infamia nunca muere. Por supuesto, como
aquí suele pasar con la mala gente, Narizotas murió en la cama. Pero antes
reinó durante veinte desastrosos años en los que nos puso a punto de caramelo
para futuros desastres y guerras civiles que, durante aquel siglo y el
siguiente, serían nuestra marca de fábrica. Nuestra marca España. Sostenido por
la Iglesia y los más cerriles conservadores, apoyado en una camarilla de
consejeros analfabetos y oportunistas, aquel Borbón instauró un estado policial
con el objeto exclusivo de reinar y sobrevivir a cualquier precio. Naturalmente,
los liberales habían ido demasiado lejos en sus ideas y hechos como para
resignarse al silencio o el exilio, así que conspiraron, y mucho. España vivió
tiempos que habrían hecho la fortuna de un novelista a lo Dumas -Galdós era
otra cosa-, si hubiéramos tenido de esa talla: conspiraciones, desembarcos
nocturnos, sublevaciones, señoras guapas y valientes bordando banderas
constitucionales... No faltó de nada. Durante dos décadas, esto fue un trágico
folletín protagonizado por el clásico triángulo español: un malo de película,
unos buenos heroicos y torpes, y un pueblo embrutecido, inculto y gandumbas que
se movía según le comían la oreja, y al que bastaba, para ponerlo de tu parte,
un poquito de música de verbena, una corrida de toros, un sermón de misa
dominical o una arenga en la plaza del pueblo a condición de que el tabaco se
repartiera gratis. Las rebeliones liberales contra el absolutismo regio se
fueron sucediendo con mala fortuna y reprimidas a lo bestia, hasta que, en
1820, la tropa que debía embarcarse para combatir la rebelión de las colonias
americanas (de eso hablaremos en otro capítulo) pensó que mejor verse liberal
aquí que escabechado en Ayacucho, y echó un órdago con lo que se llamó
sublevación de Riego, por el general que los mandaba. Eso le puso la cosa
chunga al rey, porque el movimiento se propagó hasta el punto de que Narizotas
se vio obligado, tragando quina Catalina, a jurar la Constitución que había
abolido seis años antes y a decir aquello que ha quedado como frase hecha de la
doblez y de la infamia: «Marchemos todos, y yo el primero, por la senda
constitucional». Se abrió entonces el llamado Trienio Liberal: tres años de
gobierno de izquierda, por decirlo en moderno, que fueron una chapuza digna de
Pepe Gotera y Otilio; aunque, siendo justos, hay que señalar que al desastre
contribuyeron tanto la mala voluntad del rey, que siguió dando por saco bajo
cuerda, como la estupidez de los liberales, que favorecieron la reacción con su
demagogia y sus excesos. Los tiempos no estaban todavía para perseguir a los
curas y acorralar al rey, como pretendían los extremistas. Y así, las voces
sensatas, los liberales moderados que veían claro el futuro, fueron desbordados
y atacados por lo que podríamos llamar extrema derecha y extrema izquierda.
Bastaron tres años para que esa primavera de libertad se fuera al carajo: los
excesos revolucionarios ofendieron a todos, gobernar se convirtió en un
despropósito, y muchos de los que habían apoyado de buena fe la revolución
respiraron con alivio cuando las potencias europeas enviaron un ejército
francés -los 100.000 Hijos de San Luis- para devolver los poderes absolutos al
rey. España, por supuesto, volvió a retratarse: los mismos que habían combatido
a los gabachos con crueldad durante siete años los aclamaron ahora
entusiasmados. Y claro. El rey, que estaba prisionero en Cádiz, fue liberado. Y
España se sumió de nuevo, para variar, en su eterna noche oscura.
Una
historia de España (XLVI)
Y en ésas estábamos, con el infame Fernando VII y la
madre que lo parió, cuando perdimos casi toda América. Entre nuestra guerra de
la Independencia y 1836, España se quedó sin la mayor parte de su imperio
colonial americano, a excepción de Cuba y Puerto Rico. La cosa había empezado
mucho antes, con las torpezas coloniales y la falta de visión ante el mundo
moderno que se avecinaba; y aunque en las Cortes de Cádiz y la Pepa de 1812
participaron diputados americanos, el divorcio era inevitable. La ocasión para
los patriotas de allí (léase oligarquía criolla partidaria, con razón, de
buscarse ella la vida y que los impuestos a España los pagara Rita la Cantaora)
vino con el desmadre que supuso la guerra en la Península, que animó a muchos
americanos a organizarse por su cuenta, y también por la torpeza criminal con
que el rey Narizotas, a su regreso de Francia, reprimió toda clase de
libertades, incluidas las que allí habían empezado a tomarse. Antes de eso hubo
un bonito episodio, que fueron las invasiones británicas del Río de la Plata.
Los ingleses, siempre dispuestos a trincar cacho y establecerse en la América
hispana, atacaron dos veces Buenos Aires, en 1806 y 1807; pero allí, entre
españoles de España y argentinos locales, les dieron de hostias hasta en el cielo
de la boca: una de esas somantas gloriosas -como la que se llevó Nelson en
Tenerife poco antes- que los británicos, siempre hipócritas cuando les sale el
cochino mal capado, procuran escamotear de los libros de Historia. Sin embargo,
esa golondrina solidaria no hizo verano. En los años siguientes, aprovechando
el caos español, ingleses y norteamericanos removieron la América hispana,
mandando soldados mercenarios, alentando insurrecciones y sacando tajada
comercial. El desastre que era España en ese momento -desde Trafalgar, ni
barcos suficientes teníamos- lo puso a huevo. Aun así, la resistencia realista
frente a los que luchaban por la independencia fue dura, tenaz y cruel. Y con
caracteres de guerra civil, además; ya que, tres siglos y pico después de
Colón, buena parte de los de uno y otro bando habían nacido en América (en
Ayacucho, por ejemplo, no llegaban a 900 los soldados realistas nacidos en
España). El caso es que a partir de la sublevación de Riego de 1820 en Cádiz ya
no se mandaron más ejércitos españoles al otro lado del Atlántico -los soldados
se negaban a embarcar-, y los virreyes de allí tuvieron que apañarse con lo que
tenían. Aun así, hasta las batallas de Ayacucho (Perú, 1824) y Tampico (México,
1829) y la renuncia española de 1836 (a los tres años de palmar, por fin,
Fernando VIII), la guerra prosiguió con extrema bestialidad a base de batallas,
ejecuciones de prisioneros y represalias de ambos bandos. No fue, desde luego,
una guerra simpática. Ni fácil. Hubo altibajos, derrotas y victorias para unos
y otros. Hasta los realistas, muy a la española, llegaron alguna vez a matarse
entre ellos. Hubo inmenso valor y hubo cobardías y traiciones. Las juntas que
al principio se habían creado para llenar el vacío de poder en España durante
la guerra contra Napoleón se fueron convirtiendo en gobiernos nacionales, pues
de aquel largo combate, aquel ansia de libertad y aquella sangre empezaron a
surgir las nuevas naciones hispanoamericanas. Fulanos ilustres como el general
San Martín, que había luchado contra los franceses en España, o el gran Simón
Bolívar, realizaron proezas bélicas y asestaron golpes mortales al aparato
militar español. El primero cruzó los Andes y fue decisivo para las
independencias de Argentina, Chile y Perú, y luego cedió sus tropas a Bolívar,
que acabó la tarea del Perú, liberó Venezuela y Nueva Granada, fundó las
repúblicas de Bolivia y Colombia, y con el zambombazo de Ayacucho, que ganó su
mariscal Sucre, le dio la puntilla a los realistas. Bolívar también intentó
crear una federación hispanoamericana como Dios manda, en plan Estados Unidos;
pero eso era complicado en una tierra como aquélla, donde la insolidaridad, la
envidia y la mala leche naturales de la madre patria habían hecho larga
escuela. Como dicen los clásicos, cada perro prefería lamerse su propio cipote.
No hubo unidad, por tanto; pero sí nuevos países en los que, como suele
ocurrir, el pueblo llano, los indios y la gente desfavorecida se limitaron a
cambiar unos amos por otros; con el resultado de que, en realidad, siguieron
puteados por los de siempre. Y salvo raras excepciones, así continúan: como un
hermoso sueño de libertad y justicia nunca culminado. Con el detalle de que ya
no pueden echar la culpa a los españoles, porque llevan doscientos años
gobernándose ellos solos.
Una
historia de España (XLVII)
Para vergüenza de los españoles de su tiempo y del de
ahora -porque no sólo se hereda el dinero, sino también la ignominia-, Fernando
VII murió en la cama, tan campante. Por delante nos dejaba dos tercios de siglo
XIX que iban a ser de indiscutible progreso industrial, económico y político
(tendencia natural en todos los países más o menos avanzados de la Europa de
entonces), pero desastrosos en los hechos y la estabilidad de España, con
guerras internas y desastre colonial como postre. Un siglo, aquél, cuyas
consecuencias se prolongarían hasta muy avanzado el XX, y del que la guerra civil
del 36 y la dictadura franquista fueron lamentables consecuencias. Todo empezó
con el gobierno de la viuda de Fernando, María Cristina; que, siendo la
heredera Isabelita menor de edad -tenía tres años la criatura-, se hizo cargo
del asunto. Con eso empezó la bronca, porque el hermano del rey difunto, don
Carlos (que sale de jovencito en el retrato de familia de Goya), reclamaba el
trono para él. Esa tensión dinástica acabó aglutinando en torno a la reina
regente y al pretendiente despechado las ambiciones de unos y las esperanzas de
buen gobierno o de cambio político y social de otros. La cosa terminó siendo,
como todo en España, asunto habitual de bandos y odios africanos, de nosotros y
ellos, de conmigo o contra mí. Se formaron así los bandos carlista y cristino,
luego isabelino. Dicho a lo clásico, conservadores y liberales; aunque esas
palabras, pronunciadas a la española, estuvieran llenas de matices. El bando
liberal, sostenido por la burguesía moderna y por quienes sabían que en la
apertura se jugaban el futuro, estaba lejos de verse unido: eso habría sido
romper añejas y entrañables tradiciones hispanas. Había progres de andar por
casa, de objetivos suaves, más bien de boquilla, próximos al trono de María
Cristina y su niña, que acabaron llamándose moderados; y también los había más
serios, incluso revolucionarios tranquilos o radicales, dispuestos a dejar a
España que en pocos años no la conociera ni la madre que la parió. Éstos
últimos eran llamados progresistas. En el bando opuesto, como es natural,
militaba la carcundia con solera: la España de trono y altar de toda la vida.
Ahí, en torno a los carlistas, cuyo lema Dios, Patria, Rey -con
Dios, ojo al dato, siempre por delante- acabaría resumiéndolo todo, se
alinearon los elementos más reaccionarios. Por supuesto, a este bando carca se
apuntaron la Iglesia (o buena parte de ella, para la que todo liberalismo y
constitucionalismo seguía oliendo a azufre) y quienes, sobre todo en Navarra,
País Vasco, Cataluña y Aragón, igual les suena a ustedes la cosa, pretendían
mantener a toda costa sus fueros, privilegios locales de origen medieval, y
llevaban dos siglos oponiéndose como gatos panza arriba a toda modernización
unitaria del Estado, pese a que eso era lo que entonces se estilaba en Europa.
Esto acabó alumbrando las guerras carlistas -de las que hablaremos otro día- y
una sucesión de golpes de mano, algaradas y revoluciones que tuvieron a España
en ascuas durante la minoría de edad de la futura Isabel II, y luego durante su
reinado, que también fue pare echarle de comer aparte. Una de las razones de
este desorden fue que su madre, María Cristina, enfrentada a la amenaza
carlista, tuvo que apoyarse en los políticos liberales. Y lo hizo al principio
en los más moderados, con lo que los radicales, que mojaban poco, montaron el
cirio pascual. Hubo regateos políticos y gravísimos disturbios sociales con
quema de iglesias y degüello de sacerdotes, y se acabó pariendo en 1837 una
nueva Constitución que, respecto a la Pepa del año 12, venía sin cafeína y no
satisfizo a nadie. De todas formas, uno de los puntazos que se marcó el bando
progresista fue la Desamortización de Mendizábal: un jefe de gobierno que,
echándole pelotas, hizo que el Estado se incautara de las propiedades
eclesiásticas que no generaban riqueza para nadie -la Iglesia poseía una
tercera parte de las tierras de España-, las sacara a subasta pública, y la
burguesía trabajadora y emprendedora, que decimos ahora, pudiera adquirirlas
para ponerlas en valor y crear riqueza pública. Al menos, en teoría. Esto,
claro, sentó a los obispos como una patada bajo la sotana y reforzó la fobia
antiliberal de los más reaccionarios. Ése, más o menos, era el paisaje mientras
los españoles nos metíamos de nuevo, con el habitual entusiasmo, en otra
infame, larga y múltiple guerra civil de la que, tacita a tacita, fueron
emergiendo las figuras que habrían de tener mayor peso político en España en el
siglo y medio siguiente: los espadones. O sea, el ejército y sus
generales.
Una
historia de España (XLVIII)
Las guerras carlistas fueron tres, a lo largo del
siglo XIX, y dejaron a España a punto de caramelo para una especie de cuarta
guerra carlista, llevada luego más al extremo y a lo bestia, que sería la de
1936 (y también para el sucio intento de una quinta, el terrorismo de ETA del
siglo XX, en el que para cierta estúpida clase de vascos y vascas, clero
incluido, Santi Potros, Pakito, Josu Ternera y demás chusma asesina serían
generales carlistas reencarnados). De todo eso iremos hablando cuando toque,
porque de momento estamos en 1833, empezando la cosa, cuando en torno al
pretendiente don Carlos se agruparon los partidarios del trono y el altar, los
contrarios a la separación Iglesia-Estado, los que estaban hasta el cimbel de
que los crujieran a impuestos y los que, sobre todo en el País Vasco, Navarra,
Aragón y Cataluña, querían recobrar los privilegios forales suprimidos por
Felipe V: el norte de España más o menos hasta Valencia, aunque las ciudades
siguieron siendo liberales. El movimiento insurreccional arraigó sobre todo en
el medio rural, entre pequeños propietarios arruinados y campesinos
analfabetos, fáciles de llevar al huerto con el concurso del clero local, los
curas de pueblo que cada domingo subían al púlpito para poner a parir a los
progres de Madrid: «Hablad en vasco -decían, y no recuerdo
ahora si el testimonio es de Baroja o de Unamuno-, que el castellano es
la lengua de los liberales y del demonio». Con lo que pueden imaginarse la
peña y el panorama. La finura ideológica. En el otro bando, cerca de la regente
Cristina y de su niña Isabelita, que tantas horas de gloria privada y pública
iba a darnos pronto, se situaban, en general, los políticos progresistas y
liberales, los altos mandos militares, la burguesía urbana y los partidarios de
la industrialización, el progreso social y la modernidad. O sea, el comercio,
los sables y el dinero. Y también -nunca hay que poner todos los huevos en el
mismo cesto- algunas altas jerarquías de la Iglesia católica situadas cerca de
los núcleos de poder del Estado; que aunque de corazón estaban más con los de
Dios, Patria y Rey, tampoco veían con buenos ojos a aquellos humildes párrocos
broncos y sin afeitar: esos curas trabucaires que, sin el menor complejo, se
echaban al monte con boina roja, animaban a fusilar liberales y se pasaban por
el prepucio las mansas exhortaciones pastorales de sus obispos -lo que igual a
ustedes les suena a reciente-. El caso es que la sublevación carlista, léase
(simplificando la cosa, claro, esto no es más que un artículo de folio y medio)
campo contra ciudad, fueros contra centralismo, tradición frente a modernidad,
meapilas contra liberales y otros etcéteras, acabaría siendo un desparrame
sanguinario a nuestro clásico estilo, donde las dos Españas, unidas en la vieja
España de toda la vida, la de la violencia, la delación, el odio y la
represalia infame, estallaron y ajustaron cuentas sin distinción de bandos en
lo que a vileza e hijoputez se refiere, fusilándose incluso a madres, esposas e
hijos de los militares enemigos; mientras que por arriba, como ocurre siempre,
alrededor de don Carlos, de la regente y la futura Isabel II, unos y otros,
generales y políticos con boina o sin ella, disfrazaban el mismo objetivo:
hacerse con el poder y establecer un despotismo hipócrita que sometiera a los
españoles a los mismos caciques de toda la vida. A los trincones y mangantes
enquistados en nuestro tuétano desde que el cabo de la Nao era soldado raso. Lo
expresaba muy bien Galdós en uno de sus Episodios Nacionales: «La pobre
y asendereada España continuaría su desabrida historia dedicándose a cambiar de
pescuezo, en los diferentes perros, los mismos dorados collares». En fin.
Como lo de los carlistas fue muy importante en nuestra historia, el desarrollo
de la cosa militar, Zumalacárregui, Cabrera, Espartero y compañía, lo dejaremos
para otro capítulo. De momento recurramos a un escritor que también trató el
asunto, Pío Baroja, que era vasco y cuya simpatía por los carlistas puede
resumirse en dos citas: «El carlista es un animal de cresta colorada que
habita el monte y que de vez en cuando baja al llano al grito de ¡rediós!,
atacando al hombre». Y la otra: «El carlismo se cura leyendo,
y el nacionalismo, viajando». Un tercer aserto vale para ambos
bandos: «Europa acaba en los Pirineos». Con tales antecedentes, se
comprende que en el 36 Baroja tuviera que refugiarse en Francia, huyendo de los
carlistas que querían agradecerle las citas; aunque, de haber estado en zona
republicana, el tiro se lo habrían pegado los otros. Detalle también muy
español: como criticaba por igual a unos y a otros, era intensamente odiado por
unos y por otros.
Una
historia de España (XLIX)
Pues ahí estábamos, dándonos otra vez palos entre
nosotros para no faltar a la costumbre, en plena primera guerra carlista. En la
que, para rizar nuestro propio rizo histórico de disparates, se daba una
curiosa paradoja: el pretendiente don Carlos, que era muy de misa de ocho y
pretendía imponer en España un régimen absolutista y centralista, era apoyado
sobre todo por navarros, vascos y catalanes, allí donde el celo por los
privilegios forales y la autonomía política y económica, diciéndolo en moderno,
era más fuerte. O sea, que la mayor parte de las tropas carlistas, con tal de
reventar al gobierno liberal de Madrid, luchaba apoyando a un rey que, cuando
reinara, si era fiel a sí mismo, les iba a meter los fueros por el ojete. Pero la
lógica, la coherencia y otras cosas relacionadas con la palabra pensar,
como vimos en los capítulos anteriores de esta bonita y edificante historia,
siempre fueron inusuales aquí. Lo importante era ajustar cuentas; que sigue
siendo, con guerras civiles o sin ellas, con escopeta o con pase usted primero,
nuestro deporte nacional. Y a ello se dedicaron unos y otros, carlistas y
liberales, con el entusiasmo que para esas cosas, fútbol aparte, solemos
desplegar los españoles. Todo empezó como sublevación y guerrillas -había mucha
práctica desde la guerra contra Napoleón-, y luego se formaron ejércitos
organizando las partidas dispersas, con los generales carlistas Zumalacárregui
en el norte y Cabrera en Aragón y Cataluña. El campo solía ser de ellos; pero
las ciudades, donde estaba la burguesía con pasta y la gente más abierta de
mollera, permanecieron fieles a la jovencita Isabel II y al liberalismo. Al
futuro, dentro de lo que cabe, o lo que parecía iba a serlo. Don Carlos, que
necesitaba una ciudad para capital de lo suyo, estaba obsesionado con tomar
Bilbao; pero la ciudad resistió y Zumalacárregui murió durante el asedio,
convirtiéndose en héroe difunto por excelencia. En cuanto al otro héroe,
Cabrera, lo apodaban el tigre del Maestrazgo, con lo que está dicho
todo: era una verdadera mala bestia. Y cuando los gubernamentales -porque
escabechando gente eran tan malas bestias unos como otros- fusilaron a su
madre, él puso en el paredón a las mujeres de varios oficiales enemigos, y
luego se fumó un puro. La criatura. Ése era el tono general del asunto, vamos,
el estilo de la cosa, represalia sobre represalia, tan español todo que hasta
lo hace a uno sonreír de ternura patria (a quien le apetezca ver imágenes de
esa guerra, que teclee en Internet y busque los cuadros de Ferrer-Dalmau, que
tiene un montón de ellos sobre episodios bélicos carlistas). No podían faltar,
por otra parte, las potencias extranjeras mojando pan en la salsa y fumándose
nuestro tabaco: al pretendiente don Carlos, como es lógico, lo apoyaron los
países más carcas y autoritarios de Europa, que eran Rusia, Prusia y Austria; y
al gobierno liberal cristino, que luego fue de Isabel II, lo respaldaron,
incluso con tropas, Portugal, Inglaterra y Francia. Como detalle folklórico
bonito podemos señalar que cada vez que los carlistas trincaban vivo a un
extranjero que luchaba junto a los liberales, o viceversa los del otro bando,
lo ponían mirando a Triana. Eso suscitó protestas diplomáticas, sobre todo de
los ingleses, siempre tan susceptibles cuando los matan a ellos; aunque ya
pueden imaginar por dónde se pasaban aquí las protestas, en un país del que
Richard Ford, hablando precisamente de la guerra carlista, había escrito: «Los
españoles han sido siempre muy crueles. Marcial los llamaba salvajes. Aníbal,
que no era tan benigno, ferocísimos»; añadiendo, para dejar más nítida
la cosa: «Cada vez que parece que pudiera ocurrir algo inusual, los
españoles matan a sus prisioneros. A eso lo llaman asegurar los prisioneros».
Y, bueno. Fue en ese delicioso ambiente como transcurrieron, no una, sino tres
guerras carlistas que marcarían, y no para bien, la vida política española del
resto de ese siglo y parte del siguiente. La primera acabó después de que el
general liberal Espartero venciera en la batalla de Luchana, a lo que siguió el
llamado abrazo de Vergara, cuando él y el carlista Maroto se
besaron con lengua y pelillos a la mar, compadre, vamos a llevarnos bien y qué
hay de lo mío. La segunda, más suave, vino luego, cuando fracasó el intento de
casar a Isabelita II con su primo el hijo de don Carlos. Y la tercera, gorda
otra vez, estalló más tarde, en 1872, cuando la caída de Isabel II, la
revolución y tal. Pero antes ocurrieron cosas que contaremos en el siguiente
capítulo. Entre ellas, una fundamental: las guerras carlistas llevaron a los
militares que las habían peleado a intervenir mucho en política. Y como
escribió Larra, que tenía buen ojo, «Dios nos libre de caer en manos de
héroes».
Una
historia de España (L)
Para hacerse idea de lo que fue nuestro siglo XIX y lo
poco que los españoles nos aburrimos en él, basta mirar las cronologías. Si en
el siglo anterior sufrimos a cinco reyes con una forma de gobierno que, mala o
buena, fue una sola, en este otro, sumando reyes, regentes, reinas, novios de
la reina, novios del rey, presidentes de república y generales que pasaban por
allí, incluidas guerras carlistas y coloniales, tuvimos dieciocho formas de
gobierno diferentes, solapadas, mixtas, opuestas combinadas o
mediopensionistas. Ese siglo fue la más desvergonzada cacería por el poder que,
aun conociendo muchas, conoce nuestra historia. Las famosas desamortizaciones,
que en el papel sonaban estupendas, sólo habían servido para que tierras y
otros bienes pasaran de manos eclesiásticas a manos particulares, reforzando el
poder económico de la oligarquía que cortaba el bacalao. Pero los campesinos
vivían en una pobreza mayor, y la industrialización que llegaba a los grandes
núcleos urbanos empezaba a crear masas proletarias, obreros mal pagados y
hambrientos que rumiaban un justificado rencor. Mientras, en Madrid, no tan
infame como su padre Fernando VII -eso era imposible, incluso en España-, pero
heredera de la duplicidad y la lujuria de aquel enorme hijo de puta, la reina
Isabel II, Isabelita para los amigos y los amantes militares o civiles que
desfilaban por la alcoba real, seguía cubriéndonos de gloria. La cosa había
empezado mal en el matrimonio con su primo Francisco de Asís de Borbón; que no
es ya que fuera homosexual normal, de infantería, sino que era maricón de
concurso, con garaje y piscina, hasta el punto de que la noche de bodas llevaba
más encajes y puntillas que la propia reina. Eso no habría importado en otra
coyuntura, pues cada cual es dueño de llevar las puntillas que le salgan del
cimbel; pero en caso de un matrimonio regio, y en aquella España desventurada e
incierta, el asunto trajo mucha cola (no sé si captan ustedes el chiste malo).
De una parte, porque el rey Paquito tenía su camarilla, sus amigos, sus
enchufados y sus conspiraciones, y eso desprestigiaba más a la monarquía. De la
otra, porque los matrimonios reales están, sobre todo, para asegurar herederos
que justifiquen la continuidad del tinglado, el palacio, el sueldo regio y tal.
Y de postre, porque Isabelita -que no era una lánguida Sissí emperatriz, sino
todo lo contrario- nos salió muy aficionada a los intercambios carnales, y
acabó, o más bien empezó pronto, buscándose la vida con mozos de buena planta;
hasta el punto de que de los once hijos que parió -y le vivieron seis- casi
nunca tuvo dos seguidos del mismo padre. Que ya es currárselo. Lo que, detalle
simpático, valió a nuestra reina esta elegante definición del papa Pio
Nono: «Es puta, pero piadosa». Entre esos padres diversos se
contaron, así por encima, gente de palacio, varios militares -a la reina la
ponían mucho los generales-, y un secretario particular. Por cierto, y como
detalle técnico de importancia decisiva más adelante, apuntaremos que el futuro
Alfonso XII (el de dónde vas triste de ti y el resto de la copla) era hijo de
un guapísimo ingeniero militar llamado Enrique Puig Moltó. En lo político,
mientras tanto, los reyes de aquellos tiempos no eran como los de ahora:
mojaban en todas las salsas, poniendo y quitando gobiernos. En eso Isabel II se
enfangó hasta el real pescuezo, unas veces por necesidades de la coyuntura
política y otras por caprichos personales, pues la chica era de aquella manera.
Y para complicar el descojono estaban los militares salidos de las guerras
carlistas -los héroes de los que Larra aconsejaba desconfiar-, que durante todo
el período isabelino se hicieron sitio con pronunciamientos, insubordinaciones
y chulería. La primera guerra carlista, por cierto, había acabado de manera
insólita en España: fue la única de nuestras contiendas civiles en la que
oficialmente no hubo vencedores ni vencidos, pues tras el Abrazo de Vergara los
oficiales carlistas se integraron en las fuerzas armadas nacionales conservando
sueldos y empleos, en un acto de respeto entre antiguos enemigos y de
reconciliación inteligente y ejemplar que, por desgracia, no repetiríamos hasta
1976 (y que en 2015 parecemos obstinados en reventar de nuevo). De todas
formas, el virus del ruido de sables ya estaba allí. Los generales protagonistas
empezaron a participar activamente en política, y entre ellos destacaron tres,
Espartero, O'Donnell y Narváez -todos con nombres de calles de Madrid-, de los
que hablaremos en el siguiente capítulo de nuestra siempre apasionante y
lamentable historia.
Una historia de España (LI)
El reinado de Isabel II fue un continuo
sobresalto: un putiferio de dinero sucio y ruido de sables. Un disparate
llevado a medias entre una reina casi analfabeta, caprichosa y aficionada a los
sementales de palacio, unos generales ambiciosos y levantiscos, y unos
políticos corruptos que, aunque a menudo se odiaban entre sí, generales
incluidos, podían ponerse de acuerdo durante opíparas comidas en Lhardy para
repartirse el negocio. Entre bomberos, decían, no vamos a pisarnos la manguera.
Eso fue lo que más o menos ocurrió con un invento que aquellos pájaros se
montaron, tras mucha ida y venida, pronunciamientos militares y revolucioncitas
parciales (ninguna de verdad, con guillotina o Ekaterinburgo para los golfos,
como Dios manda), dos espadones llamados Narváez y O'Donnell, con el acuerdo de
un tercero llamado Espartero, para inventarse dos partidos, liberal y moderado,
que se fueran alternando en el poder; y así todos disfrutaron, por turnos, más
a gusto que un arbusto. Llegaba uno, despedía a los funcionarios que había
puesto el otro -cesantes, era la palabra- y ponía a sus parientes, amigos y
compadres. Al siguiente turno llegaba el otro, despedía a los de antes y
volvían los suyos. Etcétera. Así, tan ricamente, con vaselina, aquella pandilla
de sinvergüenzas se fue repartiendo España durante cierto tiempo, incluidos
jefes de gobierno sobornados por banqueros extranjeros, y farsas electorales
con votos comprados y garrotazo al que no. De vez en cuando, los que no mojaban
suficiente, e incluso gente honrada, que -aunque menos- siempre hubo, cantaban
espadas o bastos con revueltas, pronunciamientos y cosas así, que se zanjaban
con represión, destierros al norte de África, Canarias o Filipinas -todavía
quedaban colonias-, cuerdas de presos y otros bonitos sucesos (todo eso lo
contaron muy bien Galdós, en sus Episodios Nacionales, y Valle
Inclán, en su serie El ruedo ibérico; así que si los leen me
ahorran entrar en detalles). Mientras tanto, con aquello de que Europa iba
hacia el progreso y España, pintoresco apéndice de esa Europa, no podía
quedarse atrás, lo cierto es que la economía en general, por lo menos la de
quienes mandaban y trincaban, fue muy a mejor por esos años. La oligarquía
catalana se forró el riñón de oro con la industria textil; y en cuanto a
sublevaciones e incidentes, cuando había agitación social en Barcelona la
bombardeaban un poco y hasta luego, Lucas, para gran alivio de la alta
burguesía local -en ese momento, ser español era buen negocio-, que todavía no
tenía cuentas en Andorra y Liechtenstein y, claro, se ponía nerviosa con los
sudorosos obreros (Espartero disparó sobre la ciudad 1.000 bombas; pero Prim,
que era catalán, 5.000). Por su parte, los vascos -entonces se llamaba aquello
Provincias Vascongadas-, salvo los conatos carlistas, estaban tranquilos; y
como aún no deliraba el imbécil de Sabino Arana con su murga de vascos buenos y
españoles malvados, y la industrialización, sobre todo metalúrgica, daba
trabajo y riqueza, a nadie se le ocurría hablar de independencia ni pegarles
tiros en la nuca a españolistas, guardias civiles y demás txakurras. Quiero
decir, resumiendo, que la burguesía y la oligarquía vasca y catalana, igual que
las de Murcia o de Cuenca, estaban integradas en la parte rentable de aquella
España que, aunque renqueante, iba hacia la modernidad. Surgían ferrocarriles,
minas y bancos, la clase alta terrateniente, financiera y especuladora cortaba
el bacalao, la burguesía creciente daba el punto a las clases medias, y por
debajo de todo -ése era el punto negro de la cosa-, las masas obreras y
campesinas analfabetas, explotadas y manipuladas por los patronos y los
caciques locales, iban quedándose fuera de toda aquella desigual fiesta
nacional, descolgadas del futuro, entregando para guerras coloniales a los
hijos que necesitaban para arar el campo o llevar un pobre sueldo a casa. Eso
generaba una intensa mala leche que, frenada por la represión policial y los
jueces corruptos, era aprovechada por los políticos para hacer demagogia y
jugar sus cochinas cartas sin importarles que se acumularan asuntos no
resueltos, injusticias y negros nubarrones. Como ejemplo de elocuencia frívola
y casi criminal, valga esta cita de aquel periodista y ministro de Gobernación
que se llamó Luis González Brabo, notorio chaquetero político, represor de
libertades, enterrador de la monarquía y carlista in artículo mortis: «La
lucha pequeña y de policía me fastidia. Venga algo gordo que haga latir la
bilis. Entonces tiraremos resueltamente del puñal y nos agarraremos de cerca y
a muerte». Eso lo dijo en un discurso, sin despeinarse. Tal cual. El muy
cabrón irresponsable.
Una
historia de España (LII)
En los últimos años del reinado de Isabel II, la
degradación de la vida política y moral de España convirtió la monarquía
constitucional en una ficción grotesca. El poder financiero acumulaba
impunemente especulación, quiebras y estafas. Los ayuntamientos seguían en
manos de jefes políticos corruptos y la libertad de prensa era imposible. Los
gobiernos se pasaban por la bisectriz las garantías constitucionales, y la peña
era traicionada a cada paso, «pueblo halagado cuando se le incita a la
pelea y olvidado después de la victoria», como dijo, ampuloso e hipócrita,
uno de aquellos mismos políticos que traicionaban al pueblo y hasta a la madre
que los parió. La gentuza instalada en las Cortes, fajada en luchas feroces por
el poder, se había convertido en forajidos políticos. Entre 1836 y 1868 se
prolongó la farsa colectiva, aquel engaño electoral basado en unas masas míseras,
de una parte, y de la otra unos espadones conchabados con políticos y
banqueros, vanidosos como pavos reales, que falseaban la palabra democracia y
que, instalados en las provincias como capitanes generales, respaldaban con las
bayonetas el poder establecido, o se sublevaban contra él según su gusto,
talante y ambiciones. Nadie escuchaba la voz creciente del pueblo, y a éste
sólo se le daba palos y demagogia, cuerdas de presos y fusilamientos. Los hijos
de los desgraciados iban a la guerra, cuando había una, pero los ricos podían
ahorrarle el servicio a sus criaturas pagando para que fuera un pobre. Y las
absurdas campañas exteriores en que anduvo España en aquel período (invasión de
Marruecos, guerra del Pacífico, intervención en México, Conchinchina e Italia
para ayudar al papa) eran, en su mayor parte, más para llevar el botijo a las
grandes potencias que por interés propio. Desde la pérdida de casi toda
América, España era un segundón en la mesa de los fuertes. Los éxitos del
prestigioso general Prim -catalán que llevó consigo tropas catalanas- en el
norte de África y el inútil heroísmo de nuestra escuadra del Pacífico fueron
jaleados como hazañas bélico-patrióticas, glosadas hasta hacerle a uno echar la
pota por la prensa sobornada por quienes mandaban, confirmando que el
patriotismo radical es el refugio de los sinvergüenzas. Pero por debajo de toda
aquella basura monárquica, política, financiera y castrense, algo estaba
cambiando. Convencidos de que las urnas electorales no sirven de nada a un pueblo
analfabeto, y de que el acceso de las masas a la cultura es el único camino
para el cambio -ya se hablaba de república como alternativa a la monarquía-,
algunos heroicos hombres y mujeres se empeñaron en crear mecanismos de
educación popular. Escritura, lectura, ciencias aplicadas a las artes y la
industria, emancipación de la mujer, empezaron a ser enseñados a obreros y
campesinos en centros casi clandestinos. Ayudaron a eso el teatro, muy
importante cuando aún no existían la radio ni la tele, y la gran difusión que
la letra impresa, el libro, alcanzó por esa época, con novelas y publicaciones
de todas clases, que a veces lograban torear a la censura. Se pusieron de moda
los folletines por entregas publicados en periódicos, y la burguesía y el
pueblo bajo que accedía a la lectura los acogieron con entusiasmo. De ese modo
fue asentándose lo que el historiador Josep Fontana describe como «una
cultura basada en la crítica de la sociedad existente, con una fuerte carga de
antimilitarismo y anticlericalismo». Y así, junto a los pronunciamientos
militares hubo también estallidos revolucionarios serios, como el de 1854,
resuelto con metralla, el de San Gil, zanjado con fusilamientos -el pueblo se
quedó solo luchando, como solía-, y creciente conflictividad obrera, como la
primera huelga general de nuestra historia, que se extendió por Cataluña
ondeando banderas rojas con el lema Pan y trabajo, en anuncio de la
que iba a caer. Las represiones en el campo y la ciudad fueron brutales; y eso,
unido a la injusticia secular que España arrastraba, echó al monte a muchos
infelices que se convirtieron en bandoleros a lo Curro Jiménez, pero menos
guapos y sin música. Toda aquella agitación preocupaba al poder establecido, y
dio lugar a la creación de la Guardia Civil: policía militar nacida para cuidar
de la seguridad en el medio rural, pero que muchas veces fue utilizada como
fuerza represiva. La monarquía se estaba cayendo en pedazos; y las fuerzas
políticas, conscientes de que sólo un cambio evitaría que se les fuera el negocio
al carajo, empezaron a aliarse para modificar la fachada, a fin de que detrás
nada cambiase. Isabel II sobraba, y la palabra revolución empezó a
pronunciarse en serio. Que ya era hora.
Una
historia de España (LIII)
Cosa curiosa, oigan. Con el reinado de Isabel II
pendiente de un hilo y una España que políticamente era la descojonación de
Espronceda, el nuestro seguía siendo el único país europeo de relevancia que no
había tenido una revolución para cargarse a un rey, con lo que esa imagen del
español insumiso y machote, tan querida de los viajeros románticos, era más de
coplas que de veras. En Gran Bretaña habían decapitado a Carlos I y los
franceses habían afeitado en seco a Luis XVI: más revolución, imposible. Por
otra parte, Alemania e incluso la católica Italia tenían en su haber
interesantes experiencias republicanas. Sin embargo, en esta España de
incultura, sumisión y misa diaria, los reyes, tanto los malvados como los
incompetentes -de los normales apenas hubo-, morían en la cama. Tal fue el caso
de Fernando VII, el más nefasto de todos; pero, y esta vez sería la excepción,
no iba a ser así con Isabel II, su hija. Los caprichos y torpezas de ésta, la
chulería de los militares, la desvergüenza de los políticos aliados con
banqueros o sobornados por ellos, la crisis financiera, llegaban al límite.
Toda España estaba hasta la línea de Plimsoll, y aquello no se sostenía ni con
novenas a la Virgen. La torpe reina, acostumbrada a colocar en el gobierno a
sus amantes, tenía en contra a todo el mundo. Así que al final los espadones,
dirigidos por el prestigioso general Prim, montaron el pifostio, secundados por
juntas revolucionarias de paisanos apoyadas por campesinos arruinados o
jornaleros en paro. Las fuerzas leales a la reina se retiraron después de una
indecisa batalla en el puente de Alcolea; e Isabelita, que estaba de vacaciones
en el Norte con Marfori -su último chuloputas-, hizo los baúles rumbo a
Francia. Por supuesto, en cuanto triunfó la revolución, y las masas (creyendo
que el cambio iba en serio, los pardillos) se desahogaron ajustando cuentas en
un par de sitios, lo primero que hicieron los generales fue desarmar a las
juntas revolucionarias y decirles: claro que sí, compadre, lo que tú digas,
viva la revolución y todo eso, naturalmente; pero ahora te vas a tu casa y te
estás allí tranquilo, y el domingo a los toros, que todo queda en buenas manos.
O sea, en las nuestras. Y no se nos olvida eso de la república, en serio; lo
que pasa es que esas cosas hay que meditarlas despacio, chaval. ¿Capisci? Así
que ya iremos viendo. Mientras, provisionalmente, vamos a buscar otro rey.
Etcétera. Y a eso se pusieron. A buscar para España otro rey al que endilgarle
esta vez una monarquía más constitucional, con toques progresistas y tal. Lo
mismo de antes, en realidad, pero con aire más moderno -la mujer, por supuesto,
no votaba- y con ellos, los mílites gloriosos y sus compadres de la pasta,
cortando como siempre el bacalao. Don Juan Prim, que era general y era catalán,
dirigía el asunto, y así empezó la búsqueda patética de un rey que llevarnos al
trono. Y digo patética porque, mientras a finales del siglo XVII había
literalmente hostias para ser rey de España, y por eso hubo la Guerra de
Sucesión, esta vez el trono de Madrid no lo quería nadie ni regalado. Amos,
anda, tía Fernanda, decían las cortes europeas. Que ese marrón se lo coma Rita
la Cantaora. Al fin, Prim logró engañar al hijo del rey de Italia, Amadeo de
Saboya, que -pasado de copas, imagino- le compró la moto. Y se vino. Y lo
putearon entre todos de una manera que no está en los mapas: los partidarios de
Isabel II y de su hijo Alfonsito, llamándolo usurpador; los carlistas,
llamándolo lo mismo; los republicanos, porque veían que les habían jugado la
del chino; los católicos, porque Amadeo era hijo del rey que, para unificar
Italia, le había dado leña al papa; y la gente en general, porque les caía
gordo. En realidad Amadeo era un chico bondadoso, liberal, con intenciones
parecidas a las de aquel José Bonaparte de la Guerra de la Independencia. Pero
claro. En la España de navaja, violencia, envidia y mala leche de toda la vida,
eso no podía funcionar nunca. La aristocracia se lo tomaba a cachondeo, las
duquesas se negaban a ser damas de palacio y se ponían mantilla para demostrar
lo castizas que eran, y la peña se choteaba del acento italiano del rey y de
sus modales democráticos. Y encima, a Prim, que lo trajo, se lo habían cargado
de un trabucazo antes de que el Saboya -imaginen las rimas con el apellido-
tomara posesión. Así que, hasta las pelotas de nosotros, Amadeo hizo las
maletas y nos mandó a tomar por saco. Dejando, en su abdicación, un exacto
diagnóstico del paisaje: «Si al menos fueran extranjeros los enemigos
de España, todavía. Pero no. Todos los que con la espada, con la pluma, con la
palabra, agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles».
No hay comentarios:
Publicar un comentario