La serie «Carlos Rey Emperador» presenta el retrato de un monarca mujeriego, imponente físicamente y mecenas del arte, que se llevó la peor parte de los años de auge del Imperio español. Tras la batalla de Pavía, el francés pasó un año preso en Madrid lamentándose porque «todo se ha perdido, menos el honor y la vida»
La alianza de los Reyes Católicos con la dinastía Habsburgo tensó, más si cabe, las relaciones entre la Monarquía hispánica y Francia a comienzos de la Edad Moderna. Italia, entonces amalgama de numerosos reinos y principados, fue testigo y víctima de los primeros episodios de la rivalidad entre España y Francia, que se disputaron uno a uno la afiliación, en algunos casos conquista, de los débiles reinos italianos. La siguiente generación de reyes de estos dos países marcó definitivamente el devenir de Europa. Francisco I de Francia, un Rey seductor, mujeriego, imponente físicamente (medía casi dos metros), mecenas del arte y valiente guerrero ¿tanto como para exponerse varias veces a la primera línea del combate?, quedó reducido por el austero Carlos I y la superioridad de los ejércitos hispánicos a un gobernante aplastado en Europa y humillado a nivel personal.
El 25 de enero de 1515, Francisco I era coronado Rey de Francia en la catedral de Reims. Al año siguiente, también en enero, Fernando de Aragón fallecía y dejaba escrito que su nieto Carlos I debía heredar el Reino de Aragón y el Reino de Castilla ante la incapacidad de Juana «la Loca». Sin imaginarlo, Europa vislumbró el génesis de la más honda rivalidad del siglo. Ambos, interpretados en la serie de TVE sobre el Emperador por Álvaro Cervantes (Carlos I) y Alfonso Bassave (Francisco I), que también coincidieron en su generación con el inglés Enrique VIII (Àlex Brendemühl) y el turco Solimán el Magnífico, enfrentaron sus reinos entre sí por hacerse con Italia y por todos los territorios en liza hasta convertirlo en un asunto personal.
Una rivalidad casi íntima
El primer gran episodio de esta rivalidad tuvo como telón de fondo la lucha por alcanzar el título de Sacro Emperador Romano Germánico que se disputaron, en 1520, Carlos, nieto del fallecido emperador Maximiliano I, el mencionado Francisco I de Francia y el propio Enrique VIII de Inglaterra. Aunque el futuro Emperador Carlos V tenía derechos legítimos, el hecho de que Maximiliano I no hubiera sido nunca coronado por el Papa -era el primero en saltarse este proceso- obligó a su nieto a imponerse a golpe de ducados, con oro castellano y de banqueros alemanes, en la asamblea de electos alemanes.
Con la victoria política de Carlos, Francisco I veía frustrado sus planes imperiales y se centró, por el momento, en la modernización de Francia. Pese a sus gustos todavía medievales, incluido en los aspectos militares, el Monarca galo impregnó de Renacimiento los 32 años de su reinado e incluso albergó en su Corte a Leonardo Da Vinci durante sus últimos años de vida. La más famosa obra del italiano, la Gioconda o Mona Lisa, fue utilizada para decorar el cuarto de baño del Rey. Francisco I fue, además, el artífice de la modernización administrativa del país, incluida la fiscal, indispensable para costear su enfrentamiento contra el poderoso ejército español.
La Guerra Italiana de 1521 a 1526, la enésima desde la época del Gran Capitán, vivió un nuevo intento de Francisco I de buscar la hegemonía en Europa. El Rey francés a la cabeza de un poderoso ejército de 36.000 hombres atravesó los Alpes y ocupó el Ducado de Milán como respuesta alas derrotas sufridas en Bicoca y Sesia en 1522 y 1524, respectivamente. La ciudad fortificada de Pavía, con una guarnición de 2.000 españoles y 5.000 alemanes al mando de Antonio de Leyva -navarro veterano de las campañas del Gran Capitán-, se cruzó en el triunfante paso francés. La pertinaz resistencia del navarro propició la llegada de 4.000 soldados españoles, 10.000 alemanes, 3.000 italianos y 2.000 jinetes de refuerzo, comandados por el Marqués de Pescara, en lo que devino la batalla de Pavía.
La abnegado fe en la potencia de su caballería, tan característica en todas las derrotadas francesas en el siglo XVI, precipitó a los jinetes galos contrauna precisa ráfaga de arcabuceros castellanos, causando una derrota que estremeció Europa. 10.000 soldados franceses y suizos murieron ese día y 3.000 cayeron prisioneros, entre los cuales se contaba lo más granado de la nobleza y el propio Francisco I. Al igual que el resto de caballeros, el Rey francés padeció los estragos de los arcabuces españoles. Derribado de su montura, el Monarca fue capturado por el vasco Juan de Urbieta cuando trataba de zafar su pierna de debajo del moribundo caballo. En un principio, el vasco no supo distinguir la calidad de su botín, pero se refrendó de degollarlo al vislumbrar su cuidada armadura. El vasco, junto con Diego Dávila, granadino, y Alonso Pita da Veiga, gallego, condujeron a Francisco casi a los pies de su Cesárea Majestad.
Con Francia descabezada, Francisco I fue llevado preso a Madrid donde permaneció un año en la Torre de los Lujanes hasta que accedió a firmar el ignominioso Tratado de Madrid y jurar su cumplimiento ante los Evangelios. El acuerdo, que no tardaría en incumplir a su vuelta a Francia, obligaba a Francisco I a renunciar al Milaneso, Génova, Nápoles, Borgoña, Artois y Flandes. Durante su estancia de un año en su «jaula de oro» de Madrid, donde recibió trato cortes, escribiría a su madre: «Todo se ha perdido, menos el honor y la vida». El Rey, que planeó varios intentos de fuga desde Madrid, quedó sumido en un estado depresivo, pese a que incluso participó en jornadas de caza, y lamentó por carta que «ni un amigo me queda para unir mi espada a la suya». Precisamente su espada, capturada en la batalla, permaneció en España durante 283 años hasta el 31 de marzo de 1808, fecha en que fue entregada en Madrid al ejército invasor francés para hacérsela llegar a Napoleón Bonaparte, quien había manifestado su interés.
«Una jaula de oro» en Madrid
La liberación de Francisco I tenía por condición la llegada a Madrid de los dos hijos mayores de éste, a modo de garantía. Enrique II, el futuro Rey, creció con el ignominioso recuerdo de su estancia en Madrid, y cuando sostuvo la corona su Majestad Cristiana no escatimó en desvergüenza a la hora de aliarse con todo aquel enemigo de Carlos I, por muy calvinista, luterano e incluso musulmán que fuera. Nada que no hubiera hecho antes su padre, que una vez en suelo francés se desdijo de todo lo firmado y presentó un acta notarial efectuada en secreto ante algunos nobles franceses donde alegaba la nulidad del documento.
En un tiempo donde eran muy frecuente esa forma de resolver las disputas, Su Cesárea Majestad desafió a duelo singular, a modo de caballería medieval, al galo en 1528 por faltar a su palabra y ser un hombre sin honor. Francisco hizo oídos sordos y, ante la insistencia del español, encarceló al embajador en París e intermediario en el desafío, Nicolás Perrenot Granvela. No en vano, otras versiones aseguran que fue Francisco I el que reclamó el combate singular pero jamás lo llevó a efecto.
La rivalidad siguió muchas décadas más e incluso la heredaron sus hijos. Francisco I lo intentó todo contra España, así en 1536 firmó una alianza con el sultán Solimán el Magnífico muy criticada por toda Europa al considerarse, hasta ese momento, que, por muy mala que fuera la relación entre reyes europeos, el auténtico enemigo eran los musulmanes. Así y todo, Francisco también cosechó un puñado de triunfos militares, aunque en el conjunto histórico haya sido retratado como un dirigente frustrado por el Imperio español, que, deseoso de destacar en algo, se resignó a su faceta de mecenas del arte. Su respuesta ante las sucesivas bulas papales reconociendo la preeminencia española en la conquista de América retrata su impotencia frente al momento que le tocó vivir: «El sol luce para mí como para otros. Querría ver la cláusula del testamento de Adán que me excluye del reparto del mundo y le deja todo a castellanos y portugueses».
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