César Cervera
El enviado de Fernando VII acudió al Congreso de Viena como representante de una de las potencias que habían ganado la guerra, pero salió humillado sin cumplir ninguno de sus objetivos y con un imperio que nadie quería ya escuchar.
Parodia francesa sobre cómo transcurrió el Congreso de Viena
España acudió al Congreso de Viena (1814), donde Europa se repartió el botín de Napoleón y redibujó las fronteras del continente, como parte de las naciones vencedoras. La misión del Marqués de Labrador, representante español en Viena, era lograr que Francia pagara los costes de una guerra que habían destrozado económica, social, industrial y demográficamente el país. Cuando el resultado no fue el deseado y España incluso perdió su consideración de gran potencia, las críticas se giraron al unísono hacia Labrador, al que se le acusó de ser demasiado tímido, gris y sin sal para unas negociaciones que se llevaron a cabo tanto en los salones de baile como en los despachos. El Duque de Wellington, que bailó el vals de Viena hasta que tuvo que marcharse apresuradamente cuando Napoleón escapó de la Isla de Elba, definió al extremeño como «el hombre más estúpido que he visto en mi vida». Su posterior apoyo al carlismo tejió una leyenda negra sobre este diplomático que aún perdura.
Una misión imposible
Durante casi un año, dos emperadores, cuatro reyes, once príncipes reinantes, unas 215 cabezas de familias principescas y una infinidad de ministros, embajadores, consejeros, familiares y sirvientes, espías, hombres de negocios, aventureros y prostitutas participaron en Viena en la configuración de la Europa que debía resurgir tras dos décadas de guerras. El Antiguo Régimen se rearmó en la ciudad austriaca, donde las fiestas, las óperas, los bailes y los encuentros informales pusieron la pimienta al encuentro histórico. Entre risas y bebidas se decidía casi tanto como en las mesas de negociación, lo que jugó en detrimento del represente de España, al que Fernando VII no dotó apenas de fondos para organizar recepciones.
El Rey esperaba del extremeño Pedro Benito Gómez Labrador que reclamara a Francia los gastos de guerra provocada por la ocupación del país y, a su vez, que volvieran a su soberanía territorios españoles extraviados por culpa de Napoleón, como fue el caso de la Luisiana, vendida a EE.UU. por cuatro duros o los territorios italianos de donde habían sido desplazados los Borbones. Peticiones que la Europa triunfante tras la guerra no estaban dispuesta a debatir y que resultaban anacrónicas para los tiempos que corrían. Solo al principio del encuentro mostró cierto interés por las demandas españolas el representante francés, Charles Maurice de Talleyrand, imaginando que podría ganarse el apoyo de Labrador para sus propios objetivos. Más pronto que tarde, el galo también perdió el interés por el apoyo de España.
La historiografía española, en parte por la caída en desgracia que tuvo Labrador tras su apoyo al Carlismo, ha culpado tradicionalmente del fracaso español a la incompetencia del diplomático extremeño, un hombre culto que fue alumno del poeta Meléndez Valdés en Salamanca. Algunos historiadores han intentado, precisamente, en los últimos años poner en valor la figura de Labrador. Así lo hace Elena García Mantecón en un artículo publicado en «Revistas de Estudios Extremeños», en el tomo LXIX, Número I (2013):
«La figura del Marqués del Labrador a pesar de su gran carrera política y diplomática, ha sido denostada por los pocos historiadores que de él se han acordado y que lo muestran como un personaje simplón, burdo e incluso como un bufón en manos de Fernando VII. Con esta comunicación quiero demostrar que, tomando como base documentos históricos, la figura del marqués del Labrador no es ni mucho menos como nos la habían dibujado, si no más bien todo lo contrario. La documentación nos habla de una persona culta, bien formado en la Universidad de Salamanca, donde se graduó en leyes y sobretodo de un patriota que defendió hasta donde pudo y le dejaron, los derechos de España y sus territorios, actuando como plenipotenciario de España en el Congreso de Viena»
Un patriota
La carrera diplomática del Marqués de Labrador no comenzó ni terminó en el Congreso de Viena. Ya con Carlos IV había sido embajador en Rusia, encargado de negocios en la embajada de Florencia, ministro plenipotenciario en varios tratados y secretario de Estado y de Despacho en 1812, entre muchas otras tareas diplomáticas y políticas. A Viena acudió tras la Guerra de Independencia como representante de Fernando VII y, eso es innegable, no cumplió ninguna de las metas fijadas por el Rey. Lo que cabe determinar es cuánta responsabilidad tuvo en el fracaso su forma de ser más bien metálica y cuánto las ínfulas de Fernando en un tiempo en el que el Imperio español ya estaba herido de muerte.
Sobre su papel allí, un artículo de la revista «La España», fechado el día 11 de septiembre de 1855, defendió que el marqués actuó con gran energía y patriotismo, pero no pudo hacer todo lo que le hubiera gustado debido a las presiones recibidas desde la corte española:
«El Marqués de Labrador, de cuya capacidad podrá haber muchos que duden, pero cuyo patriotismo está al abrigo de toda sospecha, hizo cuanto pudo para sacar el partido a que tan justamente tenía derecho España. No sólo abogó con energía en pro de los intereses que representaba, sino que protestó todos los actos y decisiones que consideraba perjudiciales, y llevó su tenacidad hasta tal punto que, por su negativa, estuvieron mucho tiempo abiertos los protocolos, y no los hubiera firmado de no haber recibido orden expresa de la corte de Madrid. Era tan grande la insistencia del Marqués, que fatigado un día Lord Wellington de sus repetidas protestas, le dijo en tono un tanto burlón, que hablaba como si fuera el embajador de Carlos V, a lo cual contestó Labrador con notable oportunidad “Si yo fuera, señor duque, embajador de Carlos V, no hablaría tanto, pero en cambio haría más de lo que ahora puedo hacer “. Con tan significativa respuesta queda explicado el Congreso de Viena por lo que respecta a España»
En su correspondencia con Madrid y con el embajador en Londres, Labrador no dejó de quejarse porque el Gobierno le estuviera desacreditando sistemáticamente y tomando decisiones que luego contradecían su postura en Viena. Asimismo, protestó porque el congreso, al final, se convirtiera en la finca privada de las cuatro grandes naciones de Europa, Austria, Rusia, Francia e Inglaterra, de modo que todo lo decidieron sus monarcas en secreto y de espaldas al resto de países. En una carta fechada el 20 de mayo de 1815, escribió Labrador:
«[...] Los ministros de cuatro potencias que se creen árbitros de la Europa, se reunían y reúnen casi diariamente, pero lo que tratan o no lo sabemos los demás o lo sabemos por contrabando... He notado que los ingleses miran a Londres como el centro del Universo, y quieren que sea su gobierno el tribunal de apelación hasta del Congreso Europeo...»
Hasta 1817, España se negó a suscribir lo acordado en el Congreso de Viena, lo que supuso que no recibió hasta entonces ninguna indemnización de guerra. A pesar de su proverbial costumbre de culpar a los demás de sus fracasos, Fernando no castigó a Labrador por su papel en Viena. Al contrario, le premió con el nombramiento de Caballero de la Gran Cruz de la Real Orden de San Fernando, y, años después, con el cargo de embajador extraordinario en Nápoles para cerrar el acuerdo matrimonial entre el Rey y María Cristina de Borbón Dos Sicilias. En 1829, recibió el título de Marqués de Labrador, con el que todo el mundo le conoce hoy, y le concedieron la Orden del Toisón de Oro.
Su caída en desgracia estuvo causada por su apoyo a Carlos María Isidro durante la crisis sucesoria que enfrentó a los partidarios de este contra los de Isabel II, entonces casi un bebé. Labrador se retiró a París, donde fallecería en junio de 1850.
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