Adrián Mateos
«Yo fui el salvador de General Motors y de Volkswagen», afirma en una entrevista a ABC.
«Superlópez», en su domicilio de Busturia - IGNACIO PÉREZ GIMÉNEZ
Se define a sí mismo como un «aldeano frustrado» porque, confiesa, nunca quiso abandonar su tierra. «Pero el jefe, el de arriba, me hizo ingeniero, y el resto es historia». Quien habla es Ignacio López de Arriortúa (Amorebieta, 1941), aunque en los años 90 la prensa de todo el mundo se refería a él como «Superlópez». El hombre que salvó de la quiebra a gigantes como General Motors y Volkswagen recibe a ABC en su casa de Busturia con semblante reivindicativo: «Yo fui el salvador de esas empresas».
En el plano teórico, la fórmula de López de Arriortúa para sanear económicamente una compañía puede resultar engañosamente sencilla: «Yo aplicaba mejoras a los métodos de trabajo de los suministradores —explica—. Incrementaba la productividad y a cambio les obligaba a bajar los precios de las piezas que les comprábamos, que representan el 75% del coste de un vehículo». Con esta idea se presentó ante trabajadores y directivos de General Motors (GM), empresa que, a su llegada, registraba unas pérdidas de 11.000 millones de dólares. «En un solo año hice que ganara 940 millones de beneficios», asegura.
Un ejemplo práctico. En 1991, Arriortúa, que comenzaba a ganarse el sobrenombre de «Superlópez», trabajaba como vicepresidente de compras en la planta zaragozana de Opel. En una ocasión recibió la visita de varios empresarios de una sociedad japonesa que les hacía las cajas de cambios de los coches. «Me vinieron a subirme los precios, y yo les dije que al revés, que yo los bajo», afirma el vasco. Al parecer, con la creciente diferencia entre el marco germano y el yen, los asiáticos perdían dinero. No se lo pensó dos veces: «Me fui a Tokio con otros cinco de General Motors y mejoramos un 45% la productividad, así que finalmente no nos subieron los precios», apunta.
Una de las «claves del éxito» estaba en el método MTM (Methods Time Measurement), enfocado a mejorar los movimientos de los trabajadores en las máquinas. «Pero mi secreto era considerar al trabajador como un hermano —añade—. Porque algunos ingenieros pensaban que el señor trabajador era un esclavo, pero desde mi punto de vista eran la base técnica y fundamental de la industria».
Ruptura con GM
En 1993, Arriortúa se había convertido en el «número dos» de GM y en uno de los hombres más influyentes del sector automovilístico occidental. No obstante, comenzaban a aparecer nubes en su horizonte, entre otras razones porque nunca terminó de adaptarse a la vida en Detroit (EE.UU.), sede de la multinacional. «Dentro de la fábrica yo fui feliz, sobre todo con Jack Smith, que fue un gran jefe. Pero fuera las pasé putas, es el peor país del mundo», subraya. Otro problema era su creciente frustración por la no construcción de una factoría en su Amorebieta natal, en la que había depositado todas sus ilusiones.
Ya entonces se habían producido contactos con el recientemente fallecido Ferdinand Piëch, presidente de Volkswagen (VW), que se encontraba en números rojos. Este no solo le ofreció un sueldo diez veces superior al que tenía en GM, sino que además le prometió que levantarían su ansiada fábrica en el municipio vizcaíno. «En el momento en que VW me dijo de marcharme lo hice echando hostias», dice. Primero, por una cuestión de fe («El jefe de arriba me dijo que me fuera»). Pero además, «vivir en Detroit se había convertido en un infierno».
La marcha de «Superlópez» al principal competidor de GM provocó un cisma empresarial que terminó en los tribunales. Los estadounidenses acusaron al ingeniero de llevarse documentos confidenciales de Detroit para beneficiar a WV, que finalmente aceptó pagar 100 millones de dólares a cambio de la retirada de la demanda.
Aquel «¡Viva España!»
Lo cierto es que no le fue mal a Arriortúa en el grupo alemán. Fue nombrado presidente de VW Brasil, donde consiguió la única fábrica de camiones del mundo en la que el coste de la mano de obra era «cero» —factoría que hoy gana 1.200 millones anuales—. Pero la sombra de los juzgados sobrevoló su última etapa profesional: EE.UU. pedía su cabeza por robar secretos de GM, aunque finalmente la Audiencia Nacional denegó en 2001 su extradición: «Yo tuve la gran suerte de que en España tenemos grandes jueces, y me trataron de maravilla —asevera—. Si me llegan a mandar a América estaría todavía en la cárcel».
Uno de los alegatos que López de Arriortúa esgrimió durante el juicio era que «no estaba bien» ni física ni psíquicamente debido al grave accidente que había sufrido en 1998, un año después de que le «jubilaran» en Volskwagen. «Yo me acuerdo que uno de Guernica me llevaba a Euskadi en coche desde Madrid, y en la autopista de Burgos le dio por detrás a un camión. Se cayeron todos los hierros encima de mí», explica. A consecuencia de ello estuvo tres meses en coma.
Fueron momentos «muy difíciles», aunque el ingeniero español no guarda demasiados recuerdos. Cuenta Margarita Urquiza, su esposa, que tras despertar solo hablaba en euskera, lo que le costó alguna que otra reprimenda de sus nietas. Anécdotas hay muchas, como la que tuvo con el expresidente del PNV e íntimo amigo suyo, Xabier Arzalluz: «Un día vino a verme y yo empecé a decirle: ¡Don Javier, viva España! —exclama Arriortúa—. ¡Vaya cabreos se pillaba!».
Desde aquella dolorosa experiencia, su «chófer» es Margarita, con la que vive en su retiro de Busturia. Alejado del foco público, Arriortúa dedica sus días a su huerto, al cine, a los libros y al deporte: «Yo soy del Athletic, del Amorebieta y del Barcelona, por ese orden. El Madrid no me convence», sostiene. En la casa esconde un «txoko» en el que ha instalado una elegante capilla con restos del altar de la iglesia de Guernica que se quemó durante el bombardeo de 1937. «Es que para tener éxito hay que ir a misa, pedir ayuda al jefe. Y pedir perdón también, porque ninguno somos santos», sentencia.
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