Alberto Rojas
Se cumplen ocho décadas del inicio de la guerra más devastadora de la Historia.
Decía Woody Allen que cada vez que escuchaba a Wagner le entraban ganas de invadir Polonia, pero a Adolf Hitler, fanático de walkirias, parsifales y nibelungos, las ganas se le fueron quitando con el pasar de los días de aquel agosto del 39. Tras años de mentiras, discurso del odio y verborrea incendiaria, el Führer se vio de repente ante el abismo de llevar a su país a otro conflicto planetario de final incierto a pesar de que había hecho todo lo posible por provocarlo.
No esperaba que su futura agresión a Polonia hiciera que Francia y Gran Bretaña le plantearan un ultimátum de guerra. Cuando se reunió por última vez con el embajador británico en Berlín tres días antes, éste le expuso la evidencia: tras años de violar acuerdos como el pacto de Múnich, insultar a los líderes extranjeros e incurrir en provocaciones como la anexión de Austria o los Sudetes, la paz y la diplomacia se habían quedado sin espacio. Durante varias noches Hitler frenó la invasión en el último momento esperando que alguien hiciera algo que le impidiera cumplir con sus planes. Como si un pirómano esperara a que los bomberos intervinieran para no dejarle quemar el bosque. Pero ya no había bomberos a los que llamar.
Cuando se dio cuenta de que él mismo se había metido en un callejón sin salida, el 31 de agosto, hace hoy 80 años, dio la orden de activar el llamado Caso Blanco (Fall Weiss) y se tomó unas pastillas para dormir.
El primer muerto de la Segunda Guerra Mundial no fue un archiduque sino un granjero. Se llamaba Franz Honiok y pertenecía a una comunidad polaca en la Silesia alemana. Lo detuvieron agentes de la Gestapo la noche anterior, lo drogaron y le pegaron un tiro en el suelo de la emisora de Gliwice, en la cara alemana de la frontera entre los dos países. Siete miembros de las SS, disfrazados como milicianos polacos, tomaron los edificios, desparramaron más muertos sacados del campo de concentración de Dachau e interrumpieron unas polonesas de Chopin para emitir el siguiente mensaje: "¡Atención! Aquí, Gliwice. La emisora está en manos polacas".
Botas claveteadas y bombardeos en picado
La historia de los conflictos humanos cambió para siempre ese 1 de septiembre de 1939. Atrás quedaban el humillante tratado de Versalles, la crisis del 29 cebándose con Europa, el antisemitismo, el nacionalismo y el fascismo extendiéndose como un virus. Los noticiarios de todo el mundo mostraron dos imágenes pavorosas: una, la de grandes columnas alemanas avanzando hacia Varsovia marcando el paso con sus botas claveteadas (clap, clap, clap), sus uniformes verdegrises y sus cascos de acero (cuya forma copiaría George Lucas para su imperio galáctico en Star Wars). La otra, aún más sonora, era una imagen aérea de los Stuka bombardeando en picado al enemigo con su aullido de sirena.El mito de la Wehrmacht invencible se construyó con filmes así. Llegaba la guerra relámpago (Blitzkrieg), aún no perfeccionada del todo pero con un nuevo concepto que lanzaba los aviones a retaguardia enemiga, luego rompía los frentes con columnas de veloces panzers y después enviaba a la infantería motivada y fanatizada a que liquidara las bolsas de reclutas polacos que iban quedando cercados. Tres días después Francia y el Reino unido declararon la guerra al Tercer Reich y prometieron acudir en auxilio de Polonia. Los franceses montaron una ofensiva ridícula en la frontera con Alemania y los británicos se limitaron a tirar panfletos sobre sus trincheras. Un simulacro. Ese mismo día, el tercero de la contienda, sonaron por primera vez las sirenas antiaéreas en Londres. Churchill, que aún no era primer ministro, bajó al refugio con su mujer y una botella de brandy. Falsa alarma. Acababan de escuchar a Chamberlain leer la declaración de guerra con voz cansada.
El ejemplo de Gernika
Lo que marcó la diferencia es la táctica, esa Blitzkrieg que ya se ensayó con la Legión Condor en bombardeos terribles como el de Guernika y que servirá para apabullar a Europa. Los expertos militares de la época dijeron que Polonia resistiría un año a la Wehrmacht. Cayeron en 35 días y el país dejó de existir. Los Stuka bombardearon Varsovia a placer, una ciudad sin defensa antiaérea, como dispuesta al sacrificio. Las carreteras se llenaron de refugiados. Por una de ellas viajó un niño de siete años llamado Ryszard Kapuscinski, que de adulto se convertiría en un legendario reportero: "Me recuerdo andando con mi hermana junto a una carreta tirada por un caballo".Con las tropas alemanas avanzaron un puñado de sicarios de las SS y la Gestapo que, armados con listas negras, asesinaron a intelectuales, profesores de universidad, políticos, periodistas y aristócratas para descabezar a la sociedad polaca. Sólo faltaba el pacto Ribbentrop-Molotov entre Berlín y Moscú para que los rusos atacaran desde el este y se queden con su parte del pastel. El ejército soviético también llegó con sus propios carniceros: en los bosques de Katyn mataron y ocultaron en grandes fosas a 22.000 oficiales y soldados polacos a sangre fría.
Ambos totalitarismos, el nazi y el soviético, se dieron la mano en Brest antes de que chocaran con furia dos años después. Los ocupantes nazis no tardaron en levantar muros en algunos barrios para hacinar a los judíos. La política de guetos anticipará el Holocausto, la solución final y la construcción de campos de exterminio como Auschwitz o Treblinka, mataderos donde la muerte se industrializó. Según dice el historiador James Holland, experto en la parte operacional del conflicto, Hitler no tenía ninguna posibilidad de ganar la guerra por muy superior que se mostrara en esos primeros meses, y más tras la entrada de la URSS y EEUU. Pero Polonia pagaría muy cara aquella ambición. Tras el levantamiento de Varsovia de 1944, el mayor ejemplo de resistencia civil de toda la Segunda Guerra Mundial, llegó la aniquilación de la ciudad y décadas de ocupación soviética. En el resto del mundo, el Armagedón wagneriano que Hitler desató el 1 de septiembre de 1939 dejó 60 millones de muertos y una configuración del planeta que aún pervive.
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