Manuel P. Villatoro
El 5 de abril de 1291 los «Pobres caballeros de Cristo», liderados por Guillaume de Beaujeu, trataron de salvar el último territorio cruzado en Tierra Santa.
ABC
Hablar de los Templarios es hacerlo también -y de forma irremediable- de sus mitos y sus misterios. De su leyenda negra y del ocultismo que les rodea. Sin embargo, la realidad es que fueron una orden formada por monjes guerreros que destacaron por su arrojo en decenas de batallas. Una de ellas fue, precisamente, la defensa de la última ciudad cristiana de envergadura en Tierra Santa: San Juan de Acre.
El 5 de abril de 1291 los «Pobres caballeros de Cristo» se vieron obligados a defender esta región ubicada en la actual Israel de un gigantesco ejército musulmán. Semanas después perdieron la urbe, la batalla y la guerra. Con todo, no perdieron su honor, pues lucharon espada en mano hasta la última gota de sangre liderados por Guillaume de Beaujeu, su Gran Maestre.
Nuevo gran maestre
Guillaume de Beaujeu tenía 40 años cuando fue nombrado Gran Maestre de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo el 25 de marzo de 1273. Comendador de Trípoli y de Apulia, recibió la sagrada (y árdua) tarea de proteger las escasas tierras que quedaban a los Templarios en una Tierra Santa cada vez más virgen de cruzados.
Cuando fue elegido Gran Maestre de la Orden del Temple la situación no podía ser peor para los cristianos en Tierra Santa. Todo había comenzado en 1187 con la pérdida de la ciudad de Jerusalén -sagrada para los cristianos por ser en la que murió Cristo- a manos de Saladino. A partir de ese momento las derrotas se generalizaron en territorio cristiano.
Primero cayó la ciudad de Antioquía en 1268. Luego fueron las fortalezas de Chastel Blanc, el Krak y Monfort en 1272 (todos importantes enclaves de los cruzados). Para terminar, 16 años después -en el marco de una nueva ofensiva musulmana- le tocó el turno a Trípoli. Poco podían hacer los cristianos para resistir aquella avalancha militar. Tan solo lograron llegar a un acuerdo (una tregua) para evitar que los hombres de la media luna atacasen Acre; una ciudad ubicada a orillas del Mediterráneo en la que residían las principales órdenes religiosas y militares.
El gran reino cruzado
En 1290 los cristianos se esforzaban por no romper la tregua con los musulmanes. Y no porque no quisieran, sino porque sabían que enfrentarse al poderoso ejército del sultán significaría la destrucción. Sin embargo, el destino quiso que ese mismo año desembarcara en Acre una partida de cruzados italianos que fueron definidos como «bebedores, revoltosos y difíciles de mandar».
Desesperados por no conseguir riquezas, los recién llegados faltaron a su honor robando y asesinando a multitud de mercaderes musulmanes en la ciudad. La situación fue aprovechada por el Sultán Qalawun, que armó un ejército de 160.000 infantes y 60.000 jinetes para tomar, de una vez por todas, Acre. El 5 de abril Al-Ashraf (nombrado líder tras la muerte de Qalawun) posicionó a sus tropas frente a la ciudad. La batalla iba a comenzar y los cristianos, viendo el contingente que llegaba a sus puertas, eligieron a Guillaume de Beaujeu para dirigir las defensas.
Muerte en Acre
El día 7 comenzó el asedio musulmán, cuyo ejército se apoyó en sus máquinas de guerra para, en menos de un mes, atravesar la primera muralla y llegar hasta la Torre Maldita, una de las defensas más destacadas. El 16 de mayo fue tomada la Torre del Rey, lo que dejó el paso franco a los hombres del sultán para lanzarse en tromba contra la muralla interior de la ciudad dos días después. La última defensa correría a cargo -principalmente- de los Templarios y su Gran Maestre.
Al acudir con un venablo a la puerta de San Antonio, el Gran Maestre recibió el impacto en la axila izquierda de una flecha envenenada. La herida le causó unos daños tan severos que tuvo que ser trasladado por varios de sus hombres hasta el cuartel de su orden. Murió por la noche, a los 60 años. Por suerte, sin ver cómo sus enemigos tomaban y saqueaban Acre. Sus últimas palabras marcaron el declive de la orden más famosa de la historia: «Señores, no puedo más, pues muerto estoy».
Contexto: auge del Temple
Hubo un tiempo, mucho antes de hacerse populares debido a las leyendas y a los rumores, en que los Templarios no eran más que unos pocos caballeros dispuestos a defender los intereses de los peregrinos en Tierra Santa. Corría por entonces el siglo XII, una época en la que Jerusalén -la ciudad sagrada en la que había muerto y resucitado Cristo- se encontraba en poder de los musulmanes (creencia que también la consideraba sagrada).
Con todo, para los cristianos este hecho no suponía un problema mayor que el de la honra, pues los seguidores de Mahoma no solían poner límites a los peregrinos de otras religiones a la hora de acceder a la urbe y rendir culto a sus deidades. Sin embargo, este ambiente de aparente calma cambió según se fue haciendo más difícil para los europeos llegar hasta la actual Israel debido a la expansión de los turcos selyúcidas. Y es que, estos no solían desaprovechar la ocasión de robar y asesinar a muchos de los viajeros para hacerse con sus posesiones. Y todo ello, además, arrebatando regiones a los reinos que profesaban la fe de Cristo.
Esta retahíla de razones, así como otras tanteas (tanto territoriales como políticas) fueron las que llevaron al Papa Urbano II a declarar la Primera Cruzada en el 1095 para lograr recuperar Tierra Santa. Así fue como, motivados por la aventura y por el propósito de hacer prevalecer su religión por encima de la de aquellos que denominaban «infieles», cientos de caballeros comenzaron a reunirse en gigantescas unidades militares para dirigirse hacia Jerusalén y recuperar por las bravas la ciudad. Un deseo que se materializó el 15 de julio de 1099 cuando un ejército formado por un núcleo principal de jinetes pesados (más de 4.000 habían salido de Europa) acompañados de otros tantos infantes tomó la urbe espada en mano. Militarmente hablando, el plan les salió a la perfección, pero –para su desgracia- pronto se ganaron el odio de la población local.
Y lo cierto es que había razones para ello, pues –deseosos de venganza como estaban- cometieron todo tipo de barbaridades cuando entraron en la ciudad. La mayoría, relacionadas con el asesinato y el saqueo masivo. Esto causó todo tipo de problemas a los cristianos que se asentaron en la zona después de que sus compañeros armados se marcharan pues, sin un ejército con el que defenderse de las agresiones sarracenas, cientos de cristianos fueron perseguidos y aniquilados por los musulmanes.
«Las legiones de fieles […] volvieron de nuevo a sus hogares después de la matanza, dejando enfrentados a grandes problemas a aquellos de sus hermanos que se habían establecido [allí] y que sufrieron crueles persecuciones de las que hacían una descripción terrible», afirma el divulgador histórico Víctor Cordero García en su obra «Historia real de la Orden del Temple: Desde el S XII hasta hoy».
En un intento de defender a los peregrinos de los continuos ataques que sufrían, varios grupos de soldados residentes en Jerusalén tomaron las armas contra los «infieles». Uno de ellos, formado por nueve caballeros, se comprometió en 1118 a proteger los caminos y las vidas de los viajeros cristianos del acoso musulmán. Este sería el germen de la futura Orden del Temple. A día de hoy, la Historia todavía recuerda el nombre de sus dos jefes.
El primero era Hugo de Payens (futuro primer Gran Maestre de la orden). El segundo era Godofredo de Saint-Aldemar. «En aquel entonces reinaba Balduino I, quien brindó una calurosa acogida a los “pobres soldados de Cristo”, […] como se hacían llamar. Pasaron nueve años en Tierra Santa, alojados en una parte del palacio, que el rey les cedió, justo encima del antiguo Templo de Salomón (de ahí el nombre de Caballeros del Temple)», explica el investigador Rogelio Uvalle en su libro «Historia completa de la Orden del Temple».
En los años posteriores, Payens convirtió a los Templarios en una de las instituciones más importantes de la época. Mediante varios viajes a Europa, logró financiación y, por descontado, que otros soldados se unieran a las filas de la orden. Sin embargo, fue en 1139 cuando logró la expansión definitiva de este grupo al conseguir varias ventajas fiscales.
«Además de las generosas donaciones de las que se iba a beneficiar la orden, también se concedieron una serie de privilegios ratificados por bulas […]. En ellas se concedía a los templarios una autonomía formal y real respecto a los obispos, estando tan solo sometidos a la autoridad del Papa. Tampoco estaban sujetos a la jurisdicción civil y eclesiástica ordinaria. […] También podían recaudar y recibir dinero de diferentes formas, entre ellas el derecho a percibir el ébolo, la limosna de las iglesias, una vez al año», explica el divulgador histórico José Luis Hernández Garvi en su obra «Los Cruzados de los reinos de la Península Ibérica» (editado por Edaf).
...y desastrosa caída
Finalmente, y tal y como señala este autor, también se les concedió el privilegio de construir iglesias y castillos allí donde considerasen oportuno y sin necesidad de pedir permisos de las autoridades civiles o eclesiásticas. Aunque puedan parecer ventajas sin excesiva importancia a primera vista, todas ellas hicieron que esta orden fuese acumulando montones de fondos y propiedades por toda Jerusalén y Europa. Esto se vio favorecido, además, por las inmensas riquezas y posesiones de todos los caballeros que entraban a formar parte del grupo y, finalmente, por el dinero que ganaban comerciando con los excedentes de las granjas y plantaciones que iban acumulando año tras año. Todo ello hizo que, en el SXIII, la Orden del Temple tuviera un auténtico imperio económico. De hecho, alrededor del año 1250 contaba –según Uvalle- con 9.000 granjas y casas rurales, un ejército de 30.000 hombres (sin contar escuderos, sirvientes y artesanos), más de medio centenar de castillos, una flota propia de barcos y la primera banca internacional.
Tal era su riqueza, que algunos reyes como Felipe IV de Francia pidieron préstamos a la Orden y se convirtieron en sus deudores. Una aparente ventaja que se terminó volviendo en su contra. Y es que, cansado el monarca del gran poder militar y económico que estaban acumulando los «pobres caballeros de Cristo» (así como de la cantidad de oro que les debía), decidió iniciar una persecución contra ellos en 1307.
«Felipe IV consideraba que la idea original de recuperar los santos lugares para la cristiandad estaba anticuada, habida cuenta del despliegue del Islam en Oriente en aquellas fechas. Además, había contraído una deuda con los templarios. Por eso ordenó su disolución y empezó una operación policíaca contra ellos acusándolos de blasfemia, herejía, sodomía…», explica a ABC María Lara Martínez, escritora, profesora de la UDIMA, Primer Premio Nacional de Fin de Carrera en Historia y autora de «Enclaves templarios» (editado por Edaf).
Pero Felipe sabía que, sin el apoyo religioso, no podría terminar con este poderoso grupo. «Como acababa de morir el papa, buscó un cardenal que fuese pusilánime y proclive a sus decisiones. Lo encontró en la figura del arzobispo de Burdeos. En época contemporánea, como en el cristianismo primitivo, la elección del sucesor de san Pedro se dejaba en “manos” del Espíritu Santo, en el Medievo y la Modernidad había muchos intereses creados en torno a la cátedra de Roma.
Así, el soberano francés logró convertirlo en pontífice, como Clemente V, y comenzar con él la redada contra los templarios», añade la experta. Siete veranos después, en 1314, esta cruel pareja suprimió la orden y dictaminó que todos sus bienes se trasferirían hasta el tesoro galo. Posteriormente, más de 15.000 caballeros fueron arrestados. Por su parte, el Gran Maestre Jacques de Molay fue detenido, interrogado y quemado vivo frente a Notre Dame, en París, con la plana mayor del grupo. Así fue como, tras 200 años de ascenso y riquezas, se liquidó mediante un severo golpe a la Orden del Temple.
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