Manuel P. Villatoro
En 1940, Dolores Ibárruri publicó un artículo en el que cargaba contra Gran Bretaña y Francia por defender a una «república de campos de concentración»
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Si hay algo que demuestra el estudio de la historia es que los grises priman sobre el blanco y el negro. El relativisimo de los no documentados, dicen unos; aunque prefiero definir este fenómeno como la cautela de aquel que conoce la inmensidad y los entresijos del pasado. Sea por la causa que sea, la realidad es que el paso del tiempo ha dejado algunas paradojas dignas de los Monty Python. Y una de ellas fue la defensa a ultranza que Dolores Ibárruri, la idealizada Pasionaria (fallecida hace hoy 30 años) en nuestra triste y castiza Guerra Civil, hizo de la invasión de Polonia por parte de la URSS. La contradicción es mayor si cabe al saber que la dirigente comunista seguía los preceptos de un Stalin que había firmado un pacto secreto con la Alemania nazi de Adolf Hitler para repartirse el país una vez iniciada la Segunda Guerra Mundial.
Ibárruri se deshizo en improperios contra Polonia, y en alabanzas hacia la URSS, en el primer número del semanario «España Popular», editado el 18 de febrero de 1940 en México. Un periódico que Pablo Jesús Carrión (autor del dossier «La delegación del PCE en México, 1939-1956») define como «una publicación periódica» que los «militantes de base» del Partido Comunista de España elaboraban al otro lado del charco y que hacía las veces de medio de difusión de las ideas oficiales de su organización. El artículo de Pasionaria, que contó con una llamada en la misma portada, fue extenso e incluyó afirmaciones tales como que «los trabajadores de todos los países han saludado con entusiasmo la acción libertadora del Ejército Rojo sobre el territorio del antiguo Estado de los terratenientes polacos».
De la mano
Pero vayamos paso a paso. Encontrar las causas que resultaron en la escritura de este artículo nos obliga a dirigir la vista hacia el verano de 1939. Fue entonces cuando un efusivo Hitler puso sus ojos en Polonia después de haber conquistado -entre otras, y bajo la inactividad de las potencias internacionales- Checoslovaquia y Austria. Ansiaba recuperar Danzig, la ciudad que el Tratado de Versalles había arrebatado a su país tras la Gran Guerra. Sin embargo, sabía que para ello debía neutralizar a la potente URSS (la única dispuesta a hacerle frente) mediante un pacto de no agresión. Ni las diferencias ideológicas evitaron que ambas naciones se reunieran.
El 23 de agosto de 1939, Joachim von Ribbentrop y Viacheslav Mólotov, ministros de Asuntos Exteriores de nuestros dos países protagonistas, rubricaron un tratado de no agresión que contaba con siete clausulas públicas y varias secretas. En ellas se comprometieron a que el acuerdo se extendiera durante diez años; a que «ninguna de las dos participarán en agrupaciones de potencias que de alguna forma estén dirigidas directa o indirectamente contra la otra parte» y (entre otras tantas cosas) a repartirse Europa en dos áreas de influencia «en el caso de que se produjesen modificaciones político-territoriales». Es decir, en el momento en el que comenzara la contienda.
El despropósito se cumplió y el mismo Stalin (presente en la reunión y contrario al régimen nacionalsocialista) brindó alegre por el acuerdo. Otro tanto le pasó a un Hitler que llegó a calificar al soviético de «líder extraordinario» a pesar de que, en sus palabras, también era brutal. Podían (que no debían) estar contentos, pues -aunque el pacto se extendió diecisiete meses e incluyó la cesión de materias primas y viajes científicos entre ambos países- a corto plazo habían establecido que se repartirían Polonia tras el inicio de las hostilidades. Para aquellos escépticos basta con recordar que, cuando Mólotov se reunió con el embajador polaco y este le advirtió que, en caso de guerra, los aliados acudirían en su ayuda, el ministro le dio una respuesta tan tajante como poco halagüeña: «Bueno, ya veremos».
Propaganda comunista
Más allá de la reacción internacional, la realidad puso de manifiesto que Hitler y Stalin ansiaban dividirse Polonia. El 1 de septiembre de 1939 lo demostró el primero cuando hizo que sus divisiones cruzasen la frontera con el objetivo de aplastar Varsovia. El 17 de ese mismo mes, los asfixiados defensores vieron como el ejército soviético cruzaba la frontera oriental de su país para unirse a las tropas del Führer. «Los polacos no disponían en esta franja de fuerzas organizadas para proteger la frontera, y los rusos avanzaron sin apenas oposición. Tan solo sufrieron 700 bajas», explica a ABC Jesús Hernández, autor (entre otras tantas obras) de la nueva y flamante «Esto no estaba en mi libro del Tercer Reich» (Almuzara, 2019).
Poco le importó al camarada supremo que Gran Bretaña y Francia hubiesen declarado la guerra al Tercer Reich el 3 de septiembre.
En todo caso, y en virtud de este pacto, Stalin ordenó a sus seguidores internacionales (los partidos comunistas ubicados en media Europa) endulzar el pacto de no agresión del 23 de agosto y afirmar, día sí y noche también, que las culpables de la contienda eran Francia y Gran Bretaña debido a su política de apaciguamiento. El Partido Comunista Francés fue uno de los que más esfuerzos puso en ello, como bien demuestra el titular que se publicó en el periódico «L'Humanité» (bajo la dirección de la organización) el 25 de agosto de 1939: «La acción de la Unión Soviética con el pacto de no agresión con Alemania ayuda a reafirmar la paz general».
Contra los Aliados
Ibárruri se unió a las premisas enviadas desde Moscú y escribió un extensísimo artículo titulado «La social-democracia y la actual guerra imperialista» en el mencionado periódico «España Popular». Sus primeras líneas las dedicó, a semejanza de sus colegas galos del Partido Comunista Francés, a cargar contras las grandes potencias aliadas, las vencedoras de la Gran Guerra, por no haber intervenido en la Guerra Civil española en favor de la Segunda República.
«La sangrienta experiencia de la derrota del pueblo español, derrota organizada de manera sistemática por los gobiernos reaccionarios de Francia e Inglaterra, ayudados en su criminal tarea por los jefes de la Socialdemocracia, puede servir en estos momentos como un rayo de luz que ponga de relieve la mentira de los motivos con que hoy se arrastra a los pueblos en una guerra imperialista».
La dirigente comunista en el exilio no se detenía en este punto. Sin pelos en la lengua, acusaba al «imperialismo inglés» y a la «burguesía francesa» de «llevar a la muerte» a miles de españoles. «Los que hoy levantan la bandera de la “democracia” son los principales culpables de la derrota de la República española», añadía. No solo eso, sino que también acusaba a los dirigentes de ambos países de haber traicionado «el pacto firmado en el año 1933 entre la República francesa y la República española, por el cual se comprometía la primera a vender a España todas las armas que necesitase en cualquier momento». En sus palabras, el presidente Léon Blum obvió haber rubricado aquello, aunque sí recordó la cláusula que obligaba a «España a no comprar armas a ningún otro país».
Por ello, además de por el seguimiento de ambas naciones de la llamada «política de no agresión» del premier Neville Chamberlain (mantenerse al margen de la contienda librada en la Península), La Pasionaria arremetía a su vez contra la «Socialdemocracia» europea. Y no solo eso, sino que afirmaba que esta corriente había provocado, de forma premeditada, la caída de la Segunda República en un vano intento de evitar una contienda general y de favorecer el derrumbe de -según ella- la única corriente que abogaba por resistir hasta el final contra Francisco Franco: la comunista.
«Todos los jefes socialdemócratas que llegaron a España llevaban el mismo objetivo, que es el de la burguesía de todos los países: ver cómo se podía luchar contra el Partido Comunista, por su inquebrantable posición de lucha y de resistencia ante los agresores, y convencer a los dirigentes socialistas, entre ellos a los a los Presidentes de los distintos Gobiernos y a los ministros socialistas, de la necesidad de terminar la guerra, entregando España al fascismo. Y así ocurría que la resistencia heroica del Ejército y del pueblo español ponía frenéticos a los jefes de la socialdemocracia, porque esta resistencia rompía todos sus planes y hacía disminuir su personalidad y su valía ante sus amos, los Chamberlain y los Daladier, la City de Londres y la Banca de París».
Críticas a Polonia
Tras estas agrias críticas, Pasionaria cargó tintas contra la misma Polonia que, menos de un año antes, había sucumbido a Hitler y Stalin. En un apartado titulado «El miedo a la revolución», afirmaba que «los ardientes “pacifistas” y los partidarios de la política de “no intervención”» sí habían abandonado las premisas esgrimidas poco antes para, fusiles mediante, ayudar a los polacos. «Los portavoces socialdemócratas del imperialismo inglés y francés repiten cada día que hacen la guerra para “restaurar la Polonia”, en nombre de la democracia y “del derecho de los pueblos», escribió. Lo más sangrante, según sus palabras, es que, en contra de lo que sucedía en la Segunda República, en este país «millones de ukranianos, bielorrusos y judíos ni siquiera tenían el derecho de hablar libremente su idioma, y vivían en condiciones de parias».
«Ellos defienden un régimen que destrozaba la cultura de pueblos enteros, y abandonaban a los defensores de la cultura del pueblo español. Los hombres de la socialdemocracia, al servicio del gran capital, se atreven a llamar democrático al Estado polaco, el que fue cárcel de pueblos, donde el obrero no tenía derecho a organizarse libremente, donde el proletariado polaco llevaba la misma existencia de esclavos que el resto de los pueblos oprimidos. Ellos se declaraban solidarios con los gobernantes de la Polonia reaccionaria, desaparecida sin honor y sin gloria, porque los terratenientes polacos, los coroneles venales y que formaban su gobierno y que no representaban la voluntad del pueblo polaco -que no tenía ni voz ni voto para decidir sus destinos-, representaban, sin embargo, los intereses de los banqueros y grandes capitalistas de Londres y París».
Pasionaria esgrimía también que Francia y Gran Bretaña solo habían acudido en ayuda de Polonia porque el país hacía las veces de «cordón sanitario» frente a la Unión Soviética y, llegado el momento, también de lanzadera para atacar el «país del socialismo». No solo eso, sino que argumentaba que los Aliados habían creado la zona de forma artificial en el Tratado de Versalles con este objetivo y que la habían dejado en manos de «terratenientes y coroneles».
En el artículo también achacaba a Polonia la creación de centros de reclusión. «¡La Polonia de ayer, cárcel de pueblos, República de campos de concentración, de gobernantes traidores a su pueblo, que estaba constituida a la imagen de la democracia de los Blum y Citrine!», escribía. No tenía constancia, parece ser, de los gulags que Stalin había establecido y se olvidaba de la hambruna provocada por el gobierno soviético que había acabado, entre 1932 y 1933, con millones de muertos en Ucrania. «La socialdemocracia llora sobre la pérdida de Polonia, porque el imperialismo ha perdido un punto de apoyo contra la Unión Soviética, contra la patria del proletariado. Llora por la pérdida de Polonia, porque los ukranianos, bielorrusos, trece millones de seres humanos, han conquistado su libertad. Como durante la guerra de España, ellos se encuentran hoy al lado de los enemigos de la Humanidad», completaba.
Pasionaria acababa esta parte del artículo con dos frases lapidarias: «Ningún obrero consciente podrá tomar voluntariamente las armas en defensa de la Polonia reaccionaria. Los trabajadores de todos los países han saludado con entusiasmo la acción libertadora del Ejercito Rojo sobre el territorio del antiguo Estado de los terratenientes polacos».
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