Irene Cortés
Los yacimientos de buques hundidos activan litigios millonarios que involucran a Estados y corporaciones.
Pecio del buque japonés Giannis D. en el Mar Rojo, Egipto. CLAUDIO ÁLVAREZ
Hace unos días se supo del descubrimiento de un misterioso yacimiento arqueológico: más de 200 ánforas de la época romana descansan en una cueva submarina de agua dulce en la bahía de Alcudia, en Mallorca. Según los arqueólogos, ese lugar era un punto donde los navíos solían fondear y abastecerse de agua, introduciendo cántaros mediante un sistema de poleas. Ahora, los expertos intentan descubrir por qué tantos recipientes se acumulan en el fondo de la gruta, si es porque el sistema se rompía o porque los arrojaban directamente al mar como ofrendas.
Más allá de su interés histórico, tesoros subacuáticos como el descrito son una importante fuente de controversias legales. Su incalculable valor económico y cultural provoca que, cuando se produce su hallazgo, haya muchas partes interesadas en reclamar su propiedad. Así, en las disputas en torno a navieros hundidos pueden confluir la persona o entidad que encontró el barco, el Estado en cuyas aguas se hallaba, el propietario de la embarcación (o entidad heredera) e, incluso, el país de origen del cargamento. De ganarse el litigio, no obstante, el negocio está asegurado: se especula que el tesoro del galeón San José, actualmente sumergido en la costa de Cartagena de Indias (Colombia), está valorado en 17 millones de dólares americanos. Por eso, muchas son las empresas cazatesoros que se lanzan a buscar uno de los tres millones de restos de naufragios que, según la Unesco, se encuentran en todo el mundo.
En nuestro país, esta materia viene regulada en la Ley del Patrimonio Histórico, que establece que todo lo que se encuentre dentro de las aguas territoriales nacionales pertenece a España. No obstante, existe una excepción a esta regla. “Si en el momento del hundimiento el navío era parte de la flota de otro país y estaba realizando una misión pública, se considera buque de Estado”, explica Javier Portales, socio de Albors Galiano Portales. En estos supuestos se aplica el principio de inmunidad soberana. Esta figura, recogida en la Convención de la Unesco sobre la Protección del Patrimonio Cultural Subacuático, establece que las embarcaciones o aeronaves de Estado pertenecen al país de su bandera, “por lo que nadie puede acercarse a ellos sin el permiso de las autoridades competentes”.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando un barco se encuentra en costas extranjeras? Este escenario es, en realidad, el más común. “Entre los siglos XVI y XIX, nuestra Armada dominaba los mares y traía cargamentos de oro y plata de sus territorios de ultramar”, relata Portales. Muchas de estas naves acabaron naufragando fuera del territorio español, ya fuera por el ataque de piratas, flotas enemigas o por condiciones meteorológicas poco favorables. En estos supuestos es imprescindible probar que la nave estaba sirviendo al Estado en el momento de su hundimiento, “lo que exige una minuciosa investigación previa”, matiza Juan Luis Pulido, consejero de Martínez-Echevarría Abogados. Para el letrado, España muestra una ventaja significativa en este campo, “ya que contamos con una institución impagable: el Archivo de Indias”. Este registro reproduce al detalle los viajes que hicieron las embarcaciones españolas (de dónde venían, a dónde se dirigían, información sobre el cargamento, etcétera), “lo que facilita la labor probatoria”.
‘Nuestra Señora de las Mercedes’
Gracias a una exhaustiva investigación, en 2012 se produjo el reconocimiento por parte de un juez de Florida (Estados Unidos) de la propiedad española de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes, hundida en 1804 frente a las costas de Cádiz. La empresa cazatesoros Odyssey, que en 2007 expolió el yacimiento, alegó que los restos del navío no eran identificables. No obstante, y después de una larga batalla judicial, la justicia norteamericana dio la razón a España porque demostró que se trataba de un buque de Estado, gracias a documentos del Archivo de Indias y del Museo Naval de Madrid.
No es fácil que un tribunal extranjero reconozca la inmunidad soberana de un galeón naufragado en sus costas, “ya que depende de si el país en cuestión ha ratificado los convenios internacionales que recogen esta figura”, señala Pedro Maura, socio fundador de Meana Green Maura & Corporation. Así, los países cuyas costas están repletas de barcos extranjeros (como Colombia o Perú) no suelen firmar estos acuerdos, mientras que aquellos con flota desperdigada en otras aguas, como España y Portugal, sí los suscriben. De no existir normativa internacional aplicable, por tanto, el tribunal recurre a sus leyes domésticas, por lo que “no hay que sorprenderse si la sentencia favorece al Estado de esa jurisdicción”, advierte Maura.
Los orígenes del cargamento de una embarcación también pueden entrar en disputa, “sobre todo si forman parte del patrimonio histórico de un país”, recalca Pulido. En el caso de Odyssey, Perú solicitó la titularidad del tesoro, alegando que el cargamento provenía de su territorio, donde el metal fue minado, y las monedas, acuñadas. No obstante, el juez rechazó este argumento porque en el momento del naufragio “no existía aquel país”, ya que formaba parte del Imperio español.
Otro de los argumentos aceptados por los tribunales extranjeros es que, “al fin y al cabo, un navío naufragado es un cementerio de marineros españoles”, revela Julia Gutiérrez, asociada en Cremades y Calvo Sotelo. Así ocurrió en el juicio de 2001 por el galeón La Juno, hundido en 1802 junto con toda su tripulación. Aunque el argumento principal empleado por el Tribunal Supremo de Estados Unidos para reconocer la propiedad española de la fragata fue que era un buque de Estado, también acogió la petición de que los restos no se debían tocar “por tratarse de la tumba de las personas que perecieron en el naufragio”.
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