Eugenia Miras
- Durante las guerras civiles entre Don Rodrigo y el sucesor de Witiza, este último solicitaría la ayuda de los sarracenos.
- Tras la victoria musulmana en la batalla de Guadalete, Táric comenzaría a extender el Califato por la Península.
La Península Ibérica fue violentamente invadida por los sarracenos en el 711 a causa de un muy deshonroso negocio que hicieron los infantes Olemundo, Aquila y Ardabasto con el califa Alualid.
Al fallecer el soberano, la nobleza consideraba imprudente poner a un niño como rey -por mucho que fuera heredero de la corona-; y por ello se convocaron en el Senado, donde eligirían a Don Rodrigo, duque de Bética. Sin embargo, los huérfanos del rey Witiza querían tomar las riendas del poder en aquellos últimos días de una decaída Monarquía visigoda.
Aquila -a quien su padre señaló como su sucesor- no estaba capacitado para desempeñar tal ardua tarea. Siendo así, su capricho por reinar; le provocó venderle su alma al diablo, al enemigo musulmán- quien ya había levantado sendas preocupaciones a Witiza cuando irrumpía en los dominios de su patria- solo para apartar al «usurpador» de su «derecho divino», Don Rodrigo del trono en Toledo.
Aquila recurriría a un antiguo vasallo de su padre, el conde Julián -quien también prostituiría su lealtad con los sarracenos, para no perder su estado de gracia en el poder de Ceuta-, quien lo introduciría con el califa Alualid; para solicitar su apoyo militar, durante la guerra civil entre ambas dinastías visigodas.
Sin imaginárselo, los infantes permitirían la conquista islámica -porque en el fondo, muy a pesar de esa ruindad que los caracterizaba, eran bastante inocentones-. Pero sin importar los medios, el fin de Aquila era destronar a Don Rodrigo y «recuperar» aquel trono que jamás tuvo. Sin embargo, los tres hermanos serían víctimas de un fatal engaño, porque al final... Ni corona ni gloria. Pues tras la fácil incursión sarracena gracias a las tropas bereberes, las cuales habían sido capitaneadas por el terrorífico Táric ben Ziyad y, a la aplastante victoria en Guadalete que sumaba junto a la bendición que los witizanos habían dado a los musulmanes, con el fin de que exterminasen cualquier vestigio de Don Rodrigo; Táric decidió apropiarse de la Península, enviando a aquel trío de «peinaovejas» a diferentes provincias; donde podían desempolvar sus rancios títulos de príncipes.
En la cuerda floja
«La Monarquía visigoda no había logrado realizar cumplida y satisfactoriamente la deseada fusión entre la multitud de razas y pueblos a quienes gobernaba: la antigua raza ibérica, compuesta de muchas tribus y más o menos confundida en diversos territorios con la céltica y otras gentes advenedizas; la romana, la gótica, la sueva, la judaica y aun la griega, razas divididas entre sí por intereses encontrados, por rencores antiguos o recientes», afirmó Francisco Javier Simonet; el gran historiador arabista (1829-1897), autor de «Historia de los mozárabes en España».
Esta obra fue premiada por la Real Academia de la Historia, y que la editorial Almuzara reedita para perpetrar su difusión, comparte la más ambiciosa investigación sobre el periodo mozárabe; cuya huella ha marcado profundamente en la identidad social y cultural de España, y que sigue siendo un elemento vivo en el «non plus ultra» de esta madre patria.
Desde finales del siglo VII la Monarquía visigoda estaba en la cuerda floja. La sociedad hispano-gótica estaba acumulando resentimiento contra los reyes, lo suficiente para que la nobleza - la cual comenzaba a ser despojada de sus grandes privilegios- comenzara a rebelarse contra la figura máxima del Estado.
No obstante, en medio del descontento general no se celebraría ninguna cohesión entre los diferentes pueblos del reino; sino que se abriría aún más aquella brecha entre la variopinta opinión, para dar lugar a las guerras civiles durante la sucesión del monarca Witiza. De esta manera, se levantaría una auténtica «Torre de Babel», en la que los islámicos aprovecharían para inseminar las entrañas ibéricas con el Califato, y durante la época mozárabe se ensombrecería la figura de Cristo como el viejo nexo hispánico.
«Según se colige de varios documentos e indicios, bajo el reinado de Witiza, y especialmente en sus últimos años, se hallaba la nación española dividida en dos grandes parcialidades: una favorable a dicho monarca, y por lo mismo bien avenida con el pueblo hebreo y poco entusiasta por los intereses morales y religiosos; y otra que prefiriendo estos intereses a los materiales, aspiraba a la expulsión de los judíos y al triunfo social y práctico del catolicismo», aseguró J.F Simonet.
Traspasando el diálogo a las armas
Al morir el rey Witiza en el 708 dejaba huérfanos a tres infantes menores de edad. Pero antes de su último aliento, había descartado a Olemundo -su primogénito- para inclinarse por Aquila «el del medio» en la sucesión. Los niños quedaban bajo la tutela de Requisindo.
En general la nobleza visigoda como hispanorromana no consideraba que el niño estuviese capacitado para reconciliar una patria resquebrajada. Pero como nunca faltaban los brutos que traspasaban el diálogo a las armas, se terminarían librando absurdas batallas para poner o quitar al imberbe de Aquila al timón de aquella insostenible situación.
Simonet lo explicó así: «Esta elección fue recibida con gran disgusto, no solamente por el partido verdaderamente nacional, el hispano-romano, sino también por la aristocracia visigoda, porque contrariaba una vez más sus derechos y aspiraciones; y en general por la parte más sensata de la nación, porque la entregaba a los peligros de una larga minoría. Por lo cual, apenas murió Witiza, entre los partidarios y adversarios de su hijo Aquila se encendió una enconada guerra civil, que cundiendo toda la Península, la sumió en completa anarquía».
Pero antes de crearse las leyendas del campo de batalla, por primera vez en mucho tiempo de discordia, los principales nobles de diferente opinión se congregarían en el Senado para seleccionar al futuro soberano. Don Rodrigo, el duque de la Bética, fue elegido para representar a todos los pueblos que conformaban el Reino visigodo.
Sin embargo, Aquila no se resignaría ante el rechazo por parte de los viejos vasallos de su padre; y mucho menos por aquel rival quien había sido el autor de la humillación de Witiza. Según cuenta la tradición oral, Don Rodrigo había seducido a la reina, despojándola de toda honra. De esta manera, la figura ensombrecida del ya fallecido rey, era una de los grandes motivos por los que el niño sentía tanta aversión por elegido.
Don Rodrigo, que de tonto no tenía ni un pelo, sabía que tarde o temprano los berrinches de Aquila le traerían un gran disgusto; y por ello, emprendería una guerra contra los infantes.
Durante la primera contienda Don Rodrigo saldría victorioso; muy a diferencia de los tres tristes niños, quienes además de perder a su preciado lazarillo y tutor Requisindo en la batalla, serían despojados de todos sus bienes y desterrados -según el monarca- para el fin de los tiempos de la Península.
Los trapos sucios, se lavan en casa
«Los malaventurados príncipes, faltos de apoyo y consejo, huyeron al África, donde hallaron auxilios eficaces, si no para recobrar el trono perdido, para acarrear la ruina de su patria, amenazada siempre por aquella parte», escribió F.J Simonet.
Durante los primeros años del siglo VIII los sarracenos, dirigidos por el gobernador de África Muza ben Nocair y bajo el califato de Alualid, sembraban terror en las principales plazas del territorio norteafricano; donde los dirigentes visigodos iban cayendo como fichas de dominó, perdiendo el control de las provincias frente a la ferocidad de las fuerzas sarracenas. Algunos huían a las montañas para no vivir sometidos y, no comprometer su lealtad al enemigo, y otros se vendían barato al islam.
«Defendía aquellas plazas el famoso conde Julián que profesaba a la sazón del cristianismo, y con los socorros que recibía de España por medio de sus propias naves, logró durante algún tiempo detener la irrupción sarracena; pero que al fin, en el año 707, no pudo menos de entregar a Muza la ciudad de Tánger. Perdida esta plaza se retiró a la de Ceuta», aseguró Simonet.
Mientras aún vivía Witiza, el conde Julián había renovado sus votos de lealtad y toda la parafernalia del vasallaje, para ser reforzado militarmente contra la invasión hereje que azotaba sus dominios. Todo parecía resistir hasta que murió el rey, motivo por el que dejó de recibir refuerzos; y consecuentemente los sarracenos lo acorralarían, sin más remedio que convertirse en un judas.
Este conde, fue seducido por las promesas de aquel mercenario Muza; si mostraba fidelidad al califa, mantendría todo su poderío en Ceuta, y gozaría de los grandes favores de Alualid por su buena voluntad con los sarracenos.
Antes de ser desterrados, y en medio de la discordia de los nobles respecto a la sucesión; Aquila escribiría al conde haciendo reclamo de sus tropas o de las de quien fuere, para hacerle frente a los contrarios a su coronación.
Julián, que ya no podía jurarle lealtad a un muerto, y estaba en deuda con el Califato, sentía que podía sacar provecho a través del auxilio a los niños; y por esta razón, solicitaría a Muza el envío de una hueste al chico. Muza -que tampoco era nada tonto- quería ganarse la confianza del chiquillo, así que le manda una pequeña milicia para satisfacerle -como quien le da una una bolsa de chucherías al infante-. Pero aún así los witizanos serían derrotados.
Ya caídos en desgracia y en el destierro al norte de África, el príncipe desheredado volvería a intercambiar correspondencia con el conde; para agradecerle el favor y de paso, pedirle otro.
«Animados por este buen servicio y prueba de lealtad, los Infantes hijos de Witiza no dudaron en acudir al apoyo del conde cuando Rodrigo los lanzó, como queda dicho, del trono y de la patria. Llegados a Ceuta, se quejaron amargamente a Julián del partido que había atropellado sus derechos; y como el Conde no era ya vasallo de ellos, sino del Califa de Oriente, le rogaron que interpusiese su mediación cerca de aquel soberano, bastante poderosos para protegerlos y reintegrarlos en el trono y herencia de su padre», escribió J.F Simonet.
No obstante, las ambiciones personales del príncipe iban más allá que su amor y las buenas voluntades para con su patria. Con mucha rabia, el impulsivo Aquila sacaría a relucir los trapos sucios de un reino frágil, frente a los oídos del ambicioso Alualid. De esta manera, al recurrir y aceptar la ayuda del califa; el infante pagaría un alto precio por el favor: Entregaría la libertad de su pueblo al yugo sarraceno, y sufriría una inesperada humillación por el engaño en el que caería posteriormente.
Gebal- Táric, el embudo del infierno
Táric ben Ziyad, lugarteniente de Muza, acompañaría a los infantes a aquella supuesta reconquista de Toledo.
Mientras los simpatizantes del niño arremetían contra los fieles a Don Rodrigo en el Norte; Táric, guiado por el conde Julián, desembarcaría en el estratégico peñón de Gibraltar (una tierra que bautizaron como «Gebal-Táric» en honor a este sarraceno) con una hueste de 7.000 combatientes. El sarraceno convertiría aquel lugar en un embudo del infierno, desde donde aseguraría la incursión musulmana a la Península Ibérica.
Mientras Don Rodrigo desgastaba sus fuerzas en el Norte, le llegarían noticias sobre el desembarco y masacre perpetrada por los islámicos -un asunto todavía más escalofriante que la guerra contra las tropas witizanas-. Con el corazón desbocado se apresuró a detener el avance de los guerreros africanos, reservando energías para proteger la zona del Mediodía.
Cuando Táric vislumbró la abismal diferencia en número de militantes entre ambos bandos; solicitaría al califa más refuerzo humano, quien le envía otro regimiento de 5.000 fieros soldados. Mientras no reunía a los suyos bajo los alaridos de guerra, aquel feroz sarraceno comenzaría a arrancar violentamente a los más jóvenes hispanos de sus hogares. De esta manera, los chicos iban tomando las filas de la muerte contra su rey Don Rodrigo.
«El rey visigodo había llegado a juntar 100.000 hombres; pero merced al espíritu nada guerrero del monarca anterior, gran parte aquellos soldados carecía de suficiente armamento y disciplina, y lo que es peor, muchos de ellos no eran de fiar, por ser siervos o clientes de la dinastía witizana», escribió F.J Simonet.
Palabras, municiones de valentía en Guadalete
En los márgenes del río Guadalete, se verían las caras los últimos días de los visigodos y el muy apoteósico pero maquiavélico plan del sarraceno.
El 19 de julio del año 711 Don Rodrigo animaba a sus tropas a entregarse con fervor por la causa. Si salían vivos del enfrentamiento serían favorecidos con todo lo que el reino pudiera ofrecerles. De esta manera, su guardia real, la nobleza y los inexpertos hombres armados se empaparían de los grandes discursos que fortalecían el ánimo; las palabras se convertirían en la más grande munición que lanzaría a los valientes al campo de batalla.
Sin embargo la retribución honorífica, los títulos y las tierras no sedujeron a los traidores de la patria. Dos de los «hombres de mayor confianza» de Don Rodrigo, el duque Siseberto y D.Oppas(Arzobispo de Sevilla) se aliarían con los moros, con la esperanza de que Aquila ocupase el trono. El rey creía muy ingenuamente, al ver a la hueste sarracena inferior en número, que la batalla no estaba perdida. Sin embargo, el soberano y sus tropas serían azotados de la manera más sucia después de siete días acribillando a los sarracenos.
«Pero al amanecer, el octavo día, el ala derecha, mandada por el Duque Sisberto, se pasó al enemigo y revolvió sus armas contra el ejército real», escribió Simonet.
Ante esta situación sumamente confusa, muchos se convirtieron en presos del miedo. Ninguno de los seguidores de Don Rodrigo sabía ya contra quien estaban luchando, y quien le empuñaría la espada por la espalda. Los que quedaban con vida huían hacia las montañas, abandonando a la monarquía visigoda a su suerte; mientras caía en el inevitable abismo.
La traición, la sopa que quema
Tras la victoria, Táric no retornaría a los dominios de su señor. Puesto que los sarracenos comenzaban a saborear esos nuevos horizontes, en donde continuar la expansión del Califato; decidirían continuar las violentas expediciones, mientras iban eliminando cualquier posible amenaza, para dar lugar a la próxima conquista.
Toledo se rendiría pocos meses después, en octubre, a los pies de los sarracenos. No obstante, Aquila y su séquito de traidores poco provecho sacarían del sufrimiento de Don Rodrigo y de sus seguidores; ya que los witizanos cuando creían que iban a comer la sopa caliente, nada más se quemarían la lengua quedándose sin saborear tan ansiada «victoria».
Táric se reiría de todos ellos, pues la maldad que albergaban en aquellas despiadadas almas venía sin ningún tipo de sustancia pensante. De esta manera, ni los ruines muy tontos, ni Aquila con su «santísimo derecho divino al trono» fueron merecedores de las glorias de estas tierras.
De esta manera, Taric se anticiparía a la voluntad del Califato; y se adueñaría de esta tierra en nombre de «Alá». Al poco de caer Toledo, comenzarían a construir una nueva época para la Península: Al-Andalus, en donde todos aquellos que en su día ayudaron al enemigo a perpetrar en nuestros horizontes, estarían sujetos a la voluntad de la herejía.
Vídeo derrota del niño-rey visigodo a manos de los musulmanes.
Pinchando en el enlace se abre el reportaje.
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