Manuel P. Villatoro
-El 15 de septiembre, después del Desastre de Annual, un pequeño grupo de españoles luchó hasta la última gota de sangre contra los marroquíes para evitar que llegaran hasta Melilla.
Fue una gesta que valió a 16 legionarios las loas de Millán Astray (el fundador de la Legión -en sus inicios Tercio de Extranjeros-), quien dijo de ellos que habían sido «los más preclaros héroes» de ese cuerpo. La defensa que estos hombres hicieron del «blocao» de Dar Hamed, una pequeña posición defensiva ubicada en la ladera del monte Gurugú, logró hacerles un hueco en la historia militar de nuestro país.
Y ya no solo porque en ella vendieron cara su vida contra los cientos de rifeños que trataban de asediarles, sino porque nuestros protagonistas acudieron voluntarios a ese fuerte (posteriormente conocido como el «Blocao de la muerte») en ayuda de una unidad española que solicitaba refuerzos y sabiendo que, por mucho que dispararan, estaban condenados a darle un beso en persona a su eterna novia: la muerte.
Para entender cómo llegaron los rifeños a asediar el «blocao» de Dar Hamed es necesario retroceder en el tiempo unos meses atrás, hasta el verano de 1921. Por entonces, la situación parecía idónea para el Ejército Español en África y para el oficial encargado de dirigir el contingente en la zona, el general Silvestre.
Y es que, tras años y años de combates en el Rif, este militar había logrado extender de una forma increíble el territorio rojigualdo al sur de Melilla a base de fusil y bayoneta. Sin embargo, la realidad era bien diferente a la que mostraban los mapas, pues la expansión había sido tan rápida, y el terreno conquistado tan ingente, que había sido imposible construir defensas decentes y establecer una buena línea de suministro de agua en la zona.
El resultado fue la conquista de una ingente cantidad de territorio (Silvestre penetró en el continente unos 130 kilómetros) en el que fue imposible armar una estructura defensiva que pudiera resistir el ataque de los enemigos. Tal solo se construyeron una serie de precarios fuertes llamados «blocaos». Pequeñas posiciones que habitualmente consistían en una casamata de sacos terreros; un refuerzo fabricado con troncos de árbol; una alambrada (si se consideraba que la posición lo merecía) y un tejadillo de chapa o madera que solía ser retirado por el gran calor que provocaba a los soldados. Eran, además, fortines levantados en mitad de la nada y separados muchos kilómetros unos de otros debido a que la extensión de la región a defender era gigantesca.
«Silvestre [...] alargó muchísimo sus líneas de abastecimiento. Había creado muchos blocaos en posiciones altas, sin agua, y con condiciones de vida difíciles. Había además dividido sus fuerzas mal equipadas en un cordón de más de 140 (algunos señalan 144) posiciones, fortines casi completamente aislados entre sí [...]. Estos blocaos estaban de 20 a 40 kilómetros según el terreno, y con unas fuerzas tan repartidas que no era posible hacer frente a un ataque enemigo: la mayoría de estos blocaos tenían entre doce y veinte hombres, nada más. Además, la ubicación de los blocaos tenía más que ver con aspectos políticos que con militares. Otras veces se colocaban los blocaos en zonas en las que los nativos lo pedían para defenderse de cábilas (tribus) enemigas de España», explica Jesús María Ruiz Vidondo, doctor en historia militar, colaborador del GEES (Grupo de Estudios Estratégicos) y profesor del instituto de educación secundaria Elortzibar, en su dossier «El “Desastre de Annual”. Cambio de política en el norte de África».
Los rifeños, que eran bastante avispados en lo que se refiere a lo militar, no tardaron en percatarse de que lo mejor que podían hacer cuando asediaban una de estas posiciones era rodearla, bombardearla, y esperar a que los defensores se quedaran sin agua o sin comida. Al fin y al cabo, a los peninsulares les resultaba casi imposible recibir refuerzos debido a la gran extensión de territorio que había entre los «blocaos» y a que carecían de un buen sistema de comunicación efectivo con las posiciones principales.
El Desastre
El 17 de julio Silvestre entendió por las bravas que las defensas que había ordenado elaborar eran casi irrisorias. Fue esa jornada cuando Abd El-Krim (uno de los principales líderes rifeños) lanzó un ataque contra la posición española en Igueriben (una de las más adelantas). Ubicada al sur de Melilla, apenas era defendida por unos 300 hombres que no pudieron resistir ante el implacable avance nativo. No hubo resistencia posible, los soldados peninsulares fueron aniquilados sin contemplaciones. Después, el jefe tribal dirigió sus tropas hasta Annual, un campamento ubicado a unos 100 kilómetros de Melilla en el que había unos 5.000 combatientes de nuestro país.
Desesperado al ver como un gigantesco ejército de rifeños se dirigía hacia esa base, Silvestre tomó una de las peores decisiones de su vida militar: ordenó a todo aquel que se encontrase en el campamento retirarse hasta Melilla. Así fue como el pánico cundió entre los militares, muchos de los cuales solo pensaron en salvar su vida y asesinaron a sus propios compañeros para poder subirse a uno de los solicitadísimos vehículos que salían de allí a toda prisa. «Entre el caos, los oficiales pierden el control, y los soldados -al ver que nadie cubre su retirada-, tratan de ponerse a cubierto de las balas corriendo [...]. Carros, material y heridos son abandonados, muchos oficiales escapan sin cumplir con su deber, y la retirada ordenada no tarda en convertirse en una desbandada general bajo el fuego de los rifeños», explica Vidondo,
El resultado quedó grabado en la Historia como el «Desastre de Annual». Y lo cierto es que el apelativo no fue para menos, pues terminó dejando más de 10.000 españoles muertos entre los presentes en el campamentos, las tropas de refuerzo, y todo aquel que se personó en la zona para ayudar en la retirada.
«El malo»
Tras el desastre de Annual, los rifeños continuaron su implacable avance hacia Melilla degollando a base de gumía a todo aquel español que encontraron a su paso. Su cruel trayecto les acabó llevando hasta el monte Gurugú, una posición clave para el ejército de nuestro país por lo cercana que estaba a Melilla (apenas tres kilómetros). En aquella colina de 900 metros, un auténtico mirador desde el que tener controlada la urbe y que debía haber estado defendida por un gran contingente por su importancia estratégica, apenas había unos pocos hombres. Unos combatientes que defendían uno de los «blocaos» que más vidas se había llevado consigo por su privilegiada ubicación: el de Dar Ahmed.
«El “blocao” de Dar Ahmed, situado entre la “Segunda caseta” y la posición de Sidi Ahmed el Hadj (con la misión de vigilar la salida de los barrancos próximos a Sidi Musa) desde el primer día también fue uno de los objetivos preferentes de los moros rebeldes», explica Vicente Pedro Colomar-Cerrada en su obra «El infierno de Axdir: prisioneros españoles en el Rif, 1921-1923». Lo cierto es que llamar «blocao» a esta precaria posición defensiva era algo bastante generoso, pues las crónicas nos definen este «blocao» como un conjunto de piedras, sacos terreros con varias aspilleras (o troneras) coronado por unas tristes tablas y rodeado por una alambrada.
La cantidad de hombres que se habían perdido a lo largo de los meses en la defensa de este «blocao», así como las infames condiciones de vida que debían pasar aquellos que protegían la posición, habían hecho que se ganase un curioso apelativo: el de «El malo».
El relevo
La importancia estratégica del Gurugú hizo que, el 14 de septiembre de 1921, una compañía del Batallón Disciplinario de Melilla recibiera órdenes de partir hacia el «blocao» de Dar Hamed para relevar a los legionarios que llevaban defendiéndolo semanas. Hacían falta soldados de refresco.
La unidad que viajó estaba formada por una veintena de valientes al mando del teniente José Fernández Ferrer. Por debajo de sí se encontraban además el suboficial Aquilino Cadarso y el caboSergio Vergara. No se envió a oficiales de más alto rango a la ladera de aquella montañaa. Un teniente de escasa edad era el máximo exponente del poder militar de nuestro ejército en una de las posiciones más determinantes y delicadas del momento.
Tras llegar al enclave durante las primeras horas de la jornada, comenzó el relevo. Este vino acompañado del fuego de cientos de rifeños que ya habían llegado a la zona y se disponían a dar buena cuenta de los defensores.
«Desde la mañana, bien temprano, rompió el fuego el enemigo, que, potente y bien armado, era dueño de las alturas y cerros que circundaban el emplazamiento donde estaba el blocao. Con fuego cruzado, intenso y mortífero, hacían dificilísimo, casi imposible, el acercarse al puesto que había que relevar. Todo el día duró el intento, y hasta las seis de la tarde no se logró hacer el relevo. Y éste [se llevó a cabo] hombre a hombre, arrastrándose por el terreno, rodando por los barrancos, entrando un Disciplinario y saliendo del blocao un Legionario en la misma forma, desperdigados, a la carrera y con riesgo evidente y serio», explica el Ejército de Tierra en su dossier «”Blocao” de Dar Hamed, “El malo”».
Primeros ataques
A partir del momento en el que entraron en el «blocao» comenzó el calvario. Los soldados apenas tuvieron tiempo de cargar sus fusiles antes de posicionarse en las aspilleras y empezar la que sería la última batalla de sus vidas. «Bum; bum; bum». La primera noche la pasaron recibiendo los continuos disparos de dos piezas de artillería y de los fusiles rifeños. Todo un infierno que se extendió durante más de 12 horas. Los defensores vivieron el momento más horrible de la jornada cuando una granada rompedora cayó sobre «El malo» provocando el desastre. Y es que, lesionó a varios militares e hirió de gravedad al teniente, quien se negó a ceder el mando.
No hubo descanso. Los rifeños estaban ansiosos por expulsar a los españoles de las laderas del Gurugú, y así lo corroboraban sus balas. En la mañana del 15 la situación no mejoró pero -al menos- hubo una pequeña tregua en el fuego de obús marroquí que permitió a seis de los defensores organizarse para reparar los daños que había recibido el «blocao». Aprovechando el cese de la fusilería y de la artillería, Ferrer hizo además llamar a uno de sus hombres para tratar de poner remedio a aquella desesperante situación. Sus órdenes fueron claras: que corriera como si le fuera la vida en ello y solicitara refuerzos por teléfono desde la «Segunda caseta».
Poco se podía hacer más allá de enviar a un hombre a pie hasta esa posición (la más cercana al pequeño fuerte), pues los «blocaos» carecían de un sistema para poder comunicarse de forma efectiva con sus oficiales superiores más allá del precario heliógrafo. «El heliógrafo era un instrumento destinado a hacer señales telegráficas por medio de la reflexión de los rayos de Sol en un espejo movible», explica el autor José Fernández-Díaz en su obra «El blocao». La tregua no duró demasiado. De hecho, a las tres de la tarde empezó a llover plomo sobre la casamata. No pintaba demasiado bien la situación para los defensores, pero ninguno de ellos se planteó la rendición.
La Legión, en su ayuda
El soldado elegido por Ferrer no tardó en comunicarse con el Atalayón, la posición con unidades en su interior más cercana al «blocao». Tampoco se demoró demasiado en el tiempo la respuesta del teniente Eduardo Agulla, al mando de las tropas acantonadas en la zona. Este se presentó voluntario para ir a toda marcha hacia «El malo» a socorrer a sus compatriotas. No estaba dispuesto a tolerar que muriera ni un solo español más sino era con él a su lado.
Para su desgracia, sus oficiales superiores le negaron la petición afirmando que su presencia y la de su unidad eran necesariaa para mantener el orden en la zona. Como contrapartida, le instaron a pedir voluntarios para formar un grupo con el que socorrer a la compañía de Ferrer. En ese momento la camaradería de aquellos hombres podría haber hecho sollozar al más curtido, pues fueron tantos los que se ofrecieron, que hubo que hacer una selección.
«El teniente Agulló, que estaba al frente del destacamento que guarnecía el Atalayón, fue el encargado de realizar la selección entre los hombres que estaban a su cargo», añade Colomar-Cerrada. No se engañó a ninguno de ellos. Todos sabían que iban a hacer honor al credo legionario y que (casi con total seguridad) estaban condenados a morir.
Los soldados quedaron al mando de un cabo (realmente un Legionario de Primera que venía ejerciendo tal oficio) llamado Suceso Terrero López. En este punto las fuentes son algo contradictorias. Y es que, mientras que algunos historiadores afirman que fueron 14 los legionarios de segunda elegidos para reforzar «El malo», el Comandante de Infantería Francisco Ángel Cañete Páez determina que realmente sumaban 15. Más allá del número concreto de hombres que fueron seleccionados, a partir de entonces se vivieron unos minutos de extrema tensión en los cuales los elegidos se despidieron de sus compañeros sabiendo que era muy probable que no les volverían a ver.
Atendiendo a las fuentes, también se afirma que varios legionarios escribieron a sus madres y a novias para darles el último adiós. Sin embargo, el momento más emotivo de la jornada lo protagonizó el soldado Lorenzo Camps, quien decidió aprovechar bien la soldada que le habían pagado hacía poco y que todavía no se había gastado. Serio, se acercó a Agullo y se la cedió de forma solemne con una única petición: que fuera donada a la Cruz Roja. Así recoge Colomar-Cerrada aquel momento en su artículo «La gallardía de un soldado español»:
-¡A sus órdenes mi teniente!
-Dígame, legionario.
-Mi teniente, como vamos a una muerte segura, ¿quiere usted entregarle este dinero a la Cruz Roja en mi nombre?
-Le prometo, legionario, que así lo haré. Espero que vuelvan todos con vida.
-¿Ordena alguna cosa?
-Muchas gracias. Suerte, mucha suerte.
-¡A sus órdenes!
Llega la ayuda
Entre las seis y media de la tarde, y las nueve de la noche (siempre atendiendo a las fuentes a las que se acuda) Suceso Terreros y sus legionarios llegaron a las inmediaciones del «blocao». Un fuerte que ya poco podía «bloquear» por estar medio derruido. El recibimiento de los rifeños fue el esperado: tiros, tiros y más tiros.
La primera «misión imposible» de los soldados fue acceder a «El malo» esquivando los cartuchos harkeños, y lo consiguieron a base de bayonetazos. «Armado el cuchillo-bayoneta, se abrieron paso hasta las alambradas, donde cayeron dos legionarios heridos de gravedad que fueron inmediatamente recogidos e introducidos en el “blocao”», explica Cañete. A duras penas, la unidad logró entrar en los restos del fuerte. Habían pasado el primer mal trago, aunque ahora les quedaba resistir hasta la llegada de refuerzos... o hasta la muerte.
Como buen militar, lo primero que hizo Terreros fue presentarse a su malherido teniente. Este le dio las gracias muy marcialmente (ya en las últimas) por haberse personado y le instó a darle de fusilazos a los harkeños. A partir de ese momento no quedó tiempo para presentaciones entre los legionarios y los pocos disciplinarios que quedaban.
«Pum, pum, pum». Entre tiros y tiros se desarrollaron las siguientes horas. Cuando se puso el sol, la cantidad de balas enemigas se multiplicó. Y es que, los rifeños entendían que la noche era el momento perfecto para atacar el «blocao» debido a que los españoles no se atreverían a reforzar la posición sin luz. «El enemigo intensificó sus ataques y el teniente Fernández recibió una nueva herida que la causó la muerte. Tomó el mando el suboficial Cadarso, que poco tiempo después recibía un balazo que acabó con su vida. Le sucedió el cabo Vergara, que a pesar de estar herido de cuatro balazos continuó dirigiendo la defensa hasta morir», completa Colomar-Cerrada.
Los novios de la muerte
Tras la muerte de Vergara solo quedó el cabo Terrero para dirigir la defensa. Y lo hizo, según las crónicas, animando a sus compañeros a resistir y dando vítores a España y a la Legión. Todo ello, mientras sus hombres defendían los cuatro frentes del «blocao» a sangre, fuego, y lo que se terciase. Sin embargo, pronto descubrieron que el valor no es lo único necesario para ganar guerras. «A las dos de la mañana del 16 se habían agotado las municiones, así como la dotación personal que tenían los correajes, todos colgados desde el día anterior de estaquillas y palos», explica el Ejército de Tierra en su dossier. Sin cartuchos que lanzar, con una buena parte de los defensores muertos, moribundos o heridos, y sin refuerzos, poco podían hacer los supervivientes.
En este momento las fuentes varían sus testimonios. Algunos son partidarios de que la lucha continuó y nadie salió de «El malo». Cañete es contrario a esta opinión y considera que Terrero ordenó a dos de sus hombres escapar a toda velocidad de la posición para solicitar refuerzos al mando.
«Suceso Terrero encomendó al legionario Ernesto Miralles Borrás y al soldado disciplinario Marcelino Mediel Casanova, buenos conocedores del terreno y duchos en la orientación nocturna, que abandonasen el blocao y, rompiendo el cerco, intentasen alcanzar la “Segunda caseta” guarnecida por tropas propias para dar cuenta al mando de la comprometida situación en la que se encontraban».
Fuera como fuese, nunca llegó ayuda alguna. ¿La razón? Colomar-Cerrada ofrece una: «Debido a la oscuridad de la noche y a la escabrosidad del terreno no le fue posible al Mando enviar una columna en su auxilio. Desde las posiciones del Atalayón, Sidi Ahmed el Hadj y Sidi Musa se podían ver los fogonazos y escucharse el estampido de las granadas de mano al explosionar contra las defensas del blocao».
En las últimas horas la determinación de los defensores quedó patente. Ninguno de ellos titubeó. Ninguno sacó la bandera blanca. De hecho, los rifeños solo pudieron silenciar las aspilleras del «blocao» cuando, alrededor de las tres y media de la mañana, acercaron uno de sus cañones a unos 100 metros de «El malo» e hicieron fuego.
En ese momento, una llamarada letal cubrió totalmente el puesto avanzado, que acabó por derruirse totalmente. Todavía con los gritos de los vivos resonando en medio del Gurugú, los rifeños llevaron a cabo el asalto final sobre «El malo» y pasaron a cuchillo a los pocos supervivientes que quedaban. Así se terminó la heroica resistencia de un «blocao» que, a partir de entonces, cambiaría su nombre por el «Blocao de la muerte». Era la primera vez que un enemigo le arrebataba una posición a la Legión.
Adiós a los héroes
Mientras sus compañeros morían en aquel «blocao», Borras llegó hasta la «Segunda caseta» gravemente herido e informó de lo que estaba sucediendo. Media hora después lo hizo también Casanova, totalmente extenuado. Desesperados, ambos explicaron (ya el 16 de septiembre) que sus compañeros habían resistido durante horas en inferioridad numérica.
«Sobre las ocho y media de la mañana [...] una pequeña fuerza de socorro del Tercio de Extranjeros [...] al mando del sargento Ruperto Valle Donaire, llega hasta el blocao, abandonado ya por los moros, y allí entre los escombros encuentran los cadáveres de todos sus defensores», añade el militar en su dossier.
Según señala Cañete, uno de los primeros que llegó hasta el «blocao» fue el legionario de segunda Francisco Pagés Millet, un catalán de 23 años que se había alistado hace pocos meses. Este cogió entre sus brazos el cuerpo de Suceso Terrero y, cuadrándose con él con la cara salpicada de lágrimas, le dijo: «Perdóneme mi cabo, por no haber podido llegar a tiempo de salvarles». Arreglado el desastre, se ordenó reconstruir el «blocao» español y seguir avanzando hacia territorio rifeño. El suceso arrancaría, a la postre, el siguiente comentario de Francisco Franco: «¡Así se defiende una posición! ¡Así mueren los legionarios por España!».
El discurso de Millán Astray publicado en ABC
«¡Legionarios! Hemos pasado de 1.000 bajas en los combates; de ellas 15 oficiales y: 200 legionarios cayeron para siempre cubiertos de gloria; de los restantes son 54 jefes y oficiales y 775 legionarios».
«Entre los primeros están como los más preclaros héroes de la Legión los legionarios que, al mando del cabo Suceso Terrero, marcharon voluntarios al blocao de “la Muerte”, en Melilla, y en él perecieron gloriosamente entre sus escombros cuando fue destrozado por el cañón enemigo; estos heroicos legionarios cumplieron con “el espíritu de acudir al fuego”, que nos manda nuestro credo. Son gloriosas las hazañas de la primera y segunda banderas en Melilla, y cada día escriben una nueva página, que aumenta nuestros laureles».
«Son vuestros jefes los comandantes Franco, Fontanes, Candeira, Villegas y Liniers; tenéis capitanes y oficiales que son orgullo del Arma de Infantería, y vosotros, legionarios, podéis ya contestar, como un honor, como yo os prometí, cuándo os pregunten que quién sois, diciendo; “Soy un legionario”».
«Seguid el camino emprendido; no olvidéis nuestro credo, y acometed siempre al enemigo por mucho y pujante que sea; no abandonéis al caído en el campo, hasta perecer todos; quereos como hermanos; acudid a la voz de “A mí, la Legión” a defender al que os llame; marchad sin fatiga; no os quejéis jamás; trabajad con fe, ayudando a todo el que pida ayuda a la Legión. Acudid al fuego, como lo hizo el cabo Terrero, con los 15 inmortales. ¡Caballeros legionarios! Seguid el camino emprendido, seguid combatiendo con bravura legionaria».
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