Javier Marías
EN LOS ÚLTIMOS tiempos se ha impuesto una
consigna según la cual, en cuanto alguien menciona en una discusión a Hitler y
a los nazis, pierde inmediatamente la razón y no ha de hacérsele más caso. Me
temo que esa consigna la promueven quienes intentan parecerse a los nazis en
algún aspecto. Para que no se les señale su semejanza (y hay muchos, de Trump a
Putin a Maduro a Salvini), se blindan con ese argumento y siguen adelante con
sus prácticas sin que nadie se atreva a denunciarlas. Evidentemente, si la palabra
“nazi” se utiliza sólo como insulto y a las primeras de cambio, se abarata y
pierde su fuerza, lo mismo que cuando los independentistas catalanes tildan de
“fascista” al que no les da la razón en todo, o las feministas de derechas
llaman “machista” a quien simplemente cuestiona algunos de sus postulados o
exageraciones reaccionarios, tanto que coinciden con los de las más feroces
puritanas y beatas de antaño.
Pero hay que tener en cuenta que Hitler y los nazis no siempre fueron lo que
todos sabemos que acabaron siendo.
Hubo un tiempo en que engañaron (un poco), en que las naciones democráticas
pactaron con ellos y no los vieron con muy malos ojos. También hubo un famoso
periodo en que se optó por apaciguarlos, es decir, por hacerles concesiones a
ver si con ellas se calmaban y se daban por contentos. En 1998 escribí un largo
artículo en El País (“El
triunfo de la seriedad”), tras ver el documental El triunfo de la voluntad, que la gran directora Leni
Riefenstahl (curioso que las feministas actuales no la reivindiquen como
pionera) rodó a instancias del Führer durante las jornadas de 1934 en que se
celebró en Núremberg el VI Congreso del Partido Nazi, con más de doscientas mil
personas y la entusiasta población ciudadana. Entonces los nazis no eran aún lo
que llegaron a ser, aunque sí sumamente temibles, groseros, vacuos, pomposos y
fanáticos. Faltaban cinco años justos para que desencadenaran la Segunda Guerra
Mundial. Pero ya habían aprobado sus leyes raciales, que databan de 1933 y
además fueron cambiando y endureciéndose. Una de sus consecuencias tempranas
fue que muchos individuos que hasta entonces habían sido tan alemanes como el
que más, de pronto dejaron de serlo para una elevada porción de sus
compatriotas, que los declararon enemigos, escoria, una amenaza para el país, y
finalmente se dedicaron a exterminarlos. Lo sucedido en los campos de
concentración (no sólo con los judíos, también con los izquierdistas, los
homosexuales, los gitanos y los disidentes demócratas) se conoció muy
tardíamente; en toda su dimensión, de hecho, una vez derrotada Alemania.
Así que comparar a gente actual con los nazis
no significa decir ni insinuar que esa gente sea asesina (eso siempre está por
ver), sino que llevan a cabo acciones y toman medidas y hacen declaraciones
reminiscentes de los nazis anteriores a sus matanzas y a su guerra. Y, lejos de
lo que dicta la consigna mencionada al principio, eso conviene señalarlo en
cuanto se detecta o percibe. Una característica nazi (bueno, dictatorial y
totalitaria) es que, una vez ganadas unas elecciones o un plebiscito, su
resultado sea ya inamovible y no pueda revisarse nunca ni someterse a nueva
consulta. Es muy indicativo que en todas las votaciones independentistas
(Quebec, Escocia), nada impide que, si esa opción es derrotada, se intente de
nuevo al cabo de unos años. Mientras que se da por descontado que, si triunfa,
eso será ya así para siempre, sin posibilidad de rectificación ni enmienda. A
nadie le cabe duda de que el modelo catalán seguiría esa pauta: si en un
referéndum fracasamos, exigiremos otro al cabo del tiempo; en cambio, si nos es
favorable, eso será definitivo y no daremos oportunidad a un segundo.
El
independentismo catalán actual va recordando a El triunfo de la voluntad en detalles y folklore
(yo aconsejo ver ese documental cada diez o quince años, porque el mundo
cambia): proliferación de banderas, himnos, multitudes, arengas, coreografías
variadas, uniformes (hoy son camisetas con lema), patria y más patria. En uno
de sus discursos, Hitler imparte sus órdenes: “Cada día, cada hora, pensar sólo
en Alemania, en el pueblo, en el Reich, en la nación alemana y en el pueblo
alemán”. Sólo eso, cada hora, obsesiva y estérilmente.
Se parecen a ensalzamientos del caudillo Jordi Pujol y de sus secuaces respecto
a Cataluña. Hace
poco Alcoberro, vicepresidente de la ANC, soltó dos cosas
reveladoras a las que (siendo él personaje secundario) poca atención se ha
prestado. Una fue: “Para muchos, España ya no es un Estado ajeno, sino que es
el enemigo”. No dijo el Gobierno central, ni el Tribunal Supremo, dijo España,
así, entera. Son los mismos que a veces desfilan gritando “Somos gente de paz”
en el tono más belicoso imaginable. La otra cosa nazística que dijo fue: “La
independencia es irreversible porque los dos millones que votaron separatista el
21 de diciembre y en el referéndum del 1 de octubre no aceptarán otro
proyecto”. En Cataluña votan cinco millones y medio, pero las papeletas de dos
abocan al país a una situación “irreversible”. Porque ellos, está claro, no
respetan la democracia ni “aceptarán otro proyecto”, aunque las urnas decidan
lo contrario.
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