Patente de Corso. XLSemanal
12 de marzo de 2018
Acabo de mirar un viejo
bloc de notas para confirmar que aquello sucedió en los Balcanes en septiembre
de 1991. El ejército serbio, que todavía era yugoslavo, intentaba aplastar la
sublevación nacionalista croata. Por delante, preparando el terreno, iban los
irregulares chetniks, una milicia despiadada para la que el degüello de hombres
y la violación de mujeres eran legítimas armas de guerra. Aquello dejaba un
rastro de pueblos en llamas, casas destruidas, enjambres de moscas zumbando
sobre cadáveres tirados por todas partes. El paisaje de Croacia, como más tarde
Bosnia, era idéntico al fondo de El triunfo de la Muerte, de
Brueghel. Parecía el mismo lugar y la misma guerra. En realidad, lo
era.
Estábamos allí ganándonos el
jornal: Márquez con su cámara, Jadranka, nuestra intérprete
croata, y el arriba firmante. Aquel día la Armija yugoslava atacaba fuerte en
Okučani, y allá nos fuimos temprano, para contarlo en el telediario. Cuando
llegamos el pueblo ardía, y mientras los hombres peleaban al otro lado,
intentando contener a los tanques serbios, mujeres, niños y ancianos intentaban
escapar por la carretera. De vez en cuando caía un zambombazo de artillería que
aceleraba la desbandada y el pánico. Dejamos el coche a un lado y nos pusimos a
trabajar. Las imágenes no las describo porque esa misma noche salieron en el
telediario. De pie entre aquella locura, sereno como siempre, el ojo pegado al
visor y un cigarrillo en la boca, Márquez lo grababa todo. Después nos metimos
en el pueblo en dirección a donde sonaban los tiros, para completar el curro.
De pronto dejamos de ver gente. Sólo calles desiertas, ruido de tiros y
cristales rotos. Territorio comanche.
Jadranka era alta, tranquila
y muy valiente. Le pagábamos una pasta por trabajar con nosotros, pero lo que
hacía no podía pagarse con dinero. Aquel otoño, en tres meses de combates y
sobresaltos, vi su cabello, originalmente oscuro, encanecer por completo. Negro
en Petrinja y gris en Vukovar. En aquella campaña Jadranka nos sacó de muchos
apuros; y nosotros a ella, de alguno. La única vez que Márquez y yo renunciamos
a una gran exclusiva fue a causa de Jadranka, para evitar que cayera en manos
de los serbios. Pero no me arrepiento, ni Márquez tampoco. De todas formas, ésa
es otra historia. Aquel día en Okučani estuvo estupenda, como siempre. Y fue
ella quien nos señaló al pequeño grupo de gente que corría entre las casas en
llamas: dos mujeres jóvenes con niños pequeños, un anciano que apenas podía
caminar y una mujer también mayor, enlutada.
Márquez y yo les salimos al
paso. Y se asustaron. Dos tíos con casco y chaleco antibalas que aparecen de
pronto entre la humareda y les apuntaban con una cámara, parecida a un arma, no
era en absoluto tranquilizador. Y entonces, de pronto, me di cuenta de que la
anciana llevaba en las manos una escopeta de caza, y que al vernos se la echaba
a la cara, a bocajarro, dispuesta a mandarnos al otro barrio sin más trámite.
Decidida y mortal. Alcé las manos y grité «¡Novinar, novinar!» para que supiera que éramos
periodistas, pero seguía apuntándonos con el dedo en el gatillo, y si no llega
a interponerse Jadranka, largando en croata, la abuela nos limpia el forro.
Pocas veces estuve tan seguro de que nos iban a matar.
Después, mientras los
ayudábamos a salir de allí, Jadranka nos fue traduciendo la historia. Los
hombres de la familia combatían en las afueras del pueblo; y el abuelo,
descompuesto por la edad y el terror, no servía para nada. Los chetniks
violaban a las mujeres jóvenes, así que era la abuela la que cuidaba de sus
nueras, su marido y sus nietos, llevando para protegerlos la vieja escopeta de
caza de la familia. Era una vieja bajita, regordeta, de casi setenta años, con
un pañuelo en la cabeza y un hatillo donde llevaba unos mendrugos de pan, tres
latas de sardinas y una docena de cartuchos de postas. Miraba a Márquez con
suspicacia y desafío mientras éste la filmaba, sin soltar el arma, con el dedo
rozando el guardamonte. Como si no acabara de fiarse del todo. Y mientras yo la
observaba caminar y volverse de vez en cuando a comprobar que sus nueras,
nietos y marido la seguían, y veía a su lado a Jadranka, erguida pese a la
fatiga, tiznada de humo y sucia de barro, con aquel pelo que ya agrisaban las
primeras canas, pensé que los hombres miramos desde fuera a las mujeres.
Vivimos con ellas, las amamos, halagamos, toleramos y utilizamos. Creemos
conocerlas, pero en realidad no sabemos nada. Absolutamente nada. Hasta que
cualquier día, en Okučani o en donde sea, las forzamos a coger la escopeta y
pelear. Y entonces te hielan la sangre.
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