César Cervera
El otrora poderoso ejército alemán, con capacidad de poner en batalla a 4,5 millones de soldados, fue reducido a una fuerza de 100.000 hombres.
De lejos y con los ojos entornados parecía una paz, pero en cuanto los soldados volvieron a casa tras la Primera Guerra Mundial se descubrió que, de cerca, el paisaje político, social, económico e ideológico de Europa se parecía a la calma lo que un león africano a un gato doméstico. Cuando se cumplen cien años del Tratado de Versalles, el mundo recuerda las palabras del francés Ferdinand Foch como si, más que un mariscal, hubiera sido un oráculo: «Esto no es una paz. Es un armisticio de veinte años». Hitler acabaría dándole la razón.
El 28 de junio de 1919, se firmó el Tratado de Versalles, que recogía las duras condiciones impuestas a Alemania por los ganadores de la guerra. El conde Ulrich von Brockdorff-Rantzau, quien dirigió la delegación alemana, regresó a casa convencido de que introducir, como hacía el tratado en su Artículo 231, que toda la culpa de la guerra era de su pueblo suponía sembrar el odio del mañana. «Hay un intento reciente de blanquear Versalles, pero hay cosas que solo se comprenden desde el revanchismo. No es de recibo intentar exterminar a todo un bando», sostiene el escritor Ricardo Artola, experto en este conflicto y autor de «La Primera Guerra Mundial. De Lieja a Versalles» (Alianza Editorial, 2014).
La revancha francesa
Ojo por ojo y todos ciegos. Como recuerda el historiador José Luis Hernández Garvi, autor del libro «Eso no estaba en mi libro de la Primera Guerra Mundial» (Almuzara, 2018), el sentimiento de revancha estuvo presente en cada símbolo y cada decisión. La propia elección del Palacio de Versalles para las negociaciones no fue casual. Allí los franceses habían sufrido la humillación de su derrota en la Guerra Franco prusiana, con la aclamación como Emperador de Guillermo I en el Salón de los Espejos del Palacio. El cronista de ABC en aquellos días reparó en la terrible coincidencia: «El acto de la paz apenas ha durado una hora. El Imperio teatralmente proclamado en la famosa galería se ha convertido en espectro, filtrándose entre los muros del suntuoso edificio, y se ha desvanecido en el espacio...».
La tarea de crear en Versalles un nuevo orden mundial corrió a cargo de los cuatro líderes de las potencias ganadoras: el presidente de EE.UU, Woodrow Wilson, el primer ministro británico, David Lloyd George, el primer ministro italiano, Vittorio Orlando, y el presidente francés, Georges Clemenceau. Este último se elevó como el más vehemente defensor de castigar a Alemania debido a las pérdidas humanas y materiales producidas en suelo francés. «Cada líder pensaba en lo suyo. Wilson era un idealista con buenas intenciones; Lloyd George, un hombre moderado; y el francés representaba al pueblo que más había sufrido», recuerda Artola.
Clemenceau creía que el militarismo alemán y su fuerza industrial si no era reprimidas resultaban incompatibles con la paz en Europa. El otrora poderoso ejército alemán, con capacidad de poner en batalla a 4,5 millones de soldados, fue reducido a una fuerza de 100.000 hombres. Además, cuatro imperios dejaron de existir bajo la batuta de Versalles, mientras nacían hasta diez estados de las ruinas de las potencias derrotadas. La pérdida para Alemaniade la soberanía sobre sus colonias y otros territorios, cerca del 13% de su superficie y el 10% de su población, serviría al nazismo para justificar sus ansias expansionistas en las siguientes décadas.
El día después de la aceptación del Tratado fue una jornada de luto en Alemania, que lo consideró el «pecado original» de la recién formada República de Weimar. «Debemos utilizar la monstruosidad del Tratado y la imposibilidad de cumplir muchas de sus estipulaciones para echar por tierra la paz en su totalidad», escribió el diplomático Bernhard von Bülow. Hasta conocer las condiciones de París, la mayoría de alemanes no sentían que su país hubiera sido vencido, pues el territorio patrio no había quedado destruido después de cuatro años de guerras, las tropas aliadas no habían pisado suelo enemigo en el momento del Armisticio y fuerzas imperiales seguían ocupando gran parte de Bélgica y Luxemburgo. Lo que no se habían logrado en los campos de batalla se obtuvo, según creían los nacionalistas alemanes, en los salones de Versalles. De ahí que el golpe fuera doble contra aquel gigante herido.
Las reparaciones de guerra
Los 132.000 millones de marcos de oro que Alemania debía pagar por los costes de la guerra pusieron una alfombra roja a las propuestas más extremistas. No era una cifra imposible de costear (de hecho no se pagó nunca) o tan excesiva para paralizar la economía, sin embargo se convirtió en el alimento para la revancha. Para cuando el país tenía amortizadas las indemnizaciones, Alemania se encontró sumida en una nueva crisis y se cernía sobre el país una amenaza nacionalista más peligrosa que nunca. En vez de erradicar el militarismo, el nacionalismo agresivo y los otros responsables de la guerra, el Tratado de Versalles supuso su caballo de Troya.
El tratado estableció, además, la creación de la Sociedad de Naciones por iniciativa del presidente de los Estados Unidos. Este organismo pretendía arbitrar en las disputas internacionales y evitar futuras guerras, pero nació muerto a causa, entre otras razones, del veto inicial a Alemania y a la Unión Soviética. «Se trataba de una buena idea, pero demasiado prematura. Incluso en el presente vemos las dificultades de Europa de construir una diplomacia real, pues imaginemos lo que era en 1919 justo cuando unos pocos países se habían quedado con todo el poder», señala Artola sobre lo complicado de hacer «pasar por el aro» a imperios que concentraban tanto poder.
Quedó así el polvo amontonado para que una triada ideológica absolutamente incompatible (comunismo, fascismo y democracia) entrara más pronto que tarde en colisión.
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