Manuel P. Villatoro
Durante la Segunda Guerra Mundial, oficiales británicos como «Bomberman» Harris abogaron por lanzar explosivos sobre mujeres y niños para provocar el pánico.
La Segunda Guerra Mundial supuso el cénit de los bombardeos sobre la población civil. El ejemplo más conocido fue el de los miles de explosivos que, durante la Batalla de Inglaterra, dejaron caer los nazis sobre los londineses. Sin embargo, lo que suele olvidarse es que los aliados también los utilizaron con el único objetivo de causar el pánico entre las mujeres y niños germanos.
Bajo esta máxima, durante este conflicto Estados Unidos redujo a algunas ciudades como Hamburgo a cenizas para acabar con la resistencia de los hombres de Adolf Hitler o, en su defecto, con la industria germana que -tornillo a tornillo- construía carros de combate y aeroplanos para plantar cara a los aliados en el frente. Con todo, los máximos defensores de los bombardeos sobre la población civil fueron el teniente general británico Arthur Harris y el primer ministro Winston Churchill.
«Ataque absolutamente devastador»
La táctica inglesa de bombardear ciudades empezó a pergeñarse cuando el teniente general Arthur Harris fue puesto al frente del Mando de Bombardeo. Conocido a la postre como «Bomberman» Harris o «Carnicero» Harris, este oficial era partidario de que, si se acosaba a la población, esta se alzaría contra el nazismo. «Los civiles, así se esperaba, se volverían contra sus líderes si se les bombardeaba y se les sacaba de sus casas y no tenían medios para sobrevivir. Se buscaba golpearles con fuerza para que su moral se desmoronara», explica Ian Buruma en «La destrucción de Alemania».
Este «bombardeo moral» fue apoyado por Winston Churchill, quien, ya en 1940, había llegado a afirmar que la única forma de derrotar a Alemania era «un ataque absolutamente devastador, exterminador, con bombarderos muy poderosos desde este país sobre el territorio nazi». Al parecer, la idea de que la contienda se extendiera tanto en el tiempo como la Primera Guerra Mundial le parecía intolerable.
A nivel práctico la cruel jugada fue perfecta, pues sus continuas misiones de bombardeo obligaron a Albert Speer (el ministro de armamento del Tercer Reich) a trasladar decenas de fábricas hasta una red de túneles excavados bajo los Sudetes. Unos corredores de 213.000 m3 y 58 kilómetros de carreteras para luchar contra los explosivos que caían desde el cielo.
Con todo, tan cierto como que Harris era conocido por su cruel uso de los bombardeos era que Hitler también los defendía. Ejemplo de ello es que barajó la posibilidad de reducir la capital inglesa a cenizas. «Göring quiere, mediante innumerables bombas incendiarias de efectos totalmente nuevos, producir incendios en las distintas partes de la ciudad, incendios por todas partes. [...] ¡Destruir Londres por completo! ¿Qué podrán hacer sus bomberos cuando todo esté ardiendo?», explicó en una ocasión el líder nazi.
Bombas sobre Hamburgo
Uno de los bombardeos más destacados de la Segunda Guerra Mundialfue el que llevó a cabo el mando aliado sobre Hamburgo (al norte de Alemania). La ciudad era de vital importancia por varias causas. Entre ellas, la cantidad de fábricas que atesoraba y la existencia de un astillero de submarinos.
En el verano de 1943 se estableció que el ataque se llevaría a cabo por sorpresa, y haciendo uso de un curioso sistema de intercepción de radar llamado «Window» (señuelos de aluminio). A su vez, se determinó que sería un bombardeo masivo. Un educado término que implicaba lanzar cuantas más bombas mejor sobre el objetivo con la finalidad de reducirlo a cenizas.
Tal y como afirma el historiador británico Paul Kennedy en su obra «Ingenieros de la victoria. Los hombres que cambiaron el destino de la Segunda Guerra Mundial», los bombardeos se enmarcaron dentro de la «Operación Gomorra» y comenzaron entre el 23 y el 24 de julio de 1943.
La incursión inicial corrió a cargo de la RAF británica, que atacó la ciudad con nada menos que 791 bombarderos. El 25 le tocó el turno a la fuerza aérea de los Estados Unidos (USAAF). El resultado fueron varios meses de viajes de ida y vuelta acaecidos entre julio y noviembre que se saldaron con la destrucción casi total de la ciudad. Fue uno de los ataques desde el aire más letales de la Segunda Guerra Mundial. Algo similar (en impacto psicológico) que lo sucedido el pasado jueves.
Al final, los aliados contaron 17.000 salidas de bombardeo y una ingente cantidad de bajas realizadas. «Unas 260 fábricas de Hamburgo fueron borradas del mapa, y lo mismo ocurrió con 40.000 casas y 275.000 pisos, 2.600 tiendas, 277 escuelas, 24 hospitales y 58 iglesias. Murieron alrededor de 46.000 civiles», añade el experto inglés en su obra. Este ataque conmocionó sumamente a Alemania y, aunque se quiso minimizar en principio su gravedad, el ministro de propaganda Joseph Goebbels terminó calificando el suceso de un verdadero «desastre».
La tristeza de Dresde
Tal y como desvela el famoso periodista e historiador Jesús Hernández en su obra «Las cien mejores anécdotas de la Segunda Guerra Mundial», el bombardeo de la ciudad de Dresde (la capital de Sajonia) fue tan cruel como desconcertante. Y es que, a día de hoy el por qué esta urbe fue borrada del mapa por los aliados sigue siendo un tema que provoca discusiones entre los historiadores. Con todo, la teoría más aceptada es que era «un importante nudo de comunicaciones y contaba con una potente industria». De hecho, el lugar ya había sido objeto de otros ataques a lo largo de la contienda por ello.
Independientemente del objetivo, el bombardeo de Dresde comenzó a las diez de la noche del 13 de febrero de 1945. Durante los últimos estertores de la Segunda Guerra Mundial. «En esta primera oleada participaron 245 cuatrimotores Avro Lancaster que arrojaron 800 toneladas de bombas», explica Hernández en su libro. Esa misma noche, una segunda oleada barrió la urbe. En este caso, mediante una fuerza formada por 529 aparatos.
Una jornada después hicieron su aparición las temibles fortalezas volantes B17 norteamericanas. Unos aparatos equipados con una ingente cantidad de ametralladoras y que eran apodados de esta guisa debido a que su potencia de fuego y su forma de bombardear al enemigo (se apiñaban en grandes formaciones de combate) les hacían ser un verdadero muro frente a los cazas nazis.
En este caso, la USAAF aportó casi cuatro centenares de estos aparatos, cada uno de los cuales podía portar más de 4.000 kilogramos en explosivos. El 15 los aliados dieron la última pasada, terminando de destruir Dresde. A día de hoy se desconoce el número exacto de bajas que se produjeron, pero Hernández afirma que (entre civiles y soldados) pudieron fallecer más de 300.000 personas, «casi el doble de víctimas de las bombas de Hiroshima y Nagasaky juntas», en palabras del experto.
Las cifras de explosivos lanzados son analizadas por el historiador Andrew Roberts en su libro «La tormenta de la guerra»: «Las 2.680 toneladas de bombas arrojadas arrasaron más de 33 kilómetros cuadrados de la ciudad, y muchos de los muertos fueron mujeres, niños, ancianos y algunos de los cientos de miles de refugiados que huían del Ejército Rojo, que se encontraba a menos de 100 kilómetros al este».
Estos dejaron este mundo asfixiados, calcinados o cocidos, según determina el también historiador Allan Mallinson en uno de sus múltiples estudios sobre el tema. En palabras de Roberts, «cocidos» no es un eufemismo: «Hubo que extraer pillas de cadáveres de un gigantesco depósito de agua contra incendios al que había saltado para escapar de las llamas gente que fue cocida viva».
Bombas (no) nucleares en Tokio
A pesar de que los más conocidos a día de hoy son los ataques aliados sobre Europa, Japón también tuvo que padecer los bombardeos aliados (casi exclusivamente los estadounidenses) antes de que los americanos arrojasen sobre Hiroshima y Nagasaki las temibles bombas atómicas.
Entre los destacados es necesario recordar las incursiones de los aeroplanos norteamericanos en 1945 sobre Tokio. Estos fueron llevados a cabo en marzo y, para desgracia de los civiles, se realizaron con explosivos incendiarios con el objetivo de quemar las viviendas de la población (entonces construidas con madera).
Tal y como afirma Néstor Rivero en su libro «Imperio tricéfalo», este bombardeo (llevado a cabo principalmente por aviones B 29) acabó con entre 80.000 y 120.000 vidas. Además, más de un millón de personas se quedaron sin vivienda por culpa de los norteamericanos.
Tal fue la atrocidad de este ataque, que los Estados Unidos decidieron quitar la ciudad de la lista de objetivos sobre los que arrojar la bomba atómica posteriormente. ¿La razón? Que, en palabras de los informes norteamericanos, lo único que provocaría golpear de nuevo a la población civil sería apilar escombros sobre más escombros. Así calificaron los mandos norteamericanos los hechos posteriormente: «Es probable que en incendio de Tokio haya perdido la vida más gente que en cualquier otro período de seis horas en cualquier otro momento de la historia del hombre». Sin duda, una auténtica barbaridad.
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