Irene Mira Serrano
La hija de la Reina Isabel II fue la única miembro de la Monarquía a quien la Segunda República permitió permanecer en España tras el exilio de su sobrino el Rey Alfonso XIII en 1931.
La infanta Isabel de Borbón
El compromiso social de la monarquía en sus obligaciones fue el principio rector en la vida de la Infanta Isabel de Borbón. Más conocida con el sobrenombre de «la Chata», la hija de la Reina Isabel II fue, quizás, el miembro más carismático de la historia de la Corona. Su carácter llano y sencillo encandiló a los españoles hasta el punto de convertirse en un personaje muy querido en el Madrid de entonces, el cual ya tendía a ser más republicano que monárquico.
Su popularidad permitió que fuera la única de la Familia Real a la que se le permitió permanecer en España cuando su sobrino el Rey Alfonso XIII se exilió en 1931, tras la irrupción de la Segunda República. Aún así, prefirió ir junto a los suyos al destierro, donde murió a los pocos días en París. Allí permanecieron sus restos hasta 1991, cuando el Rey Juan Carlos I decidió traerlos de vuelta a ese Madrid bullicioso al que ella tanto amó.
Dos veces Princesa de Asturias
La hija primogénita de Isabel II y Don Francisco de Asís constituyó cierta esperanza de paz y estabilidad para el reinado, golpeado por las cruentas guerras carlistas. Su nacimiento fue recibido con honores de futura reina por la necesidad de garantizar la sucesión a la Corona y ante la falta momentánea de heredero varón. La Infanta fue la primera en llevar el título Princesa de Asturias, gracias al Decreto que había aprobado su madre en 1850, el cual permitía la sucesión inmediata, fuera hombre o mujer.
En sus primeros meses de vida sufrió los peligros a los que se sometía todo miembro real. La ceremonia en la Basílica de Atocha, donde Isabel II presentaría a su hija como heredera, se convirtió en una pesadilla cuando el cura Merino intentó asesinar a su madre. Por fortuna, todo quedó en una anécdota aterradora.
Durante toda su infancia asumió una educación acorde a las responsabilidades de rango, además de participar en las ceremonias de Corte. Cuando nació su hermano, el futuro Rey Alfonso XII, en 1857, perdió el título de Princesa de Asturias, que recuperaría diecisiete años más tarde ante la ausencia de un hijo heredero del Monarca, hasta el nacimiento de su sobrina María de las Mercedes. A partir de entonces adquirió la categoría de Infanta hasta el final de sus días.
La razón de Estado frustró su destino al contraer nupcias con el príncipe napolitano Cayetano de Borbón Dos Sicilias y Habsburgo, Conde de Girenti. Este, enfermo de epilepsia, se suicidó de un tiro en la sien, en 1871. La Infanta quedó viuda con 20 años de edad y regresó con su familia, por entonces exiliada en París tras los sucesos de la Revolución del 68.
El compromiso monárquico
Siendo una niña, la Infanta comprendió cuál era su deber como miembro de la Corona. La nieta de Fernando VII supo mantenerse alejada de toda intriga palaciega y evitó a toda costa la polémica vida de su madre y abuelo.
La dramática muerte de su marido y la situación política de su país alteró sus planes vitales. Cuando se instaló en París, su principal papel fue el de aconsejar a su hermano Alfonso, entonces príncipe, y colaborar en la restauración de los Borbones junto a Cánovas del Castillo. En aquellos días, la Infanta escribió: «Es necesario darse a conocer y que la Familia Real trabaje por el bien común». Un propósito que guió siempre su comportamiento.
La noción de servicio a la Corona fue, para ella, fundamental. Su empeño en mejorar la imagen real la llevó a emprender una serie de viajes por toda España, como ya había hecho cuando era niña al lado de su madre, donde conquistó a sus súbditos vestida con el traje regional. Isabel era consciente de su rango, pero a la vez amiga de la llaneza y la sinceridad del pueblo.
ABC la describió en su momento como «el mejor relaciones públicas que jamás tuvo la dinastía». Pues cuando llegó al trono su sobrino el Rey Alfonso XIII, la Infanta ejerció como una auténtica embajadora y lo representó en infinidad de viajes dentro y fuera de España. Llevó la actividad de la Monarquía hasta donde el propio Rey no llegaba. La labor de Doña Isabel fue primordial en una época de inestabilidad política con continuos cambios de gobierno y el creciente republicanismo. Años más tarde, la denominada por sus familiares como «el sosten de las instituciones» volvería a recorrer el país de arriba a abajo, en una inagotable actividad institucional, a pesar de su ya avanzada edad.
La Infanta más castiza y popular: «la Chata»
«Madrileña de pies a mantilla fue la augusta dama, y su madrileñismo caldó en la más notoria popularidad», describía un ABC orgulloso del miembro real más castizo que jamás existió. Su cercanía al pueblo y a sus costumbres la convirtió en un personaje muy popular.
La gente la llamaba democráticamente «La Chata», por su carácter generoso y popular. Lejos de molestarle, le placía que así la llamasen, porque en ello iba la manifestación de un sincero cariño. Buscaba su contacto para compartir tanto sus alegrías y dolores, para mezclarse con él en los momentos de regocijo tradicional.
«La Infanta Isabel sabía descender de su jerarquía y ser únicamente una madrileña más», recordaba el diario en 1991. Nunca faltó a la romería de San Isidro en la Pradera, donde bebía y reía con las gentes más sencillas y humildes. Recorría, a su vez, las típicas verbenas que se celebraban en la ciudad, deteniéndose ante los puestos más insignificantes y mostrandose siempre generosa con todos. También es recordada su visita a pie a los Sagrarios madrileños la tarde del Jueves Santo.
Entusiasta de los toros, nunca se perdió ni una corrida en las Ventas, donde acudía tocada con la clásica mantilla y con claveles reventones en el opulento pecho. El público gritaba «¡Viva la Chata». Y el día que murió, la plaza guardó un minuto de silencio. El semanario «La Crónica» escribió: «Era indiscutible que fue la figura de la Familia Real más popular y querida de Madrid, por su espíritu democrático y castizo».
La Chata desterrada de Madrid
La Infanta tenía 80 años cuando la sorprendió en su Palacio de Quintana la proclamación de la Segunda República, el derrocamiento de su sobrino el Rey Alfonso XIII y el nuevo exilio de su familia a Francia. Enferma de esclerosis y en un lamentable estado de salud, el nuevo Gobierno le permitió que se quedara en Madrid. Sin embargo, ella decidió seguir el camino del exilio y no abandonar a los suyos. Inició un penoso viaje en ferrocarril hasta París en una camilla. A los pocos días, el 23 de abril, moriría.
El día después de su muerte, ABC lamentaba su pérdida en los términos más elevados: «Se ha ido la Infanta Doña Isabel. Una mujer excepcionalmente insigne, que, además de ser una gran princesa, era también una gran española, segura de que practicaba el mejor culto a la Patria en el amor a la cultura y la tradición».
El diario criticaba el final patético que había tenido el Borbón más querido hasta entonces: «Al final no ha tenido suerte. ¿Morir fuera de España ella, la española integral? ¿Ser arrojada de Madrid la mayor madrileña de todas y conocer el sorprendente dolor que sean manos de madrileños las que le señalen el camino del destierro?». «[...] el ser que más que nadie parecía tener derecho a reposar en el seno de esta tierra», sentenciaban sus páginas.
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