jueves, 11 de febrero de 2016

Amadeo de Saboya, rey: veni, vidi, fugi. 4.ESO

Amadeo marcando paquete. Detalle de Retrato del rey Amadeo I de España (1845-1890), de Carlos Luis de Ribera y Fieve. Imagen: DP.
Prácticamente tres de cada dos españoles sabe que, hacia 1969, un militar ferrolano erigido en jefe de Gobierno, alzamiento mediante, se encontraba en la tesitura de escoger una cabeza coronada para sucederle. Lo que quizá no sabe tanta gente es que exactamente cien años antes un militar catalán erigido en jefe de Gobierno, recurriendo también a sublevación armada, se encontraba en la misma situación.
Sin embargo, las apariencias no pueden ser más engañosas: mientras que Franco había liderado un baño de sangre y la dictadura totalitaria más longeva de Europa por aquel entonces, permitiéndose el lujo de disponer de cualquier Borbón que se le antojara, la situación del general Prim era radicalmente distinta. Tras el éxito de la Gloriosa, revolución democrática que había expulsado de España a la corrupta, inculta y caprichosa reina Isabel II con toda su familia, Prim había sido nombrado jefe de Gobierno. Comoquiera que se concebía como transición hacia otra monarquía no borbónica («¡Jamás, jamás, jamás!» era la opinión de Prim sobre la familia susodicha), se planteó como una regencia, que ocupó su colega el intrigante general Serrano.
Lo primero que se necesitaba era una Constitución nueva, por lo que tras las elecciones de rigor se convocaron las Cortes Constituyentes. Y aquí empieza la diversión, puesto que el espectro político español de aquel entonces era bastante complicado, mejorando lo presente. Obviamente las elecciones la ganó la coalición de partidos que encabezaron la rebelión antiborbónica: unionistas, que grosso modo podríamos definir como liberales de tipo conservador, los progresistas, más partidarios de reformas aperturistas, y el partido demócrata, minoritario pero importante, puesto que su ideología tenía calado popular y podía servir para mitigar las tensiones «extraparlamentarias». Efectivamente, también irrumpieron en las Cortes dos grandes minorías bastante bullangueras en los extremos del arco político: los republicanos por la izquierda y los carlistas por la derecha. Ambos partidos tenían agenda propia y tendencia a recurrir a la insurrección armada, dado que tenían más poder real del que los sufragios censitarios arrojaban: buena parte del campo vasco-navarro, catalán y castellano estaba controlado por un ultracatolicismo de boina roja y gatillo fácil, mientras que los republicanos gobernaban en veinte capitales de provincia con sus milicias, pieza clave en el triunfo de la Gloriosa.
Así que la Constitución de 1869 acabó siendo de las más adelantadas de Europa gracias a las concesiones hechas a los republicanos a cambio de acatarla y a los demócratas, con ayuda de los progresistas. Consagraba novedades importantes como el derecho de asociación y reunión pacífica, la libertad de prensa, instauraba el sufragio universal masculino y sobre todo configuraba el país como una monarquía parlamentaria. ¿Esto qué quiere decir? En pocas palabras, el rey ya no podía intervenir en la vida política poniendo o quitando Gobiernos. No compartía el ejecutivo con las Cortes; quedaba como un representante de la soberanía nacional, y así se evitaban los bochornos vividos en el periodo isabelino. Aunque no estaba desprovisto de funciones importantes —cesar ministros y disolver Cortes a petición de la mayoría—, por primera vez en la historia de España habría un rey democrático, constitucionalista y simbólico en un sistema parlamentario. Solo había un pequeño problema de nada: faltaba elegir al rey.
Grupo de debate parlamentario carlista. Carga del Escuadrón Real de Carlos VII (2008), obra de Ferrer Dalmau. Imagen: DP.
Labor nada fácil dada la variedad de facciones e intereses contrapuestos. Los carlistas (siempre oscilantes entre las urnas y echarse al monte) proclamaron automáticamente al pretendiente Carlos VII y se aprestaron a la lucha, añadiendo otra nueva guerra a la que por entonces se estaba librando en Cuba contra los independentistas. Sin salirnos del sector ultraconservador, la beata aristocracia española conspiraba ya para traer al hijo de Isabel, el futuro Alfonso XII. Otros alfonsinos se encontraban entre los grandes negreros cubanos con Cánovas como representante político. La derecha de orden (unionistas y progresistas conservadores) estaba dividida. No querían Borbones, pero no tenían claro a quién colocar en el trono. El cuñado de la exreina, el duque de Montpensier, tenía opciones por ser español de adopción, católico y tradicional. Pero también de la familia Orleans, con lo que Francia no lo veía con buenos ojos. Además era hombre de costumbres pintorescas; al cargarse a un primo suyo en duelo perdió gran parte de su crédito como futurible. Otro candidato improbable fue nada menos que el general Espartero: en medio de una fuerte campaña popular en favor del anciano soldado —Barcelona, bombardeada por él en 1842, envió veintisiete mil firmas apoyándole—, Prim le preguntó si aceptaría: Espartero esquivó hábilmente la patata caliente y se borró de la carrera. Así que la facción progresista-demócrata decidió buscar a alguien más modernillo por las casas europeas.
Como ven, esto de encontrar un monarca era como la cópula del erizo, había que hacerlo con mucho cuidado. No solo alcanzando cierto consenso interno, sino procurando no alterar el equilibrio europeo, por entonces algo tenso. La primera localización exterior a la que se trasladó el equipo de Un rey para mi patria fue Portugal; el contactado fue Fernando de Coburgo, viudo de la reina lusa. Al filtrarse a la prensa española las conversaciones, inmediatamente se habló de una posible unión ibérica (algo que hasta ponía a los republicanos), lo que tumbó cualquier posibilidad. Fernando barruntó la tormenta internacional que se le vendría encima y declinó rápidamente.
Las aristocracias favoritas donde encontrar reyes de talante democrático eran preferiblemente las italianas, recién unificado el país bajo la dinastía Saboya, y las alemanas: otro candidato que cumplía todos los requisitos constitucionales era Leopoldo de Hohenzollern-Sinmaringen. El inconveniente era que la Francia deNapoleón III se negaba en redondo, previendo una pinza entre el bigotón prusiano de Bismarck y sus vecinos del piso de abajo. Sus temores no eran infundados, pues el Canciller de Hierro ya tenía previsto provocar las tensiones oportunas para darles una castaña y construir así su nueva potencia mundial. Prim maniobró presentando la candidatura en secreto a las Cortes, pero de nuevo la prensa lo filtró. Así que para su disgusto hubo de dar marcha atrás y Leopoldo renunció. El asunto fue utilizado descaradamente por Bismarck para elevar la tensión diplomática hasta el incidente del telegrama manipulado que terminó en el estallido de la guerra franco-prusiana. Prim se hizo prudentemente el muerto unos meses, mirando para otro lado y sin poder mover ficha.
Sus ojos se volvieron a posar sobre la casa de Saboya —el quinceañero duque de Génova había declinado a través de su mamá—, menos comprometida internacionalmente. El elegido fue Amadeo, el hijo del rey de Italia, que parecía el candidato ideal. Joven, apuesto y bien educado, representaba un concepto moderno de monarquía muy del gusto burgués. Amadeo aceptó el ofrecimiento a la espera de lo que decidiera el Congreso.
El día 16 de noviembre de 1870, más de un año después de promulgada la Constitución, se votó la candidatura: Amadeo I, «el de los 191» —votos a favor—, fue proclamado rey de España. Era un éxito rotundo del general Prim, que había trabajado muy duro en unas condiciones muy adversas para sostener la coalición revolucionaria, mantener a raya a republicanos y carlistas, seguir en paralelo negociando el espinoso asunto cubano y conseguir finalmente un monarca que se ajustaba como un guante a la Constitución democrática.
Pero en ocasiones pareciera que la historia de España la escriba George R. R. Martinaka el gordo cabrón, y cuando el episodio parece que se va encarrilando, el 27 de diciembre Prim sufre un atentado en la calle del Turco de Madrid. Tres días después, el mismo en que Amadeo desembarca en Cartagena, expira misteriosamente el hijo más ilustre de la ciudad de Reus y con él el sueño de una regeneración democrática. Así que nuestro héroe transalpino se queda solo y abandonado en mitad de una piscina llena de pirañas.
El rey Amadeo I contemplando el cadáver del general Prim (ca.1875), de Antonio Gisbert y M. Gómez. Imagen: DP.

La cuestión del asesinato de Prim daría para cuatro artículos; durante mucho tiempo se atribuyó a los republicanos federales, pero investigaciones recientes sobre el cadáver —si quieren casquería busquen Prim en Google Images— y el esperpéntico proceso judicial a la hispana apuntan a Montpensier, a los propietarios cubanos —Prim negociaba una autonomía de la isla con los EE. UU.— y ahí en la penumbra, al fondo a la derecha, Serrano. Al arribar Amadeo al sepelio de su mentor prometió solemnemente encontrar a los responsables. A lo que la viuda de Prim, con Serrano delante, contestó: «No tendrá usted que buscar muy lejos, Majestad». Esta escena por sí sola da la medida de lo que se iba a encontrar el pobre Amadeo en su aventura española.
La verdad es que es complicado no sentir simpatías por el inexperto rey italiano ante la magnitud de su tarea y la cantidad de factores en contra que se le vinieron encima. Valorar su figura sigue siendo un asunto tremendamente ambiguo, pues determinar si se trataba de un hombre de profundos valores democráticos y sin miedo a aceptar tan gran responsabilidad o de un confiado imprudente, despreocupado y con aire de non ho capito un cazzo (o una combinación de ambas) es un asunto complejo. Hasta qué punto se enteraba o no se quería enterar nunca se sabrá; lo que sí es cierto es que fue el primer rey que cumplió escrupulosamente con los procedimientos constitucionales.
El caso es que lo tenía todo para triunfar en casi cualquier país europeo: con veinticinco años cumplidos, gallardo y buen mozo, de profusa barba decimonónica, causó una gran impresión entre el pueblo madrileño, sector femenino. Pero desde el principio se encontró la hostilidad de la aristocracia capitalina, dedicada con ahínco al deporte de difundir rumores sobre su vida amorosa, tal como recoge deliciosamente Galdós en susEpisodios nacionales. Los generales, afectos a Serrano, también le dieron la espalda. Del clero, carlista militante, no se podía esperar tampoco gran cosa. Sobre todo si tenemos en cuenta que el papa Pío IX era enemigo feroz de la casa de Saboya, habiendo excomulgado a su señor padre Víctor Manuel II por haber fundado la cosa esa llamada Italia. Así pues, visitar la corte de Amadeo era como tragarse tres telefilms de sobremesa de Antena 3 seguidos un domingo por la tarde. Deprimente y descorazonador.
Mobbing regio aparte, lo peor tampoco era la guerra carlista —declarada abiertamente bajo el árbol de Gernika en 1872 entre vivas a la religión, España y los fueros— ni la guerra cubana, ni las rebeliones republicanas cada vez que se decretaba una quinta de soldados para combatir en ellas. Posiblemente tampoco lo fuera la mencionada hostilidad de las élites, ni la miseria y opresión sufrida por la mayoría de la población española. Lo que impidió que Amadeo se consolidara en el trono fue la descomposición de sus apoyos tras la muerte de Prim. Para empezar, partía de la paradoja de ser un monarca —figura de poder favorita de los conservadores— sostenido por progresistas y demócratas, que tradicionalmente habían estado al otro lado del embudo.
La única solución que Amadeo vislumbró para fundar unas bases estables, y posiblemente la correcta, era favorecer la aparición de una alternancia bipartidista surgida de la reconfiguración de los antiguos partidos unionista, progresista y demócrata. Pero esto era pedirle peras al olmo; los progresistas «de derechas» se arremolinaron alrededor de Mateo Sagasta, hábil manipulador electoral, en lo que se llamó el partido constitucionalista. Al otro lado quedó Ruiz Zorrilla y el partido radical democrático, esperanza de reformas muy necesarias como la agraria, la impositiva, supresión de quintas y abolición de la esclavitud antillana. Para colmo, el sufragio universal vino a añadir su punto de incertidumbre parlamentaria. Las zancadillas no se hicieron esperar y el rey contempló atónito desde su estricta legalidad la sucesión de encontronazos que empezó con el debate sobre la ilegalización de la incipiente Internacional Obrera. Questa cagata pazzesca se llevó por delante cualquier posibilidad de afianzar una monarquía parlamentaria.
Por su parte, Amadeo y su esposa realizaron enormes esfuerzos por ganarse a la opinión pública, mostrándose en todo momento muy activos, respetuosos y dignos, acercándose  a las clases populares. Incluso en las infidelidades del rey (con la «dama de las patillas», hija de Mariano José de Larra, y la «dama inglesa», esposa del corresponsal del Times en España), María Victoria se mostró serena y prudente a su pesar, en su papel regio. Demasiada modernidad burguesa para el gusto de un país sin clases medias importantes que a duras penas toleraba un rey extranjero. Quien tuvo el dudoso honor de hacer caer la monarquía, finalmente, fue una poderosa facción sobre la que se suele pasar de puntillas en este periodo histórico: el lobby negrero.
El segundo Gobierno de Ruiz Zorrilla se disponía a plantear en las Cortes la ley Moret, que abolía la esclavitud, y la ley de Ayuntamientos, que propiciaba cierta autonomía cubana. Los dueños de plantaciones, negreros, concesionarios de transporte naval y todos los que engordaban sus cuentas a base de vender sus productos enCuba en régimen proteccionista se confabularon en una campaña de intensidad nunca vista en este país. ElCírculo Hispano-Ultramarino fundado por los ManzanedoSotolongoZuluetaGüell, Antonio LópezManuel Girona y compañía puso su enorme fortuna al servicio de la desestabilización nacional: las leyes eran un ataque a España que hundiría su economía. Intolerables. Inaceptables. Una innovación perniciosa. Se rompía España, literalmente. Era imperativo impedir la presentación de estos proyectos. Cánovas se empleó a fondo en las Cortes, al frente de alfonsinos y neocatólicos. Seguro que argumento y mecanismo les suenan.
En plena tormenta de caspa aparecieron los militares a dar la puntilla. La dimisión en bloque del arma de artillería al negarse a servir bajo un general de infantería provocó otro frente más, al aceptar el rey la práctica disolución del cuerpo. De nuevo planeaba la sombra de Serrano.
Sátira sobre la abdicación de Amadeo —con el 191 a la espalda—. Revista La Carcajada, 1873. Imagen: DP.
La reina María Victoria dal Pozzo della Cisterna —no es broma— no pudo más. El rey, perdida toda esperanza de enderezar el país, decide abandonar. En una sentida e impecable despedida, Amadeo abdicaba del trono de España con estas palabras:
Dos años largos ha que ciño la corona de España, y la España vive en constante lucha […] Si fueran extranjeros los enemigos de su dicha, entonces […] sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la nación son españoles; todos invocan el dulce nombre de la patria; […] entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible afirmar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar remedio para tamaños males. Lo he buscado ávidamente dentro de la ley y no lo he hallado. Fuera de la ley no ha de buscarlo quien ha prometido observarla.
Florida y ajustada traducción al español de mi avete rotto i coglioni, probablemente lo que Amadeo pensaba a aquellas alturas. El mismo día por la tarde, 11 de febrero de 1873, el Congreso proclamaba la República, la única forma de gobierno que quedaba por probar.
Y así acabó la breve historia de Amadeo de Saboya, un hombre que a pesar de que llegó póstumo a España, hizo lo que buenamente pudo entre una infinidad de obstáculos —incluso idiomáticos— para convertir este país en algo políticamente homologable a las naciones europeas pujantes. Seguramente con Prim vivo la cosa hubiera ido de otro modo, pero nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que la siguiente monarquía parlamentaria tuvo que esperar hasta 1978, y que la historia oficial ha tratado bastante miserablemente la figura de Amadeo, haciéndose más eco de los chismes de alcoba que de sus esfuerzos por sacar adelante la misión imposible que se le presentaba. Solo por haberlo intentado en esas condiciones, el único rey de España de la casa de Saboya debió ganarse un merecido respeto.
JOT DOWN











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