Me quedan vivos un par de amigos espías, o que lo fueron, o están a pique de dejar de serlo. Espías de verdad, quiero decir, de los de antes, con alguno de los cuales comparto intensos recuerdos africanos que, hace ya diez o quince años, mencioné por encima en esta misma página. Con otro de ellos, más reciente, comí hace poco para charlar de nuestras cosas; y en el transcurso de la conversación me pidió que algún domingo dedicara un recuerdo a los siete compañeros que -noviembre de 2003, hace poco se cumplieron diez años- murieron en el combate de Latifiya, Iraq. Y aquí me tienen ustedes. Cumpliendo.
Eran espías de verdad, no hurones de cloaca especialistas en Corinnas, Bárbaras y braguetas reales. Tengo ante mí en este momento la carta de uno de ellos a su familia; y yo mismo, que vivo de contar historias, no podría narrar mejor lo que aquellos siete compatriotas nuestros, más el que sobrevivió del grupo, hacían allí, en un podrido rincón del mundo. Si han visto ustedes aquella película -buenísima- de Leonardo DiCaprio y Russell Crowe sobre agentes en Iraq, dejarán poco espacio a la imaginación: hacían exactamente lo mismo, con la diferencia de que, en vez de tener detrás el respaldo de la nación más poderosa del mundo, tenían lo que ustedes y yo tenemos aquí. Fotografiaban a miembros de Al Qaeda cuando salían de las mezquitas, se entrevistaban con líderes chiítas radicales, vestían como árabes, trataban con traficantes de armas y asesinos, falsificaban los documentos de sus propios coches, bebían cerveza camuflada en latas de refresco, dormían con una pistola debajo de la almohada y salían cada día a la calle, a hacer su trabajo -eran humildes soldados de España, sin uniforme, en misión en el extranjero- pensando que quizá ése iba a ser el día en que los secuestraran y llevaran a una casa remota, escondida; y allí, donde nadie pudiera oír sus gritos, los torturaran durante días, como a bestias, antes de degollarlos ante una cámara de vídeo para que sus padres, mujeres e hijos pudieran verlo a gusto en Internet. Hacían todo eso que dije antes, cada día, recorriendo Bagdad, tragándose el miedo mientras escuchaban canciones de Sabina en el radiocasete del coche, o como se llame eso ahora. Hacían su trabajo con valor y decencia. Se ganaban el jornal. Hasta que un día, en la ruleta de la suerte, o de la vida, salió su número.
Hay por ahí unos viejos versos un poco cursis, pero cuyo final es hermoso: No supieron querer otra bandera / no supieron morir de otra manera. Y así sucedieron las cosas aquel día en la localidad de Latifiya, cuando los malos -en toda guerra, no importa el bando, el malo siempre es quien te dispara- les tendieron una emboscada. Iban cuatro comandantes, dos brigadas y dos sargentos: ocho hombres en dos coches. Los estaban esperando y los achicharraron a tiros. No fue un atentado de hola y adiós, sino un ataque militar prolongado, con intensa potencia de fuego: Kalashnikovs contra pistolas y un par de subfusiles de corto alcance. Con los coches a un lado de la carretera, medio volcados y hundidas las ruedas en el barro, los supervivientes se reagruparon como pudieron, manteniendo la cohesión del grupo según habían aprendido en la escuela militar, tumbados en el fangal, defendiéndose como gatos panza arriba, tiro a tiro. Tres ya estaban muertos, otro se desangraba. Los supervivientes enlazaron con Madrid por teléfono satélite, pero allí sólo pudieron transmitir las coordenadas a los americanos y escuchar disparos hasta que se cortó la comunicación. Prosiguió el combate bajo un fuego intenso, ya sin otra esperanza que vender caro el pellejo, no regalarlo. Sin munición, encasquillado el subfusil, un sargento recibió orden de buscar ayuda o encontrar un coche que funcionara. «Si sales ahora te van a freír», le dijeron. Lo último que oyó, a su espalda, fue: «Me han dado». Después, disparando sus últimos cartuchos, los que aún podían disparar lo cubrieron mientras corría agazapado. Casi lo matan cien veces, pero logró salir de la zona de fuego. Los otros siguieron disparando hasta agotar la munición y morir uno tras otro. Los atacantes tuvieron que rematarlos con granadas. Cuando el superviviente volvió al lugar con una patrulla de la policía iraquí, sus compañeros estaban muertos. Todos, exactamente en el mismo lugar en que los había dejado combatiendo.
Eran ocho españoles. Estaban muy lejos de casa, haciendo su trabajo, y murieron resignados y profesionales, como quienes eran. Como supieron ser. Se llamaban Zanón, Merino, Martínez, Lucas, Baró, Rodríguez, Vega y Sánchez. No está de más que hoy los recordemos en esta página.
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