El teniente general Rafael Videla, acompañado por el resto de la Junta Militar argentina, en 1976
El Secretario de Estado, John Kerry, acaba de entregar al presidente argentino, Mauricio Macri, más de mil documentos desclasificados sobre las relaciones entre Washington y Buenos Aires durante la dictadura militar (1976-1983), procedentes en su mayoría de la Biblioteca Jimmy Carter y que preceden a ulteriores entregas hasta 2018. Cortesía del presidente Obama al país austral durante su visita de marzo. Obsequio envenenado por cuanto el centro derecha que gobierna Argentina intenta pasar página de lo que fue un ensayo de guerra civil y que aún divide a aquella sociedad.
Durante los años 70 del pasado siglo era común en Argentina el chascarrillo de que en EE UU no se daban golpes de Estado porque no tenían embajada americana, y se embromaba sobre las partidas de tenis semanales entre el entonces jefe de la Armada, el temible almirante Massera, y el embajador de Washington. Hervía la Guerra Fría entre los bloques e imperaba en el subcontinente la llamada «doctrina de seguridad nacional» por la que los militares debían atender el frente interior de la subversión comunista. En Panamá, en la Escuela de las Américas, se formaban oficiales centro y suramericanos en contrainsurgencia, guerra psicológica y técnicas de interrogatorio ajenas a los más elementales derechos humanos. Era el contexto: se había perdido la guerra de Vietnam y el foquismo castrísta embelesaba a muchos jóvenes americanos.
En Argentina, las cosas iban mal desde 1974, cuando Isabelita Perón, vicepresidenta, sucede a su marido fallecido. El peronismo es un caldero sin fondo en el que cabe todo, desde la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) del ministro y brujo López Réga, hasta los Montoneros de Mario Eduardo Firmeních, que acabaría de profesor de ciencia política en Barcelona, abiertos aliados de Fidel y La Habana que desarrollaron principalmente la guerrilla urbana, mientras el Ejército Revolucionario del Pueblo, troskista, liderado por Roberto Santucho, armaba un foco revolucionario en la provincia norteña y azucarera de Tucumán.
Entre unos y otros se atacaba suicidamente a las Fuerzas Armadas, se derribaban aviones de transporte de tropa, se secuestraba y asesinaba al teniente general Aramburu, ex presidente derrocador de Perón («Duro, duro, duro, somos los montoneros que mataron a Aramburu») y se explosionaban bombas en las terrazas «paquetas» (elegantes) del centro porteño.
El Gobierno de Isabelita decretó en secreto el «aniquilamiento» de la subversión, colmando de felicidad a los militares que luego la depusieron. La «guerra sucia» que barrió Argentina no comenzó con la dictadura castrense sino, al menos, dos años antes estando en la Casa Blanca Gerald Ford y un Gobierno peronista elegido democráticamente en Casa Rosada, hecho que las izquierdas siempre han obviado. Desde que en 1931 el general Uriburu destituyera al presidente Hipólito Solari Yrigoyen, el cuartelazo ha marcado la política argentina, y en 1976, cuando la subversión estaba derrotada, el teniente general Videla, el almirante Massera y el comodoro del aire Agosti decidieron que la democracia debía seguir el mismo destino que los insurgentes y a Isabelita la secuestraron en helicóptero. Aquel golpe fue calificado de cívico-militar y es cierto que cuando se nubla el país, la oligarquía agrícola-ganadera y la temerosa clase media golpean la puerta de los cuarteles. La primera Junta Militar diseñó un «proceso de reorganización nacional» sin limitaciones éticas o morales. Antes o con posterioridad había pasado lo mismo en Brasil, Chile, Uruguay, Paraguay, Bolivia o Mesoamérica, con excepción de la siempre estable Costa Rica. El gran valedor de la «doctrina de la seguridad nacional» o defensa de las fronteras interiores fue el dual Henry Kissinger, tanque de pensamiento internacional de Ford y Nixon, que podía obtener el Premio Nobel por acabar la guerra de Vietnam, abrir EE UU a la China de Mao y mirar para otro lado ante atrocidades cometidas en su patio trasero. La CIA enviaba al Cono Sur hasta expertos en torturas en calidad de asesores agrícolas, pero con Argentina no necesitó llegar a tanto porque la tan aplicada picana eléctrica no es más que la pequeña batería de corriente conectada a la punta de la garrocha con que los gauchos arrean reses, sólo que tocante con gónadas o vulvas humanas. La Administración Carter sí se quejó ante los «milicos» argentinos, que no temblaron ante las admoniciones. Carter congeló mil millones de dólares en ayudas, que para Argentina es minucia, y amenazó con embargo de armas, cuando las FAS argentinas gustan diversificar su potencia de fuego comprando en Europa: en Francia los Mirage y los Exocet, y en Alemania las fragatas. La URSS fue más cínica: jamás dejó de importar trigo y carne y llegó a ofrecerse como alternativa a EE UU en la provisión de armas, cuando los creyentes en el sovietismo eran supliciados en la Escuela de Mecánica de la Armada. El baile porteño de Obama con una tanguista no fue el primero. EE UU y la dictadura ya estaban cansados de bailar el tango.
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