lunes, 29 de agosto de 2016

El castillo de la muerte del Afrika Korps

EL PAÍS. REVISTA V

Pocas sepulturas militares son tan imponentes como la fortaleza funeraria en El Alamein que guarda los restos de 4.200 soldados alemanes caídos en la II Guerra Mundial.

FERNANDO VICENTE

Es imposible no sentir un escalofrío, incluso bajo el sol de hierro del Norte de África, ante el cementerio alemán de El Alamein, que guarda los restos de 4.200 soldados alemanes caídos en esa gran batalla de la II Guerra Mundial, el principio del fin del célebre Afrika Korps de Rommel, el zorro del desierto. El lugar de último reposo de esa tropa espectral de guerreros fallecidos en el decisivo enfrentamiento librado en 1942 no es un camposanto militar al uso, con sus melancólicas cruces y tumbas individuales, sino un monumental osario colectivo en forma de imponente y amenazadora fortaleza octagonal de piedra, un verdadero castillo de los muertos. Sus muros engastados de torreones emanan, más que una atmósfera de paz y luto, una sensación paradójicamente belicosa de poder y desafío. Como tumba de un contingente derrotado de una nación arrepentida tiene narices. Aquí se hubieran sentido tan cómodos -excepto por el clima- como en su medieval castillo prusiano de Malbork (hoy Polonia) los Caballeros Teutónicos, de espada fácil.
Llegué a El Alamein como un señor, en taxi desde Alejandría, a 130 kilómetros al este, por la carretera de Mersa Matruh, por donde otrora discurrían, mucho menos cómodamente, las tropas Aliadas empeñadas en impedir que Rommel abrevara sus panzers en el Nilo y Hitler se hiciera con el Canal de Suez. En 1942 El Alamein era solo un pequeño apeadero ferroviario egipcio junto a la costa mediterránea hasta que lo revistió de estrepitosa fama la victoria Aliada en la segunda batalla que lleva su nombre -la primera fue el ataque del Afrika Korps sobre el que, al estabilizarse el frente, Montgomery repicó el 23 de octubre con su decisiva ofensiva encabezada por gaiteros que obligó a las fuerzas del Eje a retroceder inexorablemente hasta Túnez-. ¡Ah, El Alamein!… ese "enloquecido mar de arena, de fama como Troya o Agincourt" -en versos del capitán John Jarmain, de la 51ª división de Highlanders (el 8º Ejército tenía más poetas que el Afrika Korps: eso querrá decir algo). En realidad el enfrentamiento se libró en un amplio espacio inhóspito entre el mar y la depresión de Qattara al sur, pero las batallas han de tener su nombre y a esta se le dio el del apeadero porque no había nada más destacable desde Tobruk y Sidi Barrani, excepto camellos.
En El Alamein hay poco que hacer aparte de seguir la historia de la batalla. Para eso la localidad cuenta con un interesante museo -en el que una sonada vez, excitado al ver en una sala la foto del conde Almásy (el de El paciente inglés), que exploró para Rommel, me disfracé de teniente del Afrika Korps gracias a un joven italiano que participaba en unas jornadas de recreación histórica en el lugar y me prestó su uniforme-; y los diferentes cementerios militares: el de la Commonwealth, donde yacen 7.367 soldados aliados incluidos británicos, australianos, neozelandeses, sudafricanos, indios, franceses y griegos; el italiano, un mausoleo en forma de torre blanca en cuyas paredes están inscritos, "all'ombra del tricolore", los nombres de 4.634 soldados -a pesar de los tópicos, los italianos, más de la mitad de las fuerzas del Eje en la batalla, lucharon esforzadamente en El Alamein, sobre todo los integrantes de las aguerridas formaciones Ariete y Folgore (paracaidistas). Y el alemán.
Entras en el recinto alemán, un Totenburg (fortaleza de los muertos), como se denomina a este tipo de edificación funeraria militar, sobrecogido y con la sensación de que guardan el Grial, como mínimo. Parece que te vaya a salir a recibir el gran maestre Siegfried von Feuchtwanger o los Hermanos Livonios de la Espada. En el patio interior se alza un obelisco sobre un pedestal apoyado en cuatro águilas de piedra. Alrededor, 21 sarcófagos de granito (¡los sarcófagos del Afrika Korps!) guardan la memoria de los caídos agrupados por su lugar de procedencia. En realidad son cenotafios, pues los huesos se amontonan en una cripta debajo. Quiso el destino que en mi visita conociera en el solitario lugar a un verdadero miembro (vivo) del Afrika Korps, herr Gottstein, ex combatiente del batallón de reconocimiento (Aufklärung) de la 21ª Panzer, que llevaba flores a sus camaradas y seguía hablando bien de Rommel.
El Totenburg de El Alamein, el último de su clase, empezó a construirse en 1956 y se inauguró en 1959. Es obra de Robert Tischler (1885-1959), arquitecto jefe desde 1926 de la Comisión de Tumbas de Guerra Alemanas (y veterano de la I Guerra Mundial), que también trabajó para los nazis y llegó incluso a diseñar una capilla para un mártir de las Juventudes Hitlerianas. Sorprende el estilo, cuya aura de opresivo luto y solemne tristeza no disimula un tufillo a culto a la muerte heroica y glorificación del colectivo frente al individuo. Resulta extraño que tras la derrota del III Reich la Alemania de la desnazificación y el arrepentimiento pudiera producir semejante monumento de architectura militaris y de manos de un simpatizante de los nazis (a los que encantaba este tipo de cementerio). Probablemente porque era en Egipto. No hay que olvidar que Hitler, de acuerdo con su Speer de las tumbas, Wilhelm Kreis (al que hubo que arianizar de urgencia porque tenía una abuela judía), quiso rodear su futura Europa germánica de un anillo de Totenburgen que exaltaran la muerte en el campo de batalla.
Uno sale del imponente castillo de los muertos germano pensando que una muerte de soldado nunca es buena, pero puestos a tenerla, dadnos un lugar sencillo y propio en el que ser recordados; como las tumbas del cercano cementerio británico (en el que yacen sin más ceremonia hasta cuatro ganadores de la Cruz Victoria) o aquellos seis pies de tierra inglesa que enterraron el coraje del vikingo Harald Hardrada…

LA GUERRA SIN ODIO TAMBIÉN MATA

En el frente norteafricano de la II Guerra Mundial se acuñó la expresión “guerra sin odio” (Krieg ohne Hass, en alemán) para distinguir la lucha pretendidamente civilizada que se libró allí de la despiadada guerra de aniquilación que se hacía en el Este. Es cierto que hubo algunos insólitos rasgos de caballerosidad y fair play (Von Luck y los Royal Dragoons no se atacaban a la hora del té) y que al Afrika Korps no se le imputaron crímenes de guerra. Pero probablemente todo ello tuvo que ver con que no era un teatro de operaciones prioritario para los nazis, no actuaron en él unidades de las SS (aunque la Werhmacht también sabía cometer crímenes) y la guerra se libró esencialmente en terrenos vacíos, libres de la presencia de población civil. En todo caso, no hay que olvidar que por muy buena fama que se le haya querido dar a las tropas de Rommel (un hombre con muchas fisuras) y su respeto en general a las convenciones de Ginebra, el Afrika Korps era una parte del instrumento de Hitler para la brutal dominación del mundo y sus miembros luchaban por una causa deshonesta como no ha habido otra. En eso, como en su cementerio, también hemos de identificarnos más con Tommy y las ratas del desierto (aunque Monty llegó a sugerir que no se hiciera prisioneros que no estuvieran heridos). Añadamos que la guerra en el Norte de África no dejó de ser una cosa espantosa, de cuerpos despanzurrados y carbonizados, de mutilaciones horribles, de bayonetazos, de sufrimiento, miedo y agonía. Hay que ver lo que te puede hacer un cañón del 88 aunque lo dispare un tipo legal. En una guerra sin odio también te matan.

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