La sucursal del Hermitage en Ámsterdam dedica una reveladora muestra a la emperatriz rusa, déspota ilustrada y fundadora de la legendaria casa madre en San Petersburgo.
'Retrato de Catalina II delante de un espejo' (1763), de Vigilius Eriksen, óleos que forman parte de la muestra. HERMITAGE MUSEUM
Inteligente, enigmática, intrigante, culta, implacable y amiga del pensador francés Voltaire. Ávida lectora y escritora, patrona de las artes y apasionada de la Ilustración. Casada con el futuro emperador Pedro III de Rusia, un hombre al que consideraba incompetente para ejercer su labor, y contra el que conspiró hasta arrebatarle la corona en beneficio propio. Con semejante currículo, que incluye numerosos amantes, la princesa alemana Sofía Federica Augusta von Anhalt-Zerbst, coronada en 1762 como Catalina II, solo podía apodarse La Grande. En 34 años de reinado, su ambición y visión de Estado —y las guerras que conllevaron— añadieron a su país de adopción un territorio del tamaño de Francia. Amada y odiada a partes iguales, sus logros políticos y bélicos dominan una biografía llena de sombras íntimas. El museo Hermitage de Ámsterdam, la sucursal holandesa de la gran institución de San Petersburgo, ha intentado iluminar con una reveladora exposición una figura formidable, que de niña dijo muy seria que no había “nada interesante en su vida”.
Casada a los 16 años con el heredero ruso Pedro, de 18, Catalina creció entre gobernantas y tutores franceses en una familia de abolengo, pero pocos recursos. De ahí que un matrimonio ventajoso fuera la salida ideal.
Intrigas palaciegas
La pareja se conoció en la niñez y Pedro le pareció “infantil”, porque a los 10 años aún jugaba con soldaditos de plomo. Una vez casada, sin embargo, se empleó a fondo en aprender ruso y pasó casi dos décadas soportando intrigas palaciegas, un marido al que no quería, y a la emperatriz Isabel I de Rusia (tía de su esposo), que asumió la educación y cuidado del nieto, Pablo.
El museo la presenta como un “diamante que brilló con luz propia”. “Una mujer hecha a sí misma”, en palabras de su directora, Cathelijne Broers, que la llama “Catalina la más Grande”. Es también el título de la muestra que le dedica este verano en su sede a la orilla del río Amstel, y un homenaje. A Catalina II se debe la fundación del propio Hermitage ruso.
Camafeo que muestra a la soberana como Minerva, de Dmitriev-Mamonov. HERMITAGE MUSEUM
En 1764 compró 317 cuadros a un comerciante berlinés con los que, deseosa de estar a la altura de otras cortes europeas, empezó una colección particular. Gastó tanto dinero que a su muerte ya tenía 90.000 obras.
Hoy, el Hermitage suma cerca de dos millones y medio de piezas de Europa y Oriente repartidas en cinco edificios. Entre ellos, el antiguo Palacio de Invierno, residencia oficial de los zares hasta la revolución. Allí se mudaron Pedro y Catalina en enero de 1762, a la muerte de Isabel I.
Seis meses después, Pedro era depuesto tras un golpe de Estado instigado por Catalina. Él fue luego asesinado y los historiadores no se ponen de acuerdo sobre la participación de Catalina como inductora del crimen. Pero arrolló a sus críticos y se proclamó emperatriz. Lo que hoy llamaríamos promoción de su imagen, solo podía llevarse a cabo entonces con ayuda del arte, y la exposición presenta abundantes ejemplos. La sala principal rebosa de retratos de gran tamaño en toda clase de momentos y atuendos: Catalina con el cetro y el orbe, símbolos de la Corona; Catalina vestida de viaje, con uniforme militar y a caballo; Catalina en una miniatura; su sortija con el monograma de diamantes, y así hasta 300 objetos y vestidos. Sin olvidar el busto del filósofo Voltaire, de mármol blanquísimo.
Rodeada de libros de Cicerón, Platón, Tácito, Montesquieu, Diderot y Voltaire, se transformó en una erudita calificada por el último, con el que se carteó durante años, de “la estrella más brillante del Norte”. Diderot dijo que tenía “el alma de un Bruto, pero el corazón de una Cleopatra”. Un doble retrato cercano a la realidad, ya que Catalina amplió las fronteras de Rusia, ganó acceso al Mar Negro y le arrebató Crimea al Imperio Otomano en grandes victorias militares.
Pero su empeño en ser reconocida como una soberana ilustrada derivó en el apodo de “déspota ilustrada”. Su proyecto de crear una gran comisión de funcionarios, nobles, burgueses y campesinos no prosperó porque llevaba un embrión democrático considerado peligroso. Tampoco liquidó la dependencia servil de los campesinos, que no eran ciudadanos libres. A pesar de su indudable talla intelectual y su probada valía como estadista, fue también una mujer decididamente atada a su tiempo. Tal vez por eso, Pushkin, el gran escritor romántico ruso, concluyó en el siglo XIX que era “un Tartufo [el impostor de la obra de Molière] coronado y con faldas”.
En su agitada existencia fue especialmente importante la figura de Grigory Potemkin, el militar que la arropó en el golpe y comandó luego la guerra ruso-turca de 1768-1774. Convertidos en amantes hacia 1774, intercambiaron una jugosa correspondencia que revela admiración mutua además de sexo y poder. La intensidad de la relación no evitó que Potemkin fuera sustituido un año después por otro amante, pero la pareja mantuvo una estrecha amistad y él pudo dedicarse a una de sus pasiones, fundar ciudades y proteger la flota del Mar Negro.
A la muerte de este, en 1791, la emperatriz paralizó la vida social en San Petersburgo en señal de duelo. Un siglo después se bautizó un acorazado con su nombre. El mismo que da título a la película de Sergei Eisenstein, una de las cumbres indiscutibles de la historia del cine sobre el motín desatado en 1905 a bordo del buque.
CORONA, CAMAFEO Y CINE
Joya con el monograma de Catalina La Grande (1770).
La corona imperial de Rusia, encargada por Catalina II para su entronización al joyero suizo Jérémie Pauzié, nunca sale de Moscú. La réplica llevada al Hermitage de Ámsterdam data de 2012 y tiene 11.325 diamantes y perlas blancas montados en oro. Opulento, el duplicado contrasta con la belleza mínima de un camafeo que recrea a la emperatriz como la diosa Minerva.
La soberana asomó al cine en 1934 con el rostro de Marlene Dietrich enLa emperatriz escarlata. La sucedió Bette Davis, en John Paul Jones(1959); Hildegarde Knef, en Catalina de Rusia (1963); Julia Ormond, en La joven Catalina (1991) y Catherine Deneuve enGod Loves Caviar (2012).
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