Monty y Rommel. Su enfrentamiento pertenece a uno de los capítulos más trascendentales de la Segunda Guerra Mundial. Su rivalidad, incluso, ha superado su época y se ha llevado a la gran pantalla
Bernard L. Montgomery y Erwin Rommel
En el 75º aniversario de la irrupción espectacular de Erwin Rommel en la
batalla del norte de África, aparece un libro que pone al día cuanto se conoce
sobre este personaje y sobre Bernard Montgomery, su antagonista en el gran
duelo de El Alamein, y acomete el atractivo desafío de juntarlos en unas Vidas
Paralelas.
«Nunca se conocieron, pero Rommel prestaría homenaje a la habilidad de
Monty. Mientras interrogaba a un oficial británico tomando el té en el verano
de 1944, le pregunto por “su viejo amigo el mariscal Montgomery”. Por su parte,
éste tenía el retrato de Rommel colgado en su caravana de combate “para
comprender lo que lo impulsaba” y bautizó a uno de sus perros y a un caballo
con el nombre de su enemigo. Más adelante dijo: “Me hubiera gustado hablar de
la batalla de El Alamein con él. Pero está muerto y esa historia no la podemos
contar juntos» (Peter Caddick-Adams, «Monty y Rommel, vidas paralelas», Ático
de los libros, Barcelona 2016).
En 1918 llegó la paz tanto para Bernard Montgomery como para Erwin Rommel.
Habían demostrado su capacidad para combatir y dirigir hombres en la Gran
Guerra y experimentado un vertiginoso avance de sus carreras militares, pero
con la paz retornó la rutinaria vida castrense, los cambios de destino, los
ascensos lentos (dos décadas en ascender a coroneles; en vísperas de la guerra,
el escalafón se activó y fueron generales con 51 y 48 años), la vida académica
y las experiencias editoriales (Monty escribe parte del «Manual de Infantería»
del Ejército británico; Rommel, sus recuerdos de guerra en «La infantería
ataca», con gran éxito editorial).
Días de prueba
Y, en 1939, Hitler atacó Polonia y estalló la Segunda Guerra Mundial...
Para ambos llegaron los días de prueba para los que llevaban preparándose dos
décadas. Monty, al mando de la 3ª división de infantería, pasó a Francia, donde
sufrió la derrota y el cerco de Dunkerque con todo el ejército expedicionario
británico, distinguiéndose en la evacuación que salvó a la mayor parte de
aquellas fuerzas. De nuevo en las islas fue uno de los creadores del nuevo
ejército.
Para Rommel fue lo contrario. Mandó el batallón de la Guardia de Hitler
durante la Campaña de Polonia, conoció de cerca al Führer lo que le procuró el
mando en Francia de la 7ª Panzer, la división fantasma, (217 blindados) con la
que tomo Lille, Saint-Valery y Cherburgo. En seis semanas avanzó mil
kilómetros, capturó cien mil soldados, 450 tanques, 300 cañones, 15 aviones y
5.500 vehículos. Rommel terminó la campaña como experto en fuerzas acorazadas y
con la distinción de la Cruz de Hierro.
La propaganda nazi halló en él al joven héroe ario que iba a conquistar las
Islas Británicas, pero tanta notoriedad le granjeó envidias y rechazos entre el
generalato que repudiaba su cercanía a los nazis, envidiaba su fulgurante
carrera y desconfiaba de su eficacia: valiente y osado, sin duda, pero
demasiado independiente. Así, mientras esperaba el pospuesto cruce del Canal,
no fue requerido ni en los Balcanes ni en la URSS. Su oportunidad llegó en
1941. Berlín necesitó apuntalar a las fuerzas italianas en Libia e ideó la
Operación Girasol, que consistió en el envío a África de tres divisiones (5ª
Ligera, 15ª blindada y 90ª ligera), vertebradas en el Afrika Korps y Hitler vio
en Rommel al comandante idóneo para enredar a los británicos en una pequeña
guerra en el desierto que salvara la cara de Mussolini. El problema es que
Rommel en cuanto dispuso de medio centenar de carros, atacó y, entre marzo y
mayo de 1941, avanzó desde el golfo de Bengasi hasta la línea de Sollum, 700
kilómetros, destrozando a las fuerzas británicas del general Wavell.
La propaganda nazi estaba exultante, la revista Signal convirtió a Rommel
en su favorito y Hitler perdió de vista el objetivo de la operación y pensó que
Rommel podía conquistar Egipto y echar a los británicos del Mediterráneo, pero
se trataba de un simple espejismo: la Royal Navy causaban pérdidas insuperables
a los transportes del Eje y en Cirenaica las comunicaciones eran tan débiles
que Rommel, apodado ya el Zorro del Desierto, no recibía lo indispensable para
continuar, por lo que, carente de todo, tuvo que replegarse al punto de
partida.
Rommel no aceptó el fracaso: contratacó en enero de 1942 y en julio alcanzó
El Alamein, dentro de Egipto: una cabalgada de 1.200 kms. que le situaba cerca
de Alejandría y de El Cairo. Hitler volvió a soñar y Mussolini preparó su
entrada triunfal en El Cairo en un caballo blanco.
Pero hasta allí llegaron los recursos de Rommel. Fue frenado por el
dispositivo del general Auchinleck, sin que los refuerzos que le llegaron a
cuentagotas bastaran para romper las líneas británicas. Durante el forcejeo
entablado en las peladas ondulaciones del desierto, Winston Churchill,
necesitado perentoriamente de una victoria que compensara años de derrotas,
envió a Montgomery a El Alamein.
El premier se la jugaba: ponía a su VIII Ejército frente al temido Afrika
Korps en manos de un general cuya experiencia bélica se limitaba a la retirada
de Dunkerque, pero tenía fe en aquel tipo infatigable, desabrido y vanidoso al
que no soportaban sus colegas, pero al que adoraban sus soldados. Según el
general Fuller, Monty era «el jefe idóneo en el lugar más conveniente y en el
momento más adecuado, porque después de sus derrotas, el VIII Ejército
necesitaba una nueva dinamo y él se la proporcionó».
No cambió los planes defensivos ni ideó fantásticos envolvimientos al
estilo de su enemigo, pero acumuló medios para superarle, adiestró sus fuerzas
para igualar a las alemanas, les proporcionó alimentos frescos y agua abundante
de los que carecían sus enemigos, enmascaró sus maniobras desorientando a Rommel,
cuyas intenciones conocía gracias a Enigma que descifraba las comunicaciones
alemanas y, llegado el otoño de 1942, se sintió en condiciones de vencer.
Enfrente, Rommel, estaba al límite de combustible, munición, agua y
alimentos; Hitler le había prometido carros Tiger y no se los había mandado
porque Stalingrado se tragaba todos los recursos del Reich. En septiembre,
extenuado y enfermo tras 19 meses en el desierto, viajó a Alemania para
reponerse y Monty no esperó su regreso: la noche del 23 de octubre, su
artillería lanzó medio millón de granadas sobre las líneas del Eje y, a
continuación, amagó por el sur y atacó por el norte.
Su estratagema dio
resultado, lo que unidos a la superioridad de sus fuerzas (180.000 hombres,
3.300 cañones, 1.230 tanques y 1200 aviones frente a 120.000 soldados, 540
blindados, 2.400 cañones y 350 aviones) puso al Eje en puros. Rommel regresó de
inmediato y trató de equilibrar la situación, pero todas sus ideas, el
fantástico empleo de tanques y artillería sólo alcanzaron para retrasar lo
inevitable: la derrota y la retirada hacia el oeste. Tras diez días de lucha y
cuando ya sólo le quedaban 36 blindados capaces de medirse a los británicos,
Rommel, superando las exigencias de Hitler de vencer o morir, abandonó El Alamein.
El triunfo fue celebrado
en el Reino Unido como si se hubiera ganado la guerra y Montgomery fue
ennoblecido con el título de Vizconde de El Alamein. Churchill, aparte de
«sangre, sudor y lágrimas», ya podía ofrecer a los británicos una victoria.
Tres cuartos de siglo después, El Alamein está menos valorado: pese a su
superioridad, Montgomery tuvo el doble de bajas humanas, blindadas y aéreas que
Rommel. Y lo que todavía es más negativo: fue una batalla innecesaria. El 8 de
noviembre de 1942 desembarcaron las fuerzas aliadas en el norte de África
(Operación Torch), quedando los ejércitos del Eje embotellados en Túnez. Rommel
hubiera tenido que retirarse hacia allí a toda prisa aunque hubiese vencido a
Montgomery. No es extraño que Monty, el final de sus días, comentara: «Tengo
que ir a ver a Dios y hablarle de todos esos hombres a los que maté en El Alamein».
Sobrevalorados
En su paralelismo –desde
sus orígenes a sus intervenciones militares en ambas guerras mundiales– tanto
Montgomery como Rommel fueron excelentes generales, pero parecen hoy
sobrevalorados. Ambos alcanzaron la fama gracias al favor de los políticos,
cultivaron con esmero su imagen y al margen de sus actuaciones,
sobredimensionaron sus talentos: Montgomery, gracias a su posición política en la
posguerra, se ensalzó hasta el infinito con los escritos que firmó –y que, en
su mayoría, no escribió– y con las opiniones interesadas de sus muchos
colaboradores. Rommel, por su parte, fue obligado a suicidarse por Hitler, lo
que limpió su perfil de sus relaciones con el nazismo y, en la posguerra, fue
catapultado a la gloria por la biografía de Desmond Young, «Rommel, el zorro
del desierto», de éxito enorme y oportuno: había comenzado la Guerra Fría y
Alemania dejaba de ser un vencido para convertirse en un aliado. Rommel pasó a
ser un talento militar puro, un héroe simpático para los británicos (menos para
Franceses y estadounidenses), un general sin tacha mitificado por el cine, una
figura popular para hacer digerible la Bundeswehr, el nuevo ejército alemán.
Los generales Montgomery
y Rommel acapararon las páginas de la Prensa, las informaciones radiofónicas y
los noticiarios del cine en el otoño de 1942. Aunque el Norte de África era un
pequeño escenario bélico comparado con las campañas que simultáneamente se
estaban librando en la URSS o en el Pacífico, en él se estaba jugando el futuro
de la contienda: la suerte de la contraofensiva aliada –esencial para mantener
en pie a la Unión Soviética–, el futuro de Churchill, que no había cesado de
sumar reveses en dos años, la supervivencia de la Italia fascista y la
consolidación de la Francia Libre. Ni fueron los mejores generales de la
contienda, ni tuvieron en sus manos la suerte de la guerra, pero ambos se
convirtieron en las estrellas del conflicto, en los jefes más famosos,
biografiados y llevados al cine.
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