BICENTENARIO DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
M. Vovelle - M.E. Horwitz - R. Sotoconil - H. Soto - O. Fernández Díaz
Lo dice el historiador Vovelle en la entrevista que precede a los artículos con que nuestra revista se suma a los homenajes al Bicentenario: «La Revolución Francesa no está muerta» y la batalla polémica desatada en su torno va a continuar.Desde hace unos treinta años, pero en particular en la década más reciente, la ola neoconservadora ha arrastrado también a muchos en el campo de la Historia. Blanco predilecto de la nueva óptica de la derecha académica es la Revolución Francesa, precursora -según sus criterios- de la mayoría de los males del siglo XX. Se trata, evidentemente, de bajar del podio los acontecimientos de 1789 y destituirlos de toda autoridad, para denigrar al conjunto de las revoluciones y desprestigiar, en definitiva, la idea misma de revolución.Araucaria no disimula en este terreno sus puntos de vista. El conjunto de trabajos sobre la Revolución Francesa que ofrecemos está pensado para restablecer un mínimo de información sobre ella, rastrear algunos de los signos de su influjo en Chile, aportar elementos de análisis en el debate ideológico actual, e intentar, por último, el diseño de su presencia verdadera y posible en la América Latina del presente.
1.
La Revolución Francesa vive como incitación al cambio
Conversación con Michel Vovelle
El historiador francés Michel Vovelle es reconocido por la comunidad académica y científica internacional como innovador en el campo de la historia de las mentalidades, especialidad en la que ha sido pionero (1). Sus obras se sitúan tanto en la perspectiva de las corrientes de «larga duración» como en la de los «tiempos cortos», los de los cambios profundos, como es el caso de la Revolución Francesa.
Dirige en la actualidad el Instituto de Historia de la Revolución Francesa y es titular de la centenaria cátedra de la Sorbona en este dominio. A esta alta responsabilidad unió recientemente la tarea de organizar las actividades académicas oficiales en torno a la celebración del Bicentenario de la Gran Revolución. Presidió, en tal carácter, el Congreso Mundial del Bicentenario, que reunió a centenares de historiadores provenientes de todos los puntos del planeta. Lo presidió serena e imparcialmente, sin dejar por eso de defender con vehemencia y pasión la importancia y vigencia de las ideas-fuerza del proceso revolucionario.
Sostuvo con nosotros esta conversación pocas horas antes de que se clausurara el citado Congreso. Nos dio la oportunidad de encontrarlo mostrando una actitud que no le es extraña: paralelamente a su actividad académica, ha tenido todos estos años una participación activa en las campañas de solidaridad con la causa de la libertad y la democracia de los pueblos, incluyendo la de Chile, por supuesto.
(Entrevistó: M. Eugenia Horwitz)
- Profesor Vovelle, usted que preside la Comisión de Investigación histórica de Conmemoración del Bicentenario de la Revolución Francesa, ¿cómo imaginó el acontecimiento, afín de que fuera fructífero para la comunidad científica en Francia y en el extranjero?
- Es un buen momento para hacer un balance. Como usted sabe, en pocas horas más termina el Congreso Mundial para el Bicentenario de la Revolución, y se cierra la etapa principal de esta conmemoración. Este congreso ha respondido a nuestra ambición inicial. Sintetiza toda una actividad colectiva que se desarrolló en sesenta países, a través de coloquios, seminarios, publicaciones. En estos seis días (6 a 12 de julio) han participado 400 investigadores, representando a 43 países. Los debates han sido abiertos y apasionados. Los participantes no han sido considerados ni rehenes ni panegiristas. Por el contrario, se trataba de que aportaran sus conocimientos, preguntas y tomas de posición. Pienso que estos objetivos se han alcanzado con éxito. Sin embargo, para mí, en estos momentos, la conclusión más importante de este evento es comprobar que la Revolución no nos pertenece, no constituye la propiedad privada de los franceses; llegó a ser un patrimonio común de la humanidad.
»Volviendo atrás. Los trabajos de conmemoración los iniciamos en 1982. Entonces era ministro de Investigación Científica Jean Pierre Chevenement, quien me confió la misión de explorar las formas en que ese ministerio podría contribuir a la celebración del Bicentenario. El primer resultado de este trabajo fue la creación de esta comisión que se transformó en el centro ejecutivo en 1983. De inmediato lanzamos en los planos nacional e internacional un trabajo de organización e incitación a la formulación de nuevos programas de investigación y a la realización de todo tipo de encuentros científicos. Ernest Labrousse, que presidió la Comisión hasta su deceso en 1988, propuso como tema central de la conmemoración: «La imagen de la revolución». Lo discutimos y lo aprobamos rápidamente, porque nos pareció que esta idea reunía dos condiciones favorables: En primer lugar consideramos que era movilizador para nuestros interlocutores extranjeros, en la medida que permitía estudiar la difusión y repercusión de las ideas-fuerza de la Revolución en el mundo. Puesto que doscientos años después sabemos que no hubo un solo lugar donde no se haya recibido, tarde o temprano, el eco de la Revolución Francesa. En ciertos países, la recepción fue a fuego, en el curso del proceso mismo, y fue acogida con euforia y simpatía fraternal; o, por el contrario, en medio de ardientes enfrentamientos. En algunas regiones del mundo, como en América Latina, la imagen de la Revolución estalló rápidamente. En África y en Extremo Oriente su eco llegó con los grandes movimientos revolucionarios de fines del siglo pasado. Finalmente los movimientos obreros revolucionarios se apropiaron en todas partes de la revolución burguesa liberal, como de una experiencia fundadora. Así mismo continúa siendo la referencia de los movimientos republicanos y democráticos... Hoy pienso que teníamos razón de visualizar en esta perspectiva la realización de la conmemoración.
»La otra razón que tuvimos en vista fue que, por medio de la imagen podríamos proponer un tema o una serie de temas interrelacionados, que pusieran en evidencia un buen número de nuevas canteras y territorios de la investigación sobre la revolución, que mostrarían que los estudios están en plena renovación y desarrollo.»
-¿Y cuáles son esos temas nuevos?
-Si consideramos los trabajos presentados al Congreso Mundial, advertimos en ellos ciertos énfasis: existe un creciente interés por el estudio de la historiografía de la Revolución, sus diferentes lecturas y las condiciones que la suscitaron. Como también el conocimiento de la pedagogía revolucionaria y su difusión en el mundo. Así mismo, las expresiones de la memoria colectiva, son objeto de numerosas comunicaciones.
- Profesor Vovelle, el esfuerzo ha sido reconfortante para ustedes. Los objetivos de interesar e incitar a participar a la comunidad científica, no cabe duda que se han logrado en gran medida. Sin embargo, volviendo un poco atrás, muchos nos asombramos por la polémica que se desarrolló en los últimos años, en torno a si la Revolución debía celebrarse, si estaba muerta o viva, etc. Y esto se discutía en lo que se denomina en Francia, el campo «republicano». A su juicio, ¿cuáles son las ideas claves que se enfrentan en esta polémica?
-Perdone, pero antes de ir al tema, no puedo dejar de lado el estancamiento que representa el despertar de una historiografía contrarrevolucionaria «pura y dura», que retoma un discurso muy antiguo modernizándolo, dedicado al exorcismo de la Revolución Francesa, representándola como la encarnación de la violencia, el terror, un acontecimiento totalmente negativo para Francia y el mundo.
»Ahora contesto su pregunta. Efectivamente, se han venido confrontando dos tendencias, dos tesis sobre el sentido de la Revolución que dividen a los historiadores. Por mi parte, considero que la discusión ha sido fructífera y ha servido para descubrir nuevos territorios de estudio.
»En primer término, me referiré a la lectura de la Revolución que, simplificándola, llamaré jacobina. Esta tesis se apoya en una investigación y una lectura social de la Revolución. En esta línea se inscriben mis predecesores en la cátedra de Historia de la Revolución Francesa de la Sorbona. Me refiero a Mathiez, Lefebvre y Soboul. Ellos participaron en una empresa de exploración y descubrimiento que comenzó hace cien años con Alphonse Aulard, un combatiente republicano. Al inscribirme en esta continuidad y sentirme orgulloso de esta herencia, entiendo que no se trata de repetir lo que se pensó, escribió, o se dijo, sino más bien en buscar y construir nuevos territorios de investigación y reflexión.
»La otra tesis, que no es del todo nueva, puesto que ya tiene cerca de treinta años, se autocalifica de "revisionista", debido a que estos historiadores quieren "revisar" las ideas recibidas sobre la Revolución. Esta vertiente está representada fundamentalmente por François Furet. Las principales ideas no pueden identificarse fácilmente, porque han cambiado con el tiempo. En 1965 Furet lanzó la tesis del derapage (o deslizamiento) de la Revolución en el Terror; para luego, en 1978 en su libro Penser la Revolution, formular un modelo más radical, en el que coloca a la Revolución Francesa como un modelo de desviación totalitaria de la época moderna. Finalmente, ha llegado a su veredicto actual, con ocasión del Bicentenario, que se ha traducido en la consigna de que «La Revolución está terminada». Por lo tanto, de acuerdo a eso, tendría que ser tratada como un objeto frío, muerto, que ya no ocupa un lugar en el imaginario colectivo de los franceses, incluso en su cultura política, puesto que se trata de la mixtificación de una experiencia histórica, que estos autores consideran nefasta.
»De ahí resulta que la conmemoración carece de sentido y que más bien se trata de entrar en la normalidad europea, convirtiendo a Francia a la política de reformas evolutivas, como ocurre en otros países de este continente.»
-¿Qué es lo que se terminó?, ¿las ideas-fuerza de la Revolución? Si así fuera, en los países del sur sería incomprensible para quienes participan en los grandes movimientos democratizadores. No tendría sentido, por ejemplo, que en Chile siguiera prohibida la película de Ariane Mouchkine, «1789».
-Sin embargo, esta tesis ha sido ampliamente aceptada en Francia y en el mundo occidental europeo y norteamericano. Estas reflexiones han tenido un éxito bastante hegemónico, si juzgamos por los medios de comunicación. François Furet ha creado una especie de campana protectora para este mundo, que lo preserva hacia adelante de todos los peligros de una posible revolución. De esta manera la Revolución aparece como un objeto exótico, que ha llegado a ser una aventura y que puede sucederle a otros, allá lejos. Posiblemente allá en Chile, en su país. Ustedes los chilenos vivieron un corto período de cambios revolucionarios, y luego conocieron la contrarrevolución. Por eso es que pueden aspirar a que la revolución exista. Es una paradoja que tiene sentido más allá de un juego del espíritu.
- ¿Pero no ha surgido este escepticismo histórico de una lectura que sustenta la tesis de que la revolución y el terror constituyen un todo indisoluble? ¿Cómo ha encarado usted este problema?
-Creo que en el pasado subestimamos el estudio de estos problemas. Ha sido una de las enseñanzas del trabajo realizado para el Bicentenario, que nos ha llevado a una reflexión sin fronteras de los diferentes aspectos del proceso revolucionario. Personalmente considero, como mis predecesores en el estudio de la Revolución, que la violencia y el terror, no son una especie de fatalidad inherente a los hechos revolucionarios, sino los frutos de las circunstancias -la guerra exterior- y de una lucha descarnada entre Revolución y Contrarrevolución. Por lo tanto, no se trata de una especie de delirio que llevaría espontáneamente a los revolucionarios a autointoxicarse y a perder todo contacto con la realidad.
-Su libro, publicado este año. La Mentalidad Revolucionaria demuestra la importancia y urgencia que usted le concede a explorar las formas del comportamiento revolucionario...
-Efectivamente, es necesario y urgente abrir esos territorios que conciernen las formas de pensar y de comportarse. Para explicar el sentido que puede dársele a esta exploración, es preferible que cite una observación que me hizo mi amigo Pierre Vilar, a raíz de esta problemática: «Más que estudiar las mentalidades y las resistencias al cambio, habría que investigar los mecanismos de la toma de conciencia». Por ese camino he llegado a pensar que estos dos campos están indisociablemente ligados, es decir, al comprender los mecanismos de la toma de conciencia, hay que entender lo que resiste, lo que bloquea. De una cierta manera, aquello que permite que la contrarrevolución tenga una base de masas y llegue a ser, en algunos aspectos, popular.
-A propósito, ¿no cree que estas reflexiones nos llevan, naturalmente, a preocuparnos de problemas políticos contingentes, como los que se plantean hoy mismo en los países socialistas, y también sobre las formas que se buscan para resolverlos?
-De acuerdo... Usted sabe que yo creo que los historiadores tenemos una cierta pasión por los objetos a los que dedicamos nuestro trabajo. Y sin duda estos problemas están relacionados.
»Pienso, a partir de la experiencia colectiva que se está viviendo en los países socialistas, que los actores sociales están profundamente inquietos, y se están preguntando sobre ciertos momentos de su pasado reciente, que es la historia de una revolución que no ha terminado. Una revolución que conoció momentos, y es lo menos que puede decirse, que no facilitan una revisión histórica. De ahí la gran tentación, comprensible, de revisar una lectura que había permanecido por largo tiempo fija y dogmática sobre el hecho revolucionario y la imagen "por eco" de la Revolución Francesa.
»En las condiciones del mundo actual, lo primero que deseo es que la perestroika tenga éxito, si no será una desgracia que todos compartiremos. Sin embargo, no quisiera que esta reflexión estuviera acompañada del triunfo de una especie de desculturación total, en que se dude de todos los valores, a la vez democráticos y revolucionarios, puesto que se trata de lo contrario, de unir esos valores para hacerlos indisociables.»
-Usted ha tenido la gran gentileza de recibirnos y expresar estas ideas a pocos minutos de la clausura del Congreso Mundial...
-Pero con mucho gusto, tratándose de chilenos...
-Gracias. Una ultima pregunta, si usted lo permite... ¿Qué conclusión es posible sacar de la batalla que precedió la conmemoración del Bicentenario? ¿La Revolución está viva?
-La intensidad de la batalla evidencia una verdad profunda: la Revolución no está muerta. Tampoco la batalla ha terminado. La polémica continuará, posiblemente, con más intensidad. La Revolución vive como recuerdo, como memoria colectiva, como incitación a continuar la lucha y creer en la posibilidad de cambiar el mundo. Pienso que son estas ideas las que nos quedan como verdades.
Notas.
1. Entre sus obras principales podemos citar las siguientes: Pieté baroque et déchristianisation en Provence au 18ème siécle (Le Seuil, París, 1973); Religion et révolution. La déchristianisation de l'an II (Hachette, París, 1976); Les métamorphoses de la fête en Provence (Flammarion, París, 1976); Nouvelle histoire de la France contemporaine. Tome I: La chute de la monarchie 1787-1792 (Le Seuil, París, 1978); Ideologies et mentalités (Maspero, París, 1982); La mort et l'Occident de 1300 á nos jours (Gallimard. París, 1983); La mentalité revolutionnaire (Editions Sociales, París, 1988); L'image de la Révolution Française, 6 tomes (Messidor-Editions Sociales, París, 1989).
2
Salvoconducto para celebrar el Bicentenario de la Revolución Francesa
M. Eugenia Horwitz
Eugenia Horwitz es profesora de Historia y tiene estudios
de postgrado en la Universidad de París (Sorbona).
La celebración del Bicentenario de la Revolución Francesa se ha desarrollado en un ambiente de polémica que ha puesto en duda el sentido mismo de la conmemoración. En este contexto hubo quienes llegaron a preguntarse «¿La revolución realmente existió?». (1)
Por primera vez el campo de los intelectuales republicanos se dividió entre «escépticos» del valor y memoria del proceso revolucionario, y los «celebrantes» del mismo. Estos últimos no lograron otros consensos que la necesidad de rescatar algo de la memoria colectiva; como por ejemplo, la fundación de la República, o la vocación universal de la Declaración de los Derechos Humanos y del Ciudadano. Pocos fueron los que abiertamente sostuvieron que la Revolución fue un movimiento, que entre 1789 y 1799 dio nacimiento a nuevas formas de pensar y al Estado moderno, y que el tiempo ha proyectado en la memoria colectiva, como la primera tentativa voluntaria de cambiar el mundo.
Estos enfrentamientos ideológicos datan según algunos autores de antes de mayo del 68, y para otros sólo adquieren cuerpo en los últimos diez años. La polémica, por libros e instituciones interpuestas, salió a la calle desde los centros de educación superior, para transformarse en un problema político que ha comprendido al conjunto de la sociedad francesa. Rápidamente ganó las fronteras, gracias a los medios de comunicación y se ha extendido a Europa y los Estados Unidos, a mayor velocidad que en los tiempos de Napoleón. Según estos mismos medios de comunicación, todavía no se sabe si la mayoría de los franceses quería celebrar el Bicentenario con magnificencia y sentido del futuro. Sin embargo, la construcción de monumentos para la posteridad ha sido significativa: Opera Popular de la Bastilla, Arco de la Defensa, Pirámides de Cristal del Louvre, Remodelación Ultracontemporánea del renacentista Jardín de las Tullerías, etc...
La comunidad científica se movilizó de manera productiva, habiéndose realizado hasta julio de 1989, más de cuatrocientos coloquios y un Congreso Mundial de Historia de la Revolución, así como la publicación en el curso de este mismo año, de trescientos libros, entre eruditos, novelas y de difusión. Las fiestas populares han entusiasmado a millones de personas y algunas se pusieron en marcha desde el gobierno, ofreciéndose un espectáculo de talento y de excepción.
La confrontación llegó hasta el Presidente François Mitterand, que puso su prestigio político al servicio de la conmemoración, basándose en la mayoría que lo mantiene en el poder. Se le reprochó tanto el silencio protector de las actividades de festejos, como sus discursos anteriores al 14 de julio en que tomó posición frente a la polémica, expresando: «La Revolución continúa... la gran mayoría se reconoce en la Revolución, porque se reconoce en la República, y porque la República es hija de la Revolución y de los principios que hemos engendrado: Libertad, Igualdad, Fraternidad y Soberanía Popular». (2)
Aparentemente esta polémica no podría extrañar. La celebración de la Revolución Francesa produjo controversias ideológicas en 1889 y 1939. En la primera oportunidad, la memoria colectiva era reciente, y la lucha entre republicanos y monarquistas se había prolongado a lo largo del siglo. En ese entonces, los republicanos, junto con Clemenceau, héroe de esos años, proclamaron que la Revolución «es un bloque». El proceso debía celebrarse en su totalidad para honrar el triunfo de la Tercera República. En esa oportunidad la vocación universal de la Revolución Francesa no afanaba ni a la ciencia ni a la política.
En 1939, el Frente Popular conmemoró el acta fundadora del Movimiento Revolucionario. El debate adquirió rápidamente el carácter de la batalla de la época, en que los valores democráticos corrían un peligro fatal. De ahí que en la celebración de los 150 años se enfrentaran los bloques de derecha y de izquierda, y el mensaje universal de la Revolución se hizo presente a través del dramático fin de la República española. Para entonces los estudios de la revolución habían avanzado: la cátedra de Historia de la Revolución Francesa de La Sorbona tenía cincuenta años; en la escuela y la universidad se leía a Michelet y Jaurès, a Thiers o Taine.
Como se puede observar, la memoria de la Revolución Francesa tiene su historia, y a cada época la suya. Siempre se ha tratado de la historia de una controversia que proyecta un eco mundial. ¿Por qué? Es una pregunta que une dialécticamente la ciencia y la política. A la actual controversia me refiero en estas reflexiones, que no agotarán un problema que está en movimiento.
1. Controversia teórica y metodológica
«El "escepticismo histórico" constituye el mejor de los grupos políticos», dice en resumen la revista Le Nouvel Observateur, en noviembre de 1988, en la presentación de una entrevista al historiador François Furet y continúa: «procedente de la izquierda, interesado en Barre, desde muy temprano jugó con ese diálogo amplio que luego se bautizó apertura»... Estos juicios refuerzan el título del artículo: «François Furet, 61 años, rey de la Revolución».
Algunos días antes el diario Libération, aludiendo humorísticamente al debate historiográfico en curso, había titulado: «Los jacobinos al farol. Furet, rey de la Revolución» (3). El juego de palabras subraya la paradoja de que la Revolución que terminó con la monarquía necesita, doscientos años después, la coronación de un rey. ¿Cuál?, ¿el Rey del escepticismo?, ¿escepticismo de qué?; ¿y quiénes son los jacobinos que van al paredón?
En 1988, aparentemente la paradoja carece de sentido, puesto que no están en el centro de la discusión política la existencia de la república ni las formas de la democracia representativa, que tuvieran su origen en el movimiento histórico de 1789 a 1799. Tampoco está ya de moda la leyenda rosa del Antiguo Régimen, vehiculada por la historiografía y la literatura nostálgicas, así fueran de origen monarquista o de ultraderecha. (Los grupos que la representan hoy tienen otros discursos, según veremos más adelante).
Lo que se discute en los medios intelectuales y ha pasado al conjunto de la sociedad civil son otros problemas. Tales como: ¿La revolución no trajo consigo la división permanente de la conciencia nacional? ¿Las ideas del Iluminismo que se expresaron en 1789, no terminaron por ser infecundas a causa de la violencia que impregnó el proceso revolucionario a partir de 1792? ¿El decenio revolucionario no correspondió a una época de crisis económica y de masacres inútiles?... En síntesis, ¿qué se puede celebrar en 1989?
El debate ha enfrentado en lo esencial a dos «lecturas» o tipos de reflexión sobre el proceso revolucionario. La que encabeza François Furet, y la «jacobina», que se ha desarrollado en la Sorbona, luego de que se creara la cátedra de Historia de la Revolución Francesa, corolario práctico de la conmemoración del Centenario y de la fundación de la Tercera República.
Los fundamentos teóricos de la crítica de los estudios sobre la Revolución
François Furet publica en 1978 una recopilación de ensayos, titulada: Pensar la Revolución Francesa (4). En la introducción el autor presenta sus motivaciones: la primera, de orden teórico-metodológico, «¿Cómo se puede pensar un acontecimiento como la Revolución Francesa?» y la segunda, de impugnación «a la intepretación histórica dominante de la revolución», es decir, la tradición historiográfica «jacobina».
Furet entra en escena con fuerza, a fin de romper el cuadro «de las ideas dominantes». Titula la primera parte del libro «La Revolución Francesa terminó». Y plantea enseguida: «Hay que tratar de romper el círculo vicioso de la historiografía conmemorativa». Más adelante: «Hoy día, el goulag conduce a repensar el período del terror, en virtud de la identidad del proyecto. Las dos revoluciones están relacionadas, pero hace medio siglo, las dos revoluciones eran absueltas sistemáticamente bajo la excusa de las "circunstancias" (...) Por el contrario, hoy están acusadas... El terror forma parte de la ideología revolucionaria» (ibid).
Así, el autor presenta dos acusados en las primeras treinta páginas del libro: la Revolución y sus historiadores. Por lo tanto, ¿cómo puede romperse «el círculo vicioso» que este binomio representa?; conceptualizando, «enfriando el objeto Revolución Francesa», explica Furet. Sin embargo, lo coloca al rojo vivo, cuando lo repiensa «a partir de las contradicciones entre el mito revolucionario y la sociedad revolucionaria» (ibid). La exigencia de objetividad a la ciencia histórica (enfriamiento) parece insalvable.
El autor de la revisión crítica está consciente de esta limitación. En definitiva, explica Furet, ha sido negativa para las ciencias sociales la influencia del existencialismo y del marxismo, que ponen el acento en la inserción del historiador en los problemas de su tiempo. Por el contrario, su objetivo es circunscribir a través de la crítica, una definición de las condiciones que permitan el «distanciamiento» del historiador.
¿Cuáles son las bases de este programa? En primer término, la necesidad de hacerse cargo de la contradicción, cada vez más fuerte, existente en la sociedad occidental, entre el mito y la realidad revolucionaria; y en segundo lugar, el desarrollo del saber histórico, que más que erudición debe ser conceptualización.
En todo el trabajo de Furet estos dos polos del análisis no se separan. Según el autor, los historiadores tradicionales de la Revolución no pueden conceptualizar porque no quieren hacerlo. La «carga sicológica» que transportan es de tal carácter, que el resultado del trabajo científico está destinado a demostrar que «necesariamente» todo lo pensado y lo ocurrido entre 1789 y 1799, sustenta el acta fundadora de la modernidad y augura los nuevos tiempos de las revoluciones triunfantes. En 1789 se anunciaba 1917.
La historiografía de la Revolución está impregnada de «la ideología jacobino-bolchevique», -opuesta, incluso, al marxismo, aclara el autor- «y que se alimenta de una concepción lineal del progreso humano, que adquiere su culminación en las revoluciones como períodos abruptos de cambios positivos». (Ibid). En este contexto, el trabajo científico se reduce a buscar los cambios sociales, económicos e ideológicos que produjeron «la necesidad de la ruptura», y para ello se cree bajo palabra a los actores del período revolucionario que pensaban haber roto «con el pasado y fundado una nueva historia» (¡actores reales e historiadores impugnados por la misma ideología!). En consecuencia, Furet llama a los historiadores de la Revolución a tomar en cuenta, por lo menos, un criterio de autoridad, el de Marx, que habría afirmado que «los hombres hacen la historia, pero no saben la historia que hacen» (5). Afirmación que cambia esencialmente los análisis de Marx en todas las obras en que se refiere a este problema, puesto que concluye que los objetivos de la acción humana se sustentan en una voluntad, pero «que los hombres hacen su historia sujetos a las condiciones heredadas del pasado» (6). «Los hombres hacen su historia» sin conocer el total de los resultados de su acción. En el caso de la Revolución Francesa los hechos ocurrieron así: la toma de la Bastilla se realizó como expresión de la soberanía popular, y la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano proclamó principios nuevos, y la abolición de la feudalidad terminó con la servidumbre, y la República se estableció.
Este estilo de reflexión puede inscribirse en las formas de pensar y de leer un problema teórico-científico que han marcado a los intelectuales franceses desde mayo de 1968. El análisis de los discursos filosóficos requiere de un estudio especial. Nuestro objetivo, sólo a título de referencia, se encamina a mostrar ciertos rasgos de las críticas o «mixtificaciones» que tocan a problemas distintos por su naturaleza: el del pensamiento y discurso científico heredado del Iluminismo y el de la realización de la revolución social. En otros términos, se trata de abrir ciertas interrogantes sobre los componentes de la atmósfera de escepticismo que vela o desvela lo verdadero o lo memorable de la Revolución Francesa o de lo revolucionario.
Retomando el hilo principal podríamos preguntarnos: ¿La crítica a la ideología que ha dominado los estudios de la Revolución no surge como contraposición a un nuevo sistema de reflexión nacido de otras circunstancias históricas? ¿Cuáles? El escepticismo de los intelectuales, dice Furet, frente a la mitología revolucionaria. De ahí su trabajo de «desmontaje» del discurso historiográfico tradicional, para lo cual considera suficiente la crítica de «lo investigado». El acopio de nuevos temas o métodos de investigación sería mera erudición.
El énfasis de Furet sobre el carácter del discurso histórico, su motivación, «su color», ¿no lleva a reflexionar sobre el sentido del discurso post-moderno de Foucault o Lacan cuando el primero escribe: «Si la interpretación no se termina nunca, es simplemente porque no hay nada que interpretar, puesto que en el fondo todo es interpretación...». (7)
La crítica a la categoría del progreso feliz y necesario de la humanidad -surgida del Iluminismo y que Stalin transformó en los cinco modos de producción progresivos que llevaban al socialismo- es legítima e imprescindible, puesto que la realidad, no su discurso, ha demostrado que la idea no se realiza sin el concurso de la acción humana. Acción que es variable, tiene matices en su creatividad y en su capacidad de vencer las circunstancias adversas; por eso se han presenciado épocas de auge y de oscuridad. (La tercera revolución científico-técnica no trajo consigo el paraíso prometido por Rousseau, sino la división durable entre los países del norte y del sur; la crítica al socialismo real mostró las debilidades que engendran los largos períodos sin libertades personales, así como la democracia liberal presenta a diario ejemplos del olvido de la idea de igualdad, entendida como respeto a los derechos económicos, sociales y culturales).
Sin embargo, estas críticas al saber absoluto y a su corolario, el progreso, pueden llevar la «carga sicológica» de frustración que permite extrapolar el discurso, hasta las afirmaciones de «los nuevos filósofos» (como A. Gluksmann o B.H. Levy, ex dirigentes de mayo del 68), que tratan de demostrar que de la filosofía alemana, pasando por Marx, las ideas llevan, necesariamente, a los excesos del stalinismo (8). Es el mismo escepticismo que conduce a Furet a aseverar que «el terror forma parte de la ideología revolucionaria». ¿En qué se basa?: en la idea que los actores de la época se hicieron de la existencia del «complot aristocrático», idea que produce el traspiés de la revolución entre 1792 y 1793. Esta idea, más que provenir de los hechos reales, surge de la conciencia que los actores de la época se hacen de la realidad. El autor explica: que el proceso de toma de conciencia anterior a 1789, imbuido del pensamiento del Iluminismo, da sentido y legitima la idea de la soberanía popular, cuya voluntad general se expresa en la igualdad natural de los hombres.
La revolución comenzada, «el hacer político» transforma la situación; el pueblo reemplaza al rey, el «combate político moderno» se inicia con sus diversos tipos de representación. «Las circunstancias que impulsan la dinámica revolucionaria son las que se inscriben naturalmente en la esperanza revolucionaria. A fuerza de tanto haberlas anticipado, éstas les dan inmediatamente el sentido que les estaba destinado»... Y como ejemplo: «Un hecho mal pensado, mal dirigido, como la huida a Varenne, llevó a la catástrofe a Luis XVI. Fue para los revolucionarios la prueba de que Marat tenía razón desde siempre, y que el rey del antiguo régimen había estado preparando en secreto el baño de sangre revolucionario». (9)
Podríamos resumir que la conciencia puede cambiar o cambia la realidad de los hechos, puesto que Furet afirma que no se han estudiado suficientemente el valor de las ideas del Iluminismo y el pánico ancestral de las masas imbuidas de cultura oral, y que el nuevo estilo político, por cierto dirigido, llevó a representarse una serie de «circunstancias». A este respecto, cabe preguntarse, sin pretender alabar la erudición histórica, ¿acaso la familia real no huyó de París; y a través de las declaraciones de Pillnitz y luego de Brunswick, las monarquías europeas no advirtieron que la supresión de la realeza conducía a la guerra; y, finalmente, los ejércitos de la Santa Alianza 'no atravesaron las fronteras y la guerra efectivamente se produjo?
Ciertamente, se puede pensar que la historia pudo ser distinta. La revolución inglesa terminó en un «Pacto Social», y aunque es cierto que el rey también fue decapitado, la monarquía subsistió. El «hacer político» pudo permitir un tratado de paz que excluyó «las masacres inútiles», etc.
Como ya hemos dicho, los historiadores jacobinos están acusados de haber hecho de las circunstancias del proceso «una leyenda justificatoria del terror», pero los hechos sobre los que han trabajado realmente existieron; podrían ser refrescados, conceptualizados, pero su valor de existencia no puede ponerse del todo en tela de juicio.
Esta forma de lectura y reflexión del acontecer histórico nos lleva a preguntar: ¿Si es legítimo y necesario revolucionar las ideas absolutas en nombre de la ciencia, no debiera complementarse esa necesidad con una reflexión sobre el valor de las exigencias de la razón, a fin de no llegar a la culminación del individualismo que se resume en la frase popular: «a cada uno su verdad»? ¿Si sólo hay interpretación y la realidad es incertidumbre, no se establecería como valor supremo la autenticidad, cualquiera fuera el contenido?
Resumiendo, la revisión crítica de los estudios sobre la Revolución se basa en dos problemas teóricos que parecen indisociables: el primero, relativo a la necesidad de enfriar el objeto científico y conceptualizarlo, pero en el bien entendido que las circunstancias del historiador juegan un papel determinante en esa conceptualización, cuando se trata de un objeto como el proceso revolucionario. Sin embargo, el historiador debe anunciar su color, su toma de posición. Siguiendo este raciocinio, se oponen dos tendencias: la jacobina, que ensalza la Revolución Francesa para justificar «una promesa de futuro» y la escuela crítica, que a partir del trauma histórico de la postguerra se pregunta sobre la relación entre historiografía y acontecer real.
François Furet plantea otros problemas de carácter metodológico y de contenido histórico, muchos de los cuales abren una nueva perspectiva a los estudios sobre la Revolución. A esa problemática dedicaremos la segunda parte de este trabajo. Pero los acusados deben ir al tribunal.
Los historiadores jacobinos, o la escuela de la lectura social de la historia
Jean Jaurès publica en 1900 la Historia Socialista de la Revolución Francesa en 12 volúmenes, obra que originó un nuevo enfoque historiográfico del proceso revolucionario.
La personalidad política de Jaurès es conocida como la del precursor del movimiento obrero y de los partidos de izquierda franceses. En este contexto, el trabajo se presenta poniendo énfasis en su vocación pedagógica; lo destina a «obreros y campesinos», pero la reflexión y la metodología empleadas tienen carácter científico, por cierto imbuida del positivismo de la época.
El autor considera el proceso revolucionario como una totalidad, en que la oposición entre 1789 y 1793 carece de sentido, puesto que se trata de un proceso total de cambios de la antigua sociedad y de la fundación de la época moderna.
Jaurès busca las causas de la Revolución en la relación que se puede establecer entre las realidades humanas, económicas y sociales distintas que dieron sentido al movimiento. La influencia de la estructura económica de la sociedad en la marcha de los acontecimientos le parece relevante, aunque no la considera el pivote de la «necesidad histórica». Si bien insiste en la importancia que tuvieron en el proceso de ruptura el peso de la renta feudal y la miseria de las masas populares urbanas, estima aún más decisivo el crecimiento acelerado de la riqueza de la burguesía durante el siglo XVIII, que, acompañado de una evolución de las ideas, llevó a esa clase social a aspirar al poder político.
En síntesis, Jaurès plantea como causas de la revolución un conjunto indisociable de situaciones económicas, sociales, políticas e ideológicas. Su trabajo lo sustentó en una minuciosa investigación estadística de las fuentes impresas de la época.
La obra no la considera terminada, y en su calidad de diputado socialista, logra en 1903 que el parlamento apruebe un presupuesto especial a fin de formar la «Comisión de Historia Económica de la Revolución». Sus miembros deberán «buscar y publicar los archivos relativos a la vida económica» de todo aquel período.
La herencia de Jaurès ha sido reivindicada por gran parte de los historiadores que desde 1920 entraron a la vida universitaria: Albert Mathiez, Ernest Labrousse, Georges Lefébre, Albert Soboul y, actualmente, Michel Vovelle.
Los rasgos que unen a estos historiadores entre sí y con el pasado jauresiano son numerosos: compromiso político de izquierda, militantes o no militantes; pasión por la investigación y la búsqueda de nuevas fuentes históricas; respeto hacia los esfuerzos anteriores, sin escatimar las críticas; sentido de la organización del trabajo, lo que ha dado nacimiento a revistas, congresos, coloquios e institutos de investigación. (Actualmente subsisten el Instituto de la Revolución Francesa de La Sorbona, los Anales de la Revolución Francesa, y la Sociedad de Estudios Robespierristas).
El hilo conductor metodológico de este grupo ha sido «la lectura social de la historia». El análisis pasa fundamentalmente por la búsqueda de las características de las estructuras socioeconómicas de la sociedad francesa del siglo XVIII -largo plazo histórico-, para inscribir en ellas el proceso revolucionario. Sin embargo, este tipo de lectura no los llevará a «establecer un modelo causal necesario de la revolución», como tampoco a limitar los rasgos centrales del movimiento a la esfera de lo económico-social, sino a la relación de ésta con los cambios de mentalidad en el largo y corto plazos, es decir, «a las relaciones reversibles entre lo material y lo mental», como escribe Ernest Labrousse en 1970. (10)
El desarrollo de la ciencia histórica debe bastante a estos historiadores jacobinos. Desde 1925 han tenido un papel de pioneros, tanto en el reconocimiento de nuevas fuentes para la investigación (Archivos notariales, iconografía, arqueología, cahiers de doléances, etc.), como en la creación y aplicación de métodos distintos a la historia económico-social y de mentalidades. En los años 30 y 40 se publican obras de Mathiez: La vida cara y el movimiento social bajo el Terror, y de Labrousse: La Crisis de la economía francesa afines del Antiguo Régimen... y Bosquejo del movimiento de precios y de ingresos en Francia en el siglo XVIII (11). Estos trabajos son referencias actuales para la metodología de la historia económica y contribuyeron decisivamente al conocimiento del proceso revolucionario.
En la misma época aparecen las investigaciones de Lefébre Los Campesinos del norte, durante la Revolución Francesa y El Gran Pánico de 1789, que fueron los primeros esfuerzos para conocer las estructuras sociales y mentales de los movimientos de masas (12). Los análisis y resultados allí contenidos siguen siendo parámetros de la investigación. Lefébre estudia al mismo tiempo la estructura de la propiedad y la renta de la tierra y la mentalidad y toma de conciencia del movimiento campesino, subrayando su autonomía en todo aspecto: inspiración, ritmo, aspiraciones. Concluye que se trata de un movimiento anticapitalista, como también antiseñorial, que pasa por momentos distintos y juega un papel a favor o en contra del movimiento revolucionario.
En esta perspectiva y abriendo nuevas vías de investigación se sitúan los trabajos de Albert Soboul, Michel Vovelle y recientemente, de Pierre Bois, Michel Bertaud, Françoise Brunnel, Claude Mauzauric, etc.
En 1958, Albert Soboul publica su estudio Los «sans culones» parisinos en el año II (13) donde analiza el movimiento popular urbano, entrecruzando las características sociales y las tomas de conciencia políticas de las masas que conducen o apoyan la Revolución en 1792 y 93. Soboul concluye que no constituyeron una clase social desde el punto de vista sociológico, sino más bien un grupo que llegó a tener un comportamiento político y cultural: «Conformados por artesanos y comerciantes que llegaron a ser cuadros del movimiento popular, expresaron aspiraciones contradictorias. El odio a la aristocracia, la oposición irreductible a los grandes y a los ricos, fueron los elementos unitarios de esta masa trabajadora».
Con posterioridad, Michel Vovelle ha dedicado sus principales esfuerzos al estudio de las mentalidades, las que subsisten, las que resisten y las nuevas, como él mismo suele decir. Entre sus trabajos cabe citar: Religión y Revolución, La descristianización en el año II; La metamorfosis de la fiesta en Provence (1750-1830), La mentalidad revolucionaria; La Revolución: imágenes y narración (14).
La historiografía jacobina ha seguido abriendo nuevas vías de investigación -«desde el subterráneo hasta la buhardilla»- que permitan comprender la dialéctica existente entre la larga duración histórica y el proceso revolucionario, en temas tales como: el carácter real de los movimientos de masas, la mentalidad de los actores sociales revolucionarios y contrarrevolucionarios, los sistemas de propaganda y educación, las motivaciones de la descristianización.
Por otra parte, se vuelve constantemente a las preguntas centrales sobre las ideas-fuerza de la revolución. A este respecto, Michel Vovelle expresa en una entrevista transcrita en el libro Pensar la Historia de la Revolución Francesa:
«Se trata claramente de una Revolución Social, y de una ruptura en que la burguesía es el maestro de obra. Pero ruptura no quiere decir tabla rasa, aunque los revolucionarios hayan tenido esa ambición. La Revolución es a la vez heredera -que sanciona un cambio social y cultural de larga data-, acontecimiento creador y acontecimiento fundador. La fisura revolucionaria no es por eso menos traumática (15).
El perfil de la escuela «jacobina» sería incompleto sin aludir al impulso internacional que dieron a los estudios revolucionarios, Lefébre, Labrousse y Soboul. La correspondencia, los coloquios abrieron la vía a la constitución de un grupo de investigadores entre los que se destacan: Richard Cobb, George Rudé y Christopher Hill, en Inglaterra; Kohashiro Takahashi, en Japón; Walter Markov y Manfred Kossok, en la República Democrática Alemana; Víctor Daline, en Unión Soviética; Armando Saitta, en Italia, etc... La mayor parte de estos historiadores se consideran marxistas y dirigieron sus esfuerzos a producir lo que con el transcurso del tiempo aparecerá como una historia comparada de las diversas formas que reviste la transición al capitalismo. Sus trabajos han mostrado el recorrido que va desde «el modelo» hacia la especificidad de desarrollo de distintas formaciones económicas y sociales.
Este intercambio fructífero que rompió cronologías y distancias geográficas se inscribe en las reflexiones sobre el trabajo del historiador sobre épocas de cambio, que hiciera en 1980 E. Labrousse:
«La Historia se hace de lo que se mueve y de lo que resiste, nada está determinado, ni teledirigido. Hay en el mejor de los casos una historia probable, en niveles muy diferentes de probabilidades». (16)
Labrousse da sentido, luego de cincuenta años de trabajo científico, a la preocupación de Marx de que «una teoría filosófica-histórica, pueda sobreponerse a la práctica teórica-científica».
Los trabajos de estos historiadores, inspirados por el marxismo, incitaron y promovieron una renovación científica considerable (17) que puso en jaque el modelo de Stalin que reducía el transcurso histórico de toda formación económica y social a cinco etapas progresivas y necesarias.
Finalmente, la presentación de la «escuela jacobina» sólo sería descriptiva si no nos refiriéramos a su «color». La contribución de estos historiadores puede y necesita ser criticada en bien del avance de los estudios históricos, pero sólo el ardor de la polémica puede producir el uso de adjetivos como: «aportes eruditos», «testimonios celebrantes», «apreciaciones ideológicas». No obstante, nos detendremos en el carácter de «celebrantes», que les atribuye Furet.
Es cierto que de alguna manera parecen a veces «celebrantes» apasionados. M. Vovelle lo declaró en el discurso que pronunciara para la apertura del Congreso Mundial de Historia de la Revolución Francesa: «¿Quién puede decir que esta aventura está terminada, cuando el mundo entero vuelve la mirada hacia esta exigencia de democracia que la Revolución aportó, como hacia una promesa y un combate a renovar? Con estas palabras, no creo ser infiel al deber del historiador de reserva y de distancia hacia el objeto de investigación».
2. El debate histórico sobre las ideas-fuerza de la Revolución
Las críticas a los análisis historiográficos tradicionales, no sólo los provenientes de la escuela jacobina, se refieren a dos problemas centrales: las causas y el carácter de ruptura histórica del proceso revolucionario, y de otra parte, la existencia de las «circunstancias» políticas, económicas y sociales que explican el curso que adquirió la Revolución entre 1792 y 1793.
Nuestro objetivo es presentar los elementos principales en discusión, puesto que forman parte de un trabajo sometido a constante revisión. Al problema de las «circunstancias históricas» nos referimos en el acápite anterior y en su aspecto fundamental está implicado en las «formas de ruptura» que trae consigo la Revolución.
El problema del comienzo y significado de la Revolución han sido temas de la historiografía inglesa, especialmente del historiador Richard Cobban, desde los años cincuenta (18). Este último se interrogó sobre la novedad y el efecto real de la obra realizada por la Asamblea Constituyente de 1789, concluyendo que la mitología sobre la Revolución era más importante que la envergadura real de las decisiones políticas, ya que la feudalidad era prácticamente inexistente a fines del siglo XVIII y las reformas políticas emprendidas por la monarquía habían socavado suficientemente el absolutismo.
François Furet reformula esta temática, escribiendo en la primera parte de su ensayo:
«Lo que se llama Revolución Francesa, este acontecimiento repertoriado, fechado, magnificado como una aurora, no es más que una aceleración de la evolución política y social anterior... Es en 1787 y no en 1789, que Loménie de Brienne destruye el Antiguo Régimen con la Reforma administrativa que sustituye a los intendentes por asambleas electivas. Por lo tanto, en 1789 el Antiguo Régimen ya estaba muerto. La Revolución no pudo matarlo más que en el espíritu». (19)
Estas afirmaciones incitan a pensar que la Revolución no sólo terminó, sino que nunca existió. Pero el autor se separa tanto de las tesis de Cobban como de las de la «lectura social», señalando que lo nuevo, lo creador de la Revolución es la «invención de la política democrática como ideología nacional ...expresión que designa un sistema de creencias, según el cual el pueblo, a fin de instaurar la libertad y la igualdad, que son las finalidades de la acción colectiva, debe romper la resistencia de sus enemigos» (ibid).
Estas reflexiones, que permiten comprender la importancia teórica que se adjudica a su ensayo, se inscriben en la línea de interrogantes planteadas por Hannah Arendt en los años sesenta sobre el carácter de autonomía que puede adquirir el campo de lo político, teoría y práctica comprendida. Con respecto a la Revolución Francesa, en el siglo XIX, Quinet y Tocqueville (Furet toma a este último como referencia) habían subrayado la necesidad de analizar las relaciones entre la decisión política, las ideas democráticas y las circunstancias históricas heredadas. En otros términos, la dialéctica que se mueve al interior de lo político y que se expresa en la acción de los hombres haciendo su historia. Indudablemente, esta reflexión nos acerca a Marx, quien en las obras que dedica a los problemas que plantea la práctica política se refiere en múltiples ocasiones a las formas que toman los movimientos por la revolución, al interior de la sociedad civil en Francia. También se puede pensar en Lenin, que considera, como fuente integrante del pensamiento marxista, la idea y la expresión real del movimiento de la sociedad civil francesa.
François Furet reconoce su deuda con Marx en un libro posterior, pero valorando su obra de juventud, que concede «absoluta autonomía a lo político» . (20)
Sin embargo, el llamado de atención sobre un campo poco desarrollado de los estudios de la revolución, es hecho desde los mismo parámetros teóricos que analizáramos, donde el énfasis es puesto en la ilusión de lo real histórico. Esta ilusión prefigura en la conciencia la obra realizada, y también las «circunstancias» históricas, las de los enemigos de la revolución. La autonomía de la conciencia creativa determina la producción de los acontecimientos, de ahí que sólo tiene antecedentes en lo ideológicamente aprendido, es decir en la filosofía del Iluminismo y su evolución cultural-política.
De esta manera, la historiografía jacobina, mediante la «lectura social de la revolución», al buscar las causas en el movimiento de las estructuras económicas, sociales e ideológicas, despoja al proceso revolucionario de lo específico: su creación política. Surge de inmediato una pregunta «crítica» frente a este «determinismo»; ¿Y la sociedad francesa del siglo XVIII, dónde estaba?; ¿es posible poner de relieve la compleja especificidad de la revolución sin investigar, a lo menos, las estructuras de la propiedad, el peso real de la renta de la tierra sobre el campesinado libre, los elementos constituyentes de la mentalidad revolucionaria, las características de los movimientos populares urbanos y rurales, las formas de ejercicio del poder?
La crítica al «determinismo mecanicista» de los historiadores jacobinos se revierte hacia el «determinismo crítico», que hace de la autonomía de lo político, la determinación en última instancia del acontecimiento histórico, que a su vez ha sido producido por las estructuras mentales. En otros términos, el discurso engendra su discurso y su práctica.
Volviendo a los problemas historiográficos: 1) La contraposición de tiempos históricos como límites de la investigación, a los que se refieren Cobban y Furet y que habitualmente se resume en evolución versus ruptura, sólo podría justificarse tomando separadamente los autores y las obras, sin considerar el cúmulo de investigación realizada en torno a la revolución. En el caso de los «historiadores jacobinos», el trabajo lo han situado en el terreno que se mueve, en la dialéctica del corto y largo plazos histórico. Basta conocer la obra de Labrousse, que produce un estudio sobre la historia económica y social de Francia entre 1660 y 1789 y diversas investigaciones sobre la crisis de la economía francesa en la época de la revolución. Vovelle ha hecho los mismos intentos en el campo de la historia de las mentalidades. Al interés personal de estos historiadores se une la creación de equipos de trabajo.
2) La discusión sobre la existencia del régimen feudal en 1789, también trata de desconocer el esfuerzo realizado desde Jaurès hasta ahora. No obstante, lo más serio en esta polémica es la abstracción que se hace de los trabajos de Lefébre, que fue el primero en subrayar que lo que los juristas de la Constituyente denominaron «complexum feudale», se refería al conjunto de los derechos y privilegios señoriales que subsistían en 1789, entre los cuales se contaban: la renta que gravaba las parcelas campesinas y comunales, los privilegios de justicia, impuestos, caza, etc. Pero lo que abolió la Asamblea, en agosto de 1789, era la usurpación y la servidumbre, abriendo paso al establecimiento de las libertades económicas. La investigación sobre el conjunto de esta problemática ha sido privilegiada por los historiadores desde los trabajo de Lefébre, y se cuenta con estudios regionales que no han echado abajo, ni la percepción de la Asamblea ni los trabajos pioneros. (21)
3) La historiografía no le ha restado importancia a las reformas realizadas por la monarquía, y en especial a las del ministro De Brienne. Lo que cambia es el tipo de interrogante: ¿Cómo se produjo la «revolución de los notables» que se expresó en las asambleas provinciales de 1787, y que fueron efectivos medios de presión para el llamado a la reunión de los Estados Generales?
Como conclusión: nuestro interés, al enunciar los temas del debate historiográfico, se ha centrado en poner de relieve el carácter de la crítica, que transforma en reflejo ilusorio el acontecimiento y el cúmulo de trabajo científico que le ha sido dedicado. La legitimidad de tal esfuerzo no podría reprocharse, si no fuera porque nos hace dudar el que tal escepticismo sirva para fundar una nueva verdad absoluta: la autonomía de la conciencia política, que en manos de la veleidad humana, hace que la Revolución sea hija de la democracia y madre de la dictadura. ¿Y dónde están los límites -reconocemos que son estrechos- entre la ciencia, el pasado y las circunstancias políticas presentes?
3. La revolución y su reflejo en la política
En este acápite queremos referirnos, brevemente, a las repercusiones políticas de la crítica teórica a la Revolución en la celebración del Bicentenario.
La primera constatación significativa, es que hubo un «campo político» que no participó en el debate al que nos referimos: la derecha política en todas sus tonalidades. Según ellos la Revolución existió. «1789 representa un corte, fue una puesta a prueba de la memoria francesa, que desde hace miles de años hace la riqueza de nuestra tierra... Es imposible conmemorar 1789, el balance es negativo, de un lado la abstracción de los derechos humanos y del otro, las masacres bien reales y el desastre económico...». Fueron las palabras del historiador Fierre Chaunu, en una entrevista al diario Le Monde, con la autoridad que se le concede por su emérita participación en la escuela histórica de los Anales. (22)
Desde el punto de vista práctico, la Alcaldía de París, dirigida por Jacques Chirac, se había opuesto en 1983 a la proposición del gobierno de realizar una Exposición Universal como parte de los actos recordatorios de la Revolución. En aquella oportunidad se adujo, que el proyecto haría incurrir en gastos excesivos en un período de crisis económica. La idea fue abandonada en el marco del respeto a las instituciones republicanas. El problema del exceso de gastos destinados a la celebración, volvió a la primera página de la noticia, e incluso una encuesta demostró que más del 60% de los franceses consideraban que el gobierno abusaba del erario público. La noticia desapareció de los medios de comunicación, luego que las autoridades anunciaran que la inversión de 800 millones de francos produciría por lo menos 200 millones de ganancia, sólo por concepto de turismo.
Volviendo al mundo de las ideas, Chaunu contrapone en su análisis el tiempo histórico largo -idea lúcida de Braudel- al tiempo corto, difuso para el historiador y rupturista para la conciencia nacional. Sin embargo, las ideas de Chaunu que «golpearon» a la opinión pública fueron las siguientes:
1) «Es en nombre de la paz y de la libertad que creo hablar, en nombre de Europa en construcción. La revolución estuvo en contra de Europa»... Y las pruebas: la invasión napoleónica a España y Alemania, y la Marsellesa, canción por excelencia de la xenofobia.
2) La guerra de la Vendée testimonia el «genocidio franco-francés». De acuerdo con esta aseveración, Ph. de Villiers, ex-ministro de cultura del gabinete de Jacques Chirac, dio a conocer un requisitorio público titulado «Carta a los cortadores de cabeza y a los mentirosos...» Suficiente, todos comprendieron; el primero no fue Hitler, sino la Revolución Francesa. Europa puede reconstruirse después de esas barbaries. (23)
El campo de los escépticos empezó a oscilar en 1988. E. Furet había escrito en la revista Débat en 1983: «Terminemos con nuestra monomanía celebratoria... En todo 1789 hay algo de 1793». De lo que se trata es de aprender de las consecuencias del proceso revolucionario, es la época fructífera del diálogo para superar el conflicto social y cerrar ese pasado que divide la conciencia nacional, más allá de la identidad cultural que la mantiene unida. (24)
Las ideas cambiaron, no se sabe la causa: ¿Melancolía por ciertas ideas-fuerza de la Revolución?, ¿la potencia de la corriente celebratoria?, ¿los golpes del campo de la derecha? Lo cierto es que el discurso cambió: había que celebrar y hacer el elogio «de la abstracción de los derechos humanos», expresó la historiadora Mona Ozouf, quien es coautora con F. Furet del Diccionario Crítico de la Revolución Francesa, uno de los aportes del Bicentenario.
El cambio movió a asombro y también a sospecha; de ahí el título de uno de los capítulos del libro Pensar la historia de la Revolución Francesa, «François Furet o el arte del recentraje», donde los autores llaman la atención sobre los contenidos de la crítica y la actitud bien real de Furet, que publica una serie de libros que están en todas las vitrinas de las librerías parisinas, justamente por su calidad celebratoria. Por ej.: La Revolución, 1770-1880, en gran formato, y con una ilustración en la portada: la iconografía por excelencia de la revolución: «La República» de Charles Landelle en la que se ve la imagen de Mariana, que lleva la espada de la justicia y el olivo de la paz. (25)
Hemos presentado a los «celebrantes», que desde La Sorbona culminaron la celebración en un Congreso Mundial de Historia de la Revolución Francesa. Queda una pregunta para Michel Vovelle, quien declaró en 1985: «La Sorbona está sitiada». La pregunta es: ¿Los atacantes lograron el objetivo?
Sin embargo, en el campo de los «celebrantes», se destacaron otras «lecturas» de las ideas-fuerza de la Revolución y su mensaje contemporáneo: Régis Debray publica a fines de 1988 el libro titulado: ¡Viva la República!, y Daniel Bensaid, la obra: Yo, la República. (26)
Debray señala la variedad de proyectos políticos que encierra la Revolución de 1789. En primer lugar, el que no se llevó a la práctica, y que la realidad contemporánea plantea como un programa de exigencias: la plena vigencia de las libertades y derechos que fueran proclamados en 1789. En segundo lugar, aquello que la revolución puso en práctica: un sistema de pensamiento basado en el hombre, que piensa y se organiza, sin rey de derecho divino, ni Dios que decida. Este sistema funda una nación que a través de la soberanía nacional, «fusiona costumbres y leyes, las raíces y la voluntad». Así, la individualidad se inscribe en el colectivo. A continuación, el autor demuestra cómo estas ideas han influido en la historia de Francia y del mundo, de manera tal, que cada vez que son puestas en duda, se ha abierto el camino a la usurpación, a los regímenes de excepción.
D. Bensaid, se insurge contra la asimilación de las ideas de violencia y revolución: «Hay una superchería mayor en el acoplamiento exclusivo y abusivo de revolución y violencia. ¿Las revoluciones serían un oscuro y perverso objeto de deseo? Más prosaico, son explosiones e irrupciones, enfrentamientos de intereses, de principios y de voluntades. Cuando no se puede soportar.... ¡no se soporta más! ¿El Derecho tiene primacía sobre la Fuerza? Sí, de modo absoluto. Queda por saber, puesto que Dios está fuera del juego, ¿quién decide sobre el Derecho?». (27)
En conclusión:
La discusión no ha terminado, es posible que sólo haya comenzado. El Bicentenario se celebró: pobre o lujosamente, inteligente o mediocremente. Las diversas expresiones de la soberanía popular van a decidir. En nuestro caso, luego de haber presenciado y participado en las fiestas celebratorias, habiendo leído los libros a los que aludimos en estas páginas y de dar o darnos un salvoconducto para realizar estas actividades, tuvimos la sensación de que la Revolución, el personaje mítico de Michelet, anda por varios lugares de Francia y el mundo como la cigarra de Elena Walsh: Tantas veces me mataron / Tantas veces me morí / Pero estoy aquí / sola / cantando, cantando....
Notas.
1. Olivier Bétourné et Aglaia I. Hartig, Penser l'histoire de la Révolution Française. La découverte, París, 1989.
2. L 'Express, Nº 1989. París, 14-20 juillet 89.
3. Liberation. París, 20 oct, 89.
4. François Furet. Penser la Révolution Française. París. Gallimard, 1978. Ver también rev. Folio, París, abril 1989. págs. 9, 10. 26 y 29.
5. Carlos Marx. El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Moscú, Ed. Progreso, 1981.
6. Ibid.
7. Michel Foucault. Nietzche, Freud, Marx. Gallimard, París, 1985. p. 197.
8. André Glucksman, La cuisinière el le mangeur d'hommes. París. 1975. Les maîtres penseurs. París. 1977.
Bernard H. Levy. La barbarie à visage humaine. París, 1976.
9. Furet, op. cit., pág. 90.
10. Bernard Labrousse. Histoire économique et sociale de la France. Tome II. Presses Universitaires de France, París. 1970, pág. 740.
11. Albert Mathiez. La vie chère et le mouvement saciale sous la Terreur. Armand Colin, París, 1927. Ernest Labrousse. La crise de l'économie francaise à la fin de l'Ancien Régime et au debut de la Révolution. P.U.F., París, 1943.
12. Georges Lefébre. Les paysuns du Nord pendant la Révolution Française. París, 1927.
13. Albert Soboul. Les Sans-culottes parisiens en l'an II. La Roche-Sur-Yon, 1958.
14. Michel Vovelle. Religión et Révolution. La déchristianisation de l'n II. Hachette, París, 1976. Les métamorphoses de la fête en Provence. 1750-1830. Flammarion, París, 1976. La mentalité révolutionnaire. Messidor. París, 1985. La Révolution Française. Images et récit. Livre Club Diderot, París, 1986 (5 vols.
15. O. Bétourné et A. Hartig, op. cit.
16. Labrousse. «Entretiens...» Actes de la Recherche en Sciences Sociales Nº 32, París, 1982.
17. Participación en obras colectivas en Sur le Féodalisme. Centre d'Etudes et de Recherches Marxistes. Ed. Sociales, París, 1971. M. Dobb K. Takahashi, C. Hill et al. La transición del feudalismo al capitalismo. Ed. Crítica, Barcelona, 1982.
18. Richard Cobban. The Myth of the French Revolution. Londres, 1955.
19. F. Furet, op. cit., págs. 30 y 36.
20. F. Furet. Marx et la Révolution Française. Gallimard, París, 1986.
21. Ver a este respecto M. Vovelle: La chûte de la monarchie. 1787-1792, en Nouvelle Histoire de la France Contemporaine, Vol. I, Seuil, París, 1972. F. Furet y Mona Ozouf: Dictionnaire critique de la Révolution Française, Flammarion. París, 1988. Varios autores: L'etat de tu France pendant la Révolution (1789-1799), Ed. La Découverte, París, 1988. P. Bois: Paysans de l'Ouest. Des structures économiques depuis l'époque révolutionnuire dans la Sarthe. Vilaire, París, 1960.
22. Entrevista en Le Monde de la Révolution, Nº 4. París, avril 1989. Pierre Chaunu es autor del libro Déclassement a propos d'une commemoration. R. Lafftont, París, 1989.
23. Philippe de Villiers. Lettre ouverte aux coupeurs de têtes et aux menteurs. Albin Michel, París. 1989.
24. F. Furet. «La Révolution dans l'imaginaire politique française». Débat Nº 26, París, sep. 1983.
25. O. Bétourné et A. Hartig, op. cit., pág. 184.
26. Régis Debray. Que vive la République! Gallimard, París, 1989. Oaniel Bensaid. Moi, lu République. Gallimard, París, 1989.
27. D. Bensaid, op. cit.
3
La Revolución Francesa.
Hechos y etapas de su desarrollo
Rubén Sotoconil
Rubén Sotoconil es hombre de teatro y escritor. Vive en Chile
REVOLUCIÓN (Antr.) Revuelta encaminada a subvertir un sistema social en cuanto a tal y a reemplazarlo por otro. Sin ser conocido absolutamente en las sociedades arcaicas y tradicionales, este proceso es, sin embargo, característico de las sociedades modernas, en la medida en que el sistema en cuestión pueda ser desacralizado. (Pol.) Cambio radical y brusco de un sistema político y/o de una estructura social con el apoyo activo de una parte importante de la población.
I. Antecedentes
A fines del siglo XVIII (cuando en Chile don Ambrosio 0'Higgins hacía méritos para llegar a ser virrey del Perú) apuntaba ya el capitalismo en Francia. Desde el siglo XVI se producía en forma industrial carbón, acero, cobre, vidrio, buques, armas, gobelinos, tapices, encajes, porcelanas, coches, carros... Pequeños productores (llamados entonces fabricantes) vivían sometidos a grandes empresarios comerciales. Se empleaban máquinas, aparatos e, incluso, motores de agua, sangre o viento. Se explotaba a obreros no agremiados, mujeres y niños.
Estas industrias eran administradas por el Estado, o por príncipes, conventos, grandes terratenientes, ciudades, e incluso corporaciones. La producción en grande sólo se presentaba cuando el rey ordenaba encargos para el ejército o la marina. El resto era de consumo cortesano o de burgueses ricos.
La revolución industrial inglesa aceleró bruscamente la producción capitalista. Las grandes manufacturas centralizadas, con acentuada división del trabajo, llevaron a la concentración de enormes capitales en pocas manos: en las de la gran burguesía, que no tenía derechos políticos a su medida, pero que sabía que «el caudal hace la autoridad».
Se universalizaron nuevas ideas cargadas de dinamita revolucionaria. La escolástica medieval, las ideas caducas sobre el origen divino del poder, las normas jurídicas obsoletas, la moral, las costumbres de la sociedad feudal... todo cayó en descrédito. Newton y Adam Smith en Inglaterra, Lavoisier y Rousseau en Francia, Lomonosov y Radichev en Rusia, Lessing y Kant en Alemania despertaron el pensamiento y abrieron deslumbrantes horizontes.
La evolución fue desigual. Inglaterra se adelantó, igual que Holanda y las colonias inglesas en América. Pero en la mayoría de los países del continente europeo todavía no maduraban las condiciones para una revolución burguesa.
En Francia el régimen feudal y absolutista ya no correspondía a la evolución económica y social del país, esencialmente agrícola. De sus 25 millones de habitantes, el 90 por 100 eran campesinos. Su agricultura era muy atrasada. Casi un tercio de las tierras cultivables eran yermos. Instrumentos y herramientas eran primitivos. Prevalecía la rotación trienal en los cultivos. Apenas se conocían las plantas forrajeras. Las cosechas eran pobres en comparación con las que obtenían los ingleses.
En vísperas de la revolución, el 80 por 100 de las tierras de pastoreo, regadío y bosques; el 17 por 100 de las tierras arables (un tercio del total), estaban en manos de la nobleza y del clero. Por lo general, el amo recibía la renta (censo) total; el campesino aportaba todo el trabajo.
En las provincias del noreste algunos grandes propietarios trataban de reorganizar la explotación sobre patrones capitalistas. Despedían a los peones, unificaban las parcelas o introducían el sistema de arriendo. A veces la propiedad pasaba a manos de un burgués; pero esto era excepcional.
La autoridad feudal paralizaba el desarrollo del agro, anulaba las iniciativas para aumentar la producción. Casi la totalidad de los frutos del trabajo pasaban al goce del señor, a la iglesia o al rey.
A partir de 1780 comienza en Francia lo que algunos historiadores llaman «reacción feudal». Los propietarios imponen exigencias más abrumadoras, poniendo en vigor leyes antiguas. Habían caído los precios y se trataba de sacar ganancia a toda costa, exagerando la explotación. Exigieron el tercio de lo producido en las tierras comunales; luego demandaron la mitad y finalmente los dos tercios.
La industria. La manufactura más desarrollada era la de algodón (Rúan, Havre). En Lyon era la seda; en Alsacia, Lorena y Ardenas, la metalurgia. La fabricación de paños existía casi en todo el país.
Con el desarrollo industrial crecían las ciudades. París tenía, en vísperas de la revolución, alrededor de medio millón de habitantes, de los cuales un quinto eran obreros asalariados. Marsella tenía 90 mil habitantes y era la segunda ciudad del reino; Lyon, unos 85 mil; Bordeaux 84 mil y Nantes 57 mil.
Subsistía, en cierta medida, el sistema corporativo. Pero el rol dominante lo ejercían los capitalistas. Las grandes manufacturas empleaban de 50 a 100 obreros. Las minas de carbón en manos de la compañía D'Anziu empleaban a 4.000 obreros. Los talleres Creusot, fundados en 1789, poseían cuatro altos hornos. En las manufacturas textiles de Abbe-Ville laboraban más de 1.700 obreros, la mayoría mujeres.
El empleo de maquinaria había comenzado por 1760-70, importando de Inglaterra el telar Jenny para las hilanderías de Picardía y Lyon.
En vísperas de la revolución existían unos 900 oficios mecánicos. La necesidad de pasar del trabajo puramente manual a la manufactura incentivó la invención técnica. A fines del siglo XVII el físico Denis Papin se había aproximado a la construcción de una máquina de vapor. En 1707 había construido el primer buque a vapor. Aparecieron más tarde máquinas de construcción francesa, como cardadoras «sobre el modelo de máquinas, de largo empleo ya, en Manchester».
En 1785 Francia exportaba telas, sedas, brocados, sargas, bordados, batistas, sombreros, guantes, relojes, joyas, artículos de moda, tintes, vajillas, objetos de acero y de otros metales, papel, libros, jabón, velas, cristales, muebles de ebanistería, etc.
Pero -ya está dicho- el régimen feudal entrababa el esfuerzo industrial. El mercado interno era reducidísimo por la pobreza de la población campesina. En provincias existía gran diversidad de leyes referentes al intercambio. No había un mercado libre.
Francia comerciaba con todos los estados europeos, América y Oriente. De las Indias Occidentales (Santo Domingo y otros), importaba azúcar, especias y otros productos coloniales. La trata de esclavos constituía uno de los tráficos más lucrativos.
Bordeaux, Marsella, El Havre, Nantes, eran puertos florecientes donde los talleres de construcción naval tenían desarrollo considerable, a pesar de las trabas aduaneras.
Pese a todo, las formas de desarrollo capitalista se iban imponiendo en el comercio, la industria y la agricultura.
La monarquía, el poder real, ejercía su mando aristocrático e ilimitado. Luis XVI, hombre débil y pusilánime, aunque comilón, se atenía a su derecho «de origen divino». Determinaba las relaciones diplomáticas, nombraba ministros y funcionarios, dictaba y revocaba leyes, encarcelaba a medio mundo, cometía toda clase de arbitrariedades. Se había casado con María Antonieta, hija de la emperatriz María Teresa de Austria, lo que reforzaba su posición en Europa.
El absolutismo francés era un poder confuso, complicado y a veces contradictorio. No había uniformidad administrativa. Las provincias se dividían en senescalías, generalidades, etc., herencia de antiguos usos administrativos feudales independientes, reunidos en distintas épocas por la corona. Algunas ciudades eran autónomas.
La administración de las provincias no estaba unificada. Los impuestos se cobraban en forma diferente en cada localidad. Tarifas y transacciones comerciales eran distintas de una comarca a otra. Tampoco era uniforme el sistema de pesas y medidas.
El inmenso aparato gubernamental se ocupaba principalmente en cobrar impuestos y exprimir en toda forma a la población trabajadora. El impuesto más odiado era el de la sal. Las contribuciones absorbían los dos tercios de los frutos de la tierra.
La producción estaba sujeta a reglamentación minuciosa e irritante. Algunas mercancías debían fabricarse según etapas establecidas, muchas veces obsoletas; la menor trasgresión significaba destrucción de los artículos. Una nube de inspectores y controladores velaba por que no se introdujese ninguna innovación en los productos industriales o agrícolas.
La palabra impresa estaba sometida a estricta censura. (En 1789 había 33 censores de ciencias jurídicas; 21 de medicina; 5 de anatomía; 9 de matemáticas y física; 24 para las bellas artes). Los escritos «sediciosos» eran quemados. «En Francia el rey habla y el pueblo obedece», decía el conde Vergennes, ministro de Luis XVI.
La nobleza. La monarquía conservaba la división feudal de la sociedad en órdenes. «El clero sirve al rey con la plegaria, la nobleza con la espada, el Tercer Estado con sus bienes». El clero y la nobleza constituían una minoría: de 25 millones, 117.000 eran nobles y otros 130.000 eran clérigos. En total, poco más del 1 por 100 de la población del país.
Los nobles consumían la quinta parte del presupuesto estatal y poseían, junto con el rey, las tres cuartas partes del territorio nacional. Se dividían en varios grupos: nobleza palatina, de los empleos públicos, y nobleza feudal. Ocupaban todos los puestos importantes del Estado.
Una cuarta parte del suelo francés era propiedad de la iglesia. El alto clero (arzobispos, obispos y otros «príncipes») tenían rentas de miles de libras, en tanto que los curas de aldea percibían no más de 800 libras al año. (1 libra =20 sous; 1 sou=5 centavos).
En los años que precedieron a la revolución habrían salido del tesoro del Estado 23 millones de libras para beneficio del conde D'Artois, hermano del rey; 1.200.000 libras para la condesa de Polignac y sus deudas, amén de 100.000 libras para la dote de su hija; 100.000 libras para el conde de Guiche y la dote de su respectiva hija; 1.750.000 libras para la familia del conde de Naoilles, etc. Se pagaban 28 millones de libras anuales en pensiones para los nobles.
El conde de Orleans, uno de los hombres más ricos del reino, tenía deudas por más de 70 millones. El cardenal de Rohan, otro potentado, debía más de dos millones.
La nobleza de provincia llevaba una vida precaria. Algunos apenas sabían firmar. Como sea, eran los amos en sus dominios y estrujaban sin misericordia a «sus» campesinos.
La «nobleza de toga» (jueces) procedía de la burguesía. Habían comprado sus títulos y se entregaban con alma y vida a la «nobleza de espada» (aristócratas con antepasados nobles). Eran adversarios resueltos de todo cambio.
Entre todos estos grupos no había contradicciones de fondo. Tenían conciencia de pertenecer a los órdenes privilegiados y dirigentes, que explotaban, presionaban y oprimían al resto de la nación.
Algunos años antes de la revolución se había reagrupado la nobleza, borrándose las diferencias entre «espadas» y «togas». Cierta porción pequeña de la nobleza se había «aburguesado»: eran los que trataban de reorganizar la explotación de sus dominios, modernizándola. Se embarcaban en empresas lucrativas diversas, comerciales e industriales, invirtiendo en compañías colonizadoras que producían grandes beneficios. Esta nobleza liberal se alejaba del feudalismo absolutista para plegarse a la nueva sociedad burguesa en formación. (Duques de Aiguillon y de Noailles, marqués de La Fayette, el conde de La Rochefoucauld, los hermanos Lameth).
El Tercer Estado lo constituía el 99 por 100 de la nación. Comprendía la burguesía, los campesinos, los plebeyos: artesanos, pequeños comerciantes, obreros, etc. Todos carecían de derechos políticos y estaban subordinados a los órdenes privilegiados.
La burguesía. El desarrollo del capitalismo, la expansión de la industria y del comercio, la formación de la economía capitalista, habían consolidado a la burguesía. A fines del siglo XVIII se había convertido en la clase más fuerte, rica y poderosa. En sus manos concentraba capitales enormes, poseía las empresas industriales, manejaba la totalidad del comercio interior y exterior, se había adueñado de gran parte de las propiedades. Sus palacios parisinos eclipsaban a los de la antigua nobleza. Los burgueses de provincias no les iban en zaga. El armador Bonafé, de Burdeos -por ejemplo-, poseía 30 barcos y una fortuna calculada en 16 millones de libras. Los banqueros prestaban grandes sumas a los nobles arruinados. Eran los más instruidos; cultivaban las ciencias para ponerlas a su servicio y oponerlas a la religión, que era la herramienta ideológica con que la nobleza defendía sus privilegios amenazados.
La burguesía tenía conciencia de sus propias fuerzas y de que carecía de derechos políticos. No participaba en la dirección del Estado. Vivía sometida a la nobleza y limitada por toda clase de trabas. Aunque miraba con desprecio a los campesinos y a los pobres en general, comprendía que la miseria universal estrechaba aún más el mercado interno.
Había diferencias: banqueros, millonarios, financistas, estaban más ligados a la nobleza; los pequeños comerciantes e industriales no podían sortear con igual facilidad las trabas del régimen. Pero todos, como clase social, constituían una fuerza revolucionaria.
Los campesinos. Constituían la inmensa mayoría de la población y soportaban casi la totalidad del peso feudal.
Había desaparecido la servidumbre primitiva. La gran mayoría eran censatarios, que pagaban renta al señor.
El régimen de propiedad permitía la explotación inmisericorde del campesino. Los amos percibían una renta en dinero, perpetua e irremisible, el censo, y una parte considerable de la cosecha (impuesto sobre cada gavilla). En la compra-venta de un bien raíz el dueño (no noble) debía pagar cierta cantidad al señor. Por transitar en los caminos o cruzar los puentes, había que pagar peaje. Debía pagar por moler su trigo en el molino señorial, por cruzar el río en la barca, por la polvareda que levantaba el rebaño, etc.
La Iglesia le exigía el diezmo, que significaba una parte de los frutos de la tierra (décima de las cosechas). El diezmo personal lo pagaban en dinero contante; los «novales» eran los diezmos sobre las tierras recién labradas. Al rey había que pagar diversos impuestos: prestaciones como «la talla», impuesto sobre la propiedad; «la vigésima», sobre las rentas; «la capitación» sobre la persona.
Los labradores sucumbían bajo el yugo feudal. Cada día aumentaban sus sufrimientos y dificultades.
«Se ven ciertos animales feroces, machos y hembras, desparramados por el campo, negros y lívidos y completamente quemados por el sol, apegados a la tierra que remueven con terquedad invencible; tienen una especie de voz articulada y cuando se levantan sobre sus pies muestran una faz humana; y, en efecto, son hombres. Se retiran por la noche a sus cubiles, donde viven de pan negro, de agua y de uvas; ahorran a los demás hombres el trabajo de sembrar, de laborar la tierra y de recolectar para vivir, y así merecen que no les falte ese pan». (La Bruyére, Los caracteres. Sopeña, Buenos Aires, pág. 135).
En vísperas de la revolución, los labriegos eran unos dos millones de desesperados, listos para empuñar las horquetas contra sus opresores. Se oía decir: «El rico y el cochino / no aprovechan vivos; pero cuando muertos están / ¡qué ratos tan buenos dan!
La plebe o canalla. Obreros, artesanos, pequeños comerciantes, cargadores, músicos ambulantes, trabajadores ocasionales o desempleados, indigentes se hacinaban en los suburbios de las grandes ciudades. Constituían «la canalla», en el escalón más bajo de la sociedad. No tenían absolutamente ningún derecho; eran simplemente parias. En el curso de los siglos XVII y XVIII se insurreccionaron varias veces.
En 1670, en Burdeos, apoyaron a los campesinos rebelados contra el impuesto a la sal. A finales del reinado de Luis XIV se negaron a trabajar servilmente en los caminos («corvée»), a pagar impuestos y a contribuir a la Iglesia.
En 1709, año de gran hambruna, y en 1778-84 y 85, las revueltas populares causaron gran inquietud en la Corte. El 27 de abril de 1775 los estibadores de Beaumont obligaron con violencia a bajar el precio del pan. El ejemplo fue imitado en toda la Isla de Francia, en los alrededores de París y en cuatro de sus provincias limítrofes (Normandía, Picardía, Champaña y Orleans). La ola de protesta llegó a Versalles y se dice que Luis habló desde el balcón a unos ocho mil revoltosos. El ministro Turgot movilizó a las tropas, arrestó, ejecutó. El orden fue restablecido y el hambre continuó royendo las entrañas del pueblo, pero no la conciencia de la nobleza.
Los obreros. Los obreros se reclutaban entre los pobres de las ciudades y entre los campesinos arruinados. En París, Rúan, Lyon, Marsella, Bordeaux, Nantes, los obreros formaban un contingente de 600.000 personas.
La jornada de trabajo era de dieciséis a dieciocho horas en locales sombríos y húmedos. El salario no cubría las necesidades elementales del trabajador y su familia. Las huelgas eran frecuentes. Escribía un ministro del antiguo régimen: «En general, los salarios son demasiado bajos y hay una gran masa de hombres víctima de los intereses particulares de unos cuantos». Los aprendices de sastres de Marsella tienen derecho a declarar: «Vivimos en la desventura». Los albañiles ganaban término medio 2,30 libras diarias; los tejedores de Mosela, 75 centavos; una hilandera bretona, 30 centavos; un minero calificado, 1 libra 28 centavos. Un kilo de carne costaba 1,10 en París y 60 centavos en el resto del país. 1 kilo de mantequilla, 1,28 libras. El promedio de salario era equivalente al precio de 6 libras de pan. La carne y el vino rara vez se hallaban en las mesas obreras.
Todavía no se maquinizaba la industria. No se formaba aún el proletariado, en el sentido moderno de la palabra.
Los hilanderos de Caen consideraban «... que las máquinas son un perjuicio serio para la gente pobre: reducen a nada el precio de la hilandería y, por lo tanto, los hilanderos piden que se supriman».
II. Crisis
El régimen feudal y absolutista frenaba el desarrollo de las fuerzas productivas y las nuevas relaciones sociales que ya iban cobrando forma.
Los intereses de la clase burguesa, de los campesinos, de la pequeña burguesía urbana y de los obreros entraban en aguda contradicción con el régimen absolutista y feudal. El Tercer Estado estaba en condiciones de unirse contra el feudalismo. El abate Sieyés expresaba:
-¿Qué es el Tercer Estado? Todo. ¿Qué ha sido hasta ahora en el orden político? Nada. ¿Qué exige? Ser algo (1789).
La burguesía se alzó como vanguardia de las clases populares pertrechada de su propia ideología. Proclama el imperio de la razón contra el reinado de la religión. Cree en el progreso, en el «derecho natural». El Estado, el orden social había comenzado como un convenio entre los hombres («contrato social») y tan pronto como el régimen social dejara de existir al servicio de los ciudadanos, estos tenían el derecho a sublevarse contra el orden existente.
Ideología burguesa. En las ideas y opiniones circulantes empieza a decantarse un nuevo enfoque del mundo y de la sociedad. Escritores, filósofos, historiadores y publicistas que representaban a la burguesía revolucionaria preparan el espíritu y el corazón para la batalla que se avecina.
En los últimos años del reinado de Luis XIV se declara la crisis del régimen feudal.
Los sufrimientos de la masa hicieron que el mariscal Sebastián de Vaulin (1633-1707) publicara un Project d'une dime royal (Proyecto de un diezmo real) (1707), obra de carácter filosófico y político en que reconocía como causa de los males del reino el excesivo peso de los impuestos y su desigual aplicación. Proponía una reforma de todo el sistema fiscal. El autor cayó en desgracia.
Pierre de Boisguillebert (1646-1714) no sólo critica la política financiera sino toda la política económica del Estado y señala la necesidad de limitar los privilegios de los dos órdenes principales. Su libro también fue prohibido.
Louis de Saint-Simon (1675-1755) escribió sus memorias, pero dispuso su publicación hasta después de su muerte, para librar su cuerpo de la quemante ira del Rey-Sol. Sus observaciones de la corte de Versalles y sobre el absolutismo y el régimen feudal revelan que ya en su tiempo la podredumbre estaba avanzada.
La crítica al absolutismo se convierte en la principal preocupación ideológica de la literatura francesa de este período.
Jean de la Bruyére (1645-1696) muestra un bien definido acento democrático en su único libro, Los caracteres, o las costumbres de este siglo (1688), que es una crítica profunda, incisiva y justa del absolutismo. Habla de los acaparadores y de su escandalosa fortuna, de los grandes señores, holgazanes y perversos, de los aldeanos miserables. Desacredita a los dirigentes sociales (la nobleza, el soberano, la corte, los grandes, la alta burguesía). Critica la inmoralidad, beatería, el egoísmo mezquino, la futilidad del «gran mundo», la iniquidad del régimen social de su tiempo (el de Luis XIV, un rey que sólo se bañó dos veces en su vida).
Discípulos suyos fueron Fenelon y Lesage (Gil Blas de Santillana). Lesage (1668-1747) describe la decadencia y descomposición de la vieja sociedad feudal y el nacimiento del orden burgués, edificado sobre el poder del dinero y la sed de lucro.
Charles Perrault (1628-1703) fue poeta, traductor y filósofo. Sin embargo pasó al olimpo literario como escritor de cuentos para niños. (Caperucita, El gato con botas. Cenicienta). A la moral cortesana opone la moral del pueblo.
Las «luces». «Los grandes hombres que en Francia prepararon la cabeza para la revolución que había de desencadenarse, adoptaron una posición abiertamente revolucionaria. No reconocían autoridad de ningún género. La religión, la observación de la naturaleza, la propiedad, el orden público: todo lo sometían a la crítica más despiadada; cuanto existía había de justificar los títulos de su existencia ante el foro de la razón, o renunciar a seguir existiendo» (Engels, Anti Dühring, introducción).
La olla de las ideas hirvió largo tiempo. Fue «el siglo de las luces». Filósofos, economistas, escritores defendieron conceptos de avanzada y progreso, esclareciendo las ideas del pueblo para la revolución en perspectiva. La propagación de las «luces» estaba a cargo de la burguesía ascendente, entonces aliada al pueblo. Fue la única ocasión en que pudo identificarse con el Tercer Estado. Después siguió invocando el nombre de «todo el país», pero para ocultar la sarna del lucro, ganancia o porcentaje.
Las masas populares fueron las primeras en afrontar la lucha. Alzamientos campesinos, insurrecciones de la plebe se sucedían a través de los años, sobre todo en épocas de hambrunas. Eran alzamientos espontáneos. Por lo general adoptaba la orientación de la burguesía, única clase capaz de encabezar y dirigir el movimiento popular.
Las aspiraciones y esperanzas del pueblo fueron expresadas, en su etapa de formación por algunos teóricos poco conocidos, como Meslier y Mably. Jean Meslier (1664-1729) era un modesto párroco de Etré-pigny, en Champaña. Escribió un Testamento publicado después de su muerte. Voltaire lo leyó y lo publicó expurgado de lo que le parecía «peligroso». Meslier es considerado el padre del materialismo francés. Denuncia la religión como instrumento de opresión y represión del pueblo: «La religión apoya al gobierno político, por malvado que sea; y a su vez, el gobierno sostiene a la religión, por tonta o vana que sea». Para él los soberanos y potentados son todos ladrones y asesinos. Repudia la propiedad privada de la tierra, fuente de todas las injusticias sociales. Aspira a un comunismo agrario. Expresa la esperanza de que todos los grandes y aristócratas de la tierra sean colgados y ahorcados algún día «con las tripas de los curas». Mably (1709-1785) consideraba una serie de reformas: contra el lujo, limitar la propiedad territorial, etc.
Montesquieu. Carlos Luis de Secondat de Montesquieu, barón de la Brede (1689-1755) publicó sus Cartas persas (1721), novela filosófica en forma epistolar, sátira mordaz de las instituciones sociales y políticas del régimen absolutista, en particular de la del «Rey-Sol», Luis XIV. En 1728 fue elegido miembro de la Academia Francesa, donde rindió homenaje al mismo rey que antes denostó. En 1748 dio a la prensa El espíritu de las leyes, libro de larga preparación y reeditado 22 veces en los dos años siguientes a su aparición. Se le considera el padre del liberalismo burgués. Denuncia el despotismo, sus vicios y sus crímenes e idealiza la monarquía constitucional inglesa. Separa rigurosamente el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial. Marat lo consideraba su primer maestro por su defensa de la libertad, su denuncia de la religión, su hostilidad al despotismo, su condena a las guerras de conquista.
Voltaire. Doce años después de la publicación de El espíritu de las leyes, de Montesquieu, aparecieron unas Cartas filosóficas que fustigaban sin piedad la barbarie, el oscurantismo, el espíritu reaccionario y el atraso político de Francia. El libro fue quemado, el impresor arrojado a La Bastilla y el autor tuvo que ocultarse: Francisco María Arouet (Voltaire) (1694-1778) pasó a la antesala de la revolución como portaestandarte de los iluministas, enemigo implacable del feudalismo y sus socios clericales y beatos. Sin embargo, decía que «si Dios no existiera, sería preciso inventarlo» para frenar los impulsos de la plebe, pues «si la canalla se pone a pensar, todo está perdido». Preconizaba la reforma del poder desde la cúpula.
Su influencia fue inmensa, sobre todo en la pequeña burguesía.
La Enciclopedia. La crisis del absolutismo seguía agravándose. Se profundizaba la corrupción y crecían las dificultades. La hambruna de 1747 desembocó en la insurrección de 1749.
En 1750 se abre la suscripción a la Enciclopedia, «diccionario razonado de ciencias, artes y oficios», suma y compendio del conocimiento de la época. Por primera vez en la historia de la lucha ideológica y política reunía en una sola plataforma a todos los representantes de las ideas revolucionarias, a todos los adversarios del feudalismo decadente: deístas, ateos, agnósticos y materialistas, monarquistas constitucionales y republicanos.
El director fue Denis Diderot (1713-1784). Su colaborador Jean Le Rond (D'Alambert) (1717-1783). Escribieron en ella Voltaire, Montesquieu, Rousseau, Quesnay, Turgot, Holbach, Helvetio, Condillac, Mably, etc. Los dos primeros volúmenes fueron destruidos. En 1759 se detuvo su publicación. D'Alambert se retiró, acobardado ante el furor de sus enemigos; pero Diderot continuó hasta 1665, en que la Enciclopedia se completó.
Filósofos materialistas. La Enciclopedia tuvo gran influencia en la evolución intelectual francesa del siglo XVIII. «Los materialistas franceses no limitaban su crítica al dominio de la religión; criticaban toda tradición científica, toda institución política de su tiempo. Para probar que su teoría era de aplicación universal tomaban el camino más corto, aplicándola atrevidamente a todo objeto del conocimiento, en esta gigantesca obra, la Enciclopedia. De una u otra forma, abiertamente materialistas o deístas, el materialismo se convirtió en la concepción del mundo de toda la juventud culta de Francia» (Federico Engels).
El materialismo francés de la época está representado por Julien Offroy de La Mettrie (1709-1751), médico, autor de El hombre-máquina; Denis Diderot, autor de obras notables como El sobrino de Rameau (1762), Conversaciones de D'Alambert y Diderot (1769), El sueño de D'Alambert (1769); Claude Adrián Helvetius, adversario de la religión y el despotismo, cuya obra principal, Del ingenio, (1758) era muy estimada por Lenin; Paúl Henry de Holbach (1723-89), autor del Sistema de la naturaleza (1770) y de panfletos antirreligiosos; Etienne Bonnal de Condillac (1715-1780), que escribió un Tratado de las sensaciones (1734); Jean Baptiste Robinet, con su obra De la naturaleza (1761-1768), etc.
Holbach sostenía que la naturaleza actuaba por sus propias fuerzas y que no necesitaba de impulsos exteriores para entrar en acción. Los filósofos eran mayoritariamente ateos, creían en el poder de la razón y atacaban fieramente la ignorancia y el oscurantismo. La mayoría era de espíritu democrático, confiaba en el pueblo y trataba de llegar a él.
Sin embargo, su materialismo estaba vinculado a la mecánica y a las matemáticas, entonces en crecimiento. Tendía al análisis, a la división de la naturaleza en esferas y objetos aislados y sin considerar su desarrollo. Cualquier forma complicada del movimiento era reducida a una más condensada: lo social era extrapolado a lo biológico, luego a lo químico y a lo electromagnético. En ciencias naturales se trataba de traducir el movimiento al traslado de los cuerpos en el espacio, al movimiento mecánico. Las únicas leyes de la naturaleza eran las mecánicas. La Revolución Industrial fue obra de mecánicos emprendedores que prestigiaban todo lo que tocaban, hasta la filosofía.
Los fisiócratas. La fisiocracia es una doctrina económica que sostiene que la riqueza proviene de la explotación de los recursos naturales (physis= naturaleza) y del libre cambio de los productos, dentro de un orden natural de las sociedades humanas. El Estado no tiene por qué inmiscuirse en la vida económica del país.
F. Quesnay, Dupont de Nemours, Merciére de la Riviére, Turgot y otros, conciben la economía desde el punto de vista de la burguesía ascendente.
Parten de nociones de «derecho natural» y «leyes de la naturaleza» formuladas por ellos mismos, y que consideran constantes e inmutables. Critican las condiciones de vida de la sociedad feudal, violadoras del «derecho natural», especialmente el régimen de libertad individual y el derecho a la propiedad privada. Las trabas a la libertad de empresa y a la iniciativa privada constituyen las violaciones más funestas. Proclaman: «¡Dejar hacer! ¡Dejar pasar!»
Daban prioridad a la agricultura sobre la industria y el comercio, lo cual es legítimo para el estado de desarrollo de Francia en esa época. Quesnay (1694-1774) sostenía que el país debía ser poblado por agricultores ricos. Había que volver al comunismo primitivo, como el que todavía practicaban los pueblos salvajes para llegar a la anhelada felicidad humana.
Corrientes democráticas. A partir de Jean Meslier empieza a perfilarse la corriente democrática. En 1775 apareció un tratado anónimo, Código de la naturaleza, en el que se sostenía que la naturaleza humana es inmutable y que el orden social existente estaba en contradicción con la naturaleza y las exigencias de la razón. El mayor mal y fuente de sufrimiento estaba en la propiedad privada. La sociedad estaría en armonía con el «orden natural» cuando se restituyera la propiedad colectiva de la tierra (Morelly).
El abate Gabriel Bennot de Mably expresó las mismas ideas en Dudas propuestas a los filósofos economistas sobre el orden natural y esencial de las sociedades políticas (1768) y De la legislación o Principios de las leyes. Criticaba duramente las instituciones sociales y proclamaba los derechos soberanos del pueblo. No soñaba con la vuelta al comunismo primitivo, como Morelly, sino que preconizaba reformas. Confiaba en «las luces del siglo» y en «el generoso corazón del rey»...
Rousseau. El representante más eminente de la ideología democrática del siglo XVIII fue Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), hijo de un relojero suizo. Conoció desde niño los trabajos ingratos, las injusticias, el hambre y las humillaciones. Era un «maestro chasquilla» de muchos oficios. Cuando publicó libros, las autoridades ordenaron quemarlos. Vivió perseguido, ocultándose, disfrazándose. Y con todo, fue el maestro de la juventud francesa y europea durante varias generaciones: Discurso sobre ciencias y artes (1750), Discurso sobre el origen de la desigualdad (1755), El contrato social(1762), La nueva Eloísa (1760, novela), Emilio, o de la educación (1762, novela) y Confesiones (1782-89).
Rousseau se pronunciaba contra la propiedad privada y contra la desigualdad social que esta engendra. También partía del «derecho natural» y del «hombre natural». En los tiempos dorados no había propiedad privada y todos los hombres eran iguales, según la naturaleza. La desigualdad comenzó con la propiedad privada: «El primero que cercó un terreno y dijo "Esto es mío" y encontró gente simple que le creyera, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, muertes y cuántas miserias y horrores no se hubiera evitado el género humano... si alguien hubiese gritado: "¡Cuidado con escuchar a este impostor! ¡Estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie!" ».
En El contrato social (1726) demostró que el derecho de los reyes no era divino sino humano: «La desigualdad es manifiestamente opuesta a las leyes de la naturaleza, no importa la manera en que se defina. Que un niño dirija a un adulto, que un imbécil mande a un sabio, y que un puñado de personas se harte de frivolidades mientras las multitudes mueren de necesidad.»
El poder del Estado está al servicio de los poseedores y contra los desposeídos. Sin embargo, Rousseau no proponía la abolición de la propiedad privada, «porque no se podía volver atrás». Había que reducir el mal con impuestos progresivos, limitaciones al derecho de sucesión, etc.
Otra de sus ideas era establecer una forma de gobierno republicano que asegurara de preferencia la plenitud del poder al pueblo.
Jean-Paul Marat. (1743-1793) escribió Las cadenas de la esclavitud. Hijo de sardo, aprendió siete idiomas y viajó por toda Europa. Sabio eminente, médico y físico, sociólogo y publicista. Sus trabajos científicos fueron estimados por Benjamín Franklin, Goethe y otras personalidades. En su juventud pergeñó la novela epistolar Cartas polacas en que denunciaba el despotismo. En 1774 apareció en Londres su Cadenas de la esclavitud, áspera crítica al régimen, más tarde traducido al francés en vísperas de la revolución. En esta obra aspira a un régimen igualitario. Discípulo de Rousseau y Montesquieu, los sobrepasó en sus concepciones políticas. Registra la lucha de las clases en la evolución histórica y el rol de la violencia en el proceso de la formación del Estado. Asimismo, proclama el derecho de los oprimidos a resistir al opresor, y en particular, el derecho a la insurrección armada.
Louis-Sebastiane Mercier. (1740-1814), autor de un relato utópico, El año 2440, describe una Francia feliz y próspera, practicando las ideas igualitarias de Rousseau, sin pobreza ni riqueza.
En el teatro triunfan piezas inspiradas en la idea democrática: Guillermo Tell, de Lemierre, Coriolano, de Shakespeare; Virginia, de La Harpe; El barbero de Sevilla y El matrimonio de Fígaro, de Beaumarchais.
La literatura, en todas sus manifestaciones, vehiculaba las ideas progresistas, reivindicaba héroes populares, criticaba a la sociedad feudal.
Ascendía la burguesía con el apoyo de las masas. Se afianzaba la nueva ideología.
III. Los Estados Generales
Al sentarse en el trono Luis XVI los asuntos del reino olían mal. Luis XV («¡Después de mí, el diluvio!») dejó a su sucesor arcas vacías y muchas deudas. Reinaba el hambre y las turbas se insolentaban de día en día. («La tierra lleva ya dos meses totalmente cubierta de nieve y hielo. Los obreros de las ciudades y los jornaleros del campo, los obreros de las manufacturas y fábricas se ven obligados a abandonar el trabajo por no poder resistir las heladas extraordinarias... Son indecibles las privaciones a que tiene que someterse la población» -Crónica de la época). No hay pan en ninguna parte. La burguesía está descontenta a raíz del tratado comercial con Inglaterra, 1786. Las reformas realizadas por los ministros Turgot y Necker irritan a la nobleza y desesperan a los campesinos. Una ordenanza real de 1784, por ejemplo, obliga a fabricar pañuelos cuadrados. ¿Para qué?...
En 1789 la deuda pública sube de cuatro millones y medio. No hay margen para nuevos impuestos ni menos para empréstitos. El tesoro afronta la bancarrota total.
Para encontrar una salida el rey se ve obligado a convocar a los notables (príncipes, duques, pares, escogidos por el rey). Estos quedaron sobrecogidos ante el desastre. El monarca decide entonces convocar a los Estados Generales, que no se reunían desde 1614.
Los Estados Generales era una asamblea de 1.165 representantes de las tres clases (clero, nobleza y burguesía). Debían encontrar medios y recursos para solucionar la crisis financiera. El Tercer Estado tenía 600 representantes, cuota doble respecto a los otros dos estamentos, por sospechar la nobleza que los burgueses tenían el colchón forrado de dinero fresco.
Francia chapaleaba en un pantano: comercio, industria, finanzas... todo se hundía. Y encima, las calamidades naturales que azotaban a la agricultura. La cosecha de 1778 había sido pésima. Huracanes y granizo en 1788. Hambruna generalizada. Luego, un invierno riguroso con 18 grados bajo cero, ríos congelados, viñedos arruinados. Donde no hay qué comer, ¿qué alegría puede haber?
A fines de 1778 estallaron insurrecciones campesinas, que se hicieron amenazantes. La población urbana reclamaba pan. A fines de abril los obreros del barrio de Saint Antoine, en París, saquearon las casas de dos industriales. Las tropas enviadas a someterlos fueron recibidas a pedradas y ladrillazos. Hubo muertos.
Todo el país estaba en efervescencia. El régimen crujía y se descalabraba. Se preparaban los Cuadernos de Quejas y se elegían los representantes a la Asamblea de los Estados Generales. Los Cuadernos, redactados por la burguesía letrada -ya que los aldeanos no sabían escribir- reclamaban amplias reformas políticas, la abolición de los Ordenes y la eliminación de las trabas a la industria y al comercio. Hablaban en nombre del Tercer Estado, el mayoritario de la nación y el único que trabajaba.
Sólo en diciembre dé 1788 se publicaron más de 2.500 panfletos, que se leían y discutían en todas partes.
El 5 de mayo de 1789, en la sala Menus-Plaisir, en Versalles, tuvo lugar la inauguración de la esperada reunión. Ambos lados del trono real fueron rodeados por clérigos y nobles en sus tenidas de lujo. Los representantes del Tercer Estado vestían de negro en el fondo de la sala.
El rey no dijo una palabra sobre reformas; en cambio llamó a «rechazar con indignación las innovaciones peligrosas».
Al día siguiente había que verificar los poderes de los diputados. ¿Habría voto individual o por Orden? De ser esto último, la nobleza y .el clero aplastarían al Tercer Estado.
El conde de Mirabeau, diputado del Tercero, denunció la maniobra e invitó a sus correligionarios a mantenerse firmes, porque representaban a la inmensa mayoría del país.
El 17 de junio de 1789 los representantes del Tercer Estado votaron una resolución en que se declaraba:
«En las actuales circunstancias no puede admitirse más título que el de la Asamblea Nacional, ya que los diputados que la integran son los únicos representantes públicos y legalmente reconocidos del pueblo y directamente, de toda la nación.»
Por lo tanto, se convertía en el órgano legislativo del pueblo francés, su representante supremo.
El bajo clero se plegó a esta decisión. El rey y sus parásitos se alarmaron. Cerraron puertas y ventanas, para darse ánimos. No querían oír más reproches ni acusaciones. La canalla tendría que entendérselas con las bayonetas.
Juego de pelota. Los Estados Generales demoraban sus decisiones. El país se impacientaba. Los provincianos acudían a Versalles a presenciar las sesiones y aclamaban a los representantes del Tercer Estado, exigiendo audacia y determinación. El 10 de junio se procedió a verificar los poderes de los tres Ordenes. Los ausentes serían excluidos.
El 13 de junio la Asamblea declaró que el Tercer Estado era el mandatario legítimo de toda la nación. Esta situación nueva exigía una nueva expresión jurídica. El 17 surgió la Asamblea Nacional, con facultades legislativas. Pero el 20 de junio, cuando los diputados populares y del bajo clero se presentaron en la sala de Menus, encontraron las puertas cerradas por orden del rey y resguardadas por tropas.
Los diputados y la masa popular se indignaron. Salieron bajo la lluvia a buscar un local. Una cancha cubierta, desprovista de muebles, que servía para jugar pelota, los acogió. Se reanudó la sesión con todo el pueblo como guardia. Conscientes de la peligrosa situación, humillados y pisoteados por el rey, juraron no separarse hasta redactar la Constitución.
Tres días más tarde (23 de junio) volvieron a reunirse los tres Ordenes. Luis XVI declaró nulas todas las decisiones de la Asamblea y dispuso la separación de los estamentos.
Los diputados burgueses se sentían envalentonados. Fue entonces cuando Mirabeau pronunció su famosa frase:
-¡Id a decir a vuestros mandantes que estamos aquí por la voluntad del pueblo, y que no saldremos sino por la fuerza de las bayonetas!
Se reanudó la sesión. La monarquía había sufrido una derrota considerable. Al día siguiente la mayoría del clero se unió al Tercer Estado. El rey se vio obligado a reconocer la legalidad de la Asamblea.
El 9 de julio la Asamblea se proclamó Asamblea Constituyente. Era una nueva situación. Mirabeau habló acerca de evitar fechorías y lágrimas. Temía la intervención popular. Estaba comenzando la revolución.
Un ardiente verano. El país entero estaba pendiente de lo que ocurría en Versalles. La noticia de que la Asamblea se disolvía intensificó la inquietud en la masa. Panfletos, periódicos, octavillas eran leídos ávidamente. Todo el mundo se apasionaba por la política. Se esperaban cambios. La inquietud llegaba a los cuarteles: los soldados fraternizaban con los civiles. Se formaban organizaciones de lucha. A fines de junio la fiebre llegaba a Lyon, donde los obreros izaron una bandera roja en el municipio.
En Versalles los diputados burgueses organizaron un club con más de 1.500 miembros. El rey hacía preparativos contrarrevolucionarios concentrando tropas en París y Versalles y destituía a su ministro más popular (Necker). Esto gatillo los acontecimientos. Varios arsenales fueron saqueados. Hubo choques con la tropa.
El 13 de julio resonaron las campanas de alarma en París. Artesanos y jornaleros, obreros y pequeños comerciantes, mujeres, ancianos armados de puñales, pistolas, hachas y piedras se volcaron en las calles. Los soldados retrocedían; algunos se pasaban al lado de los civiles. La insurrección armada crecía por minutos.
Los diputados burgueses se constituyeron en comité permanente, que derivó en la organización de la Comuna o Municipalidad de París. El mismo día 13 el Comité decidió la formación de una milicia cívica, fuerza armada de la revolución.
14 de julio. La noche del 13 al 14 de julio los civiles han disparado contra los guardias de La Bastilla. La multitud ha saqueado la casa del jefe de policía y vaciado algunas bodegas de vino. Hay incendios, rumores confusos en las calles. Pequeños grupos transitan, se detienen, vuelven a moverse.
Hay 120.000 indigentes en la capital de 650.000 habitantes. En toda Francia hay centenares de miles de hombres hambrientos y desesperados. La gente busca armas para defenderse de la ira del rey. Hay que buscarlas en Los Inválidos o en La Bastilla.
La Bastilla es una prisión de lujo. Están allí detenidos cuatro estafadores, dos locos y un conde criminal. También hay presos voluntarios que viven allí por seguridad. Se come bien, dos veces al día. Los prisioneros ricos se hacen traer viandas a su gusto.
A mediodía empieza a juntarse gente. Por la calle Saint-Antoine llega una multitud armada de picas e instrumentos de trabajo, sables, fusiles y cuchillos. Dos hombres suben al techo del cuarto de guardia y rompen las cadenas del puente levadizo. El gobernador del presidio ha distribuido sus 95 soldados franceses -más 30 suizos- en las ocho torres de la fortaleza.
La masa se precipita al interior. Los soldados disparan. Hay muertos, heridos, alaridos, gritos de ira y dolor. En ese momento comienza la revolución.
A las 5,30 de la tarde se grita en todo París:
-¡Cayó La Bastilla!
Primera victoria de esta multitud compuesta de 51 carpinteros, 45 ebanistas, 28 zapateros, 28 ganapanes, 27 talladores, 23 obreros asalariados, 14 taberneros, 11 cinceladores, 9 orfebres, 9 sombrereros, 9 sastres, 9 comerciantes en clavos, 9 talladores de mármol, 9 fabricantes de juegos de ajedrez, 9 tintoreros y algunos comerciantes.
La participación popular da carácter democrático a la revolución burguesa.
La noche del 16 al 17 el hermano del rey y otros aristócratas huyen con precipitación y alevosía. Comienza la emigración contrarrevolucionaria.
En provincias las autoridades municipales son reemplazadas por burgueses elegidos por el pueblo. Simultáneamente la multitud asalta y quema los palacios, las Bastillas locales que simbolizaban el viejo régimen feudal.
Luego viene la adhesión campesina. Ya no se pagan los impuestos, los castillos son asaltados, se queman los títulos de propiedad feudal, se reparten terrenos y bosques. En algunos lugares los campesinos encierran a los señores y a veces los ejecutan. La insurrección campesina consuma la derrota del régimen absolutista.
La gran burguesía en el poder. El poder y la dirección política pasaron a manos de la gran burguesía y de la nobleza liberal aburguesada (banqueros, grandes fabricantes, armadores, empresarios coloniales, ricos propietarios). Su Partido era el Constitucionalista que dominaba la Municipalidad (la Comuna) con Jean Bailly, hombre de ciencias, acomodaticio, oportunista, temeroso del pueblo.
La Guardia Nacional, fuerza armada de la revolución, estaban también dominada por elementos burgueses. Para impedir el acceso de los plebeyos se exigía un uniforme fastuoso, elegantísimo, que sólo podían costear los adinerados. Su jefe era Lafayette (1757-1834), procedente de familia noble y opulenta. Había participado en la revolución norteamericana. Se acercó al Tercer Estado porque todavía simpatizaba con los Enciclopedistas, pero seguía siendo un aristócrata macizo, de piel dura y manos blandas.
Derecha e izquierda. En un comienzo los partidarios de medidas revolucionarias se sentaban a la izquierda del sillón del presidente de la Asamblea Constituyente. Fue una acción fortuita que acuñó para siempre los términos derecha e izquierda en la política universal.
La derecha de la Asamblea se nutría de representantes reaccionarios de la nobleza y alto clero, y algunos raros ejemplares del Tercer Estado. Entre sus líderes destacaba el abate Maury, «granadero disfrazado de seminarista», y Cázales, capitán de dragones, muy buen orador, pero con acentuada tendencia a emigrar.
La izquierda estaba constituida al principio por todo el Tercer Estado, la nobleza liberal y alguno que otro clérigo. El núcleo dirigente era la gran burguesía.
Mirabeau. Honoré-Gabriel de Mirabeau (1749-1791), hijo de familia rica, culta y aristocrática, se dedicó a la buena vida desde muy joven. Orador apasionado, oportunista sin escrúpulos, ambicioso y... realista, partidario de la monarquía censitaria, según el modelo inglés. Enemigo del feudalismo, del absolutismo y de la arbitrariedad de los Borbones, también odiaba la democracia. Era el vocero natural de la gran burguesía.
La noche de los milagros. En el mes de junio la Asamblea había creado una Comisión para preparar una declaración sobre derechos y nueva Constitución. En la sesión del 4 de agosto, diputados de la nobleza se hicieron eco de los temibles levantamientos campesinos y demandaron la defensa de los derechos feudales. La burguesía de provincias creaba también organismos administrativos autónomos y armaba guardias nacionales.
La Asamblea, bajo esta presión, proclamó el 4 de agosto la abolición de los privilegios y cargas feudales. Fue «la noche de los sacrificios» para la nobleza y «la noche de los milagros» para el Tercer Estado.
Pero la abolición de las cargas feudales no fue más allá de anunciar su extinción: éstas seguirían vigentes hasta que se redactara un reglamento. Los labriegos debían seguir pagando sus tributos y cumpliendo con sus antiguas obligaciones. Los nobles y burgueses propietarios de rentas feudales renunciaban únicamente a los derechos «personales» (servidumbre, justicia señorial, derechos de caza, de palomar y conejera). Se abolían también los privilegios del clero, suprimiendo diezmos y decretando la confiscación de los bienes de la Iglesia y su venta ulterior para dar al Estado recursos financieros. Los expropiadores eran expropiados y se creaba una nueva capa de propietarios: la gran burguesía adinerada.
Marat fue el primero en darse cuenta de la jugada de la nobleza encubierta tras interminables tiradas de patriotismo y «generosos sacrificios»: «Si es verdad que ese sacrificio se inspira en una intención de pura humanidad, ¿por qué ha tardado tanto en manifestarse? ¡Vaya! Su grandeza de alma se muestra cuando arden sus castillos... ¿Es necesario demostrar que esos sacrificios son, en su mayoría, ilusorios?... Habrá que lamentar que los Estados Generales hayan gastado tanto tiempo en pequeñeces en vez de dedicarse a cosas grandes.» (El amigo del pueblo, 21-IX-1789).
Derechos del hombre. La Asamblea abordó las cuestiones constitucionales. El 26 de agosto votó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en la que se proclamaban los derechos fundamentales de la nueva sociedad nacida con la revolución. Se fundamentaba en las ideas de los filósofos del siglo XVIII.
Los Derechos se enunciaban en 17 artículos: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos», rezaba el primero. La libertad individual, de palabra, de conciencia; la seguridad y resistencia a la opresión, eran derechos naturales e imprescriptibles del hombre y del ciudadano. Pero al mismo tiempo se establecía que la propiedad era un «derecho inviolable y sagrado» (Art. 17). De este modo se legitimaba la desigualdad económica y la explotación de los desposeídos por parte de los poseedores, la expoliación del pobre por el rico.
La divisa «Libertad, igualdad y fraternidad» despertó ecos en toda Europa. Esta audaz proclamación de la burguesía revolucionaria desempeñó un papel de motor progresista.
No obstante... estaba la proclamación de la propiedad como «inviolable y sagrada», que dejaba privilegios a los poseedores ¿Qué papel jugaba la igualdad? La burguesía se arrogaba el derecho a la explotación de clase sobre la inmensa mayoría de desposeídos. Sin embargo, en su época fue un golpe en el plexo al orden feudal dominante en Europa.
En El amigo del pueblo Marat escribía: «Hasta ahora se ha reconocido que todos los hombres son por naturaleza iguales y deben ser llamados a servicio de acuerdo con sus aptitudes. Pero, como ustedes han agregado ya, sin el pago de impuestos directos que ascienden a un marco en plata (aproximadamente 54 francos) no pueden ser representantes de la nación; sin el pago de un impuesto directo de 10 libras no pueden ser electores; sin el pago de un impuesto directo de 3 libras, no pueden ser ciudadanos activos. De esta manera, por medio de enmiendas menores, ustedes han encontrado hábilmente la manera de cerrarnos las puertas de la Asamblea Legislativa, de las Cortes, Juntas directivas y de las Municipalidades.
«Si sólo una parte de la nación tiene derechos soberanos y la otra parte está formada por simples sujetos, tal orden político no es otra cosa que una aristocracia. ¡Y qué aristocracia! La más intolerable de todas; la aristocracia de los ricos que trata de sojuzgar al pueblo apenas liberado del yugo de la aristocracia feudal. ¿Quién os autoriza a privar al pueblo de sus derechos?», dijo Robespierre, líder de la pequeña burguesía.
La Declaración era el preámbulo de la Constitución que se anunciaba. Una cuestión prioritaria era el derecho electoral. Se aceptaba la idea de un censo de electores dividiéndolos entre activos y pasivos. Dos meses más tarde cobraba fuerza de ley.
Entretanto, el rey y la reina organizaban el correspondiente complot. Tenían la intención de disolver la Asamblea Constituyente y aplastar la revolución con ayuda de las tropas. Luis XVI no sólo había rehusado firmar la Declaración de los Derechos: también se había negado a sancionar los arrestos ordenados por la Asamblea. Los nobles y burgueses ricos se estimulaban recíprocamente para detener la marea de los acontecimientos Los alimentos empezaron a escasear. En otoño ya no había pan. Las mujeres, que hacían cola a toda hora, reclamaban ásperamente.
El 5 de octubre, al llamado de Marat, el pueblo marchó hacia Versalles. Bajo la lluvia marchó hacia el palacio real. A la cabeza de la multitud marchaba la famosa actriz Theoroigne de Méricourt. Lucía un sombrero de grandes alas ornado de escarapela tricolor, pistola y puñal al cinto: imagen y símbolo de la revolución. Las mujeres rugían su demanda de pan mientras rodeaban el palacio real.
La Guardia Nacional estaba al mando de Lafayette. Frente a la muchedumbre se resquebrajó su barniz revolucionario. Dudaba entre defender la Asamblea Constituyente o proteger al rey y familia.
El rey se vio obligado a ceder. Ratificó los derechos, la legislación agraria y los artículos de la Constitución que hasta entonces se había negado a suscribir. A sugerencia de Lafayette se trasladó a París. La Asamblea hizo lo mismo.
En diciembre de 1789 la Asamblea dividió a los franceses en activos y pasivos. Los pudientes se dividían en tres categorías: a) menores de 25 años, contribución equivalente a tres jornadas de trabajo; b) electores nominados por los diputados, que pagaban contribución equivalente a 10 jornadas de trabajo; y c) propietarios de un bien raíz, que pagaban unas 54 libras («marc d'argent»), elegibles a la Asamblea Nacional. Los pobres no tenían derecho a elegir ni, por supuesto, a ser elegidos.
Aunque esta clasificación contradecía palmariamente la Declaración de Derechos, no molestaba para nada la conciencia de los diputados burgueses. Ellos buscaban reforzar jurídicamente su dominio político. En una población de 25 millones, sólo 4.300.000 tenían la calidad de ciudadanos activos y de ellos, sólo una pequeña fracción podían ser diputados.
Marat demostró que se trataba de la creación de una nueva aristocracia: la de los ricos. Camilo Desmoulins señalaba que, de estar vivos Rousseau, Corneille o Mably, no tendrían derecho a ser diputados.
Sólo 5 representantes se opusieron a esta ley. Uno de ellos fue Maximiliano Robespierre.
Legislación burguesa. La Asamblea comenzó su trabajo legislativo suprimiendo los tres Ordenes tradicionales. Por decreto del 19 de junio de 1790 abolió la nobleza hereditaria y todos los títulos conexos. Se prohibió llamarse príncipe, duque, marqués, conde, etc., lo mismo que los escudos de armas. El único título permitido era el de jefe de familia.
Desapareció también la antigua división territorial en provincias, generalidades, bailíos, etc. Ahora Francia se dividía en 83 departamentos de superficie aproximadamente igual, subdivididos en distritos, cantones y comunas. Esto permitía una administración uniforme que eliminaba todas las rémoras anarquizantes del feudalismo.
Se crearon 44.000 municipalidades nuevas con gente promovida por la revolución. Se introdujo el sistema métrico decimal. El tribunal de señores y oficiales del rey fue reemplazado por una corte de juristas.
Era necesario resolver urgentes problemas financieros. Los intereses de la nobleza seguían intocables porque iba contra la ley de propiedad privada. Pero estaba el clero que podía sufrir confiscaciones «sin dañar severamente la propiedad» (Talleyrand, obispo de Autun).
El 2 de noviembre la Asamblea decretó que todos los bienes del clero pasaban a disposición de la nación.
Insurrecciones campesinas. Los campesinos seguían en revuelta. Los arrestos de agosto del 79 los habían autorizado a creer que se eliminaban todos los derechos feudales. Ya no pagarían más los impuestos señoriales. En Bretaña quemaron 37 castillos sólo en febrero de 1790. A pesar de la represión sangrienta los levantamientos cundieron por todo el país.
La Asamblea respondió con la ley marcial. Nuevos alzamientos campesinos. En Quercy, Périgord, Rouergue, «desolaron esta parte del reino», contagiando a los departamentos de Seine-et-Marne, Loira, Saone y otros. El incendio siguió aumentando. La sangre no sofocaba las llamas.
Para los obreros: palos. La falta de mercados restringió la producción de artículos de lujo. Los ricos despidieron a muchos de sus sirvientes. Sastres, barberos y obreros de la construcción se vieron cesantes. El Gobierno trató de organizar obras públicas. Los obreros exigieron aumento de salarios y recurrieron a las huelgas. Surgieron nuevas organizaciones sociales.
El 14 de junio de 1791 la Asamblea Constituyente promulgó una ley que prohibía todas las asociaciones sindicales, las asambleas y las huelgas: era la Ley de Le Chapellier, que permaneció en vigor hasta 1864. «La burguesía francesa resolvió, desde comienzos de la tormenta revolucionaria, despojar a los obreros del derecho de asociación que acababan de adquirir... Esta ley, que poniendo a contribución el poder policiaco del Estado procura encauzar dentro de los límites que al capital le plazcan, la lucha de concurrencia entablada entre el capital y el trabajo, sobrevivió a todas las revoluciones y cambios de dinastías». (Marx, Capital, I, 631).
El rey huye. El rey y su corte hacían concesiones con el objeto de ganar tiempo y prepararse para ahogar la revolución que iba borrando sus privilegios. Sus esperanzas se apoyaban en una intervención extranjera y en la ayuda de los nobles emigrados. Estos se habían concentrado en la ciudad fronteriza de Coblenza, hasta un número de 20.000. Se les ocurrió que el rey serviría mejor a su causa contrarrevolucionaria si se venía a Coblenza.
En la noche del 20 al 21 de junio de 1791 Luis XVI abandonó París con su familia, rumbo a Austria. Pero en Varene, ciudad cercana a la frontera, fue detenido y devuelto a París. Cuando pudieron descender del carruaje alemán que los transportaba de vuelta, lo primero que vieron fue la estatua de Luis XV que alguien había vendado con un trapo rojo.
La Asamblea publicó un decreto de inocencia, declarando que el rey no había querido huir sino que ¡había sido secuestrado!
El pueblo de París respondió con una gran concentración en el Campo de Marte exigiendo que el rey fuera enjuiciado. El Gobierno retrucó con una matanza (17-VII-1791).
Ça ira. La vida pública se transformaba. Surgían fuerzas desconocidas. La política, coto privado de la nobleza, era ahora un inmenso potrero donde irrumpían miles de hombres comunes. Se fundaban clubes y sociedades populares no sólo en la capital y en las grandes ciudades, sino también en los últimos rincones de provincia. Debates, lecturas, polémicas, periódicos, panfletos, ideas, luces, esperanzas enriquecían la nueva vida.
El 14 de julio de 1790 se celebró el primer aniversario de la toma de La Bastilla. Todos los departamentos enviaron delegados de su Guardia Nacional. Era la «Fiesta de la Federación». Se cantaba una canción nueva:
Ah, ça ira, ça ira, ça ira!Les aristocrats á la lanterne!Ah, ça ira, ça ira, ça ira!Les aristocrates, on les pendra!La liberté triomphera,Malgré les tyrans, tout réussira,Ah, ça ira, ça ira, ça ira!
La letra se modificó varias veces, ajustándose a las circunstancias. La entonó todo el pueblo en calles, talleres, fábricas, faenas.
El sentimiento republicano. En la asamblea la derecha democrática encabezada por Robespierre, luchaba fieramente con los diputados reaccionarios. Frente al voto censitario, exigían el sufragio universal; «¡Los ricos lo quieren todo, quieren invadir y dominarlo todo!... El interés del pueblo es el interés general; el de los ricos es el interés particular.» (Discurso de Robespierre).
A partir de 1790 aumentó la influencia de los clubes y asociaciones populares. El club de los Jacobinos reunía a todos los antiguos dirigentes del Tercer Estado y tenía filiales en todo el país.
La Sociedad de Amigos de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, o Club de los Cordeleros, fundado en 1790 era el más democrático. Se pagaba menos que en los Jacobinos. Allí se desarrollaron políticamente Danton, abogado; Camilo Desmoulins, brillante periodista; Marat, «el amigo del pueblo»; Robert, periodista y abogado; Memoro, impresor, etc. Allí nació «el sentimiento republicano»: «Borremos de nuestra memoria y de nuestra Constitución hasta la palabra rey», escribió Robert en 1790.
Marat acorralado. El amigo del pueblo, publicado por Marat, ejercía enorme influencia sobre las masas pobres y medios democráticos capitalinos. Fue el primero y el único que se atrevió a desafiar la ilusión de «fraternidad» entre lobos y corderos, a comienzos de la revolución. Denunció desde el inicio los planes secretos de los contrarrevolucionarios y la duplicidad de la burguesía aristocratizante. Se enfrentó a los grandes tiburones de la política sin ningún temor. Denunció a Necker, Bailly, Mirabeau, Lafayette. Señaló los intentos de fuga del rey cuando todavía eran complots. «Vuestra famosa declaración de derechos, dijo, no era más que un señuelo irrisorio para divertir a los tontos... puesto que en último término, se reduce a conferir a los ricos todas las ventajas y honores del nuevo régimen».
Cordialmente odiado por nobles, cortesanos, burgueses ricos y moderados, lo describían como un monstruo sediento de sangre. «Para escapar al puñal de los asesinos me he condenado a una vida subterránea, hostigado a veces por batallones de alguaciles, obligado a huir, errante por las calles en medio de la noche, sin poder a veces encontrar asilo, proclamando en medio de cuchillos la causa de la libertad, defendiendo a los oprimidos con la cabeza sobre el tajo del verdugo, y haciéndome cada vez más que temible a los opresores y a los bribones públicos» (El enemigo, 1791).
Reagrupamiento político. La creciente actividad del movimiento democrático (campesinos y populacho citadino) determinó diferenciaciones políticas en el seno de la Asamblea. Las masas se radicalizaban, la gran burguesía y la nobleza convergían hacia posiciones de derecha. Formaban el bloque de los «constitucionalistas», con Mirabeau a la cabeza. Esta político inescrupuloso fue enterrado, a su muerte natural con grandes honores; sin embargo, tenía tratos secretos con la realeza, incluso llego a venderse a Catalina II de Rusia. Marat preparaba la publicación de pruebas de sus contubernios antirrevolucionarios cuando Mirabeau murió en 1791.
Por el mismo camino iban Lafayette, Sieyés, Bailly y Le Chapelier, dispuestos a detener la marcha de la revolución, bajo la bandera de una monarquía constitucional.
Los emigrados (aristócratas, alto clero, cortesanos) se concentraban en el exterior. Soñaban con reponer el absolutismo y buscaban la intervención de ejércitos extranjeros, de acuerdo con Luis XVI y su corte.
Cuando el rey trató de huir, el Club de los Cordeleros pidió la abolición de la monarquía y la instauración de la República, coincidiendo con el Círculo Social y otras agrupaciones de izquierda: «Los franceses libres que integran la Sociedad de Amigos de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, declaran ante todos sus conciudadanos que entre sus filas hay tantos tiranicidas como miembros, que han jurado individualmente apuñalar a los tiranos que osen atacar nuestras fronteras o atentar a nuestra libertad y a nuestra Constitución de cualquier manera».
Chaumette, Danton, Condorcet, y otros plantearon la República en el Club de los Jacobinos.
La mayoría reaccionaria de la Asamblea quería detener la revolución. Aspiraban a rehabilitar al rey.
El Club de los Jacobinos se dividió: la derecha justificaba a Luis;
la izquierda estaba por el desenmascaramiento. Los reaccionarios abandonaron la sesión del 16 de julio y fundaron el Club de los Fuldenses (Feuillards), que se convirtió en el centro político de la gran burguesía. La cuota de inscripción costaba 250 francos. Pero la gran mayoría izquierdista de los jacobinos continuó en sus posiciones bajo la dirección de Brissot y Robespierre.
Después de la masacre del Campo de Marte la gran burguesía intentó revisar la Constitución. Agravó las condiciones del derecho electoral con modificaciones que debían entrar en vigencia dos años más tarde. Para ese tiempo la revolución había avanzado tanto que hizo inoperantes dichas enmiendas.
IV. Revolución y contrarrevolución
Luis XVI ponía su empeño en acelerar la guerra contra su país, que se gestaba en Prusia y Austria con el padrinazgo de Inglaterra. Las armas extranjeras restaurarían el absolutismo. En el otro extremo, Robespierre exigía la depuración en la oficialidad del ejército. Pero los girondinos, temiendo la extensión de la lucha de clases, optaban por la guerra que, además de detener la revolución, les daba esperanzas de mejorar los negocios con un mercado más amplio.
El 20 de abril de 1792 Francia declaró la guerra a Austria.
La serie de derrotas que sobrevino puso en evidencia el contubernio del rey, los aristócratas y los intervencionistas extranjeros.
El 10 de agosto hubo un nuevo levantamiento. El pueblo formó destacamentos armados. Los comisarios de las secciones proclamaron la Comuna revolucionaria y encabezaron la insurrección. La Guardia Nacional formada por los obreros y otras tropas federales marcharon sobre el Palacio real en las Tullerías. El grupo de voluntarios de Marsella se ganó a los artilleros que protegían la residencia del rey. En el patio interior los mercenarios suizos y los oficiales monárquicos abrieron fuego. Unos 500 revolucionarios perdieron la vida. Allí París aprendió el himno de los voluntarios marselleses, original de Rouget de l'Isle, titulado «Canto guerrero para el ejército del Rin». En la campaña de reclutamiento lanzado por la Asamblea, los 600 federados marselleses había popularizado la canción durante los 28 días de marcha de Montpellier a París.
El rey y su familia huyeron a refugiarse en la Asamblea Legislativa. A demanda de la Comuna de París, Luis XVI fue arrestado y aprisionado en la torre del Temple. La Comuna diseminó por toda Francia a sus comisarios para dar cuenta al pueblo de lo que estaba ocurriendo. Al mismo tiempo decretaba investigaciones y arrestos, cerraba monasterios, imponía censura a los periódicos monarquistas, reorganizaba la Guardia Nacional y enviaba al frente un ejército de voluntarios.
-Toda Francia está en movimiento, todos arden en el deseo de combatir -declara Danton, jacobino exaltado al puesto de ministro de justicia-, que una parte del pueblo tome el frente, que otra quede aquí cavando las trincheras, en tanto que una tercera parte con lanzas en las manos defenderá nuestras ciudades. Exigimos la pena capital para quienes rehúsen marchar sobre el enemigo o ceder las armas que posean. Las medidas estrictas son necesarias cuando la patria está en peligro.
El 20 de septiembre el ejército francés derrotó a los prusianos en Valmy. París no sería invadido por extranjeros.
Los éxitos galos en Bélgica y Holanda inquietaron a los ingleses. En Londres se prohibió la exportación de cereales a Francia. La ejecución del rey dio pretexto para la ruptura de relaciones. En 1793 la coalición austro-prusiana, tuvo un nuevo miembro: Inglaterra.
Los bombardeos a los puertos y el bloqueo consiguiente elevaron los precios de los productos coloniales. El gobierno francés imprimió toneladas de papel moneda. La gente formaba largas colas para conseguir alimentos. Una libra de pan costaba 8 sous y el salario medio era de 30 a 35 sous. Los obreros demandaban fijación de precios máximos.
Los girondinos se amoscaron. No admitían la intervención del Estado en sus negocios. Defendían la plena libertad de comercio, es decir, la libertad de especular con el hambre. «Los desorganizadores son aquellos que desean igualar la propiedad y la riqueza, establecer precios para los productos alimenticios y que el obrero reciba tanto como el legislador», escribió Brissot, girondino.
Los jacobinos propusieron medidas para frustrar la especulación. Pero los girondinos aprobaron una ley que sólo establecía prohibición de exportar grano al extranjero.
Jacques Roux, párroco jacobino, declaró:
«La libertad será un espejismo mientras una clase pueda impunemente matar de hambre a otra clase. La igualdad será un espejismo mientras los ricos, por medio de sus monopolios, disfruten el derecho de vida o muerte sobre quienes los rodean. La República será también un espejismo mientras la contrarrevolución trabaje día tras día para fijar tales precios a las mercancías que las tres cuartas partes de los ciudadanos no pueden pagar sin derramar lágrimas... ¿Es la propiedad de los bribones más valiosa que la vida humana?Roux era de los «rabiosos», subido a la misma tribuna de Marat, por el lado izquierdo.
«Paz a las chozas». El ejército francés luchaba con una divisa: «Paz a las chozas y guerra a los palacios». Pero faltaban vestuario, armas, municiones; los nuevos oficiales eran inexpertos. En la primavera de 1793 tuvieron que evacuar Bélgica. Doumourier, el único general revolucionario, se pasó al enemigo. El Vandée se insurreccionaron los campesinos proclamando defender al rey y a la religión.
Jacobinos y «rabiosos» hicieron causa común y encabezaron las fuerzas de la pequeña burguesía, campesinos y obreros. El 4 de mayo se estableció el precio máximo del pan, se decretó un empréstito obligatorio para los ricos y se prohibió que éstos sobornaran para evitar ser llamados al ejército. También se estableció un Supremo Tribunal revolucionario y se instaló una guillotina en la Plaza de la Revolución. Nuevos reclutas marcharon sobre Vandée.
Los girondinos respondieron con la guerra civil, que comenzó en Lyon. Allí ejecutaron a los líderes locales de los jacobinos y «rabiosos».
Los girondinos al final fueron derrotados y ejecutados. El poder pasó de manos de la gran burguesía industrial y comercial a las de la democracia revolucionaria, la pequeña burguesía urbana, los obreros y los campesinos.
Dictadura jacobina. La gran burguesía y su partido, el girondino, habían sido incapaces de resolver los problemas de abastecimiento, inflación, escasez, carestía, contrarrevolución, guerra exterior. Francia estaba al borde de la ruina. Realistas y girondinos comían en el mismo plato. Hubo un momento en que sólo 23 distritos eran leales a la Convención; los otros 60 estaban contra la revolución.
En julio de 1793 el Comité de Seguridad Pública estableció que una red de espías y saboteadores pagada con dinero inglés había causado enormes daños en Francia. Para salvar la República los jacobinos pusieron las fuerzas en tensión. Redactaron una Constitución republicana que daba derecho a sufragio a todos los hombres adultos. El artículo 21 establecía la obligación del gobierno de dar trabajo a todos los ciudadanos que lo necesitaran.
Robespierre puntualizó: «La tarea del gobierno constitucional consiste en conservar la República; la tarea del gobierno revolucionario consiste en establecerla... La revolución es guerra por la libertad contra los enemigos de ella.»
Todo el poder estaba concentrado en el Comité de Seguridad Pública, que tenía sus Comisarios para contactar con los diversos departamentos. Estos Comisarios hacían el reclutamiento para el ejército, requisas de alimentos, imponían impuestos a los ricos, introducían nuevos impuestos, tomaban contacto con todas las agrupaciones locales de masa, «guardianes y centinelas de la revolución», que se subordinaban al club jacobino de París.
Para sofocar a los enemigos de la revolución (nobles, clérigos, emigrados, acaparadores, especuladores), los jacobinos exigieron a la Convención que «pusiera el terror a la orden del día». Los acaparadores, a la guillotina, los curas remisos a jurar la Constitución, expatriados a las colonias; noble retornado sin autorización, a la guillotina.
En noviembre Tolón fue reconquistado. Se enviaron tropas a Vandée.
«Todo el terrorismo francés -escribió Marx- no era otra cosa que el método plebeyo de tratar con los enemigos de la burguesía: el absolutismo, el feudalismo, el latifundismo.»
Se reorganizó el ejército. «Todos los franceses son llamados a servicio permanente en el ejército... Los jóvenes irán a la guerra, los casados forjarán armas y transportarán mercancías; las mujeres harán tiendas y ropa y servirán en los hospitales; los niños recogerán algodón; los ancianos se congregarán en las plazas para incitar el valor de los guerreros e inspirar odio hacia los reyes.»
En 1794 había 800.000 hombres en armas. Se renovó la plana mayor. Por ahí venía caminando un joven corso: Napoleón Bonaparte. Los comisarios del Comité de Seguridad supervisaban los asuntos militares, velando especialmente por que la tropa se concientizara. «Las clases oprimidas estaban henchidas de ilimitado entusiasmo revolucionario; la guerra era considerada por todos como una justa medida defensiva, y eso era en realidad. La Francia revolucionaria se defendía de la reaccionaria Europa monarquista» (Lenin).
Los jacobinos abolieron completamente los derechos del antiguo régimen sin compensación alguna. Se incineraron todos los documentos feudales. Las comunas agrícolas recuperaron las tierras usurpadas por los nobles y burgueses pudientes. Los campesinos podían dividir la tierra comunal y adjudicarla en partes iguales a cada uno de sus miembros.
Se establecieron pensiones de vejez y subsidios especiales a las familias numerosas y ciudadanos pobres. Se impuso el precio tope de los artículos de consumo diario (máximo general). Los que se negaban a aceptar el papel moneda en su valor nominal, iban a la guillotina.
Los clérigos monarquistas cayeron fácilmente en la contrarrevolución. Los jacobinos intentaron devolverles la mano con una campaña contra la iglesia y la religión. Los templos fueron transformados en «recintos de la razón»; los púlpitos eran tribunas revolucionarias.
En 1793 el antiguo calendario fue reemplazado por el nuevo «calendario republicano». Los viejos meses lucían nombres nuevos: Brumario (de las brumas), Nivoso (de las nieves), Germinal (de las semillas), Thermidor (del calor), etc. La pequeña burguesía no tuvo valor -o carecía de luces- para llevar a fondo una lucha ideológica y se conformó con un intento de reemplazar la iglesia católica por el culto del Estado.
En cuanto a la educación, se orientó a establecer un sistema general gratuito, libre de influencia eclesiástica. Se introdujo el sistema métrico. Pero no se atrevieron a atacar la propiedad privada:
«La finalidad de esta ley no es en modo alguno lesionar la propiedad privada mantenida dentro de justos límites, sino tan sólo acabar con los abusos del poder feudal y con las apropiaciones arbitrarias de tierras» (Decreto del 10 de junio de 1893).
Para aliviar la situación de los pobres se buscaron medidas contra los especuladores:
«El representante de la nación ordena al burgomaestre de Estrasburgo que en el transcurso del día de hoy coloque, distribuyéndola en los distintos barrios de la ciudad, cien mil libras de obligaciones, que deberán reunirse entre los ricos y dedicarse a socorrer a los patriotas pobres y a las viudas y huérfanos de los soldados muertos por la causa de la libertad. Los ricos que se nieguen a entregar el dinero serán atados a la picota» (Sain-Just).«En el ejército hay diez mil hombres descalzos. Ordeno y mando que en el transcurso del día de hoy se despoje de su calzado a los aristócratas de Estrasburgo, y que para mañana a las diez de la mañana, se entreguen en el cuartel general diez mil pares de zapatos» (Saint-Just).
Los jacobinos destruyeron de raíz el régimen feudal.
«La auténtica actitud revolucionaria hacia el superviviente feudalismo, la transición del país entero hacia medios más elevados de producción, hacia la libertad del campesinado y de las familias, todo ello con una rapidez, determinación, energía e inquebrantable devoción, que acusaban un genuino carácter revolucionario-democrático, tales son las condiciones materiales, económicas que salvaron a Francia con «milagrosa» rapidez, dándole un nacimiento nuevo, rejuvenecido de sus bases económicas» (Lenin).
Contrarrevolución. La pequeña burguesía oscila permanentemente entre la burguesía y el proletariado. Entre los jacobinos, algunos se enriquecían y se pasaban a las filas de la burguesía; otros se arruinaban y pasaban a ser pobres sin remedio. Animaban el culto a la propiedad privada, creyendo que luchaban por las verdaderas libertad e igualdad. Estimaban que con su victoria «había salido el sol por primera vez, había surgido el reino de la razón, y el fanatismo y la injusticia, la eterna igualdad y los derechos inviolables del hombre» (Engels).
En verdad, la pequeña burguesía (con el naciente proletariado como apoyo) habría camino a la clase burguesa. Los campesinos pobres querían una nueva división de la tierra, puesto que la ley agraria sólo favorecía a los campesinos ricos. Los comerciantes se resentían de la ley de precios topes, que les impedía especular con los alimentos. «La igualdad económica es una quimera -declaraba Robespierre- absolutamente imposible en una sociedad civil... La ley agraria es un fantasma inventado por los pillos para alarmar a los imbéciles.»
Los jacobinos abandonaron a los campesinos pobres. La economía seguía en manos de la burguesía y de los pequeños propietarios. La «Ley del máximo» estaba en sus manos. Los obreros sufrían tarifas de salarios establecidas por ley y sus organizaciones estaban prohibidas por la legislación; no tenían perspectivas de mejoramiento.
Los fabricantes y mercaderes que abastecían al ejército, los especuladores que evadían la «Ley del máximo», los que especulaban con las propiedades nacionales, esperaban la oportunidad de reconquistar el poder.
Los jacobinos habían ganado a los girondinos gracias a su alianza con los «rabiosos», extrema izquierda de la época, reclutados entre los pobres de la ciudad y del campo. La obsesión de los «rabiosos» era limpiar la República de «los que poseían algo»: ricos, mercaderes, banqueros. Sin un fundamento teórico convincente, querían imponer la igualdad económica, base de toda otra igualdad.
En el verano de 1793 jacobinos y «rabiosos» llegaron a los extremos. Jacques Roux criticaba a los jacobinos «que nada hacían por el pueblo» y amenazaban con «las lanzas de los oprimidos». Fue expulsado del club y luego detenido. El club perdía contacto con las masas.
El ala izquierda jacobina se agrupó en torno a Hebert, periodista y ayudante del fiscal de la Comuna de París, director del periódico Pére Duchen. Los hebertistas proponían impuestos a la burguesía y a los más acomodados. Robespierre y Danton salieron en defensa de la nueva burguesía en ascenso. Es explicable que sus líderes fueran detenidos y ejecutados. Danton pedía la atenuación del terror y la completa libertad comercial.
Los partidarios de Robespierre vacilaban entre Danton y Herbert. Se decidieron finalmente contra Danton y lo enviaron al cadalso.
El 9 del Thermidor (27 de julio de 1794) se encontró Robespierre con la sorpresa de que no se le permitía hablar en la Convención. Más todavía: él y sus partidarios fueron entregados al Tribunal Revolucionario y guillotinados al día siguiente.
Triunfaba la gran burguesía. Se detenía el ascenso revolucionario. Las vacilaciones de la pequeña burguesía favorecían a la burguesía adinerada y especuladora. Se imponía la reacción.
Terror blanco. Muchos revolucionarios fueron ejecutados o expatriados. Los supervivientes volvieron a la Convención. Se clausuró el Club Jacobino; también la Comuna. París fue dividido en 12 municipios independientes entre sí. Abolido el Tribunal Revolucionario. Se derogó la ley que fijaba precios topes. Reaparecieron el oro y la plata como circulante.
Prosperaron los negocios de los pudientes; aumentó la carga de sufrimientos para los desposeídos. Con el salario diario de un obrero se podía comprar una libra de carne. Surgió la consigna «Pan y Constitución», aludiendo a la de 1793. Insurrecciones, asonadas, represión.
La Convención redactó una nueva Constitución, la de 1795, llamada «del tercer año», que conservaba el régimen republicano pero reservaba el poder a los ricos. Había una Cámara de los 500 y una Cámara de los Mayores. El poder ejecutivo recaía en 5 Directores «electos». Fue entonces cuando surgió el movimiento de Los Iguales.
Babeuf y Los Iguales. Babeuf era de origen humilde y trabajó duramente desde muy niño. Según Babeuf, había que destruir la propiedad privada: «Nadie puede adquirir tierra o propiedad industrial exclusivamente para sí mismo sin cometer con esto un crimen... El trabajo y el consumo deben ser comunes para todos». La sociedad debe ser «una gran familia social», donde no haya ni ricos ni pobres.
Rousseau había dicho que el primero que cercó un terreno y dijo «Esto es mío», fue el verdadero fundador de la sociedad civil (De la inegalité parmi les hommes).
Graco Babeuf era redactor de El Tribuno del Pueblo. Había concebido un plan para derribar al Directorio, invocando la Constitución de 1793. Decía que la libertad no sería posible si no se eliminaba la propiedad privada. Inició una campaña contra la Constitución de 1795 y contra el gobierno del Directorio. Exigía legislar contra los especuladores y que se intensificara el auxilio del Estado a los pobres. La «Sociedad de la Igualdad» era el estado mayor de su campaña, con una directiva secreta. El pueblo debía conquistar el poder y ejercerlo dictatorialmente para aplastar a sus enemigos, «imponiendo de hecho la igualdad». El verdadero depositario del poder era el desposeído; éste debía imponer la igualdad a los ricos. Había que educar al pobre para que no abrigara la ambición de ser rico: «El legislador debe comportarse de modo que el pueblo acabe convenciéndose por sí mismo de que es inevitable destruir la propiedad en su propio provecho e interés.»
El alzamiento fracasó. En mayo de 1796 Babeuf y sus partidarios fueron arrestados. Un año más tarde, ejecutados.
Hasta que apareció Napoleón. En los primeros años del Directorio el ejército francés ocupó Bélgica, Holanda, los reinos alemanes junto al Rin y los del norte de Italia. Los vencidos eran obligados a pagar fuertes tributos: el erario francés prosperaba. El general Bonaparte entró en Roma y arrestó al Papa. Se convirtió en ídolo de la burguesía. El 9 de noviembre de 1797 (18 de Brumario) Napoleón dio el golpe contra el Directorio y tomó el poder. Se transformó en el Primer Cónsul con derechos dictatoriales. Poco después se hizo Cónsul Permanente y en 1804 se erigió en Emperador de Francia con el título de Napoleón I.
La revolución burguesa estaba consumada.
Epílogo
«Camilo Desmoulins, Danton, Robespierre, Saint-Just, Napoleón, lo mismo los héroes que los partidos y la masa de la antigua revolución francesa, cumplieron, bajo ropaje romano y con frases romanas, la misión de su tiempo: librar de cadenas a la sociedad burguesa moderna, e instaurarla. Los unos parcelaron el suelo feudal y segaron las cabezas feudales que había brotado en él. El otro creó en el interior de Francia las condiciones bajo las cuales ya podía desarrollarse la libre concurrencia, explotarse la propiedad territorial parcelada, aplicarse la fuerza productiva industrial desencadenada de la nación, y del otro lado de las fronteras francesas barrió por todas partes las formaciones feudales, en el grado en que esto era necesario para rodear a la sociedad burguesa de Francia en el continente europeo de un ambiente adecuado, acomodado a los tiempos.» (Marx, 18 Brumario, 1852.)
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