Entrevista a Tomás Pérez Vejo
El historiador Tomás Pérez Vejo analiza el proceso que llevó al estado decimonónico a imaginar España en los términos que convenían a los distintos grupos políticos, pero de una forma exitosa y coherente.
Muerte de Viriato (1807), de José Madrazo. - Museo del Prado
Los comuneros de gesto ingrávido en Villalar. Los almogávares entrando en Constantinopla. Los últimos días en la defensa de Numancia. Juana La Loca observando el ataúd de su marido, en procesión por Castilla. Son algunas de las instantáneas históricas que evocan la España que fue. O más bien, según el profesor Tomás Pérez Vejo, la España que los miembros del Estado deminónico imaginaron que fue, y que, de hecho, deseaban que fuese. En su libro «España imaginada: Historia de la invención de una nación» (Galaxia Gutenberg), este profesor de la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México defiende que las naciones no son realidad objetivas, sino construcciones imaginarias, como demuestra el caso de España y del resto de estados europeos, que elaboraron sus relatos nacionales tras la caída del viejo régimen. «Hasta entonces la legitimidad del Estado era dinástica-religiosa. A partir de la ruptura del antiguo régimen se necesitó una nación que diera sustento al Estado», asegura el historiador en una entrevista con ABC.
–Su libro analiza la construcción de un relato concreto sobre la nación española durante el siglo XIX. ¿Cómo es esa España que imaginaron nuestros antepasados?
–La España que imaginó el siglo XIX es una nación, no un Estado, que se articuló en torno a la existencia de un pasado histórico compartido. No es un pasado aleatorio, sino que tiene una coherencia a lo largo del tiempo: con un ciclo de nacimiento (los Reyes Católicos), uno de muerte (la decadencia del siglo XVIII) y uno de resurrección (la Guerra de Independencia contra los franceses). Pero lo más interesante de este relato es que España tiene una serie de características claras: el carácter imperial; el espíritu belicoso y guerrero; la existencia de una base cultural, con un gran mito central que es el siglo XVII, con la escritura del Quijote de Cervantes; y la vocación democrática, que tiene un gran mito fundacional en la rebelión de los comuneros y la pérdida de las libertades medievales en Castilla.
–¿Cuándo surge esa inquietud por crear un único relato nacional?
–Ocurre casi al mismo tiempo que en otras de naciones-estado de Europa. Hasta la crisis del antiguo régimen, la legitimidad del estado era dinástico religioso. El rey representaba la herencia legítima del monarca anterior. Pero, a partir de la ruptura del antiguo régimen, la legitimidad dejó de basarse en la voluntad de Dios y se necesitó una nación que diera sustento al Estado.
–Y en un país donde nadie se pone de acuerdo en una misma idea de España, ¿cómo lo hicieron las clases dirigentes?
–El relato no lo crearon las clases dirigentes sino el Estado en sí, y no era un relato monolítico. Estaba lleno de matices, que variaban de una corriente ideológica a otra. Lo que destacó en el libro es cómo, a pesar de la diferencia de matices, el relato central apenas cambió. Por ejemplo, para los liberales radicales puede que fuera más importante remarcar la tradición democrática de ser español; en tanto, estaban más obsesionados con la existencia de cortes en la Edad Media y en el problema de los comuneros. Frente a esta visión, los liberales moderados consideraban que lo que define a la nación española es el componente católico. Menéndez Pelayo concluirá esta vía con una afirmación tajante: «España es un país católico». Lo que sorprende es, en general, la homogeneización en el relato.
–¿De qué se alimenta ese relato, los datos son ciertos?
–Se alimenta de una reconstrucción de la historia del país. Las grandes historias nacionales se escribieron en el siglo XIX, donde siempre hay que destacar el papel central de la obra de Modesto Lafuente. Los datos son reales, lo que tiene un carácter mítico es cómo se articulan estos hechos en una especie de novela histórica que atraviesa el tiempo. Esos hechos reales se atribuyen a un personaje histórico que es España, una especie de heroína que sufre, goza y tiene momentos de esplendor, pero siempre es fiel a sí misma. Es, no obstante, un siglo muy historiográfico.
–¿Quién forma eso que designamos como Estado y cómo logra conformar una única voluntad, una ruta conjunta?
–No son ningunos cínicos. Las élites político ideológicos que se mueven alrededor del Estado, el gobierno y la élite burocrática se creen totalmente ese relato. Han sido educados en una cultura profundamente nacionalista, en la cual la existencia de la nación española con características muy concretas es incuestionable y que ha sido reforzada a través de obras de teatro, novelas históricas, episodios. Por ejemplo, cuando Montero Ríos, como ministro de Fomento, encargó a Antonio Gisbert Pérez, un pintor liberal, que pintase el sacrificio de los Comuneros en Villalar él estaba seguro de que allí fue ajusticiada una forma de entender España de la que él se sentía heredero: la de las libertades del mundo medieval.
–Otro de los elementos que parecen presentes siempre en el relato de la nación española es cierto masoquismo, ¿a qué se debe ese deleite en las derrotas?
–Todos los relatos de nación cristiana tienen un fuerte componente en el sacrificio como elemento de cohesión nacional. La religión cristiana está hecha con mártires y entiende que la sangre unifica. El momento central del cristianismo es la crucifixión, no el nacimiento o la resurrección. Esa recreación en los momentos más dramáticos está presente en el caso de la Expulsión de los judíos, por ejemplo. Hay pocas imágenes de la expulsión de los judíos y todas son negativas. La imagen de una España inquisitorial y dogmática chocaba con la idea que tenían los liberales de una larga tradición democrática. Los pintores no tienen muy claro como reflejar ese episodio.
–Pero parece que en otros países se destacaran más las victorias que las derrotas.
–Aquí la versión que se da de las luchas de cristianos contra musulmanes está repleta de victorias. Luego es verdad que en el siglo XIX las grandes batallas del Imperio español estaba muy sesgada por la decadencia del país. Es mucho más importante el 2 de mayo español, que no deja de ser una derrota, que las victorias del Imperio español. También hay algunas excepciones: la conquista de México y de Perú, o las campañas del Gran Capitán, sí que están representadas en varios cuadros, así como la entrada triunfal de los almogávares en Constantinopla, que es un episodio medieval.
–Con victorias o con derrotas, usted lo que destaca es que el relato tiene éxito.
–El siglo XIX español construye un relato, poético y bien articulado, que tiene éxito. Las clases medias del siglo XIX creyeron el relato de la nación española. Sin embargo, el proceso de construcción nacional habría sido un fracaso visto desde la perspectiva actual. Pocos países de Europa cuentan en su seno con un problema como el nacionalismo catalán, donde una parte significativa de la población reniega de su condición de españoles y reivindican la existencia de una nación diferente. Yo concluyo que ese fracaso no fue en el siglo XIX, donde hubo el mismo éxito que en otros países de Europa, si acaso eso ocurrió con la experiencia del franquismo, que se apropió de la idea de ese relato.
Por otra parte, en la Transición el Estado español abandonó cualquier proyecto de construcción nacional y dejó vía libre a proyectos alternativos de carácter disgregador.
–¿Ese éxito también tuvo lugar en Cataluña o el País Vasco, donde hoy están presentes esos nacionalismos de carácter disgregador?
–Estos nacionalismo surgieron más tarde, ya a finales de siglo XIX. Me atrevería a decir que estos territorios son donde se articuló primero un relato de España que es creído. Eran las zonas económicamente más dinámicas y el proceso de nacionalización fue más sencillo. De hecho, la participación de catalanes y vascos en las guerras africanas fue muy superior a la del resto del país. El punto de inflexión es la crisis de 1898, que coincidió con los intentos en otros estados nación europeos de construir imperios coloniales, mientras España perdía los últimos restos de los suyos. El relato de España hasta entonces había estado marcado por su vocación imperial y ahora debía definirse como un país moribundo, una nación sin pulso. Nadie quiere formar parte de un proyecto fracasado.
–¿Por qué no intentó el Estado adaptar el relato a esa nueva realidad?
–La generación del 98 renunció a ese gran relato histórico, lo cual quedó definido en la frase de Joaquín Costa de «echemos siete llaves sobre la tumba del Cid», y se lanzó a crear otro relato basado en el progreso. Ese intento también fracasó con la Guerra Civil, donde al final la mitad de la población, aproximadamente, quedó excluida del progreso. Unos volvieron a encontrarse en medio de un ciclo melancólico, mientras que el franquismo retornaba al relato de la nación católica e imperial.
–¿Le faltó a España una guerra internacional que unificara la nación?
–En todo proceso de nacionalización las guerras internacionales favorecen, porque crean un enemigo común, mientras que las guerras internas debilitan y crean la impresión de que no hay un solo país. En la mayoría de países europeos tuvieron muchas guerras internacionales y muy pocas guerras civiles, mientras que aquí hubo muchas civiles y el país no participó en ninguna de las grandes guerras internacionales del siglo XX. Incluso la Guerra de Cuba tuvo un importante componente de guerra civil.
–Una nación imaginada nos remite a aquello de una nación cuestionada que dijo Zapatero, ¿no le parece peligroso?
–Todas las naciones son imaginadas, detrás de una nación solo hay la fe en un relato. El que sea imaginada no significa que sea irreal. Para una parte significativa del país esa es España. Imaginada hace referencia a que es un relato construido usando recursos que estaban ahí. Los hechos que cuenta esa historia son reales, lo imaginado es como se articulan esos hechos. Por ejemplo, Viriato y el Cid son reales, lo imaginado es considerar que estos personajes luchaban por la independencia de España y que todos ellos forman parte de una misma comunidad nacional.
–Entonces, ¿qué diferencia la construcción de una nación catalana o vasca de la española?
–Plantearse eso es absurdo. No hay diferencias. La pregunta debería ser: ¿cuál de las dos formas de existencia garantiza más derechos a los individuos o cuál es más convincente?
–Entonces, ¿qué relato resulta más efectivo o más convincente a día de hoy?
–Hay una diferencia importante. A partir del año 1978, el Estado español renunció a la construcción de un relato nacional porque estaba más preocupado por reforzar el estado que por la nación, mientras que el proceso de construcción identitaria en Cataluña ha sido más fuerte en estas décadas. Eso explica el auge del nacionalismo catalán y vasco. Los medios dedicados a la difusión de unos han sido más fuertes que al otro. El relato central en la construcción de la nación catalana es falso, incluso a nivel histórico. En 1714 no hubo ninguna guerra entre Cataluña y España, sino un conflicto entre dos ramas dinásticas para suceder a Carlos II. El relato catalán es bastante incoherente en ese sentido.
–¿Por qué el Estado español ha ido perdiendo terreno frente a ese relato catalán?
–La Transición apostó por un nuevo relato de progreso: la integración en Europa, un sistema democrático, la reconciliación de las dos españas, la recuperación de las libertades públicas y los avances económicos. No obstante, aquí faltaba el componente mítico de todo relato nacional, que demuestra supuestamente su existencia desde el origen de los tiempos. No es que yo abogue por uno u otra, pero eso evidencia la debilidad del relato español frente a otros míticos. ¿Por qué las élites políticas abandonaron la construcción de una nación en el sentido tradicional? Desde el franquismo, la izquierda tiene vergüenza de apoyar el nacionalismo español, mientras que no tiene problemas en apoyar otros nacionalismos periféricos.
–¿Puede mantenerse una estado sin un relato mítico detrás?
–Realmente esa es una pregunta muy repetida en las ciencias políticas. El patriotismo constitucional plantea que un estado puede legitimar su poder no en el pasado mítico, sino en la defensa de una ley o en garantizar los derechos de los individuos. ¿Puede ser suficiente este racionalismo político? En Alemania, tras la II Guerra Mundial este patriotismo constitucional funcionó, pero a partir de la unificación alemana ha vuelto a surgir un nacionalismo muy fuerte. Desde luego es difícil prevalecer este relato racional cuando enfrente tienes un relato mítico, como el catalán, que alude a los sentimientos. La constitución es algo abstracto e insuficiente, frente al «queremos vengarnos de la derrota de 1714».
–Sin un relato español, ¿el nacionalismo catalán seguirá creciendo?
–Si después de 40 años de un proyecto de construcción identitario en Cataluña a través de las escuelas, los museos nacionales y los medios de comunicación sigue habiendo un número significativo de catalanes que quieren mantenerse en España significa que el relato de nación española va a resultar que no es tan débil. Sobre todo porque el Estado español no tiene ninguna capacidad de articular un relato en Cataluña ho. También es verdad que el relato no depende solo del Estado hoy en día, está el turismo, medios de comunicación que no controlan los independistas, la movilidad de la población, etc
No hay comentarios:
Publicar un comentario