Ethel Bonet.
Los talibanes controlan un tercio del territorio ante la impotencia del Gobierno central. La situación de la mujer afgana apenas ha mejorado.
Una misión inacabada. Soldados afganos participan en una operación contra los rebeldes talibanes, ayer, en la provincia de Helmand. Epa
Han pasado quince años
desde que EE UU y sus aliados invadieron Afganistán para derrocar al régimen
talibán. Sin embargo, Washington se equivocó al pensar a finales de 2001 que
«muerto el perro se acabó la rabia». Grandes zonas de Afganistán, especialmente
en el sur y el este, escapan fuera de control y ha habido un proceso de
neotalibanización.
Debido a la pobreza
endémica y la alarmante tasa de 40% de paro, «muchos afganos desesperados son
reclutados por los talibanes, que les pagan ocho dólares diarios por empuñar un
kalashnikov», explica a LA RAZÓN Hamid Sabir, diputado del partido islámico Hizb-e-Islami.
Según Sabir, la insurgencia no son sólo talibanes. «Hay incluso funcionarios
del Gobierno que abandonan sus puestos para alistarse a la insurgencia porque
ganan más dinero», indicó. También algunos ex señores de la guerra colaboran
vendiendo armas a los talibanes, y controlan, además, el negocio del tráfico
del opio, que mueve millones de dólares. «Los talibanes tienen todo: el dinero
para comprar armas y milicianos y el control sobre las zonas rurales por el
apoyo de los mulás locales», subrayó.
La insurgencia ha
resurgido con fuerza en los últimos años, convirtiéndose en una verdadera
amenaza para la estabilización y el proceso de democratización afgano. Los
talibanes han aprovechado para reagruparse en un momento en el que quedan
alrededor de 12.000 militares de la OTAN para capacitación y asistencia,
después de que se cerrara su misión miliar a finales de 2015. Estados Unidos
mantiene 9.800 soldados en misión antiterrorista o de combate, que debería
reducirse a cerca de la mitad en 2017, pero esta decisión se ha ido
posponiendo.
En el último año, los
talibanes han ganado terreno y han desafiado al Gobierno del presidente Ashraf
Ghani en provincias como Kunduz (norte) o Lashkarga (sur). Según funcionarios
estadounidenses, los insurgentes controlan ahora alrededor de un tercio del
país. La lista de provincias más afectadas por la guerra incluye a Nangarhar,
Kunar, Logar (este), Ghazni, Paktia, Kandahar, Uruzgan, Zabul y Helmand (sur),
Ghor, Farah, Badghis, Faryab (oeste), y Baghlan y Kunduz (norte).
Al cumplirse el viernes
el 15 aniversario de la invasión, los talibanes amenazaron: «El Emirato
Islámico de Afganistán [como se llaman a sí mismos] condena la invasión
estadounidense en los términos más enérgicos y una vez más, llamamos a los
invasores a dejar el país y abandonar su despiadada invasión», declaró el grupo
insurgente en un comunicado. «Si no es así, la nación afgana bajo el Emirato
Islámico continuará su legítima lucha hasta el día en que los obliguen a salir
del país, y ese momento no está lejos», avisan.
En este clima de
incertidumbre, muchos temen que el país regrese de nuevo a los oscuros tiempos
del régimen talibán, especialmente las mujeres. Cuando los aliados invadieron
Afganistán, la por entonces secretaria de Estado, Condoleeza Rice, esgrimió,
como una de las razones principales, salvar a las mujeres afganas del trato
vejatorio al que los talibanes las tenían sometidas. Las aspiraciones de las
afganas tropiezan con la dura realidad. «La sociedad afgana se enfrenta a una
multitud de problemas, especialmente las mujeres. El país sigue estando bajo un
régimen islámico», denuncia a LA RAZÓN la activista Sima Samar.
«Hemos perdido 15 años
de democracia. [El ex presidente Hamid] Karzai prometió construir una nación en
la que se le garantizaría a las mujeres sus derechos. Y hoy en día se nos sigue
negando la educación, la asistencia médica o el trabajo», critica Samar. Cuando
una mujer está embarazada, los afganos dicen que está enferma. La mayoría de
las mujeres en las zonas rurales dan a luz en sus casas porque «tienen
prohibido consultar a médicos varones y casi nunca disponen de medios de
transporte para llegar a centro un médico», lamenta la activista afgana.
Miles de niños enferman
y centenares mueren cada año por falta de tratamiento médico. En un país donde
el 70% de la población sobrevive con menos de cuatro dólares diarios es
imposible comprar medicinas. Por eso, los datos sobre mortalidad infantil
hielan la sangre: 150 de cada mil niños mueren antes de cumplir los cinco años.
A Afganistán le queda un largo camino por recorrer para poder romper con la
corrupción en las instituciones, que impide avanzar al país en educación,
derechos de las mujeres y proceso democrático.
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