Lorenzo Calonge
El régimen levantó en la posguerra en la frontera con Francia miles de búnkeres y puestos de tiro por miedo a un ataque exterior.
El sargento Quirós, en una de las fortificaciones defensivas. PABLO LASAOSA
Desde lo alto del puerto de Otxondo, al norte de Navarra, se ve Francia ahí abajo, a menos de 10 kilómetros, y un mensaje en el móvil avisa de que en ese punto la cobertura telefónica ya es la del país vecino. En esos Pirineos de postal -entre ovejas latxas de las que sale el queso Idiazabal y ponis pottokas, muy cerca de un lugar mitológico para el mundo abertzale como el castillo de Amaiur- se esconde parte de un capítulo muy poco conocido de la historia militar reciente de España. Es la Línea P, un conjunto de unas 6.000 fortificaciones defensivas que Franco mandó construir desde Guipúzcoa a Cataluña en los años cuarenta y cincuenta por miedo a una invasión extranjera o de la resistencia antifranquista, y que nunca llegó a utilizar.
Excavadas a mano en una roca, al pie de una carretera comarcal o camufladas sobre una loma, estas construcciones de hormigón impresionan a quienes se atreven a entrar en ellas. La mayoría no tiene un tamaño excesivo, suficiente para que dentro se apostaran entre cinco y 30 militares, según el tipo, dispuestos a repeler con artillería o fusiles un hipotético ataque.
Otras impactan todavía más por sus dimensiones y diseño. En la cuneta derecha del final del puerto de Otxondo, casi imperceptible para el conductor, se oculta en el interior de la montaña una de dos plantas, como un dúplex, unidas por nada menos que 42 escalones, con un amplio espacio para colocar literas y que los soldados pudieran hacer guardias el tiempo necesario. "Es la única de este estilo que hay en Navarra", apunta el sargento Quirós, que hace de guía en medio de túneles estrechos, oscuros y embarrados. Su regimiento, América 66, ha catalogado en los últimos tres años más de 200 en la comunidad foral.
El grueso de las obras empezó en 1943 y duraron tres lustros, hasta que el dictador perdió el miedo a una invasión de las democracias aliadas
Un poco más arriba, al lado del trazado del Camino de Santiago, se abre también dentro de la montaña un búnker con tres entradas y dos pasillos de 50 metros de largo por los que hay que andar encorvado. "En verano esto está imposible de mosquitos", advierte el militar a los más intrépidos. Y casi enfrente, subiendo por una pista de difícil acceso, la gran joya de la zona, Alkurruntz, 150 metros de longitud y varios pasadizos laterales excavados a mano en la roca.
"Esta fue una respuesta del régimen a su aislamiento internacional y al miedo a una posible invasión de las democracias aliadas", explica el historiador Diego Gaspar. "De hecho, ya se habían producido incursiones de elementos antifranquistas, sobre todo en el valle de Arán". La planificación comenzó en 1939 bajo el nombre oficial de "Organización Defensiva de la Frontera Pirenaica" (la referencia coloquial de "Línea P" vino después), el grueso de las obras empezó en 1943 y duraron tres lustros, hasta que España salió de su aislamiento y el dictador perdió el miedo a un ataque exterior. Francia había creado una década antes su equivalente, la línea Maginot, para protegerse de Italia y Alemania.
Franco proyectó unas 10.000 fortificaciones en los 500 kilómetros del límite con Francia, sin embargo, la cifra final se quedó en alrededor de 6.000 (el número exacto se desconoce porque muchas siguen ocultas por la vegetación). Nunca se usaron para lo que se construyeron, ya que no se produjo la temida invasión, pero el plan continuó activo en el Ejército bien entrada la democracia. "Hasta finales de los ochenta era un tema tabú a nivel militar", reconoce un portavoz de América 66.
De la ejecución se encargaron miles de militares. También hubo algunos prisioneros, pero, al tratarse de obras secretas, fueron relegados a labores auxiliares, como carreteras de acceso. Las condiciones de trabajo resultaron especialmente duras en invierno. "Nos trajeron camiones Fiat de la guerra de Etiopía que se helaban y, para arrancarlos, a veces teníamos que prender una hoguera debajo de ellos", relataba uno de los soldados que trabajó en 1945 en el Pirineo oscense, Manuel Esteban Marco, en el libro Cuando Franco fortificó los Pirineos, de José Manuel Clúa, experto de la Línea P y creador de tres rutas turísticas en Aragón.
"Hasta finales de los ochenta era un tema tabú a nivel militar", reconoce un portavoz del Ejército, que ha catalogado más de 200 en Navarra los tres últimos años
La base de operaciones en esta comunidad se instaló en la estación de tren de Canfranc. Allí llegaba el material y dormían los obreros en hangares. Desde ese lugar se desplazaban en vehículos hasta los "nidos" (así llamaban a las fortificaciones), en mulos cuando la carretera se acababa y andando si era necesario. "Algunos emplazamientos eran complicados de alcanzar. Solo daba tiempo a hacer un viaje al día, lo que da una idea de la distancia que había que recorrer, y en muchas ocasiones con una gran pendiente", señala.
"El toque de diana lo daban a las siete u ocho de la mañana", continuaba Esteban Marco, que cobraba 1,50 pesetas al día más 50 céntimos para aseo. "Desayunábamos un café a la intemperie y, si queríamos un bocadillo, nos costaba 1 peseta. Parábamos una hora para comer y regresábamos a la base sobre las seis de la tarde. Tengo que admitir que la comida era buena. En invierno, dormíamos cuatro o más compañeros juntos para pasar el menor frío posible. La vida era tan dura que muchos desertaron a Francia y otros se rompían el calzado para no ir a trabajar".
"La vida era tan dura que muchos desertaron a Francia", explicaba uno de los que realizaron la obra. La mayoría de los trabajadores fueron militares; hubo pocos prisioneros
Se desconoce el dinero que pudo costar la Línea P, o al menos no se ha hecho público, pero sí existen algunos datos que ayudan a tener una idea del desembolso. "Una memoria de 1956 contemplaba en una zona de Aragón 11 obras por 689.000 pesetas, y solo una de ellas valía 165.000 más 20.000 pesetas en imprevistos y redondeo", detalla José Manuel Clúa, que hace años tuvo acceso a multitud de fichas oficiales en la Capitanía de Barcelona. "El precio variaba según la ubicación, el terreno o la altitud. Las había desde 5.000 pesetas". La gran mayoría ha resistido este más de medio siglo sin apenas daños. "Si tuviéramos que usarlas por necesidad de la defensa nacional, tardaríamos una hora en limpiarlas y ocuparlas", asegura el sargento Quirós.
Sin embargo, todo el dinero invertido, los miles de hombres empleados y el esfuerzo por mantener en secreto el plan no se tradujeron en nada efectivo. Al menos, para lo que se construyó. Con el paso del tiempo, los lugareños han reciclado algunas en sitios tan peculiares como picaderos o almacén de urnas funerarias.
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