lunes, 7 de mayo de 2018

LAS CIUDADES ROTAS DE LOS BALCANES. 4º ESO

EL PAÍS INTERNACIONAL
Juan Diego Quesada

En Mitrovica, Mostar y un barrio de Sarajevo los vecinos que se enfrentaron durante la guerra de los Balcanes continúan viviendo de espaldas unos a otros casi tres décadas después.

 Niños jugando delante de un mural frente a símbolos serbios y rusos en el norte de Mitrovica, la zona en la que viven los serbios. El sur es la parte en la que viven los albanokosovares. 
El cierre a finales del año pasado del Tribunal para la Antigua Yugoslavia después haber juzgado a los principales responsables de la guerra fue un paso más para intentar cerrar esas heridas y continuar el camino hacia la reconciliación. La perspectiva de que seis países de la región puedan ingresar a la Unión Europea abre también un nuevo horizonte.

La cumbre de Sofía (Bulgaria), que se celebrará dentro de dos semanas y en la que se verán las caras los líderes de los Veintiocho con los mandatarios de los Balcanes, será una oportunidad para apuntalar la estrategia del bloque europeo para el desarrollo de estos países. El sexto punto de esa hoja de ruta incide en la obligación de fomentar “la reconciliación y la buena relación entre vecinos”.

Mostar (Bosnia)

El adinerado Ado, propietario de una de las casas más hermosas del centro de Mostar, pide que nos sentemos porque tiene algo que contar, algo tan absurdo que es mejor que el cuerpo esté en actitud de descanso.
Hace un año, su madre comenzó a sentirse mal. Él llamó a la única ambulancia del lado bosnio de la ciudad. Tras reconocer a la mujer, el médico dijo que no tenía nada serio y que no era necesario hospitalizarla. Ado no se quedó tranquilo, intuía algo, y telefoneó al servicio de emergencias del lado croata. Los de allí le aseguraron que la llevarían al hospital porque parecía que la señora presentaba los síntomas de un ictus pero que, por la dirección que les facilitaba, no podían enviar a la ambulancia.
—¡Pero si solo tienen que recorrer 300 metros!
—Imposible—, le dijeron al otro lado del teléfono.
Así que tuvo que subir a su madre al coche, llevarla hasta la línea administrativa imaginaria que divide a bosniacos (musulmanes) y croatas y entregarla allí a los médicos. Parecía un intercambio de rehenes en plena Guerra Fría pero el escenario no podía ser más distinto.
Tres jóvenes bosniocroatas posan en el lugar exacto donde estaba la trinchera de Mostar en la guerra de Bosnia (1992-1995), que hoy en día es la línea que marca la división entre croatas y bosniacos. 
Sobre todo por su ciudad vieja, Mostar es una joya de encanto otomano. El Puente Viejo de piedra y las torres medievales que lo flanquean son el foco de atracción principal. En parte porque fue destruido por los croatas durante la guerra y después fue vuelto a levantar. Los turistas que recorren cada día sus calles saben de la guerra, aún la pueden ver en los numerosos edificios agujereados como un queso emmental, pero también tienen a mano tiendas de souvenir modernas y restaurantes caros. El ambiente resulta apacible, como en cualquier rincón turístico del mundo. La imagen de una señora subiendo a una ambulancia en medio de la calle no les dice nada, aunque es ahí donde está el verdadero tabique.
El puente no es lo que divide en dos la ciudad. Sus alrededores son un espacio conjunto para ordeñar el turismo. La división real se encuentra en una de las avenidas más anchas, por donde antes discurría el ferrocarril. En ese punto exacto estaba hace un cuarto de siglo el frente de guerra. “Y esa trinchera continúa en nuestras cabezas”, añade Ado, cuyo pareja trabaja en un taller vespertino para que estudiantes de los dos lados estrechen relaciones.
Mostar es bicéfala. Esa separación levantada en el pasado hace que la ciudad tenga dos servicios de ambulancias, dos cuerpos de bomberos, dos compañías eléctricas, dos sistemas educativos, dos redes de teléfono, dos servicios postales. Todo está duplicado.
También sus equipos de fútbol, uno en primera y otro en segunda división. El ambiente en la sede de los ultras croatas del Zrinjski es denso. Muchachos en chándal, zapatillas y con cordones de oro alrededor del cuello. La mayoría de los aquí reunidos tuvo un padre que hizo la guerra. Algunos sobrevivieron, otros no. De una pared cuelga una bandera con la cruz gamada estampada.
El que sirve las mesas en esta cueva de lobo, Mateo, dice que no tiene ninguna vinculación con el lado musulmán de la ciudad (el Este). Su Mostar, añade, es más bonito, más rico, más limpio, más ordenado. Su amigo Marko, un tipo grandote, asiente y sale disparado al frigorífico.
Marko (i) y Mateo, ultras del HNK Zrinjski, enseñan la cruz visible desde todos los puntos de la ciudad.
Marko (i) y Mateo, ultras del HNK Zrinjski, enseñan la cruz visible desde todos los puntos de la ciudad. M. K.
Regresa con un par de cervezas croatas y propone subir en coche hasta lo alto de un cerro. Quiere enseñarnos algo. Durante el ascenso hasta la cima vamos escuchando música croata. Trabaja en una fábrica pero el sueldo es bajo. Dice que, cada vez más, la gente de su edad agarra los bártulos y se va a Alemania a trabajar o a estudiar. La mayoría no regresa.
Al llegar a la cumbre, emerge una cruz colosal. Marko sostiene que ellos, los católicos, la levantaron hartos de los minaretes que brotaban en el horizonte como setas. Ahora, cualquiera que alce la mirada en cualquier punto de Mostar comprenderá de quién es esta ciudad. ¿Cree que podrán vivir juntos de nuevo en el futuro? “Sí, por supuesto. Dentro de 300 años”.
De los 105.800 habitantes de Mostar, el 48% son croatas, el 44% bosniacos, el 4% serbios y el 3% restante de otros orígenes.

 

 

Mitrovica (Kosovo)

Festebardhe Ismjli caminaba por la calle con la sensación de que todo le era ajeno. Era la primera vez en sus 26 años de vida que ponía un pie en el norte de Mitrovica. Recuerda el miedo y la sensación asfixiante de que en cualquier momento podría pasarle algo terrible. Pero no le ocurrió nada. Al cabo de un rato llegó al edificio donde iba a trabajar a partir de ese momento, un tribunal de justicia común para todos los habitantes de la ciudad. Y allí estrechó la mano de un serbio. Era la primera vez que veía a uno de carne y hueso.
Mitrovica es una ciudad dividida en una nación dividida. Casi 20 años después de la guerra y 10 desde que Kosovo declarara la independencia de Serbia, la urbe está tan rotundamente partida en dos mitades que parece el resultado de un hachazo limpio. Al norte, los serbios. Al sur, los albaneses.
Una barricada en el puente principal de Mitrovica, en el lado serbio. El puente fue cerrado al tráfico desde unos incidentes violentos ocurridos hace unos años y todavía no ha vuelto a abrirse. Ese puente marca la frontera entre serbios y albaneses  EL PAÍS
Los serbios, cristianos ortodoxos, no reconocen a Kosovo como país. Para ellos, este es el sur de Serbia. Los albaneses, musulmanes, imponen poco a poco su autoridad nacional. Por ejemplo, abren el juzgado al que se incorporó Festebardhe Ismjli en noviembre del año pasado u obligan a la policía serbia a usar el uniforme kosovar.
No comparten colegios, cafeterías, tiendas de ropa, ni siquiera la red de telefonía. La paz se ha cimentado sobre la separación étnica. El puente principal que conecta las dos ciudades permanece cerrado al paso de vehículos tras los incidentes violentos de hace unos años. La barricada del lado serbio sigue en pie, y a cada rato pasan los carabinieri y los vehículos blindados de la KFOR, la fuerza de seguridad de la OTAN.
Al caer el sol, los serbios se reúnen en una orilla, los albaneses en la otra. Charlan, pasean perros, fuman, los adolescentes se toman selfies y se besan. Son dos sociedades asimétricas frente a frente. No existen las tensiones del pasado pero tampoco ningún movimiento de concordia. No es difícil encontrar testimonios de jóvenes que apenas conocen la realidad de la gente que tienen frente a sus ojos.
La abogada Festebardhe Ismajli (i) con su amiga Edita Koligi, en un café en el sur de Mitrovica, de mayoría albanokosovar. Ismajli no conoció el lado serbio por primera vez en su vida hasta hace unos meses, cuando fue allí a trabajar en un juzgado. 
El de Festebardhe Ismijli es uno. No sabe prácticamente nada de la cultura de sus vecinos. Sus padres hablan un serbocroata perfecto —lo aprendieron en la escuela— a diferencia de su hija, que apenas lo está estudiando ahora. ¿Ismijli ha trabado amistad con algún serbio en este tiempo? No. ¿Podría tener una pareja serbia? Imposible. Al salir del juzgado se va derecha a su trocito de ciudad.
Así es imposible que conozca el Soho, un bar hípster de moda para los jóvenes serbios. Suena música jazz. En una mesa están sentadas Milica Andric, de 27 años, y Sanja Sovrilic, de 34. Andric, consultora pública, ve inevitable que lo serbio se diluya. Los que se fueron durante la guerra no regresaron y los que están no compran casas porque piensan que en cualquier momento se tendrán que ir para siempre. La posibilidad de que Serbia entre en la UE a cambio de relajar su posición soberanista sobre Kosovo tampoco ayuda. “En 50 años no habrá serbios aquí”, vaticina. Ahora mismo ve imposible la unificación de la ciudad, y no puede llegar a imaginar cómo era vivir en Yugoslavia, sin esta división tan cortante.
Esos pedazos de una sociedad idealizada los ha tratado de reconstruir Sovrilic con un documental. La periodista ha contado la historia de la Mitrovica Big Band, una historia de músicos de todas las etnias. A sus ensayos podía acudir cualquiera, a nadie le preguntaban de dónde venía. Simplemente le pedían que agarrara un instrumento y se pusiera a tocar. Tras la guerra, la banda se disolvió, como toda la convivencia en general.
El espíritu religioso observa desde las alturas. En lo alto de un monte, desde donde se ve toda la ciudad como una masa uniforme, el padre Danilo recibe en su monasterio a unos soldados griegos. El sacerdote extiende su mano para que los militares la besen. Para la Iglesia ortodoxa, Kosovo es el corazón de Serbia y cuna espiritual su fe. De hecho, bajo Yugoslavia, su nombre era Kosovo y Metojia, que significa tierra de los monasterios. Los obispos a menudo han denunciado la quema de iglesias y la profanación de tumbas serbias por parte de los albaneses, sin denunciar nunca los crímenes propios.
Sanja Sovrlic, 34, (i), y Milica Andric (26), serbias que viven en el norte de Mitrovica.
Sanja Sovrlic, 34, (i), y Milica Andric (26), serbias que viven en el norte de Mitrovica. EL PAÍS
Desde enfrente les miran con recelo. Poco antes de las cinco de la tarde, uno de los imanes da por concluida la oración en la mezquita. Se excusa porque tiene prisa pero pide que un muchacho piadoso de 26 años ponga voz a la comunidad. El joven lleva la barba larga “como los profetas”. “¿Ve ahí? No hay nada, pues antes había una mezquita y los serbios la destruyeron. Arruinaron todo”.
Si de él dependiera, aplicaría la sharía en Kosovo. Da una respuesta ambigua sobre la convivencia: “Si estaban allí desde siempre, que se quedan. Si no, que se vayan”. Es bróker de bitcoins, lo que significa que hace negocios por el mundo entero a través de Internet pero no ha cruzado a la calle de enfrente. ¿Damos una vuelta iniciática y nos cuenta sus impresiones? “Ustedes están locos, ¿verdad?”.
Casi tres cuartas partes (73%) de los vecinos de Mitrovica son albaneses. Otro 22% de los 101.400 vecinos son de origen serbio.


Sarajevo (Bosnia)

En una placita sin ningún encanto confluyen dos formas de enfrentar una tragedia. La mitad de ella pertenece a la República Srpska (República Serbia en serbio) y la otra a la Federación, las dos entidades en las que quedó dividida Bosnia tras los acuerdos de paz de 1995. Según los serbios, el lugar se llama batallón de Ilidza en honor a sus combatientes caídos. Para los bosnios, se trata de la calle de William Shakespeare, en lo que parece un guiño irónico a la tragedia.
La calle de William Shakespeare, en Sarajevo del Este, justo en el límite administrativo entre la República Sprska y la Federación, las dos entidades que conforman Bosnia. La misma calle en el lado opuesto tiene el nombre de un batallón serbio.
La calle de William Shakespeare, en Sarajevo del Este, justo en el límite administrativo entre la República Sprska y la Federación, las dos entidades que conforman Bosnia. La misma calle en el lado opuesto tiene el nombre de un batallón serbio. M. K.
En medio de la plaza reina el bar de Radmila Vujevic. La enérgica dueña del café BB, una serbobosnia de 52 años, aparece inscrita como palestina en el censo de población. Hace unos años vinieron por aquí unos encuestadores preguntándole cuál era su etnia. “¡Palestina y punto!”, les dijo para ahuyentarlos.
En el café BB no se discrimina a nadie. Ese hombre mal afeitado sentado en la mesa contigua es cuñado de Radmila, musulmán. En la nevera hay cervezas bosnias y serbias. Radmila sostiene que lo que les une es el aburrimiento y la falta de oportunidades. Eso hace que mucha gente pase sus días frente al televisor. Los telespectadores consumen en altas dosis de propaganda etnonacionalista, avivada por los políticos. “Esa no es la realidad de la calle”, asegura.
Sarajevo, la capital de Bosnia, lleva años en proceso de reconstrucción tras el asedio serbio que asoló la ciudad durante más de 1.000 días. Hace un tiempo reabrió la Biblioteca Nacional, una joya que fue destruida, y recientemente ha vuelto a ponerse en marcha el famoso teleférico. Los turistas recorren la parte vieja de la ciudad pero a ninguno de ellos se le ocurre visitar la parte oriental, el Sarajevo del Este.
Es la parte de la ciudad que se quedaron los serbios. En realidad es un barrio pero funciona como urbe autónoma. Lo que se ve tras cruzar de un Sarajevo a otro es un enorme secarral en el que brotan edificios grises y parques sin sombras bajo las que cobijarse del sol.
Un grafiti en Sarajevo del Este en honor a Gavrilo Princip, el serbonbosnio que asesinó al arrchiduque de Austria Francisco Fernando. Este barrio de la ciudad, abrumadorament serbio, funge como ciudad autónoma. 
En este lugar hay muchos serbios que se sienten aislados. Milijna Milinkovic, 34 años, vivía antes en el centro pero tras la guerra juró que aquella ya no era su ciudad. Si por ella fuera, ningún serbio pisaría el otro lado. Mezclarse en el trabajo deriva en infidelidades y destroza matrimonios ortodoxos: “Es una forma de erosionar la identidad serbia”.
En su casa no hay ninguna pista de que viva en un país llamado Bosnia y Herzegovina. Sus hijos pequeños ni si quiera lo saben. En la cabeza de Milijna Milinkovic, como en muchas de las de sus vecinos, las trincheras siguen abiertas.
Sarajevo tiene 275.000 vecinos en total. El 80% de los habitantes de la capital son bosniacos, casi el 5% son croatas y casi el 4%, serbios. En Sarajevo del Este, donde viven 62.000 personas, el 94% son serbios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario