Jan Martínez Ahrens
La elección del legendario y letal Michael D'Andrea, un agente clave en la caza de Bin Laden y la guerra de los drones, presagia una escalada de tensión.
Un clérigo iraní en Teherán. REUTERS
Es el hombre sin rostro. No se conoce una foto suya ni tampoco su edad. Se sabe que siempre viste de negro, es musulmán y encadena un cigarrillo tras otro. El legendario agente Michael D’Andrea, más conocido en los servicios de inteligencia como El Príncipe Oscuro, es el nuevo centinela de la CIA en Irán. Duro entre los duros, su nombramiento como jefe de operaciones de la agencia en el país de los ayatolás supone un triunfo de los halcones de la Casa Blanca y presagia una próxima escalada de tensión. En su historial, figuran los despiadados interrogatorios del 11-S, la supervisión de la caza de Osama Bin Laden y el letal desarrollo de la guerra con drones. Pocos agentes de la CIA son más odiados entre los islamistas.
Irán y Estados Unidos viven días perplejos. El presidente Donald Trump nunca ha dejado de fustigar a Teherán. Antes de entrar en la Casa Blanca lo consideró como un financiador del terrorismo internacional y calificó el acuerdo nuclear cerrado en 2015 con Barack Obama como el “peor de la historia”. Una vez en el poder, sorprendió al mundo respetando el pacto, pero mantuvo su inveterada afición a agitar el polvorín.
A Irán le dedica siempre que puede sus peores exabruptos. Incluso cuando hay sangre por medio. Así ocurrió el 7 de junio, el día en que las bombas del ISIS sembraron el pánico en Teherán. Ante los 13 muertos y 43 heridos, la Casa Blanca sentenció: “Los Estados que patrocinan el terrorismo se arriesgan a convertirse en víctimas del mal que promueven”.
La puñalada mostraba los vientos que corren en Washington, donde los halcones anti-iraníes son cada vez más poderosos. Liderados por el consejero de Seguridad Nacional, Herbert R. McMaster, y el director de la CIA, Mike Pompeo, este sector ha aceptado prolongar la vida del pacto nuclear, pero ha desplegado las alas ahí donde ha podido.
En términos internos el signo más evidente ha sido entronizar a El Príncipe Oscuro. Un símbolo de la América más salvaje. Siempre en la sombra, su trayectoria en la CIA es conocida por los relatos de ex agentes y directivos a la prensa. “Se trata de uno de los mejores oficiales de su generación”, ha dicho un alto cargo a The New York Times.
En 1979 se enroló en la CIA, recibió entrenamiento en Virginia y sus primeras misiones tuvieron como destino la convulsa África de los años ochenta. Dotado de una inagotable capacidad de trabajo e implacable en el cumplimiento de las órdenes, fue ascendiendo hasta ocupar la jefatura de Bagdad en tiempos de guerra. En sus recorridos por Oriente, se casó con una musulmana y se convirtió al islam. No es practicante, pero quienes le han tratado aseguran que posee un altísimo conocimiento del mundo islámico hasta el punto de que entre los suyos le llaman Ayatolá Mike.
El primer momento estelar le llegó, ya curtido, tras los atentados del 11-S. Su participación en las torturas e interrogatorios que jalonaron la respuesta estadounidense al horror terrorista abrieron la puerta a innumerables arrestos. En los calabozos del miedo, el Príncipe Oscuro forjó su leyenda. Sus éxitos en aquellos días convulsos le auparon en 2006 hasta la dirección del Centro de Contraterrorismo de la CIA. Desde ahí se volvió un látigo universal.
En febrero de 2008, coordinó con el Mossad el golpe que acabó en Damasco con uno de los más perseguidos y temibles señores de la guerra, el jefe de inteligencia de Hezbolá, Imad Mugniya, apodado El Hombre Invisible. Una bomba en su coche hizo saltar por los aires al supuesto cerebro, entre otros, del ataque en 1983 al cuartel de los marines y la Embajada de EEUU en Beirut (350 muertos), de los atentados a la Embajada de Israel y al Centro Judío en Buenos Aires (115 fallecidos) y de la tortura y ejecución del jefe de la agencia en Líbano.
Un éxito en términos de la CIA que pronto quedaría empañado por uno de sus mayores fracasos. En 2009, como recuerda el libro Cadena de crímenes, del reportero británico Andrew Cockburn, creyó haber descubierto la vía para liquidar a Osama Bin Laden. Un médico jordano le había prometido a la agencia acceso al líder de Al Qaeda, y él, obnubilado, le dejó entrar en el cuartel de Khost (Afganistán). Una vez dentro, el supuesto confidente saltó por los aires y se llevó consigo a siete agentes.
La terrible imprudencia no afectó a su carrera. Por el contrario, en esa misma época el Príncipe Oscuro demostró que los métodos tradicionales se le quedaban cortos y ganó nuevas cuotas de poder. En sus manos, el programa de drones despegó como nunca antes. De tres ataques al año en Paquistán se pasaron a 117. No importó mucho el reguero de sangre inocente que dejó tras de sí esta escalada ni los errores cometidos, incluyendo la muerte de cautivos occidentales. D’Andrea, aunque dejó en 2015 el Centro de Contrainteligencia, siguió su carrera e incluso fue inmortalizado en la película La noche más oscura(Zero Dark Thirty) como El Lobo, el jefe de a CIA que coordinó la caza a Bin Laden.
Ahora ha vuelto al primer plano. Irán es el nudo de todos los conflictos de Oriente Medio y nadie duda de que su elección para dirigir la operaciones de la CIA marca una nueva era. Su sombra se hará notar en Teherán. Por algo, a Michael D’Andrea también se le conoce como El Enterrador.
EL SECRETRO ROTO DE UN NOMBRE
La identidad de los encargados de operaciones encubiertas es uno de los secretos mejor guardados de la CIA. Su revelación no sólo pone en peligro a los afectados sino que da pistas estratégicas a los servicios de contrainteligencia extranjeros. Por estos motivos, los medios evitan la publicación de los nombres, excepto cuando hay causas penales graves abiertas. Esa tradición la rompió en 2015 el diario The New York Times con Michael D’Andrea.
Para revelar su identidad, el diario neoyorquino se amparó en un caso polémico. Las operaciones con drones, en aquel momento cada vez más intensas, estaban segando la vida de cientos de inocentes, y en el Valle de Shawal, en Paquistán, uno de estos ataques teledirigidos acababa de eliminar en una guarida de Al Qaeda a dos cautivos occidentales: el estadounidense Warren Weinstein y el italiano Giovanni Lo Porto.
La muerte de estos trabajadores sociales fue un claro error de cálculo de la CIA y el periódico tomó la decisión de hacer público el nombre de quien en aquel momento ocupaba la jefatura del Centro de Contraterrorismo, Michael D’Andrea, más conocido como El Príncipe Oscuro o Ayatolá Mike. Él había dado la orden y, por tanto, él debía responder de sus actos.
Tanto la revelación como el razonamiento fueron acogidos con críticas en la Administración de Barack Obama y no fue secundada por algunos medios. Al conocerse, estas semanas el nuevo destino del agente, su identidad volvió a salir a la palestra. Y también la polémica. “Simplemente no hay excusa al exponer los nombres de quienes participan en operaciones encubiertas. Son personas que arriesgan su vida por nuestra nación y cuyo anonimato es tan crítico para nuestra seguridad como el chaleco antibalas para un soldado de infantería”, escribió el analista conservador Marc Thiessen. Pese a las quejas, The New York Times se mantuvo firme en su argumento.
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