EL MUNDO INTERNACIONAL
Alberto Rojas
Los ataques de Boko Haram paralizan una de las mayores industrias del país: la venta de ganado a Nigeria y hunden la economía del Chad.
Los precios de los alimentos se disparan en un territorio que ya forma parte de las cuatro grandes hambrunas, junto a Yemen, Sudán del Sur y Somalia.
Cadette, a la izquierda, en pleno proceso de recuperación. A la derecha, Hassan espera un milagro. ALBERTO ROJAS.
No es un lugar agradable. Hay muchos niños pero no se oyen ni risas ni llantos. Aquí no hay fuerzas para llorar. Sólo se escucha zumbar a las moscas, el motor de los ventiladores del techo (tac, tac, tac, tac) y los pasos del enfermero colocando sueros y apuntando progresos y retrocesos en la tablilla de cada enfermo. Ese silencio pegajoso es el sonido del hambre.
Huele a lejía. Sirven un vaso de leche por niño, que las madres tapan para que no entren las moscas. Estamos en el mes del ramadán, así que la comida que cocinan fuera sólo es para los pequeños. Ellas tendrán que esperar hasta que el sol se ponga para poder comer. El doctor Neradion pasa entre las camas explicando que no sólo hay casos de desnutrición, sino que también los hay de malnutrición, que no es lo mismo. "A veces las familias tienen cosas para alimentar a sus bebés, pero no son las adecuadas, y acaban provocando que las rechace y deje de comer".
Alrededor, muchos niños al límite de la vida luchan por no caer en ese 11% de ellos que ya no saldrán de aquí. "Ése es el porcentaje de muerte que tenemos en este hospital, y es uno de los más bajos del país. En otros lugares es mucho peor", comenta el médico ante el drama que se escenifica alrededor. Algunos pequeños llevan las manos vendadas como si fueran boxeadores esqueléticos. Lo hacen para que no se arranquen las vías que les proporcionan los medicamentos con el suero.
En el terreno que la vida le descuenta a la muerte y la muerte le gana a la vida reside Hassan, uno de esos niños. Después de recurrir durante meses a todo tipo de curanderos tradicionales, sus padres tuvieron que reconocer la evidencia: su hijo se muere. Como último recurso, lo llevaron al hospital. Quizá sea demasiado tarde.
- ¿Volveréis a llevar a vuestro hijo a un curandero tradicional?
- Depende.
- ¿De qué?
- Si en el hospital le salvan, ya siempre lo traeremos aquí.
- ¿Y si no consiguen salvarlo?
- Volveremos al tradicional.
Ni los doctores saben qué clase de pociones, ungüentos y bebedizos (algunas contienen excrementos y cenizas) han dado al crío para que llegue en esas condiciones. Tiene 14 meses, pero no puede moverse. Su estómago está hinchado como un balón, tiene un vacío por mirada y no consigue asimilar ningún alimento. Cada bocanada de oxígeno que recoge en sus pulmones le cuesta como si absorbiera un sorbo del infierno. A pesar de todo, si tiene alguna posibilidad real de sobrevivir (escasas) después de meses de superchería, es en este hospital, Nuestra señora de los Apóstoles, uno de los mejores de la capital, apoyado en su área de nutrición por Unicef.
Un grupo de madres espera turno para que sus hijos sean atendidos por desnutrición en la isla de Buguirmi (lago Chad). ALBERTO ROJAS
El Lago Chad sufre una de las cuatro grandes crisis alimentarias actuales (las otras tres son Sudán del Sur, Somalia y Yemen), aunque se ha extendido por todo el país. Chad vive de dos tipos de exportaciones: la de ganado y la del escaso petróleo que es capaz de extraer. La expansión de Boko Haram cortó la primera (la mayoría de las vacas se vendían en la frontera con Nigeria, ahora en manos de los yihadistas). La caída de los precios del crudo hundió la segunda. La economía chadiana, ya de por si paupérrima, está destruida, mientras que los alimentos básicos multiplican sus precios en los mercados, la situación ideal para que el tercer jinete cabalgue sin freno.
Si la mirada marca la distancia entre la vida y la muerte, los ojos grandes de Cadette prometen la vida. Observan el hospital como si acabara de despertar de un largo sueño, a pesar de que lleva ya dos semanas dentro. Está débil pero choca la mano del primer blanco que ve en su vida. El alimento y los fármacos se abren camino para regar por dentro un cuerpo reventado por el hambre y condenado por la malaria. Está en la tercera fase del tratamiento de malnutrición, la última, desde que entró en cuidados intensivos. Su madre y su hermano no se han separado de ella.
"Mi marido trabajaba como obrero de la construcción", cuenta Fátima, la madre de Cadette. "Desde que comenzó la crisis económica y el problema de Boko Haram [año 2013] no es capaz de encontrar empleo porque la construcción se ha detenido. En realidad sí que hay comida en los mercados. La dificultad de las madres es poder comprarla", dice.
"Mi hija ahora está bien, pero no puedo alimentarla sin dinero. Además, la leche materna se me ha cortado porque vuelvo a estar embarazada", comenta Fátima tocándose la tripa. Para más complicaciones, llegó la malaria. Que la trajera a este hospital de monjas marca la diferencia entre que hoy esté viva o muerta.
"El problema es que la mayoría de ellos son eternos enfermos porque cuando se recuperan y salen del hospital sufren un 'efecto rebote' en cuanto dejan de ser alimentados", dice el doctor Neradion. Así que los que hoy sufren en estas mismas camas han vuelto alguna vez o regresarán en el futuro hasta que en alguna de esas visitas la desnutrición ya sea tan grave que no tenga solución.
Una madre lleva a su hijo hasta la unidad de desnutrición de la isla de Buguirmi (lago Chad). ALBERTO ROJAS.
Más allá de la capital, el problema empeora. Además de las ruinosas condiciones económicas en el quinto país más pobre del mundo, la nutrición choca con el problema del analfabetismo. Una creencia popular de muchos curanderos rurales de Chad, presente en varias etnias, hace probar la leche materna de las mujeres sumergiendo hormigas en ella. Si las hormigas sobreviven, la leche es buena y la madre podrá seguir alimentando a sus hijos con ella. Si no, tendrá que buscar una alternativa (si la hay). Por eso son tan importantes las charlas de sensibilización que se dan todas las mañanas en el hospital para derrumbar toda la mitología venenosa que aún pervive en la sociedad chadiana.
En la isla de Buguirmi, en medio del lago Chad, como en cientos de lugares por todo el país, incluso en los más remotos, el equipo de Unicef despliega, bajo la sombra de un gran árbol, su equipo portátil para tratar la desnutrición infantil. Alrededor, esperando su turno, dos centenares de madres con niños en sus brazos que unos kilómetros más allá son otras 200. Y otras 200 en otra aldea... Un total de 64 unidades nutricionales en pleno movimiento para alimentar a 7,1 millones de personas que hoy sufren hambre e inseguridad sólo en la región del lago, sobre una población de 17 millones.
Los doctores preparan una mesa plegable, una báscula atada a un árbol con un barreño para pesar a los niños y un metro para medirlos. Además, usan unos brazaletes que cambian del color verde (sano) al rojo (desnutrido) dependiendo del grosor del brazo del niño. Más allá, 45 grados bajo la emboscada incandescente del sol del Sahel.
Las madres, elegantes con sus trajes, sus escarificaciones en la piel y sus aretes tribales de oro (como marca la etnia buruma) a pesar de la miseria sin horizonte que sufren, llevan sus cartillas sanitarias de cartón casi descoloridas y esperan a que suene su nombre.
Cuando llega su turno, colocan al niño en la báscula y esperan a que el doctor le dispense, si es necesario, los sobres de alimentación suplementaria de pasta de cacahuete. Una semana más de vida para muchos niños, a veces la única comida del día para ellos. Niños hinchados por el hambre, niños con la piel acartonada por la deshidratación de las diarreas, niños que han perdido parte del pelo y que el poco que conservan ha mutado hacia el naranja. Todos los efectos de la malnutrición se ven bajo este árbol y tendrán consecuencias físicas de por vida.
Para los que superan esos primeros años de vida, los más difíciles, también hay ayuda alimentaria. Se da en todos los colegios de la región construidos por Unicef (200 escuelas, entre las fijas y las temporales) y consiste en un plato de comida completo. En el colegio del centro de desplazados de Bol, a la orilla del lago, cada clase de niños avanza de forma marcial hacia la cocina, de los más pequeños a los más mayores, en la que dos mujeres han estado preparando dos grandes marmitas: una con arroz y otra con carne. Estos niños tienen suerte dos veces: la primera, por pertenecer a ese 50% de niños escolarizados en el país. La segunda, por poder comer al menos una vez al día y escapar de ese 12% que sufre desnutrición aguda.
Para la gran mayoría de estas madres, no poder alimentar a sus hijos (tienen una media de seis) supone una humillación, aunque venga provocada por Boko Haram y su venenosa yihad. Hasta el 44% de ellas sufre la terrible mutilación genital femenina y está cosida, con lo que las dificultades para el parto, siempre en casa, se multiplican. Otra humillación supone el lugar donde han tenido que vivir, esos centros de desplazados para nadies en medio de la nada, donde nada puede hacerse salvo esperar.
Si una persona adulta se relaciona con la sociedad a partir de su trabajo, ¿qué clase de papel tiene alguien que es alimentado por organizaciones internacionales para poder sobrevivir y que no puede trabajar? ¿Qué vida deshumanizada tiene aquel que lo ha dejado todo y que no puede volver a su casa porque probablemente ya ni exista? ¿Qué opinión tiene un adulto de sí mismo si no puede alimentar a sus propios hijos?
El equipo médico de Unicef pesa a una niña con desnutrición en la isla de Buguirmi (lago Chad) con una báscula colgada de un árbol. ALBERTO ROJAS
"La desnutrición tiene un impacto muy negativo en el nivel de producción y desarrollo del capital humano de un país. Se estima que Chad ha perdido ya el 9% de su Producto Interior Bruto a causa de la desnutrición", dice Lilian Kastner, jefa de emergencias de Unicef.
De estos lugares de pobreza sin horizonte salen aquellos que cruzan el Sáhara a riesgo de morir entre las dunas y luego llenan las bodegas de embarcaciones de fortuna hacia una existencia mejor en Europa o la muerte en medio del Mediterráneo.
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