EM CRÓNICA
Mónica G. Prieto/Javier Espinosa
La confesión del comando de insurgentes iraquíes que se atribuyó el asesinato de siete agentes del CNI en 2003
Dicen que fue un 'ataque de fortuna': no sabían que quienes iban en los coches eran españoles ni espías
Los reporteros lo cuentan en 'La semilla del odio', su segundo libro, sobre su experiencia en la guerra de Irak y cómo vieron allí nacer al Estado Islámico
"Usted me debe de odiar por haberlos matado". Abu Abdurrahman pronunció la frase sin desviar sus ojos de los míos, en un pueril duelo de miradas que ambos manteníamos desde el inicio del encuentro. Nos sentíamos incómodos pero nos parecía necesario estar cara a cara, aunque por motivos distintos. Para él se trataba de cumplir con la palabra que le había dado a mi "padrino" cuando este le rogó que me recibiera, en aquel desvencijado apartamento de Qudsiya, un suburbio de Damasco que ya se había ganado el apodo del "pequeño Irak" por el número de refugiados que acogía. Para mí, se trataba de conocer la verdad sobre la emboscada que se cobró la vida de siete agentes del CNI en noviembre de 2003, en Latifiya.
Hay historias abiertas, retazos de la realidad a las que el periodista se aproxima para no volver a saber nunca sobre su evolución. Suele ser lo habitual. Pero en ocasiones surgen otras a las que un golpe de suerte, la casualidad, o ambas cosas, facilita que el reportero pueda eventualmente ponerle un punto y final. Y esta es una de ellas.
Todo comenzó con una emboscada en la que perdieron la vida siete españoles, entre ellos Alberto Martínez, y con las imágenes de sus cadáveres siendo ultrajados por una masa enfervorecida. Siguió con un vídeo que llegó a mis manos en marzo de 2004, en una remesa de grabaciones de grupos insurgentes que algunos amigos iraquíes habían conseguido en sucesivas visitas a las mezquitas.
El CD era tan anodino como el resto: un disco compacto sin etiquetar, con una palabra en árabe manuscrita con rotulador permanente. Comenzaba con las previsibles imágenes de protestas civiles reprimidas a tiros por las tropas ocupantes para pasar a exhibir el poder militar del grupo que lo había grabado -lanzaderas artesanales de misiles, lanzagranadas, fusiles- y sus acciones: 15 tanques destruidos, 36 Hummers calcinados, 11 transportes blindados arrasados, 41 helicópteros abatidos... Imposible distinguir entre realidad y propaganda. Pero tras la sucesión de explosiones, unas imágenes llamaron poderosamente mi atención. Varios civiles, entre ellos críos, pisoteaban unos cadáveres demasiado conocidos en plena noche, a pie de carretera.
"El 29 de noviembre de 2003, el escuadrón Al Hamza de la sección Al Tafira al Mansura, perteneciente a Ansar al Sunna, vigiló y persiguió a dos coches de la inteligencia española cuando regresaban de Hilla -recitaba una voz en árabe, con tono de parte militar-. Tendieron una trampa perfecta a la altura de Latifiya y pudieron atacar a ambos coches. Dentro iban ocho personas, mataron a siete y al octavo le hirieron de gravedad. En el ataque decomisaron armas automáticas y cámaras. Todos los combatientes regresaron con vida".
Ansar al Sunna, los Seguidores de la Tradición del Profeta, una agrupación armada suní que se perfilaba como una de las más poderosas y radicales del nuevo y caótico Irak, reivindicaba así las muertes de los siete agentes en el peor golpe sufrido por España durante su participación en la ocupación. Las imágenes de los cadáveres habían dado la vuelta al mundo, las había captado Sky News una hora después del ataque y no suponían prueba alguna de que la autoría correspondiera a Ansar al Sunna, como reclamaba el grupo. Pero el vídeo guardaba otra sorpresa: varias tarjetas de crédito españolas y tres documentos de identidad me provocaron un vuelco en el estómago. Uno era un carnet de conducir español a nombre de Luis Ignacio Zanón Tarazona. Otro, una credencial expedida por la Coalición Provisional para Irak a nombre de Luis Zanón. El último documento correspondía a Alberto Martínez González, el jefe de la misión. Eso sí era una evidencia.
En España se había afirmado que los atacantes habían sido arrestados y que habían confesado su crimen y sus vínculos con el Baaz. Sin embargo, cuatro años después, el destino me conduciría al jefe del escuadrón de Ansar al Sunna que aseguraba haber ejecutado el ataque contra los agentes. Sólo accedió a hablar por deferencia a mis "padrinos" iraquíes, pero el temor de enfrentarse a una trampa que derivase en su detención era evidente.
Cuando llegué a la destartalada vivienda que albergó nuestro encuentro, Abu Abdulrahman me aguardaba con resquemor. Estaba incómodo e impaciente por terminar. Su rostro despedía desconfianza, aunque también cierta curiosidad por la española que tanto insistía en verle. El encuentro había sido pactado tras interminables gestiones de una tercera persona, que respondía de mi integridad como periodista y con el suficiente carisma entre las redes de la insurgencia suní como para poder solicitar favores tan extraordinarios como el que estaba a punto de consumarse. Abu Abdulrahman había accedido tras semanas de dudas.
La obligada amabilidad árabe le llevó a invitarme a tomar asiento y ofrecerme té. Mientras volteaba la cucharilla y dejaba a mi traductor las formalidades de la presentación, aquel hombre -bigote canoso, ojos color avellana, bajo de estatura y constitución compacta, rozando el sobrepeso- dispuso del tiempo suficiente para observarme atentamente antes de pronunciar palabra. Pero no dio rodeos cuando comenzó a hablar. "Usted me debe de odiar por haberlos matado. Me dijeron que uno de los agentes era su amigo", lanzó pausadamente, esperando una reacción. Tragué saliva y le clavé los ojos. Esperaba algo similar porque la persona que había acordado la cita había sido sincero con ambos. Tenía la respuesta preparada desde hacía semanas, cuando supe que existía una posibilidad de encontrarnos. "Vengo como periodista. No estoy aquí para juzgarle, sino para conocer qué ocurrió y por qué ocurrió. Se han dicho muchas cosas en España y me gustaría saber la verdad". Le sostuve la mirada, a la espera de que no lo interpretara como un desafío sino como un gesto de sinceridad. Reflexionó unos segundos antes de asentir, apesadumbrado.
Vestido con un chándal azul con rayas rojas de mala calidad, Abu Abdulrahman se arrellanó en el sofá. Su aspecto hacía pensar que no rebasaba los 40 años, pero las arrugas de su rostro le sumaban varios más. Parecía un individuo tosco, de escasa cultura pero profundas convicciones religiosas. Se definía como salafista, una de las corrientes más conservadoras del islam suní, lo que explicaba que en ningún momento me estrechase la mano ni mantuviese ningún tipo de contacto físico. Tras terminar el té y las formalidades, musitó una sura del Corán antes de iniciar un relato que se extendería casi dos horas.
"En aquel tiempo, controlábamos la zona en colaboración con otros grupos. Al mío le correspondía el tramo de la carretera que pasa por Latifiya, y al Ejército Islámico de Irak el tramo que atraviesa Mahmudiya. Mis hombres estaban apostados en tres puntos diferentes de la vía, divididos en tres grupos y separados por un centenar de metros, mientras que yo patrullaba con mi coche para controlar el paso de vehículos militares y extranjeros. Las órdenes eran darles el alto, y si no paraban, dispararles", comenzó a desgranar ante la atenta mirada, casi bovina, de dos combatientes jóvenes que le observaban absortos y admirados.
"Eran un blanco fácil"
"Cualquier coche conducido por extranjeros era objetivo. Aquel día no había mucho tráfico, y vi dos todoterreno blancos. Conducían muy rápido, y cuando se acercaban a zonas civiles aminoraban la velocidad. Eran un blanco fácil. Los perseguí seis o siete minutos, hasta que se acercaron al tramo donde estaban escondidos mis hombres", prosiguió. Le pedí que me hiciera un plano para comprender exactamente las distancias, la orientación y las posiciones. Asintió mientras me pedía, con una seña, una de las páginas de mi cuaderno y esbozaba un croquis de la carretera para especificar la posición de cada uno de sus combatientes.
Uno de los coches de los agentes españoles, calcinado. ARCHIVO
Abu Abdulrahman parecía embebido en el relato, como si tuviera cierta necesidad de desembarazarse de ciertos recuerdos. Dibujaba pequeños monigotes representando a sus combatientes sin titubeos, así como la posición de los coches. "Cuando estuvieron a tiro, di la orden de que abrieran fuego". (...) "Creo que dispararon durante 10 minutos. Los ocupantes del primer vehículo no tuvieron oportunidad de defenderse. (...) Pero del segundo coche saltó un hombre con una ametralladora corta. Estaba herido en la pierna y quería escapar. Se refugió en una tienda cercana. Tres de mis hombres fueron a darle caza. Me dijeron que lo habían rematado".
Abu Abdulrahman desconocía que José Manuel Sánchez Riera salvó la vida. Cuando se lo conté, sacudió la cara de puro asombro. " ¿Sobrevivió? ¿Cómo?". Aduje que no tenía detalles, para eludir problemas. "Nos sorprendió mucho lo mal preparados que estaban. Los coches no estaban blindados. No recuerdo que nos devolvieran el fuego, y luego pudimos comprobar que no tenían armamento defensivo, sólo armas cortas que no pueden medirse con un fusil Kalashnikov". No pude evitar rememorar en voz alta una escena que podría explicar semejantes carencias. Meses antes de la emboscada, encontré a Alberto, aún jefe de la inteligencia española en Bagdad, con un mayúsculo enfado. "Me han detenido los estadounidenses, han registrado mi coche y me han requisado las armas salvo mi pistola de servicio. Dicen que no estoy autorizado a llevar armas largas. ¡Somos sus aliados! ¿Cómo nos pueden desarmar, sabiendo a qué nos exponemos?", me dijo entre aspavientos.
Tras escuchar la historia, el jefe del comando volvió a mostrarse abatido. Parecía que el conocimiento de las circunstancias pesaban en su conciencia. Decía tener la escena grabada a fuego. "Yo había observado toda la operación de pie. Cuando callaron las armas, observé al conductor del primer coche muerto, tendido sobre el asfalto. La persona que se sentaba detrás de él había muerto dentro del vehículo y un brazo le colgaba de la ventanilla. El copiloto tenía la mitad del cuerpo fuera del vehículo, y el cuarto cadáver estaba tendido en el barro. El segundo coche estaba en llamas. Les quitamos todo: documentos, armas, ordenadores, botas... Apenas tardamos 10 minutos por temor de que llegaran los americanos, que tenían nuestra zona bajo su responsabilidad. Nosotros nos fuimos cuando los vecinos se arremolinaron en torno al coche. Para ellos se trataba de espías extranjeros, y celebraron sus muertes bailando y pisoteándolos. Los cadáveres se quedaron allí durante horas, y nosotros nos marchamos a nuestras casas. Cuatro horas después, nos reunimos con el emir para examinar lo que les habíamos quitado y vimos sus documentos de identidad".
¿Remordimientos?
Le pedí una pausa en el relato con la excusa de tomar notas. En realidad, me costaba digerir la situación. Cabía la posibilidad de que Abu Abdulrahman se hubiera inventado la historia, aunque resultaría sorprendente que pretendiese asumir la muerte de siete personas sin ser responsable. Su atisbo de remordimiento, más que por las víctimas por el hecho de entrevistarse con una compatriota de las mismas, me convencía de su autenticidad. El iraquí habría preferido no saber, no familiarizarse con sus muertos, no ponerles cara. Pero ahí estaba la casualidad para rememorar hasta el más ínfimo detalle de su acción de guerra. Su voz ronca sonaba a disculpa. "Al acabar la euforia de la operación, me sentí mal. Dios no nos creó para matar, sino para vivir. Cuando vi los cuerpos me dio pena. Pensé en sus familias, en cómo habían sido engañados por su Gobierno para invadir nuestro país. Pensábamos que eran americanos, pero cuando descubrimos que eran españoles no hicimos diferencias". Pensé con íntima satisfacción que todo crimen termina pesando en la conciencia, incluso en tiempos de guerra.
La confesión del cabecilla
Plano del ataque. En una página del cuaderno de la periodista, Abu Abdulrahman (en la foto) dibujó cómo transcurrió el ataque a los dos todoterrenos en los que viajaban los ocho españoles. "Mi grupo controlaba el tramo de la carretera que pasa por Latifiya. Mis hombres estaban apostados en tres puntos de la vía [en la imagen, puntos 1, 2 y 3], divididos en tres grupos y separados por un centenar de metros, mientras que yo patrullaba con mi coche para controlar el paso de vehículos militares y extranjeros". Él dio la orden de abrir fuego.
Monigotes y balas. "Los que estaban en la segunda posición dispararon con dos ametralladoras y varios Kalashnikov contra el primer coche", dijo, señalando con su gastado bolígrafo este grupo de monigotes y comenzando a trazar minúsculas rayas emulando una lluvia de balas.
La 'zona de la muerte'. "El otro grupo [1] abrió fuego contra el segundo vehículo. Entonces el primero derrapó y se quedó atravesado en la carretera [4]. Ambos se detuvieron en lo que llamábamos "la zona de la muerte", un ángulo de tiro perfecto para todos mis hombres. Todos abrieron fuego al mismo tiempo, dispararon toda la munición que tenían. Creo que dispararon durante 10 minutos".
El superviviente. "Los ocupantes del primer vehículo no tuvieron oportunidad de defenderse, no había en la carrocería ni un solo centímetro que no estuviese agujereado. Pero del segundo coche saltó un hombre con una ametralladora corta. Estaba herido en la pierna y quería escapar. Se refugió en una tienda cercana. Tres de mis hombres fueron a darle caza. Me dijeron que lo habían rematado".
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