Guillermo Altares
Fotografías: Manuel Vázquez
Novelista y jurista especializada en derecho de la infancia, es una mujer fuerte y directa con una identidad dividida. Siciliana, pero también londinense, ha vivido medio siglo en la capital británica. Empezó tarde a publicar, pero sus libros se convirtieron rápidamente en un éxito. Su nueva obra, ‘Café amargo’, aborda el relato de una saga familiar a través del que retrata la historia de Italia, una especie de ‘Novecento’ siciliano.
SIMONETTA Agnello Hornby (Palermo, 1945) cambió de
oficio durante un retraso en el aeropuerto de Palermo. Su equipaje estaba lleno
de mermeladas que le daba su madre para llevar a Londres, donde residía, y no
le cabía ni un libro. Durante aquellas horas perdidas, sin nada que leer,
construyó mentalmente una novela, que se puso a escribir nada más aterrizar en
Reino Unido. Un año más tarde terminó La Mennulara, un relato
ambientado en la Sicilia de los años sesenta que se convirtió
rápidamente en un gran éxito internacional. Se había transformado en novelista
y, poco a poco, fue abandonando el trabajo al que había dedicado toda su vida:
Agnello Hornby había sido una de las abogadas de derecho de familia más
importantes de Reino Unido, especializada en la defensa de la infancia y en los
abusos dentro de la familia, y llegó a ejercer como juez. Desde entonces ha
publicado cinco novelas más —todas ellas en la editorial Tusquets— y dos libros
de memorias, uno dedicado a Londres y otro a la historia de su familia a través
de sus recetas. Su última obra es Café amargo (traducción de
Carlos Gumpert), un ambicioso fresco del sur de Italia, desde la unificación
hasta el desarrollismo industrial, a través de un personaje inspirado en su
abuela. El otro cambio fundamental en su vida se produjo cuando descubrió que
uno de sus dos hijos padecía ELA, una enfermedad degenerativa e incurable.
Agnello Hornby escribe y piensa en italiano —sus novelas— y en inglés —sus
sentencias—, y convive con sus diferentes identidades, ciudades y países. La
entrevista tiene lugar en su luminoso piso de la capital británica, cerca de la
estación de Victoria.
Usted es una angloitaliana que vive en Londres,
escribe en dos lenguas y parte de su familia reside en Sicilia. ¿Cómo le ha
afectado el Brexit? Mi Brexit particular
empezó en 1999, cuando Reino Unido rechazó entrar en el euro. Vi con claridad
que este país iba a salir de Europa. No puedo decirle por qué, fue una cuestión
de instinto, mis intuiciones funcionan mejor que mi mente, pero comprendí que
esa decisión significaba que tarde o temprano iban a salir de la UE. Por eso,
enseguida inicié los trámites para convertirme en ciudadana británica. En
aquella época era juez y abogada, y la condición para poder ejercer esa
profesión era ser británica o de un país miembro de la UE. Me presenté con dos
amigas, que estaban en una situación parecida, y lo conseguí rápidamente.
Su imaginación sigue siendo muy italiana a pesar de
haber vivido en la capital británica durante medio siglo. ¿Por qué? Llevo aquí 47 años. Me veo a mí misma como una persona
formada por diferentes capas, como una tarta. Soy muy británica en el trabajo,
no podría trabajar en Italia, son muy desordenados. Cuando leo las sentencias
de los jueces italianos, el razonamiento es impecable, pero está muy
desordenado. En Inglaterra todo tiene que ser muy claro, directo. Vivo muy bien
con dos identidades, todos los sicilianos tenemos dos identidades. Somos, como
mínimo, sicilianos e italianos.
¿Por qué empezó a escribir novelas tan tarde? Quise cambiar mi vida. Tenía 55 años y no quería
envejecer como abogada. He visto a muchos compañeros muy buenos que empezaron a
ser malos ante los tribunales porque perdían rapidez y memoria, y es lo peor
que le puedes hacer a un cliente. Lo primero que hice fue formar a los miembros
de mi bufete, porque llegué a emplear a 50 personas. Luego les vendí la empresa
y me quedé como asesora. Por entonces quería hacer cuatro cosas y ninguna de
ellas ocurrió: aprender a dibujar, estudiar árabe, enseñar inglés a extranjeros
e irme a Alepo durante
seis meses. Enseñar inglés era la forma de entrar en las casas de la gente. Mis
hijos ya habían crecido, era el momento adecuado. Ese verano pasé las
vacaciones más largas de mi vida en Sicilia, tres semanas, nunca había estado
tanto tiempo seguido porque siempre tenía que volver a trabajar. Pero mi hijo
me anunció que iba a tener un niño, y posteriormente llegó el diagnóstico de mi
otro hijo, que padece ELA. No cumplí ninguno de aquellos planes, pero me
convertí en novelista.
Usted ha trabajado durante años sobre violencia en la
familia. En todo este tiempo, ¿ha visto alguna mejora o cree que los problemas
permanecen? La violencia doméstica era algo
que desconocía totalmente, en mi familia ha habido de todo, pero no violencia.
Creo que solo me dieron una bofetada porque una vez insulté a mi abuelo. Y no
se me ha olvidado. Aprendí sobre la violencia cuando era pequeña y siempre
pensé que era una cosa relacionada con la pobreza, pero luego en Zambia, cuando
trabajé como abogada, cambió mi visión porque descubrí que uno de mis clientes
golpeaba a su mujer, y allí me di cuenta de que le ocurría a todo el mundo sin
importar la clase social. Ahora sé que es un problema enorme, que siempre ha
estado ahí. Cuando se habla sobre el tema se concentra en las víctimas
mortales, pero no son las únicas. La violencia doméstica está en todas partes y
tenemos que trabajar con la educación y ser conscientes de que la mayoría de
las personas violentas han sufrido o visto violencia. Me acuerdo de uno de mis
clientes, un niño que me preguntó: “Señora, ¿me convertiré en una persona como
mi padre?”. Estoy segura de que en España el problema es tan grave como el
nuestro. En las prisiones británicas, cerca del 80% de los internos han visto o
sufrido violencia en la familia o la han ejercido sobre ella.
En su última
novela, Café amargo, la familia es un lugar de refugio,
pero también de tragedia. ¿Por qué? Supongo
que será lo que queda en mí de mi educación cristiana. Quien escribiese la
Biblia encomendó a un hombre la misión de matar a su hijo. Siempre lo encontré
escalofriante. ¿Cómo es posible que Dios pida eso? Es cierto que las familias
son muy complicadas, que ocurren cosas terribles dentro de ellas, pero creo que
la Biblia podía haber dado un voto de confianza a la humanidad.
“LA
ARISTOCRACIA ITALIANA ESTABA DESTINADA A MORIR, PERO VISCONTI LE DIO UNA NUEVA
VIDA. ‘EL GATOPARDO’ DESPERTÓ EL INTERÉS DE TODA ITALIA POR CONOCER LOS
PALACIOS”
¿Se puede definir esta última novela como un Novecento siciliano,
el relato de una familia con la historia de Italia como telón de fondo? Sin duda. Nunca he investigado tanto un libro,
me pasé por lo menos cinco años estudiando. Y fue un proceso muy doloroso
porque descubrí todas las cosas horribles que hicimos los italianos, por
ejemplo en Libia, donde utilizamos gas contra la población civil en los años
veinte. Lo que ahora leemos del ISIS y otros también lo hicimos nosotros.
También es terrible la forma en que describe la vida
en las minas a principios del siglo XX. Eso
lo vi con mis propios ojos. La familia de mi madre tenía una mina. Nunca dejaban
a las mujeres ir, pero una amiga pidió permiso y se lo concedieron, así que me
apunté. Era como entrar al infierno, el olor era horrible, aunque los mineros
siempre cantaban. Era algo imposible de imaginar. Es otra historia que hemos
olvidado, hasta finales del siglo XIX había padres que vendían a sus hijos a
las minas, que eran auténticos esclavos. Y había muchos abusos. Padecían además
raquitismo.
Su protagonista también es un personaje muy complejo
porque por un lado lucha contra los prejuicios, pero a la vez los perpetúa. Este libro está inspirado en mi abuela, a la que
nunca conocí. Todo el mundo decía que era una gran persona y cuando me puse a
investigar descubrí que era demasiado buena, que, efectivamente, no se podía
escribir sobre ella. Pero algunas de las historias que me contaron sobre ella
no eran tan santas. ¿Por qué la gente hablaba tan bien de ella? Creo que porque
intentó vivir una vida coherente y justa. Es cierto, como en el libro, que
llevaba los negocios de la familia, porque mi abuelo era un jugador. Le dije a
mi madre que debía inventarle un amante y me respondió: “Bah, nadie lo ha dicho
jamás de la abuela, pero si lo llega a hacer, nadie la habría culpado”.
¿Sigue volviendo a Sicilia todos los años? Sí, Palermo es una ciudad maravillosa. Pero la historia de
Sicilia es muy triste. Es muy difícil que cambie.
Pero usted siempre ha dicho que
no le gusta Lampedusa y su famosa frase de El Gatopardo de que todo tiene que cambiar
para que todo siga igual. No me gusta, no estoy de acuerdo con él. Él pensaba que toda
la aristocracia iba a desaparecer. Mi padre era barón, conozco la aristocracia.
Es una clase que estaba muriendo en los tiempos de Lampedusa. Mi padre y mis
tíos, que le conocían, decían: “¿Qué sentido tiene que te llamen príncipe
cuando viajas en un Fiat 500?”. Mi padre dijo que debíamos trabajar y no
casarnos porque nuestra clase debía morir. Fue consecuente: cada vez que me
quedé embarazada, me reprochó que hacía mal. De todos modos, la permanencia de
la aristocracia no fue culpa de Lampedusa, sino de la película de Luchino
Visconti, un esteta aristócrata comunista. El Gatopardo es un filme
maravilloso, que describía perfectamente esta clase social con
escenas como la del baile. Provocó que gente de toda Italia se mostrase
interesada por conocer los palacios y dio una nueva vida a la aristocracia. Yo
también creo que es una clase social que debe morir.
Una exposición reciente de
Letizia Battaglia, la gran fotógrafa siciliana, mostraba cómo era Palermo en
los años sesenta, setenta y ochenta; la violencia, la pobreza. Sin embargo, la
ciudad se transformado mucho. ¿Ha cambiado Sicilia a mejor a pesar de todos sus
problemas? Hemos mejorado, es cierto.
Pero realmente no en el fondo. No hay trabajo, la gente sigue emigrando en
masa. La Mafia no ha muerto, está dormida. Ahora controla totalmente Sicilia.
Cuando no hay asesinatos significa que tienen el control total. El máximo poder
lo ejercen cuando no tienen que matar: la gente obedece sin amenazas.
“SOY TRABAJADORA, SÉ QUE VENDO BIEN
Y QUE SOY UNA BUENA ESCRITORA, PERO HAY MUCHOS AUTORES MEJORES QUE YO. NO CREO
EN EL EGO”
Escribió un libro de memorias,
Unas gotas de aceite (Gatopardo), en el que mezclaba sus recuerdos con la
cocina de su familia. ¿Cree que su historia está en sus recetas? Voy más allá: cocinar es nuestra cultura. Creo, al igual que
Claude Lévi-Strauss, que nos convertimos en humanos a través de la cocina. Si
perdemos la habilidad de cocinar, nos transformaremos de nuevo en animales. El
progreso es tan rápido que nos deshumaniza. Una persona que no cocina puede
llevar ahora una vida normal. En mi generación era difícil, pero en la de mis
abuelos era imposible. El cambio en nuestra relación con la naturaleza ha sido
enorme, hasta controlamos nuestra fertilidad y, por tanto, decidimos no
reproducirnos, al menos en Europa. Es como si ya no quisiésemos vivir.
Apartarnos de la comida está relacionado con esto. No cocinamos, pero hablamos
todo el rato de comida. Es una ironía.
¿Y también hemos olvidado de
dónde viene lo que comemos? Han desaparecido las
estaciones, comemos de todo en cualquier momento del año. En invierno no
cocinábamos pasta con tomate porque en esa época del año no había tomates;
comíamos pasta con lentejas, sopas. Ahora hay tomate todo el año, y naranjas.
¿Cuál es la receta más
importante de su vida? Las albóndigas. No solo de
carne, en verano eran de berenjena y de pescado. Nunca tirábamos nada, eran
fundamentales; con un poco de carne, de pan y de berenjenas alimentabas a toda
una familia.
¿Cómo cambia la perspectiva
cuando se logra un éxito tardío? Soy trabajadora, sé que vendo bien y que soy una buena
escritora, pero hay muchos autores mejores que yo. Ojalá fuese una gran
escritora. Sé comunicar, la gente me lee, pero cuando me releo yo misma me doy
cuenta de que podría haberlo hecho mejor. No creo en el ego. No somos nadie, el
mundo es muy grande, somos gente normal. Fui una buena abogada, pero mi padre
siempre decía que la gente solo se acordaba de las malas personas.
Su trabajo como abogada ha
debido de ser muy duro. A veces, en mi juventud,
pensaba que no podía más cuando me enfrentaba a casos muy truculentos. Pero
aprendí a separar la vida y el trabajo, a olvidar al llegar a casa. En cambio
no pude aprender a olvidar la enfermedad de mi hijo: solo lograba desconectar
escribiendo. Ahora ya no consigo anestesiarme completamente. Está ahí todo el
tiempo.
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