martes, 20 de junio de 2017

Simonetta Agnello Hornby: “La Mafia no ha muerto. Está dormida”

EL PAÍS SEMANAL
Guillermo Altares

Fotografías: Manuel Vázquez

Novelista y jurista especializada en derecho de la infancia, es una mujer fuerte y directa con una identidad dividida. Siciliana, pero también londinense, ha vivido medio siglo en la capital británica. Empezó tarde a publicar, pero sus libros se convirtieron rápidamente en un éxito. Su nueva obra, ‘Café amargo’, aborda el relato de una saga familiar a través del que retrata la historia de Italia, una especie de ‘Novecento’ siciliano.


SIMONETTA Agnello Hornby (Palermo, 1945) cambió de oficio durante un retraso en el aeropuerto de Palermo. Su equipaje estaba lleno de mermeladas que le daba su madre para llevar a Londres, donde residía, y no le cabía ni un libro. Durante aquellas horas perdidas, sin nada que leer, construyó mentalmente una novela, que se puso a escribir nada más aterrizar en Reino Unido. Un año más tarde terminó La Mennulara, un relato ambientado en la Sicilia de los años sesenta que se convirtió rápidamente en un gran éxito internacional. Se había transformado en novelista y, poco a poco, fue abandonando el trabajo al que había dedicado toda su vida: Agnello Hornby había sido una de las abogadas de derecho de familia más importantes de Reino Unido, especializada en la defensa de la infancia y en los abusos dentro de la familia, y llegó a ejercer como juez. Desde entonces ha publicado cinco novelas más —todas ellas en la editorial Tusquets— y dos libros de memorias, uno dedicado a Londres y otro a la historia de su familia a través de sus recetas. Su última obra es Café amargo (traducción de Carlos Gumpert), un ambicioso fresco del sur de Italia, desde la unificación hasta el desarrollismo industrial, a través de un personaje inspirado en su abuela. El otro cambio fundamental en su vida se produjo cuando descubrió que uno de sus dos hijos padecía ELA, una enfermedad degenerativa e incurable. Agnello Hornby escribe y piensa en italiano —sus novelas— y en inglés —sus sentencias—, y convive con sus diferentes identidades, ciudades y países. La entrevista tiene lugar en su luminoso piso de la capital británica, cerca de la estación de Victoria.

Usted es una angloitaliana que vive en Londres, escribe en dos lenguas y parte de su familia reside en Sicilia. ¿Cómo le ha afectado el Brexit? Mi Brexit particular empezó en 1999, cuando Reino Unido rechazó entrar en el euro. Vi con claridad que este país iba a salir de Europa. No puedo decirle por qué, fue una cuestión de instinto, mis intuiciones funcionan mejor que mi mente, pero comprendí que esa decisión significaba que tarde o temprano iban a salir de la UE. Por eso, enseguida inicié los trámites para convertirme en ciudadana británica. En aquella época era juez y abogada, y la condición para poder ejercer esa profesión era ser británica o de un país miembro de la UE. Me presenté con dos amigas, que estaban en una situación parecida, y lo conseguí rápidamente.

Su imaginación sigue siendo muy italiana a pesar de haber vivido en la capital británica durante medio siglo. ¿Por qué? Llevo aquí 47 años. Me veo a mí misma como una persona formada por diferentes capas, como una tarta. Soy muy británica en el trabajo, no podría trabajar en Italia, son muy desordenados. Cuando leo las sentencias de los jueces italianos, el razonamiento es impecable, pero está muy desordenado. En Inglaterra todo tiene que ser muy claro, directo. Vivo muy bien con dos identidades, todos los sicilianos tenemos dos identidades. Somos, como mínimo, sicilianos e italianos.



¿Por qué empezó a escribir novelas tan tarde? Quise cambiar mi vida. Tenía 55 años y no quería envejecer como abogada. He visto a muchos compañeros muy buenos que empezaron a ser malos ante los tribunales porque perdían rapidez y memoria, y es lo peor que le puedes hacer a un cliente. Lo primero que hice fue formar a los miembros de mi bufete, porque llegué a emplear a 50 personas. Luego les vendí la empresa y me quedé como asesora. Por entonces quería hacer cuatro cosas y ninguna de ellas ocurrió: aprender a dibujar, estudiar árabe, enseñar inglés a extranjeros e irme a Alepo durante seis meses. Enseñar inglés era la forma de entrar en las casas de la gente. Mis hijos ya habían crecido, era el momento adecuado. Ese verano pasé las vacaciones más largas de mi vida en Sicilia, tres semanas, nunca había estado tanto tiempo seguido porque siempre tenía que volver a trabajar. Pero mi hijo me anunció que iba a tener un niño, y posteriormente llegó el diagnóstico de mi otro hijo, que padece ELA. No cumplí ninguno de aquellos planes, pero me convertí en novelista.

Usted ha trabajado durante años sobre violencia en la familia. En todo este tiempo, ¿ha visto alguna mejora o cree que los problemas permanecen? La violencia doméstica era algo que desconocía totalmente, en mi familia ha habido de todo, pero no violencia. Creo que solo me dieron una bofetada porque una vez insulté a mi abuelo. Y no se me ha olvidado. Aprendí sobre la violencia cuando era pequeña y siempre pensé que era una cosa relacionada con la pobreza, pero luego en Zambia, cuando trabajé como abogada, cambió mi visión porque descubrí que uno de mis clientes golpeaba a su mujer, y allí me di cuenta de que le ocurría a todo el mundo sin importar la clase social. Ahora sé que es un problema enorme, que siempre ha estado ahí. Cuando se habla sobre el tema se concentra en las víctimas mortales, pero no son las únicas. La violencia doméstica está en todas partes y tenemos que trabajar con la educación y ser conscientes de que la mayoría de las personas violentas han sufrido o visto violencia. Me acuerdo de uno de mis clientes, un niño que me preguntó: “Señora, ¿me convertiré en una persona como mi padre?”. Estoy segura de que en España el problema es tan grave como el nuestro. En las prisiones británicas, cerca del 80% de los internos han visto o sufrido violencia en la familia o la han ejercido sobre ella.

En su última novela, Café amargo, la familia es un lugar de refugio, pero también de tragedia. ¿Por qué? Supongo que será lo que queda en mí de mi educación cristiana. Quien escribiese la Biblia encomendó a un hombre la misión de matar a su hijo. Siempre lo encontré escalofriante. ¿Cómo es posible que Dios pida eso? Es cierto que las familias son muy complicadas, que ocurren cosas terribles dentro de ellas, pero creo que la Biblia podía haber dado un voto de confianza a la humanidad.

“LA ARISTOCRACIA ITALIANA ESTABA DESTINADA A MORIR, PERO VISCONTI LE DIO UNA NUEVA VIDA. ‘EL GATOPARDO’ DESPERTÓ EL INTERÉS DE TODA ITALIA POR CONOCER LOS PALACIOS”

¿Se puede definir esta última novela como un Novecento siciliano, el relato de una familia con la historia de Italia como telón de fondo? Sin duda. Nunca he ­investigado tanto un libro, me pasé por lo menos cinco años estudiando. Y fue un proceso muy doloroso porque descubrí todas las cosas horribles que hicimos los italianos, por ejemplo en Libia, donde utilizamos gas contra la población civil en los años veinte. Lo que ahora leemos del ISIS y otros también lo hicimos ­nosotros.
También es terrible la forma en que describe la vida en las minas a principios del siglo XX. Eso lo vi con mis propios ojos. La familia de mi madre tenía una mina. Nunca dejaban a las mujeres ir, pero una amiga pidió permiso y se lo concedieron, así que me apunté. Era como entrar al infierno, el olor era horrible, aunque los mineros siempre cantaban. Era algo imposible de imaginar. Es otra historia que hemos olvidado, hasta finales del siglo XIX había padres que vendían a sus hijos a las minas, que eran auténticos esclavos. Y había muchos abusos. Padecían además raquitismo.
Su protagonista también es un personaje muy complejo porque por un lado lucha contra los prejuicios, pero a la vez los perpetúa. Este libro está inspirado en mi abuela, a la que nunca conocí. Todo el mundo decía que era una gran persona y cuando me puse a investigar descubrí que era demasiado buena, que, efectivamente, no se podía escribir sobre ella. Pero algunas de las historias que me contaron sobre ella no eran tan santas. ¿Por qué la gente hablaba tan bien de ella? Creo que porque intentó vivir una vida coherente y justa. Es cierto, como en el libro, que llevaba los negocios de la familia, porque mi abuelo era un jugador. Le dije a mi madre que debía inventarle un amante y me respondió: “Bah, nadie lo ha dicho jamás de la abuela, pero si lo llega a hacer, nadie la habría culpado”.


¿Sigue volviendo a Sicilia todos los años? Sí, Palermo es una ciudad maravillosa. Pero la historia de Sicilia es muy triste. Es muy difícil que cambie.

Pero usted siempre ha dicho que no le gusta Lampedusa y su famosa frase de El Gatopardo de que todo tiene que cambiar para que todo siga igual. No me gusta, no estoy de acuerdo con él. Él pensaba que toda la aristocracia iba a desaparecer. Mi padre era barón, conozco la aristocracia. Es una clase que estaba muriendo en los tiempos de Lampedusa. Mi padre y mis tíos, que le conocían, decían: “¿Qué sentido tiene que te llamen príncipe cuando viajas en un Fiat 500?”. Mi padre dijo que debíamos trabajar y no casarnos porque nuestra clase debía morir. Fue consecuente: cada vez que me quedé embarazada, me reprochó que hacía mal. De todos modos, la permanencia de la aristocracia no fue culpa de Lampedusa, sino de la película de Luchino Visconti, un esteta aristócrata comunista. El Gatopardo es un filme maravilloso, que describía perfectamente esta clase social con escenas como la del baile. ­Provocó que gente de toda Italia se mostrase interesada por conocer los palacios y dio una nueva vida a la aristocracia. Yo también creo que es una clase social que debe morir.
Una exposición reciente de Letizia Battaglia, la gran fotógrafa siciliana, mostraba cómo era Palermo en los años sesenta, setenta y ochenta; la violencia, la pobreza. Sin embargo, la ciudad se transformado mucho. ¿Ha cambiado Sicilia a mejor a pesar de todos sus problemas? Hemos mejorado, es cierto. Pero realmente no en el fondo. No hay trabajo, la gente sigue emigrando en masa. La Mafia no ha muerto, está dormida. Ahora controla totalmente Sicilia. Cuando no hay asesinatos significa que tienen el control total. El máximo poder lo ejercen cuando no tienen que matar: la gente obedece sin amenazas.

“SOY TRABAJADORA, SÉ QUE VENDO BIEN Y QUE SOY UNA BUENA ESCRITORA, PERO HAY MUCHOS AUTORES MEJORES QUE YO. NO CREO EN EL EGO”
Escribió un libro de memorias, Unas gotas de aceite (Gatopardo), en el que mezclaba sus recuerdos con la cocina de su familia. ¿Cree que su historia está en sus recetas? Voy más allá: cocinar es nuestra cultura. Creo, al igual que Claude Lévi-Strauss, que nos convertimos en humanos a través de la cocina. Si perdemos la habilidad de cocinar, nos transformaremos de nuevo en animales. El progreso es tan rápido que nos deshumaniza. Una persona que no cocina puede llevar ahora una vida normal. En mi generación era difícil, pero en la de mis abuelos era imposible. El cambio en nuestra relación con la naturaleza ha sido enorme, hasta controlamos nuestra fertilidad y, por tanto, decidimos no reproducirnos, al menos en Europa. Es como si ya no quisiésemos vivir. Apartarnos de la comida está relacionado con esto. No cocinamos, pero hablamos todo el rato de comida. Es una ironía.
¿Y también hemos olvidado de dónde viene lo que comemos? Han desaparecido las estaciones, comemos de todo en cualquier momento del año. En  invierno no cocinábamos pasta con tomate porque en esa época del año no había tomates; comíamos pasta con lentejas, sopas. Ahora hay tomate todo el año, y naranjas.
¿Cuál es la receta más importante de su vida? Las albóndigas. No solo de carne, en verano eran de berenjena y de pescado. Nunca tirábamos nada, eran fundamentales; con un poco de carne, de pan y de berenjenas alimentabas a toda una familia.
¿Cómo cambia la perspectiva cuando se logra un éxito tardío? Soy trabajadora, sé que vendo bien y que soy una buena escritora, pero hay muchos autores mejores que yo. Ojalá fuese una gran escritora. Sé comunicar, la gente me lee, pero cuando me releo yo misma me doy cuenta de que podría haberlo hecho mejor. No creo en el ego. No somos nadie, el mundo es muy grande, somos gente normal. Fui una buena abogada, pero mi padre siempre decía que la gente solo se acordaba de las malas personas.

Su trabajo como abogada ha debido de ser muy duro. A veces, en mi juventud, pensaba que no podía más cuando me enfrentaba a casos muy truculentos. Pero aprendí a separar la vida y el trabajo, a olvidar al llegar a casa. En cambio no pude aprender a olvidar la enfermedad de mi hijo: solo lograba desconectar escribiendo. Ahora ya no consigo anestesiarme completamente. Está ahí todo el tiempo.

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