Jorge Vilches.
Gorbachov quiso reformar el país, pero su plan fracasó por la oposición interna en un contexto de crisis económica y nacionalismo.
Desfile con sacerdotes ortodoxos y miembros del Ejército
Serguéi Krikaliov, el último cosmonauta soviético, aterrizó en la estepa de Kazajstán una mañana de marzo de 1992. Había sido enviado al espacio en mayo del año anterior. La nave Soyuz TM-13, con la que tomó tierra, llevaba una bandera roja que era ilegal. Las letras CCCP que coronaban su casco no estaban permitidas. Es más; la tierra que pisaba ya no era su país. Mientras orbitaba en torno a la Tierra, la URSS de la que había despegado había dejado de existir.
Gorbachov había puesto en marcha en 1985 lo que se llamó Perestroika. No es que el nuevo líder comunista fuera un demócrata, sino que la situación económica era gravísima por el fracaso de su modelo de crecimiento desde la era Brezhnev: déficit presupuestario, inflación al alza, escasez de productos de primera necesidad, deuda exterior de 50.000 millones de dólares, y atraso tecnológico en comparación con el mundo capitalista. Reagan contribuyó a ese ahogo económico al acabar con la distensión, algo lógico ya que la URSS había invadido Afganistán en 1979. La carrera armamentística y el esfuerzo bélico –humano y económico– deterioraron aún más las condiciones de vida de los soviéticos.
Las dudas en el plan de Gorbachov hicieron que una parte de la vieja guardia comunista comenzara a pensar en su destitución, como ya hicieron con Jrushchov en 1964. En su lucha por conservar el poder, Gorbachov buscó aliados entre los reformistas, como Shevardnadze, Yakovlev y Dubrinin, y emprendió la Glasnost, la democratización. La propaganda del régimen intentó entonces equipararlo a Lenin: adaptaba el comunismo a las circunstancias, pero sin olvidar la utopía. El 2 de noviembre de 1987 anunció que habría voto secreto, pluralidad de candidatos y separación de poderes. Esto suponía la organización de candidaturas opuestas, campañas electorales y alguna libertad de prensa. Para hacerlo posible, Gorbachov destituyó a presidentes de repúblicas y a cargos del Comité Central y del Politburó y convocó un Congreso de los Diputados con 2.250 miembros. La competencia entre los que aspiraban a los cargos llevó a la politización rápida de los soviéticos.
La masacre de Tiananmen, en junio de 1989, atemorizó más a la vieja nomenclatura de la URSS que a su pueblo. Y es que ese mismo mes venció el partido Solidaridad en las elecciones celebradas en Polonia, tras un año de huelgas, poniendo fin a la tiranía, y en Hungría el Partido Socialista se había disuelto para establecer una democracia a lo largo de ese año.
A mediados de 1989, la Perestroika había creado dos estructuras de poder paralelas: las viejas instituciones del PCUS y las nacidas del voto ciudadano. Las dificultades del cambio sin una quiebra de la URSS eran evidentes: el auge de los nacionalismos, la esclerosis del PCUS, incapaz de atraer a las nuevas élites, el mantenimiento del gasto militar y el aumento de la pobreza. Ya señaló Margaret Thatcher, en septiembre de 1989, que la Perestroika política iba más avanzada que la económica.
Los alemanes derribaron el Muro de Berlín el 9 de noviembre. Luego cayó Checoslovaquia, con su Revolución de Terciopelo. Los comunistas búlgaros disolvieron su partido, se declararon «socialdemócratas» y dieron pasos hacia la democracia. Las huelgas y protestas en Rumanía por la pobreza, la corrupción y la represión provocaron un levantamiento popular en Timisoara y Bucarest, en diciembre de 1989, y la ejecución del tirano Ceaucescu.
La oposición en la URSS crecía. El Congreso de los Diputados condenó la invasión de Afganistán en diciembre de 1989, a pesar de que Gorbachov había ordenado la retirada de las tropas. En el tenso XXVIII Congreso del PCUS, en julio de 1990, Boris Yeltsin se erigió en el líder del cambio democrático. Anunció entonces su baja en el partido y su intención de presentarse a la presidencia de la Federación Rusa con un partido propio. Los tres ejes de su proyecto eran encarnar la democracia frente a la nomenklatura, junto a la exaltación del nacionalismo ruso, y la alianza con militares. Frente a un Gorbachov que quería reformas políticas, pero sin perder el poder ni quebrar la URSS, lo que era una contradicción, Yeltsin se convirtió en un símbolo del cambio.
La imposibilidad del programa gorbachiano, que sólo se podía apoyar en un PCUS al que se llamaba al suicidio, hizo que los reformistas lo abandonaran. La falta de decisión y las componendas de Gorbachov con los «apparátchiki» provocaron que Shevardnadze, ministro de Asuntos Exteriores, y Yakovlev, del Politburó, siguieran el ejemplo de Yeltsin, quien ganó las elecciones rusas con el 57% de los votos. Los parlamentos de Estonia, Letonia, Lituania, Georgia y Rusia se declararon soberanos. Empezó entonces a gestarse el golpe de Estado. El problema de estos comunistas, liderados por Ligachov y Rizhkov, era que la apertura política supusiera el fin de su poder.
Gorbachov dio un paso adelante y convocó un referéndum para el mantenimiento de la URSS, en marzo de 1991, que fue aprobado en nueve de las 15 repúblicas. Se preparó entonces un Nuevo Tratado de la Unión, que debía firmarse el 20 de agosto. Un día antes, los golpistas, dirigidos por el viceministro de Defensa, Varénnikov, detuvieron a Gorbachov en su dacha de Crimea. Cientos de miles de personas salieron a las calles en Moscú y Leningrado, mostrando el rechazo a la vuelta al comunismo. Yeltsin encabezó el contragolpe, y el 23 de agosto de 1991, decretó la suspensión de actividades del PCUS.
La disolución de la URSS se precipitó: Estonia proclamó su independencia, así como Letonia, Ucrania, Moldavia, Azerbaiyán y Kirguizistán. El nacionalismo estaba en pleno apogeo como instrumento para dinamitar el mundo soviético. Así, la Rusia de Yeltsin, la Ucrania de Kravchuk y la Bielorrusia de Shushkévich, alentaron la creación de la Comunidad de Estados Independientes, lo que era una liquidación de la vieja y fracasada Unión Soviética. Gorbachov era el dirigente de un país que ya no existía y miembro de un partido ilegalizado, y anunció su dimisión el 25 de diciembre de 1991. Al día siguiente, el Sóviet Supremo reconoció que la URSS ya no existía. Era el fin del siglo XX.
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