José María Irujo
No es una casualidad que en la última década nos hayamos librado del zarpazo yihadista que azota Europa.
El atentado terrorista protagonizado en el corazón de Berlín era un secreto a voces. Como los protagonizados por la yihad global en Niza, Bruselas o París. Todos los servicios de información europeos esperaban un ataque en Navidad, aunque ninguno sabía ni dónde ni cómo se iba a producir. Barcelona y Madrid, por ese orden, también estaban en el radar. El autodenominado Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés), más acorralado que nunca en Siria e Irak, busca hacerse de nuevo visible fuera de sus dominios. Y una vez más lo ha conseguido, sea o no el inductor o inspirador de esta nueva matanza cuya autoría se atribuye.
El incremento de atentados yihadistas en suelo europeo es una evidencia que destaca un reciente informe de Europol con datos estadísticos irrefutables. El Centro Europeo Contra el Terrorismo (ECTC), que dirige el coronel español de la Guardia Civil Manuel Navarrete, alertó del regreso a Europa de decenas de terroristas formados por el ISIS y Al Qaeda Central en el frente sirio. Ocurrió lo mismo tras las guerras de Bosnia y Afganistán. Hasta el momento España se ha librado de esta ofensiva, pero el zarpazo si no nos ha alcanzado todavía no es por casualidad.
Hemos pasado de ser, quizás, los más indefensos e infiltrados a estar mejor protegidos que el resto de nuestro vecinos. ¿Qué ha ocurrido desde el 11 de marzo de 2004? Entonces, fuimos los primeros en sufrir el mayor atentado en la historia de la Unión Europea: 192 muertos y centenares de heridos. La obsesión de nuestros servicios de información en el terrorismo etarra facilitó que desde mediados de los años noventa los sirios Mustafá Setmarian, Imad Eddin Barakat, y el argelino Alekema Lamari, sembraran a su antojo las primeras semillas de la yihad aprovechando la parálisis policial y judicial.
Hemos pasado de ser los más indefensos e infiltrados a estar mejor protegidos
La importancia de estos tres personajes, entonces irrelevantes, pero interesantes para los pocos observadores de la Unidad Central de Información Exterior (UCIE) de la Policía que tuvieron el olfato de investigarlos, la demuestra su meteórica trayectoria. El pelirrojo Mustafá logró la nacionalidad española y un pasaporte europeo con un falso matrimonio de conveniencia. Acabó convertido en el número tres de Al Qaeda Central, tras Osama Bin Laden e Ayman Al Zawahiri; Imad se casó con una madrileña y logró la hazaña de que su nombre y dirección en Madrid apareciera en la agenda de Said Baiahi, uno de los miembros del comando que protagonizó los ataques del 11-S en EE UU; el solitario Alekema no tuvo tiempo de casarse con una española porque antes de morir bajo los escombros del piso de Leganés(Madrid) en el que se suicidó el comando que protagonizo el 11-M ya estaba obsesionado con su virginidad.
Los tres y su legión de acólitos hicieron bien su trabajo y a principios del 2000 convirtieron a España en la principal base de Al Qaeda en Europa, en centro de retaguardia de los salafistas que huían de operaciones policiales en otros países, como el intento de atentado frustrado en un mercadillo de Navidad en Estrasburgo, entonces ya pensaban en la Navidad como símbolo a golpear, en caja financiera y salón de proselitismo y reclutamiento de ex miembros del Grupo Islámico Armado (GIA) que entonces se pasaban a las filas de Bin Laden.
En 1995, en el aeropuerto de Barajas unos pocos policías a las órdenes del entonces comisario Mariano Rayón, hoy jubilado, observaban como el sirio Imad Eddin Barakat despedía o recibía a los muyahidines que viajaban a Afganistán, Bosnia o Chechenia. Tipos como el marroquí Amer el Azizi, casado con Raquel, una española, que vivía junto a la plaza de toros de Las Ventas, tomaba el té en el café Alhambra de Lavapiés y rezaba en la mezquita de la M-30, llegó hasta la jefatura de operaciones exteriores de Al Qaeda en Waziristán (Pakistán); o Selaheddin Benyaich, un marroquí condenado por los atentados de Casablanca al que ingresaron en una clínica de Madrid para que se restableciera de la pérdida de un ojo en Bosnia. Entonces no eran detenidos como ahora, se les daba cuerda para saber hasta donde eran capaces de llegar. Algunos les veían como luchadores románticos en lejanos desiertos, en tipos inofensivos en nuestro país.
En los noventa algunos veían a los yihadistas como románticos
El monstruo se hizo mayor ante la pasividad policial y la indiferencia general. Ni el Gobierno, ni la judicatura, ni la clase política levantaron la voz. Tampoco los medios de comunicación. Solo este grupo de agentes dirigidos por los inspectores José Manuel Gil y Rafael Gómez Menor seguían los pasos del sirio Barakat y de sus acólitos en una investigación judicial de cinco años del juez Baltasar Garzón y del fiscal Pedro Rubira que retrató la efervescencia de aquel grupo de salafistas que alimentaron a la bestia. La semilla germinó tan rápido que el egipcio Mohamed Atta, jefe de los suicidas del 11-S, eligió Tarragona para entrevistarse durante dos semanas, en julio de 2001, con el yemení Ramzi Binalshibh y comunicarle los objetivos del ataque más grave que ha sufrido EE UU desde Pearl Harbour.
En aquellos años el agente del FBI Randall Benett se preguntaba en su despacho de Karachi (Pakistán) a qué se debía el flujo de yihadistas paquistaníes y magrebíes que regresaban a Europa vía Madrid desde los campos de entrenamiento de Al Qaeda en Afganistán. El hombre que intentó salvar la vida del periodista del Wall Street Journal Daniel Pearl, secuestrado por Al Qaeda y degollado por Khalid Seik Mohamed, el cerebro del 11-S, no sabía que España era el terreno mejor abonado de Europa. Ignoraba que entre Policía, Guardia Civil y CNI menos de 150 agentes, la mitad dedicados a tareas burocráticas, seguían la huella de los barbudos. “España es retaguardia, no vanguardia del terrorismo yihadista”, se decía en los despachos de la UCIE. Benett lo entendió todo más tarde, cuando vino destinado a Madrid tras salir ileso de un ataque con un coche bomba colocado bajo la ventana de su oficina.
Pero el ataque del 11 M, el primer éxito de la yihad en Europa, lo cambió todo. Desde entonces estamos mejor preparados. Más de 3.000 agentes de seguridad analizan las redes sociales, el nuevo escenario de reclutamiento para los que quieren viajar a Siria o Irak, o vigilan a los centenares de sospechosos en muchos rincones de nuestro país. España se han convertido en punta de lanza del combate a la yihad en territorio europeo con más de 600 detenidos, 140 condenados desde 2004, y un centenar de expulsados que no podrán regresar en diez años. Hasta ahora ninguno lo ha hecho.
Estamos en el centro de la diana, el peligro continúa y su intensidad no baja
A las detenciones preventivas —se actúa al menor indicio de actividad para evitar sorpresas como las del 11-M— se suman ahora las órdenes de detención “exprés” contra los yihadistas que viajan a Siria, algo impensable antes de la aparición del ISIS. La iniciativa policial la apoyan los jueces y fiscales de la Audiencia Nacional, un órgano en el que la implicación de sus profesionales en esta lucha es total. El 23% de las investigaciones de este tribunal están relacionadas con sospechas de yihadismo. Ahora se les detiene antes de que empiecen a andar. Esta política ha evitado durante los últimos 12 años varios atentados.
Pero el peligro continúa y su intensidad no baja. La determinación de los que fueron a Siria o Irak y el riesgo a que regresen formados como terroristas lo demuestran las llamadas a sus esposas de los primeros ceutíes que se fueron para no volver: “ Si muero no te darán el pésame, te felicitarán como si fuera un bautizo”, le dijo Piti a Samra Mohamed Hamed, su esposa. “No hay esperanzas porque no pienso volver. ¿Quieres que te dé falsas esperanzas? ¿Quieres que te mienta?”, le espetó el yihadista ceutí antes de que esta rompiera a llorar. Algunos de sus compinches del barrio de El Príncipe confesaron a sus mujeres que ellos no iban porque querían “hacer la yihad aquí”.
El número de muyahidines que han viajado desde España a Siria es pequeño en comparación con otros países europeos, aunque la efervescencia salafista sigue viva. El barbudo Mustafá Maya, de 54 años, ha confesado en un despacho de la Audiencia Nacional que postrado en su silla de ruedas con un ordenador en sus rodillas ha enviado desde su casa de Melilla “a más de doscientos” procedentes de diez países. Los jueces y fiscales franceses y españoles que le escucharon no salían de su asombro. Además, nuestra situación geográfica como puerta de entrada a Europa nos hace muy vulnerables a las amenazas procedentes de Libia y del inestable Sahel, el refugio de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI).
España sigue en el centro de la diana, estamos en el siniestro radar de los mismos que han atacado en París, Niza, Bruselas y Berlín, pero 12 años sin atentados demuestran que, al menos, ahora es mucho más segura que hace una década.
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