EL PAÍS INTERNACIONAL
Jan Martínez Ahrens
El golpe tensa la relación con Moscú, cambia la configuración del conflicto sirio y lanza una advertencia a Irán y Corea del Norte. El ataque logra un amplio respaldo interior y exterior.
El presidente Trump, rodeado de sus asesores, recibiendo información del ataque a Siria por teleconferencia en Mar-a-Lago. CASA BLANCA
Cuatro minutos bastaron a Donald Trump para erigirse en guardián del orden mundial. El presidente de EEUU rompió con sus tesis aislacionistas y logró el jueves su primera victoria política con un ataque sorpresa al régimen de Bachar el Asad. 59 misiles Tomahawk arrasaron la base áerea de Shayrat (Homs) en represalia por el bombardeo con armas químicas que el martes acabó con 86 vidas. Un golpe de precisión que tensa la relación con Moscú y lanza una clara advertencia a Irán y Corea del Norte: EEUU disparará contra quien cruce sus líneas rojas.
El multimillonario ha hecho de la imprevisibilidad un arma. Durante años rechazó cualquier ataque a El Asad. “¡No ganamos nada y solo nos ocurrirán cosas malas!”, llegó a tuitear en agosto de 2013 cuando Barack Obama sopesaba una acción militar en Siria por el ataque químico que sesgó la vida a 1.400 civiles en las afueras de Damasco. Fue una posición que mantuvo en campaña y que esta misma semana aún defendía su Administración. “Uno escoge sus batallas y nuestra prioridad no radica en expulsar a El Asad”, dijo la embajadora ante la ONU, Nikki Haley.
Monolítica y reiterada, nada parecía poder cambiar esta doctrina aislacionista hasta que el martes el horror llamó a las puertas de la Casa Blanca. El brutal bombardeo lanzado por aviones sirios contra población civil en Jan Sheijun golpeó al propio presidente. Las imágenes de los niños fulminados por el gas tóxico le llevaron, confesó, a cambiar su actitud con El Asad. “Es horrible. Ha cruzado muchas líneas rojas”, admitió.
Desde aquel momento, la posibilidad de una respuesta militar empezó a ganar puntos. El secretario de Estado, Rex Tillerson, endureció su discurso, y el Pentágono admitió que estudiaba una intervención. Pero nadie pensó que el ataque fuese a precipitarse tan vertiginosamente. Washington empleó a fondo este elemento sorpresa.
En secreto, el Consejo de Seguridad Nacional, bajo las órdenes del general Herbert Raymond McMaster, diseñó tres posibles represalias. El presidente eligió la menos sangrienta. Y sin decir nada, prosiguió su agenda.
El jueves mantuvo una reunión trascendental con el presidente chino en su mansión de Mar-a-Lago (Florida). Una hora después de la cena oficial y sin aviso al Congreso, daba comienzo el ataque. Eran las 20.40. Desde los destructores USS Porter y USS Ross, en aguas del Mediterráneo oriental, los misiles Tomahawk partieron hacia la base de Shayrat. A lo largo de cuatro terribles minutos impactaron en hangares, almacenes de combustible, silos de munición, sistemas de defensa aéreos y radares.
El objetivo había sido elegido con sentido político y militar. Era la pista de donde despegaron los aviones que bombardearon Jan Sheijun. La destrucción fue casi completa, aunque evitó los depósitos de gas. “La meta era acabar con la capacidad de desplazar armas químicas, no con ellas, eso podría haber causado una matanza”, señaló una fuente militar. “Se han adoptado medidas extraordinarias para evitar bajas civiles y rebajar al mínimo los riesgos del personal de la base aérea”, detalló el Pentágono. En este afán, Moscú fue alertado antes de la intervención. Ninguno de los militares rusos destinados en la base falleció. Peor suerte corrió el bando sirio: al menos seis soldados del régimen murieron. El gobernador del Homs elevó la cifra a 16 personas, cuatro de ellas niños.
Al finalizar la operación, el presidente se dirigió al país. Dejó de lado las dudas y responsabilizó directamente al “dictador” sirio de la escalada: “Usando gas mortal, Asad segó la vida de hombres, mujeres y niños indefensos. Fue una muerte lenta y brutal. Incluso hubo bebés asesinados cruelmente en este ataque bárbaro. Ningún hijo de Dios debe sufrir tal horror”.
Bajo esta premisa, Trump marcó las directrices de su futura política en Siria. Tras aplastar de un manotazo la zigzagueante línea seguida por Obama, estableció que por “seguridad nacional” no consentirá el empleo de armas químicas. “Años de intentos para cambiar la conducta de El Asad han fallado de forma drástica. En consecuencia, la crisis de los refugiados se ha ahondado y la región sigue sin estabilidad y amenazando a Estados Unidos y sus aliados”, afirmó. Para concluir, llamó a las “naciones civilizadas” a luchar contra el terrorismo y la “carnicería en Siria”.
Las implicaciones del operativo, efectuado de espaldas a la ONU, son múltiples. En una primera lectura, los misiles marcan un camino sin retorno con el régimen sirio. El Asad ya no es asumido como un mal menor por la Administración Trump. Ahora ha pasado a ser un dictador y asesino. Y por primera vez en seis años de conflicto, después de 320.000 muertos y 10 millones de desplazados, Estados Unidos le ha atacado.
Más compleja es la relación con Moscú. Trump siempre se ha manifestado como un admirador de Vladímir Putin. En su panteón ideológico, el presidente ruso forma parte de esa constelación de hombres resolutivos y defensores de los intereses patrios en la que él mismo se ve reflejado. Con Putin, el presidente de Estados Unidos decidió centrar su estrategia en Siria, no en cuestiones humanitarias, sino en la liquidación de las bases terroristas del ISIS. El camino a esta cooperación, que debía definirse en el viaje de Tillerson la próxima semana a Moscú, se ha tropezado con el ataque químico.
El gran padrino de El Asad ha negado contra toda evidencia la implicación del régimen en la barbarie de Jan Sheijun. Después de denunciar la “ilegítima intervención estadounidense", el Kremlin suspendió misiones aéreas conjuntas en Siria, anunció que reforzaría las defensas de la aviación del régimen y arremetió contra Washington en el Consejo de Seguridad de la ONU. Su retórica evidenció el malestar ruso por la agresión a un aliado, pero se topó con un muro de tranquilidad por parte de Washington.
El Pentágono recalcó que el preaviso a Moscú había mostrado que la comunicación sigue abierta y se apresuró a señalar que la estocada al régimen de El Asad era un “ataque único”, una operación quirúrgica destinada a evitar nuevos horrores químicos. Pero en el abismo de Oriente Medio, donde cada golpe lleva a otro mayor, la incógnita sigue en el aire. La contestación vendrá indudablemente de Siria, donde Washington mantiene 900 soldados en misiones antiterroristas, aunque también hay que buscarla en Estados Unidos.
Trump lleva sólo 79 días en el cargo y su valoración es la más baja de un presidente a estas alturas de mandato. El operativo ha representado una apuesta de alto riesgo. Ha roto con su esencia aislacionista y le ha metido de cuerpo entero en el avispero Oriente Próximo. A su favor ha jugado la gigantesca ola de repulsa generada por la barbarie química. Con las imágenes de los niños gaseados en la retina, tanto republicanos como demócratas han validado la operación de castigo. Incluso senadores tan críticos como el republicano John McCain le han ofrecido apoyo para futuras operaciones. Y en el exterior, la OTAN, el Consejo Europeo, Reino Unido, Alemania, Francia, España, entre otros, han aprobado sin titubear la acción. Nunca hasta ahora tantos le habían aplaudido. Trump, bomba en mano, ha logrado su primera victoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario