César Cervera
- Ahora que ha surgido un partido político que aboga por la unión ibérica entre Portugal, España y Andorra, cabe recordar la historia de la belicosa separación entre ambos países durante el reinado de Felipe IV.
El Imperio español vivió su cénit en 1580 con la anexión de Portugal, que entonces se encontraba entre las mayores potencias de Europa. «El mundo no es suficiente», rezaba el lema que Felipe II asumió tras la conquista del país vecino, en clara referencia al emblema de su padre «Plus ultra» («Ir más allá»). Pero no solo se adquirió un nuevo lema, la propaganda de Felipe II desempolvó la idea de que Portugal siempre había formado parte del Reino de León –cuando se separó lo hizo de forma ilegal, consideraban– y extendió el uso del león vinculado a una Monarquía Hispánica que volvía a unir a aquellos reinos hermanos. El enfrentamiento entre un león coronado (símbolo del reino de León) y un dragón (símbolo de Portugal) fue un episodio recurrente en la heráldica de la época.
La vieja idea de un único y cristiano reino ibérico era, de hecho, un lugar común en la Edad Media. A finales de la Baja Edad Media, la dinastía Trastámara se propuso en varias ocasiones vincular la Corona de Castilla con la de Portugal, si bien una de sus intentonas pasó a la historia como la peor de las derrotas castellanas frente a Portugal. En 1384, Juan I de Castilla entró en Portugal por la ruta de Ciudad Rodrigo y Celorico a reclamar los derechos dinásticos de su esposa, y de paso los suyos, a cuenta de la muerte de Fernando I de Portugal, el último representante de la Casa Borgoña.
Las derrotas que sufrió el ejército de Juan en Trancoso y Aljubarrota, en mayo y en agosto de 1385, supusieron el fin de sus posibilidades de imponerse como Rey. A partir de entonces, los Avis iniciarán en el país vecino uno de los periodos de mayor esplendor. Hasta su final no regresaron las ambiciones españolas.
A principios de la Edad Moderna, los Trastámara y los Avis firmaron una serie de matrimonios que pretendían desembocar en la unión de reinos tras los tiempos turbulentos de Enrique el Impotente. El dragón y el león de nuevo juntos. Isabel, hija mayor de los Reyes Católicos, se casó sucesivamente con dos príncipes portugueses, Alfonso y Manuel I, y pareció por un momento que reinaría en toda la península. Cuando el único hijo varón de los Reyes Católicosfalleció sin herederos, las esperanzas de unir, al fin, los reinos hispánicos se centraron en que Isabel diera a luz un heredero sano. Sin embargo, las complicaciones del parto causaron una hemorragia a Isabel, que falleció con solo 28 años, y su hijo Miguel tampoco vivió mucho tiempo. Murió de unas fiebres repentinas antes de cumplir dos años, cuando se hallaba bajo la custodia de sus abuelos en Granada. Con él se evaporó un sueño que Felipe II sí cumpliría más adelante.
Felipe II materializa la ansiada unión
Cuando en 1578 el Rey de Portugal Sebastián I de Avís perdió la vida en una demencial incursión por el norte de África, Felipe II –emparentado con la dinastía portuguesa por vía materna– desplegó una contundente campaña a nivel diplomático para postularse como el heredero a la Corona lusa, que fue asumida brevemente por el Cardenal-infante don Enrique hasta su muerte.
«El reino de Portugal lo heredé, lo compré y lo conquisté», aseguraría Felipe II. El Rey Prudente contaba con el apoyo de buena parte de la nobleza portuguesa y el beneplácito de las potencias europeas (más bien resignación), pero el levantamiento popular promovido por Antonio, el Prior de Crato, hijo bastardo del infante Luis de Portugal, obligó al Imperio español a iniciar las operaciones militares. El país vecino rindió pleitesía a Felipe II en abril de 1581, siendo coronado Felipe I de Portugal.
El imperio donde no se ponía el sol suponía, en la práctica, un conjunto de territorios con sus propias estructuras institucionales y ordenamientos jurídicos, diferentes y particulares, que se hallaban gobernados por los monarcas españoles de la Casa de Austria o por sus representantes. El Rey hacía cumplir su voluntad en Lisboa a través de un gobernador o un virrey, que solían rodearse convenientemente de funcionarios locales. Los oficios públicos se reservaban para los súbditos portugueses tanto en la metrópoli como en su territorios ultramarinos.
Entre 1580 y 1640, los portugueses se cuidaron de ser ellos quienes gestionaban su imperio comercial bajo la supervisión general de Madrid, que abrió todo el mercado americano a los insaciables comerciante portugueses. No fueron los castellanos los que penetraron en las posesiones portuguesas, como tanto temieron aquellos que siguieron al Prior Antonio en sus revueltas, sino todo lo contrario. A principios del siglo XVII se sucedieron las quejas contra los omnipresentes comerciantes portugueses por parte de colonos castellanos, mexicanos, peruanos: «Los portugueses cada vez son más en las Indias españolas y llegan en todas las flotas, mientras que tienen buen cuidado en mantener a los castellanos alejados de las Indias Orientales».
A pesar de las quejas castellanas, la relación entre Madrid y Lisboa se mantuvo estable sin revueltas ni apenas incidentes durante el reinado de Felipe II (I de Portugal) y Felipe III (II de Portugal), pero el progresivo debilitamiento del Imperio español empezó a sembrar la discordia entre la nobleza portuguesa, harta de tener que disputarse cada vez más cargos con otros súbditos de la Monarquía.
Las agresiones holandesas a los territorios de Portugal durante la Tregua de los 12 años hicieron ver a la aristocracia lusa que el Rey de España no podía satisfacer a todas las partes. Además, se responsabilizó a los castellanos de la pérdida de Amboina (1605), Ormuz (1622) y São Jorge da Mina (1637), el cierre de los puertos de Japón en 1637, y de las incursiones holandesas en Sudamérica. Aunque quisiera, Portugal no podía negociar una paz con sus enemigos si éstos también lo eran de los Austrias
Durante los doce años de tregua, los barcos holandeses comerciaron el doble de pimienta asiática que los portugueses y, al reanudar el conflicto, los principales ataques fueron dirigidos hacia las mal defendidas colonias portuguesas. En 1624, una flota holandesa dirigida por Jacobo Willekens asaltó Salvador de Bahía, capital portuguesa en Brasil, y se preparó para quedarse en propiedad esta estratégica ciudad. No fue recuperada hasta que la mayor flota que jamás hubiera cruzado el Atlántico, bajo el mando de Don Fadrique de Toledo, atacó en abril del año siguiente Bahía.
Los problemas de Castilla y del asediado Imperio español cada vez afectaba más a los reinos periféricos. O al menos esa era la visión lusa, cuyo imperio colonial en verdad llevaba un siglo afectado por una enfermedad degenerativa: habían descuidado totalmente sus defensas y su economía estaba en crisis.
El Conde-Duque acelera la rebelión
El estallido de violencia era ya inevitable, sirviendo el Conde-Duquela excusa con su Unión de Armas, es decir, con un proyecto que buscaba aumentar la implicación militar del resto de reinos en los asuntos y guerras de los Austrias. Y es que, como explica John Lynchen su libro «Los Austrias» (Biblioteca Historia de España): «Portugal era un problema fiscal para Castilla. No aportaba ingresos regulares a la hacienda central y sus defensas en la península tenían que ser costeadas por Castilla, de la que esperada, además, que acudiera periódicamente a la defensa de Brasil». Es por ello que Olivares insistió en que Portugal integrase la Unión de Armas, a cambio de que los portugueses ocuparan un papel más protagonista en la Monarquía.
Pero en paralelo a esta oferta, Olivares desarrolló una estrategia de infiltración de sus hombres en el gobierno portugués. Designó para este propósito a Margarita de Saboya como virreina y a un grupo de castellanos como sus consejeros. En 1634 y 1637, se produjeron dos revueltas populares, especialmente en la región del Alentejo, como respuesta al desembarco de funcionarios castellanos y al aumento de la carga fiscal; pero fue en la crisis de 1640 cuando la aristocracia portuguesa se levantó aprovechando la guerra de España con Francia y la sublevación de Cataluña. En suma, prendió la mayor crisis del Imperio español en su historia cuando Cataluña, Portugal, Nápolesy Sicilia emprendieron, con suerte desigual, sendas rebeliones contra Felipe IV.
El levantamiento portugués fue planeado en Lisboa por miembros de la nobleza, el clero y militares para destronar a los Austrias y proclamar un Rey portugués. El detonante final fue la exigencia de Olivares de que 6.000 soldados portugueses y la mayor parte de la nobleza en edad de combatir se sumaran a la guerra en Cataluña. Como respuesta, un grupo de conspiradores irrumpió en el Paço da Ribeira (Lisboa) el 1 de diciembre de 1640, sorprendiendo al secretario de Estado, Miguel de Vasconcelos, quien fue asesinado y defenestrado por la fachada del Palacio Real.
A raíz de estos graves acontecimientos, Margarita de Saboya intentó calmar los ánimos, pero pronto se vio aislada, sin apoyo local y finalmente encerrada por los rebeldes. La comunidad de jesuitas y el pueblo llano se decantó en bloque por los nobles rebeldes e hicieron triunfar el levantamiento.
En su lugar aclamaron al Duque de Braganza como Rey, con el título de Juan IV de Portugal, alegando viejos derechos dinásticos anteriores a la llegada de Felipe II de España. El nuevo monarca autorizó a Margarita de Saboya a que partiera para España en los primeros días de diciembre de 1641. Y es que eran aquellos los albores de una guerra que iba a alargarse durante 28 años.
Frente a la rebelión general, Felipe IV y el Conde-Duque empezaron a preparar la reconquista. Para ello encomendaron al duque de Medina-Sidonia la capitanía general de un ejército que debía atacar a los rebeldes y derrocar a Juan de Braganza. No obstante, la lentitud y falta de iniciativa del noble andaluz dejaron entrever sus planes ocultos: la nueva Reina de Portugal, Luisa de Guzmán, era hermana del duque de Medina-Sidonia y, de hecho, era ella quien había convencido a su marido Juan II de Braganza para que aceptara la Corona diciendo, según la tradición: «Más vale ser Reina por un día que duquesa toda la vida!». Sin capacidad de iniciar operaciones de la magnitud de antaño, el Imperio español se resignó durante años a una guerra de frontera especialmente dada a episodios de violencia y odios acumulados.
Así fracasaron los sucesivos esfuerzos de una agotada Castilla por tomar el control luso. Los escasos avances españoles se vieron una y otra vez malogrados debido a la ayuda internacional enviada casi desde el principio por Francia, Inglaterra y Holanda (firmaron con Portugal una tregua de 10 años en junio de 1641). Por el contrario, fueron las tropas portuguesas las que en 1657 invadieron España, amenazando seriamente Badajoz.
Portugal pierde sus colonias lentamente
En 1661, Don Juan José –el más famoso hijo bastardo de Felipe IV– se encargó de dirigir la última de las grandes intentonas. Las fuerzas portuguesas destrozaron en 1663 al ejército castellano en la batalla de el Ameixial, sufriendo más de 10.000 bajas contra solo 1.000 de los vencedores portugueses. Aquella fue la enésima batalla de la guerra de restauración portuguesa y la que marcó el final de la carrera militar de Juan José de Austria, que no la política.
Muerto Felipe IV; a su viuda, Mariana de Austria, no le quedaron fuerzas ni ganas de continuar con el conflicto y reconoció el 13 de febrero de 1668 la independencia de Portugal. No en vano, sin los recursos y el escudo del Imperio español, la mayoría de las colonias portuguesas terminaron pronto en manos de los que, como Holanda e Inglaterra, habían ayudado al país vecino a obtener la independencia. La separación fue traumática y no benefició a largo plazo a ninguna de las partes. Ni Portugal podía defenderse en América sin España; ni España podía sobrevivir en Asia sin Portugal.
Separación entre España y Portugal en tiempos de Felipe IV
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