Arturo Pérez-Reverte.
Ocurrió el otro día. Desde hace un par de años, Sevilla es algo más que Semana Santa y Feria de Abril. El formidable periodista cultural Jesús Vigorra y la Fundación Cajasol han puesto en pie Letras en Sevilla, un experimento de primer orden que vincula el nombre de la ciudad a la cultura de alto nivel, la historia y la literatura. Yo echo una mano gratis et amore cuando puedo, porque Jesús es muy amigo mío. Los dos primeros ciclos, Literatura y Guerra Civil y Chaves Nogales, una tragedia española,fueron un éxito espectacular, como lo ha sido la tercera edición, España. ¿Mito, o realidad?, por la que pasaron Alfonso Guerra, Julio Anguita, Santiago Muñoz Machado y destacados historiadores, políticos, diplomáticos y escritores, con un conmovedor final de lecturas sobre nuestra Historia a cargo de Juan Echanove y Emilio Buale, que puso al medio millar de personas allí reunido —mañana y tarde durante tres días— la piel de gallina.
Uno de los invitados fue Agustí Colomines, a quien conocí hace casi cuatro décadas en Barcelona cuando él era un joven independentista. Culto, inteligente, profesor de Historia, arrogante y seguro de sí como buen pijonacionalista, Agustí pertenece a la élite catalana de toda la vida; ésa que en el fondo, y a veces en la forma, desprecia a los Rufianes y demás charnegos útiles. Asesor áulico de Artur Mas y de Puigdemont, Agustí es uno de los cerebros que idearon el proceso separatista hoy en curso. Y en Sevilla estuvo a la altura de sí mismo. Desde afirmar que para él Valencia y Baleares son como para los españoles Hispanoamérica, hasta señalar que los españoles no entienden un pimiento y que no hay quien pare el proceso catalán, no se privó de nada.
El público se lo quería comer vivo. No por lo que decía, sino por cómo lo decía. El historiador Fernando García de Cortázar y el ex alcalde de La Coruña y embajador Paco Vázquez estaban indignados por las maneras despectivas y la suficiencia con que Agustí planteaba las cosas. Pero aquello no era una tertulia de la tele; así que, cuando el rugido popular acallaba al invitado, tuve que coger el micrófono y recordar que allí habíamos ido a escuchar argumentos de primera mano, sin manipulaciones ni intermediarios, y no a vocear el desagrado con lo que se escuchaba. «Además —dije— Agustí tiene el valor de estar aquí, pudiendo no estar. Tiene una fe y la defiende. Es coherente con su fe y su combate». La gente reaccionó admirable y comprensivamente, y todo siguió su curso.
Fue entonces cuando, ya que tenía el micrófono en la mano, le hice a Agustí una pregunta: «En un Estado sin complejos como Francia o Alemania, ¿habría sido posible el procés?». Y él fue sincero: «Probablemente no existiríamos». Apunté que la Cataluña francesa no existe, y él dijo: «Allí no hay problema nacional catalán porque lo eliminaron. Y si España no ha eliminado a Cataluña…». Lo dejó ahí, pero me lo había puesto fácil: «¿Que se joda?», pregunté. «Pues sí —respondió, tajante—, que se joda».
No había más que hablar, y allí acabó el debate. Y ahora, dándole a la tecla, recuerdo ese momento y pienso que nunca estuvo tan claro, tan sinceramente expuesto; y eso es lo que quiero agradecerle a Agustí. En vez del hipócrita mamoneo que a diario oímos en Cataluña sobre el proceso independentista, el largo marear la perdiz a que se nos tiene acostumbrados, fue higiénico que alguien como él dijera las cosas tal cual son. A diferencia de Francia y su Revolución, del jacobinismo implacable que hizo de nuestros vecinos una nación fuerte, culta, unida y respetable, España perdió la ocasión, no sólo en ese momento, sino muchas veces después, incapaz de superarse a sí misma, insolidaria y dispersa. Siguió en manos de curas y espadones, de monarcas incapaces, de oportunistas periféricos y centrales. Y nunca tuvo el coraje de enfrentarse a sus difíciles realidades.
Por eso, en mi opinión, la culpa de lo que ocurre en Cataluña no la tiene Agustí Colomines, que desde su arrogancia egoísta e insolidaria lucha por aquello en lo que cree. La tienen nuestra larga apatía, nuestros complejos y nuestra cobardía: la de un Estado que lleva tres décadas, o más bien tres siglos, dejándose demoler casi con alegría. La culpa es nuestra: de los españoles en general, que a diferencia de esa Francia donde Cataluña, como dice Agustí, no es un problema porque no existe y donde hay una bandera francesa en cada escuela, merecemos de sobra lo que él dijo en Sevilla. «Que se joda España». Así es, desde luego. Y lo que todavía se va a joder.
El último párrafo resume cuarenta años de dejadez política y ciudadana en España, que lo estamos pagando ahora.
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