Jenn Díaz
Brujas yendo al Sabbath, por Luis Ricardo Falero.
Las brujas no pueden decir el padrenuestro entero. Puesto que han firmado en el Libro de Satanás, con su sangre, son las enemigas de Dios y por eso son incapaces de recitarlo. Pero ¿qué pasa cuando una esclava que no se ha aprendido nunca el padrenuestro es acusada de brujería? La cacería de brujas se pudo llevar a cabo gracias a situaciones sin salida como esta. Si no sabe decir el padrenuestro, es una bruja. No importa que no lo supiera antes de ser acusada. Quizá porque la cacería más feroz fue llevada a cabo por los puritanos, no importaba demasiado si el impedimento era el trato con el demonio o que simplemente no lo aprendió nunca; para ellos, los puritanos, quería decir lo mismo: era una infiel.
Del mismo modo que el padrenuestro podía salvarlas o condenarlas del todo, con excepciones absurdas como la de la esclava, Dios ayudó más a las brujas que Satán. La mayoría de las acusaciones no podían rebatirse porque estaban basadas en apariciones y espectros. A finales del siglo XV y principios del siglo XVI, los casos de brujería podrían hoy ser tratados por psiquiatras como fraudes involuntarios o trastornos psicógenos masivos.
El libro de las brujas
Katherine Howe ha publicado una edición con casos reales de brujería en Inglaterra y en las colonias norteamericanas entre 1582 y 1813. Lo curioso de la edición es que en todo momento uno siente que le están tomando el pelo con respecto a la brujería. La leyenda nos ha dibujado a las brujas tan envueltas en misterio y magia, que cuando lees los testimonios y las transcripciones literales de los juicios te das cuenta de que se trata únicamente de ingenuidad… y de venganzas.
Los embrujos eran muchos y muy variados: desde una voz ronca (que, visto desde la medicina actual, podría ser la viruela francesa: sífilis) a muertes súbitas. En 1648, Margaret Jones fue una de las primeras brujas ejecutadas (Charlestown, Massachusetts), ya que se decía que aquellos a los que tocaba o acariciaba, «quedaban poseídos de sordera, de vómitos y otras más dolencias y enfermedades violentas». También se decía que, aunque los remedios que daba como maestra en astucias eran inofensivos, los efectos eran muy fuertes y las enfermedades persistían. Algunas cosas predijo y, lo más importante, «tenía en sus partes íntimas un pecho lozano, con apariencia de haber amamantado en recientes instantes, mientras que, a un segundo registro, el mismo pecho se presentaba ajado y el otro empezaba a hincharse». Como una de las marcas más frecuentes de las brujas era una tercera teta por donde mamaba el diablo, cualquier cosa podía ser sospechosa. Porque, sí, la mayoría de las brujas eran mujeres, se daba prácticamente por hecho.
Todas las acusaciones, muy parecidas entre ellas, son testimonios que, cuando se llega a la caza de Salem (más masiva que ninguna otra, y espeluznante), quedan en nada: simples farsas, casualidades y un índice de mortalidad alto que no tiene nada que ver con el mal de ojo.
Los espectros eran muy habituales en las denuncias: el espíritu de las brujas iba por donde quería y los hechizaba. También en Salem era una acusación muy normal, y quizá siempre fue determinante para los juicios contra las brujas porque eran imposibles de demostrar. Había cabezas de mujeres en cuerpos de perros, niños que se caían de su cama después de un hechizo, niñas que padecían histeria o se quedaban mudas, y muchas amenazas. Si una de aquellas mujeres marginales de la comunidad les deseaba a sus vecinos algún mal, después de no haber recibido limosna de ellos, y se cumplía, podía darse por juzgada. Si una mujer pobre y desastrada les deseaba que se les muriera el ganado y una semana más tarde una ternera era encontrada muerta, como en el caso de Eunice Cole, no había nada que hacer. La brujería no era nada sofisticado ni complejo: bastaba con una intimidación. En ocasiones, las dolencias eran tan sencillas como hombres que no podían sostenerse sobre sus caballos, cuando lo más probable era que hubieran bebido más de la cuenta en la taberna. Los testimonios son, a menudo, simplones, en absoluto suficientes para condenar a una mujer… y mucho menos acordes con lo que cabe esperar de las brujas, las que tenemos en el ideario común.
En cuanto aparecen elementos más fantásticos (como sapos que aparecen bajo las mantas de los niños), solo cabe recurrir al sentido común: pura invención. Por desgracia, los testigos podían armar todo el escándalo que quisieran en los tribunales, creando situaciones muy tensas en las que precisamente el sentido común no tenía cabida. Mientras interrogaban a una bruja, en los bancos de la sala algunas mujeres y niñas se desmayaban, se clavaban alfileres, sufrían dolores y gritaban, o veían al diablo susurrándole a la acusada. Como las brujas no tenían derecho a una defensa organizada, la situación, más melodramática que justa, no dejaba lugar a dudas: culpable.
Examination of a witch, inspirado por los juicios de Salem, de Thompkins H. Matteson.
Dios, el aliado perfecto
Por suerte, algunos de los estudiosos de la Biblia fueron más allá y no se quedaron en la acusación fácil. Es cierto, ocurrían desastres: mujeres con dolencias, recién nacidos muertos, trifulcas entre familias que acababan con cosechas inútiles, ganado enfermo. Pero no podía ser cosa de brujería, porque todo cuanto ocurre en esta vida, para bien y para mal, y siempre con fines justificados, tiene que ver con Dios. Si una helada te deja sin cosecha, no puede ser cosa de brujería, sino del Señor. ¿O acaso están queriendo decir que las brujas, y por tanto el diablo, tienen mayor poder que Dios? «Sus creencias religiosas sugieren que toda pretensión de magia o sucesos al margen del orden natural es falsa, improbable, inventada o algo peor. En efecto, Scot esgrimía que quieres se dedicaban a sembrar el odio contras las brujas eran gentes sin fe que atribuían a las personas poderes que únicamente a Dios le estaban reservados». Katherine Howe se refiere a Reginald Scot, un hombre que razonaba con una lógica aplastante, basándose en las leyes más esenciales de la Biblia.
Las mujeres a las que se acusaba, además, al menos hasta finales del siglo XV, eran siempre pobres, estaban enfermas, eran marginadas y despertaban el miedo o el rechazo en sus comunidades. Eso las volvía vulnerables y, en definitiva, el blanco perfecto para las acusaciones. Scot se escandaliza con el sistema judicial con el que le tocó convivir. Si las brujas eran reales, si habían firmado en el libro de Satán, si de verdad todo aquel mal provenía de aquella unión, había que cuestionar una figura que no estaba dispuesto a cuestionar, la de Dios. En el primer capítulo de su libro El descubrimiento de la brujería, Scot dice, oponiéndose a creer el dictado de los jueces y de las penas: «Como si no existiera un Dios de Israel que ordena todas estas cosas según su voluntad y castigo por igual a justos e injustos con penas, plagas y aflicciones en la forma y manera que considera buenas». Defiende a las brujas precisamente porque son simples mortales incapaces de quedar por encima de Dios. Así, la misma fe que intenta capturarlas, las libera sin darse cuenta. Pero encuentra, para aquellos que sí creen en las brujas, una justificación. Scot ya sabe que cuando un hombre está desesperado, no acude a «Dios sino al diablo, no al médico sino a la bruja charlatana».
Y aquí el asunto se desdobla. Las brujas, además de por superstición, nacen como lo que hoy podríamos llamar pitonisas. Son mujeres de gran intuición, a las que apodan «maestras de astucias», y que no son otra cosa que consejeras. Si un niño está enfermo, le dan un remedio. Si una mujer quiere saber cuándo volverá su marido, le dan unas instrucciones. Es así como las maestras de astucias se ganan la vida, porque la mayoría son pobres, y es así como esa posición de poder ficticio, de resolver problemas inmediatamente, las condena de todos modos. Si son capaces de adivinar una casualidad, si aciertan en su pronóstico, su comunidad creerá que tienen poderes. Lo que podrían ser chantajes, venganzas, casualidades o mala suerte, tiene un solo nombre en la época y es brujería. Ni rastro de misterio o magia: es un juego mucho más pobre. Hoy en día nadie las tomaría en serio, como de hecho ocurre con los tiradores de cartas o los adivinos: la mayoría de la sociedad los considera como puro entretenimiento.
Scot, de todos modos, salva a las brujas de ser denominadas brujas, pero sí las condena, al menos espiritualmente. Observa que generalmente las mujeres que son acusadas suelen ser «viejas de ojos turbios, tullidas, pálidas, malolientes y marcadas de arrugas, pobres, hurañas, supersticiosas y papistas; o mujeres que no conocen religión, en cuya razón aletargada ha encontrado el diablo un buen asiento. Y de este modo, fácilmente son llevadas a creer que cualquier accidente, infortunio, calamidad o muerte acontece por su causa». Aunque no sean brujas, son culpables: por haberse creído su poder, por utilizarlo y por crear confusión entre quienes las rodean. En definitiva, la mayoría de ellas son mujeres que se buscan la vida, que no tienen otra manera de sobrevivir, y en su astucia caen en una trampa.
El demonio no debe esforzarse
George Gifford, en su Diálogo que versa sobre brujas y brujerías, dijo que «es posible que existan las brujas, pero que estas se engañan si creen que tienen algún poder […] La mejor defensa que puede hacerse contra las brujas no es jurídica o intelectual sino espiritual». Katherine Howe resume su diálogo de forma muy sencilla: «En lugar de preocuparse por las brujas que andan por el mundo, Gifford propone erradicar la influencia que Satanás tiene sobre su rebaño y expulsarlo de su alma».
Después de la caza de brujas de Salem, donde hubo muchísimos ahorcamientos públicos gracias a testimonios, las cosas se calmaron. Algunas niñas habían testificado contra familiares, que fueron a la horca. Hubo un fraude involuntario por parte de algunas, que quizá padecían alguna enfermedad, y también mucha imitación. Cuando los juicios ya no pudieron hacerse del mismo modo, ya que las brujas podían ser condenadas pero no ahorcadas, los fanáticos se desinflaron y todos los testigos empezaron a tener remordimientos de conciencia. Algunos habitantes de Salem y de los alrededores empezaron a darse cuenta de que los testimonios a menudo se contradecían, y que la mayoría de las confesiones venían motivadas por una amenaza. Si confesaban haber visto a algunas de las supuestas brujas con el demonio, no serían condenadas. Así consiguieron las evidencias suficientes para la cacería orquestada. Cuando las que testificaban contra otras brujas empezaron a ser condenadas también, a pesar de haber colaborado con sus testimonios, la venganza de acusar a las demás ya no salía a cuenta. Se fueron retirando una a una, se quedaron sin confesiones, y empezó a salir la verdad. La mayoría de ellas había fingido los ataques, y algunas de ellas escribieron cartas formales pidiendo disculpas. Lo único que querían era salvarse, y su salvación había costado decenas de vidas inocentes. Finalmente, solo les quedaba arrepentirse. Las brujas no tenían ninguna conexión con el tan temido diablo, pero Satán no se había tenido que esforzar demasiado para instalarse en las colonias: había campado a sus anchas, engendrando el odio entre sus habitantes, sin necesidad de utilizar a las brujas.
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