Andrea Rizzi
La recuperación económica no desactiva el nacionalpopulismo, cuyo vigor y sintonía con Trump y Putin constituyen una seria amenaza al proyecto integrador europeísta.
Interior del Edificio Europa, centro de operaciones del Consejo Europeo. DELMI ÁLVAREZ
Un fantasma recorre Europa y, obviamente, ya no es el comunismo o la internacional socialista: es la internacional nacionalista. El sintagma puede parecer un oxímoron, una mera figura retórica, pero no lo es. En casi todo el continente, alimentadas por múltiples insatisfacciones y ansiedades propias del siglo XXI, prosperan formaciones de corte nacionalista que representan una amenaza existencial para el proyecto europeo, y que comparten estrategia y táctica. La mayoría son de corte derechista, pero algunas también izquierdista o de inspiración ideológica atípica.
No debe llamar a engaño que — tras los shocks del Brexit y de la victoria de Donald Trump en EE UU— estas formaciones no hayan cosechado victorias rotundas en la Europa continental. Una simple mirada periscópica capta su vitalidad en un gran número de países, incluido el liderazgo gubernamental en algunos del este. Las causas de malestar que les han dotado de vigor no resultan desactivadas por la mejora generalizada de la economía, como demuestra la elección de Trump tras un largo periodo de recuperación bajo el mando del demócrata Barack Obama.
Su potencial para desestabilizar el proyecto europeo, además, se ha redoblado por la natural sintonía de estos movimientos y partidos con las instancias nacionalistas representadas por Vladímir Putin y por el propio Trump. Está por ver hasta dónde puede llegar esa sintonía, pero ya hay múltiples casos de sinergia, desde la financiación rusa al Frente Nacional francés hasta la elección de Polonia como primer gran viaje europeo del presidente estadounidense; desde el pacto de cooperación entre el partido de Putin y la Liga Norte italiana hasta el retuiteo por parte de Trump de vídeos islamófobos de activistas ultraderechistas británicos.
El cuadrilátero de Visegrad
Precisamente Polonia y los países del grupo de Visegrad (Hungría, República Checa y Eslovaquia) constituyen uno de los nudos de mayor importancia para el devenir del proyecto europeo. Juntos, los cuatro acumulan una población parecida a la de Francia o Italia y el quinto PIB de la UE (cuarto cuando salga Reino Unido). Representan la espina dorsal de esa Europa centro-oriental que tanto anheló la adhesión a la UE tras la caída del muro de Berlín, cuando el papa Wojtyla clamaba para que Europa volviera a “respirar con sus dos pulmones”. Su cambio de actitud es en cierto sentido asombroso. Después de haber recibido ingentes transferencias en forma de fondos estructurales y haber protagonizado una etapa de desarrollo sostenido, ahora forjan un combativo grupo de oposición a un abanico de políticas europeas, especialmente las relacionadas con cuestiones migratorias y con una visión liberal de la sociedad. El cuarteto, encabezado por los Gobiernos polaco y húngaro, muestra que la resistencia al proyecto integrador no se debe solo al malestar económico.
Con frecuencia se vincula el actual auge nacionalpopulista en Occidente con la Gran Recesión de 2008-2009. El caso de Visegrad evidencia que hay mucho más. Todos los países de la zona euro entraron en recesión en 2009; de las 39 economías consideradas como avanzadas por el FMI, solo Australia, Israel, Corea del Sur y Macao se salvaron.
En medio de ese vendaval, Polonia nunca entró en recesión y, sin embargo, su ciudadanía optó por un giro radical con la elección de un Gobierno ultraconservador en 2015. Los otros tres países del grupo sí entraron en recisión, pero lograron salir rápidamente de ella. En estos casos se ve que el apoyo a líderes y políticas nacionalpopulistas no es fruto solo del rechazo a los aspectos económicos de la globalización, sino también, y en buena medida, al apego a tradiciones, valores culturales y morales que perciben en peligro. Europa debe dar una respuesta a esto si quiere proseguir con su proyecto integrador.
Europa occidental
En el otro pulmón de Europa, como diría Juan Pablo II, la situación es diferente. Los representantes de la internacional nacionalista no han alcanzado el poder. Sin embargo, sus propuestas políticas han ejercido enorme influencia en los partidos mainstream.
Obsérvense dos desarrollos en el corazón del proyecto europeo, en el eje franco-alemán. En Alemania, los democristianos bávaros aliados de Merkel (CSU) acaban de elegir como líder a un político partidario de duras políticas migratorias. La CSU, por cierto, ha mostrado en el pasado gran sintonía con las tesis del primer ministro húngaro, Viktor Orbán. Por otra parte, en Francia, Los Republicanos, el partido heredero de la tradición gaullista, celebra este fin de semana unas primarias en las que se espera la victoria de un candidato que representa al ala dura. Después del viraje a la derecha liderado por Nicolas Sarkozy, el partido parece expulsado de posiciones centristas, copadas por Emmanuel Macron, y prosigue su deriva hacia la derecha. El fenómeno se repite, con distintas características, en muchos países. El propio Brexit parece ser el resultado de un dramático intento de los tories de cerrar el paso a la expansión del eurófobo UKIP.
La cuestión migratoria es la prueba por excelencia de esta ósmosis política, y lo es no solo en las correas de transmisión interna de las ágoras nacionales entre radicales y moderados, sino también a escala continental. En el amanecer de la crisis, las propuestas migratorias del húngaro Viktor Orbán eran consideradas por lo general como extremistas. Pero varias de sus tesis están hoy en el corazón de la política migratoria europea, que ha hecho del cierre de los puentes levadizos su estrategia principal, como demuestra el acuerdo colectivo con Turquía o la acción italiana en Libia.
Queda por ver si la orbanización de la política migratoria europea podrá repetirse, por ejemplo, en cuestiones de corte social, moral, educativo. Pero lo que es evidente es que desde el puente de mando —en los países de Visegrad— o en las retaguardias parlamentarias —en el pulmón occidental—, la internacional nacionalista representa un formidable desafío para el desarrollo del proyecto europeo en su eje histórico liberal. Bien parece haberlo entendido Emmanuel Macron, que todo lo apuesta a la búsqueda de un huidizo equilibrio que conjugue esos instintos liberales con la consigna de forjar una “Europa que protege”, uno de sus lemas favoritos. Una Europa liberal que protege puede, también, parecer un oxímoron. No más que la internacional nacionalista, esperan muchos europeístas.
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