Rafa Latorre
El ex primer ministro francés Manuel Valls, durante el acto impulsado por Sociedad Civil Catalana bajo el título "Diálogo para la convivencia: tras la posverdad, seny" Javier EtxezarretaEFE
Un típico complejo pre procés era el de críticar el levantamiento de algunas estructuras de Estado en Cataluña sólo por su carestía y no porque fueran maléficas piezas de un plan disgregador. Esto de «hay otras necesidades más urgentes» que enmascaraba con el antifaz de lo social el miedo a que a uno le llamaran facha. El Diplocat, por ejemplo, que además cuesta un riñón. Pero sólo además.
Para los historiadores quedará el hecho de que durante media legislatura una comunidad española se dotó de un Ministerio de Asuntos Exteriores con la misión de robar fotos en los pasillos de las instituciones europeas y poner en situaciones embarazosas a dirigentes internacionales.
El frente internacional siempre fue prioritario y en el pecado el independentismo quizás lleve la penitencia, porque una exhibición de culto al líder como la que se vivió en Bruselas el pasado 7 de diciembre ha despertado pavor en las cancillerías. La mirada del enviado especial que asistió arrobado al regreso de la España romántica que leyó en novelas no es la misma que la del dirigente europeo que ve como una muchedumbre portadora de un mensaje supremacista se pasea por el corazón de la Unión Europea animando a la atomización de las naciones. Con su viaje a Bruselas, los independentistas pulverizaron el kilómetro sentimental -copyright de Espada-, tan necesario para conmover a las opiniones públicas extranjeras.
Lo cierto es que, más allá del apoyo de los ocasionales hemingways que fueron testigos apasionados del 1 de octubre, el fracaso más clamoroso del independentismo ha sido en el exterior. Lo certificaron los insultos a Juncker y a Tusk y el viraje eurófobo de un Puigdemont que vive en Bruselas como Assange vive en la embajada de Ecuador en Londres. La única diferencia es de espacio.
El socialista Manuel Valls acabó con cualquier fantasía de legitimidad internacional del procés en un acto de Ciudadanos en Barcelona. Allí recuperó la hermosa -por precisa- consigna de su predecesor François Miterrand: «El nacionalismo es la guerra». El que lo ha vivido lo sabe y en Córcega el nacionalismo ya es hegemónico, tal y como dejó escrito tras las elecciones regionales el corresponsal en París de EL MUNDO Enric González. Eso explica que Francia haya sido la nación más combativa, en todos los ámbitos intelectuales, contra los delirios del independentismo catalán.
El apoyo de Manuel Valls ha sido muy necesario para los constitucionales, como la incansable pedagogía de Josep Borrell, sobre todo en un momento en que el PSC amenaza con ceder a la tentación plateresca y volverse de nuevo «pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón» con el nacionalismo.
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