Rafael Dezcallar
La ciudad es la cuna del monoteísmo y símbolo de tres grandes religiones.
Jerusalén no es una ciudad normal. Es la cuna del monoteísmo y la ciudad santa de tres grandes religiones. Frente al politeísmo relativista de la Antigüedad, el monoteísmo puede tender hacia el totalitarismo teológico: mi Dios es el Único Dios, y por lo tanto el tuyo no es Dios. No es fácil una discusión racional sobre estas cuestiones, ni tampoco sobre la ciudad que constituye su epicentro.
“Si te olvido, oh Jerusalén…”, como comienza un hermoso texto del Libro de los Salmos. Los sionistas, fundadores de un movimiento político moderno en el siglo XIX, no sentían un especial entusiasmo por las tradiciones religiosas judías, pero no dudaron en elegirla para dar el nombre de Sion a su proyecto. Los musulmanes situaron en la mezquita de Al Aqsa la ascensión de Mahoma al cielo, y sus dirigentes políticos han sido los primeros en reaccionar ante la decisión del presidente Trump de reconocerla como la capital de Israel y llevar allí la embajada estadounidense. Y no es casualidad que la Santa Sede lo haya hecho también enseguida, con una intervención del propio papa Francisco sobre el tema.
No, no es fácil una discusión racional sobre Jerusalén, porque muchos fieles de estas tres religiones no la miran con los ojos del cuerpo, sino con los del alma. Para ellos es un símbolo, y tocar ese símbolo significa tocar muchas más cosas de las que pueden reconducirse a una mera discusión política.
El papel de los políticos y de los diplomáticos es manejar estas situaciones complejas y buscar puntos de entendimiento. En el caso de Oriente Medio, los escasos logros obtenidos en esa tarea en los últimos setenta años —uno de los cuales fue la Conferencia de Paz de Madrid, por cierto— demuestran su especial dificultad. Oriente Medio ha sufrido ya demasiadas veces las consecuencias de decisiones unilaterales. Las guerras lanzadas por unos y por otros, las décadas de ocupación israelí, el recurso al terrorismo. Si la historia ha demostrado algo, es que esas decisiones generan aún más tensión, más venganzas, más ciclos de violencia. En Oriente Medio ninguna de las partes tiene la capacidad de derrotar totalmente a la otra. Están obligadas a vivir juntas, no pueden lograr —como muchos desearían, tanto entre los israelíes como entre los árabes— que la otra parte desaparezca, que de repente se esfume. Por eso, la única vía posible es el diálogo, las negociaciones, el cumplimiento de las resoluciones de las Naciones Unidas, tal como recogen estos días los comunicados de muchos gobiernos, empezando por el español.
Tratar de imponer soluciones unilaterales nunca es una buena idea. Porque el autor del Libro de los Salmos en realidad no tenía ningún motivo para preocuparse: nadie, nunca, en ningún lugar, va a olvidarse de Jerusalén.
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