Jesús Rodríguez
Es uno de los vinos míticos del planeta. Un producto de lujo que nace cada temporada desde hace más de 100 años. Caro, escaso, atemporal y artesanal, ha sido el favoritode reyes, presidentes y poderosos y ha estado siempre rodeado de secretos. Desde 1982 pertenece a la familia Álvarez, propietaria del imperio Eulen. Este es el viaje al corazón de Vega Sicilia, de las otras grandes bodegas que ha creado en La Rioja, Toro y Hungría, y un relato de la batalla por su control entre el patriarca, David Álvarez, y sus hijos.
VEGA SICILIA es un vino y una leyenda. La única marca española de lujo. En ella confluyen todos los elementos de una firma exclusiva, como Ferrari o Hermès. Muchos han oído hablar de su vino, pero pocos lo han probado. Trasciende lo cotidiano. Es un objeto tangible, pero provoca una experiencia y adjudica un estatus. Aúna tradición, artesanía y también innovación. Nació hace 150 años en la vieja Europa y pertenece a una familia, lo que le aporta corazón, raíces y permanencia; es deseable, escaso, caro, global y atemporal; y su nacimiento y elaboración están envueltos en una atmósfera de misterio. No es fácil conseguirlo. Si no se pertenece al club de sus 3.500 elegidos (los que tienen cupo, de los que un 20% son tiendas), hay que engrosar la lista de espera hasta acceder algún día a unas botellas a precio de amigo (hasta un 50% más barato que en tienda). Pueden pasar años.
Su capacidad de envejecimiento es legendaria. Una botella descorchada tras cinco decenios de reposo está en mejor forma que cuando fue elaborada. Cuentan que Vega Sicilia es un valor más seguro que la deuda pública. Con un plus: cuando una cosecha no es buena (un par de veces cada década), no sale al mercado. Y se volatiliza. Aunque suponga perder entre 15 y 20 millones de euros. Es la ley. El músculo financiero de la casa lo permite. Sus beneficios se acercan al 40% de sus ventas, en línea con los grandes del lujo, por ejemplo, Rolex.
“Con este vino pasa algo extraño que no sé explicar. Están el viñedo, la tierra, la tradición, pero no es solo eso. Es un vino que tiene alma”
Vega Sicilia es un mito, aunque sus dueños, los Álvarez, nunca hayan invertido en publicidad, recelen del marketing y jamás (de los jamases) regalen una botella (Moncloa y Zarzuela satisfacen sus facturas y se tienen que ceñir al cupo que se les adjudica aunque pataleen). Su viñedo sobrevivió (nadie sabe cómo) a guerras, plagas, el olvido y la especulación. Desde 1915 Vega Sicilia hace vino de forma ininterrumpida, con una sofisticada mezcla de uvas autóctonas y francesas (importadas en 1864 por Eloy Lecanda, su primer propietario). Estuvo a punto de naufragar en algunos momentos. Tuvo que demostrar entre los años cincuenta y los ochenta su rentabilidad frente a la cebada, la patata, la remolacha y el maíz, que amenazaban con ocupar su espacio. Cambió tres veces de propietario en esos años. Cuando peregrinaba en busca de un comprador, se zafó de milagro de las garras de los chacales del vino industrial, dispuestos a convertir una producción de apenas 300.000 botellas (entre sus tres marcas, Valbuena —100 euros la botella—, Único —250 euros— y Reserva Especial —300 euros—) en un tsunami de millones de litros bajo el paraguas de su prestigio. Ha sobrevivido incluso a la batalla fratricida que desde 2009 partió en dos a la familia propietaria por el control de la compañía (sus blasones y beneficios) y cuyas heridas se mantienen abiertas tras la muerte en noviembre de 2015 del patriarca, David Álvarez Díez. Nadie explica cómo ha seguido brotando año tras año de esos páramos de arcilla y caliza colgados sobre el Duero un vino inimitable.
Ni siquiera Pablo Álvarez Mezquiriz, el abogado bilbaíno de 63 años que dirige su destino desde hace más de tres décadas por decisión inapelable de su padre y patrón, sabe descifrar la magia que esconde su tinto, considerado uno de los diez mejores del planeta: “Con él pasa algo extraño que no sé explicarle. Están el viñedo, la tierra, la altura, el clima durísimo; 800 años de tradición del vino en esta zona de Castilla, desde los monjes de Nuestra Señora de Valbuena; la selección clonal; la inversión de decenas de millones; el mimo; distintas generaciones de trabajadores de las mismas familias en los mismos puestos… pero no es solo eso. Es un vino que está vivo y tiene alma. Eso me dijo un sabio japonés. Y yo amo esa cultura”.
Pablo Álvarez es un hombre grande y discreto. Alérgico a la exposición. Su hermana Marta Álvarez, una economista de 51 años presidenta no ejecutiva de la compañía (cuya firma va estampada en cada botella), le define como “tímido, concienzudo, leal a la familia y la marca y enamorado de Vega Sicilia”. Pasea pisando fuerte por el jardín oriental que proyectó en el corazón de su hermética bodega (no está abierta al público), en la estepa vallisoletana, custodiada por seguratas de la otra gran compañía del imperio Álvarez: Eulen, que presta servicios de limpieza, seguridad, mantenimiento y logística a grandes empresas; factura 1.500 millones y tiene 80.000 empleados.
Lleva uno de sus exquisitos ternos cortados por Jaime Gallo, su sastrería madrileña de confianza (la misma que viste al rey Felipe). Hoy, de enormes cuadros blancos sobre fondo azul klein; elegantes zapatos bicolores hechos a medida en Ginebra, chispeante corbata francesa y un cronómetro suizo. Ha aprendido a convivir con su calvicie, aunque sigue luchando con la báscula: “Me tiro la mitad del año a régimen para combatir el comercio y el bebercio de la otra mitad”. Es el inconveniente de disponer de mesa en todos los grandes tres estrellas del planeta. Tiene unos profundos ojos azules heredados de su padre, David Álvarez, que falleció hace dos años sin hacer las paces con él ni con cuatro de sus siete hijos (a los que solo legó la estricta legítima de su herencia —un tercio de su fortuna—, frente a los dos tercios que dejó a su hija María José, su cómplice hasta el último aliento), y un afilado sentido del humor que contrasta con su gesto grave. Como cuando sentencia: “El principal problema de las empresas familiares son las familias”. En Vega Sicilia es, simplemente, don Pablo.
—Es usted muy arriesgado vistiendo…
—Quizá para compensar que no soy nada arriesgado en otras cosas.
No lo es. Y gracias a esa forma de ejercer el liderazgo; de ser un integrista en la defensa del nombre y la herencia de Vega Sicilia, ha conseguido que su vino juegue en la liga del lujo mundial; que sus añadas sigan teniendo cada temporada el triple de demanda que de oferta. Y construir un sólido grupo de bodegas en Ribera del Duero (Alión), Hungría (el Tokaj-Oremus y el blanco Mandolás), Toro (Pintia) y La Rioja (Macán, junto al billonario Benjamin de Rothschild), donde las cosas se hacen como en Vega Sicilia (aunque sin la uva de Vega Sicilia). En total, más de un millón de botellas con una facturación que supera los 40 millones de euros.
En la inmensa mesa redonda bruñida como un espejo que preside el comedor del palacete afrancesado del XIX de la hacienda Vega Sicilia (donde almorzó Rajoy el pasado 25 de noviembre), mientras ataca con gesto contrito un plato de coliflor hervida (observando de reojo la lasaña de morcilla de sus invitados), lanza una declaración de principios: “Confieso que no me gusta el marketing. Me parece el arte de engañar al consumidor. Yo nunca lo he hecho; nunca me he ocupado de eso. Durante más de 30 años me he centrado en la calidad. He vivido aquí, solo, lejos de todo, y he luchado por hacerlo cada vez mejor. Y Vega Sicilia es mejor que nunca. No ha cambiado, pero ha evolucionado. Yo me limito a transmitir lo que hacemos. No me invento nada”.
—¿Cuál es el secreto de un gran vino?
—Un gran viñedo. El vino se hace en la viña y no en la bodega. Y por eso me cargué (hace ya 30 años) la química y los herbicidas y los fertilizantes. Además, hemos hecho un gran trabajo de clasificación de los suelos y de estudio genético y selección de nuestro viñedo (que hemos dividido en 54 parcelas), que va a ser clave en los próximos 50 años. La identidad de un vino está en la viña, no en los polvos. Y luego hay que tener paciencia: nunca haces un gran vino si pretendes forrarte. Nosotros no podemos hacer más botellas de Vega Sicilia; supondría bajar la calidad. Y no me da la gana.
—¿No le interesa ganar dinero?
—No a costa de cargarnos la marca. Desde el principio mi padre me dejó tomar las decisiones. Esto no le interesaba. Era algo que daba buena imagen, pero no tanto dinero como ahora. Y a mí me tenía aquí, lejos de Madrid, fuera de Eulen, porque yo era muy crítico. Sabe, yo creo que fue bueno que nuestra familia comprara Vega Sicilia en 1982, porque no dependíamos del vino para vivir. Y vimos esto como una misión. No veníamos de este mundo; teníamos una mirada más abierta y libre. Los bodegueros cuentan muchas mentiras. Nosotros vamos por libre.
Álvarez aprendió el oficio desde cero y dice haber basado sus decisiones en el sentido común. Y en defender la marca contra todo y contra todos. Por ejemplo, aplicar una agricultura ecológica y, en los ochenta, rechazar los clones de alto rendimiento de uva tempranillo que estaban masificando, empobreciendo y uniformizando el viñedo español, y apostar por su propio y centenario material vegetal. Algo que se puede comprobar pateando esta gélida mañana de invierno la parcela Hontañón (junto al mago de la viña, Enrique Macías), una de las más antiguas de Vega Sicilia, plantada en 1910, y que hoy supone un banco genético de variedades que después son clonadas en Borgoña y replantadas en los pagos de la hacienda, donde tardarán aún 10 años más hasta ser aptas para elaborar Vega Sicilia.
Pablo Álvarez asegura tajante una vez más que no era un experto en marketing. Pero la realidad es que, sin saberlo, aplicó en la gestión de Vega Sicilia la misma estrategia que estaban empleando en la industria del lujo dos gestores míticos, Bernard Arnault, en Dior, y Domenico De Sole, en Gucci, para defender sus marcas, prestigiarlas y hacerlas ansiadas y muy rentables. Como explicaba a este periodista en Milán el propio De Sole, el ejecutivo que reflotó a Gucci del pozo de franquicias, licencias e hiperproducción en que lo había sumido una familia en descomposición: “El lujo, además de glamour, proporciona muchos beneficios. Tiene los márgenes más altos del mercado. Pero hay un momento en que llegas al límite y no puedes crecer más, a no ser que bajes el listón y fabriques productos peores. ¡Nunca lo hagas! El principal activo de una firma de lujo es su nombre. Y si deja de ser exclusivo, nadie pagará una suma enorme por un producto de esa marca”.
No está muy claro por qué el patriarca David Álvarez, un empresario de un sector tan poco sofisticado como la limpieza, decidió comprar en 1982 la bodega, el palacete color pastel y 1.000 hectáreas de terreno a sus propietarios, los Neumann, una familia de judíos checos asentada en Venezuela. “Mi padre era un visionario con rasgos de audacia”, explica Marta Álvarez. “Con Eulen fue pionero en entender que en una economía moderna las grandes empresas iban a tener que externalizar sus servicios. Y triunfó. Y con Vega Sicilia vio que era una marca de lujo y se podía ganar dinero. No es que fuera un hombre sofisticado, sino lo que hoy se podría entender como un emprendedor. Su problema es que para él la empresa y la familia eran lo mismo”.
Como todos los grandes empresarios, David Álvarez había empezado de cero. Nacido en Crémenes, una aldea leonesa perdida en los Picos de Europa, emigró a los nueve años con su familia a Bilbao siguiendo el ferrocarril de La Robla, que surtía de carbón a los altos hornos. Nunca fue a la universidad, pero en los cuarenta, con solo 19 años, ya montó una academia para candidatos a oposiciones. A partir de ahí nunca paró. En 1962 fundó Central de Limpieza el Sol. Sería el embrión de Eulen. En los setenta empezó a ganar dinero y a codearse con la alta burguesía bilbaína. Incluso se mudó a su selecto feudo de Neguri. Y se construyó un yate. Era un tipo duro y con un estilo muy paternal de la gestión de los negocios. Dios en su empresa. Preocupado por sus trabajadores. Siempre atildado y bronceado; de acerados ojos azules, discurso populista y gran afición por los placeres de la vida. Un miembro de su familia le define como “un encantador de serpientes”. Repartió donativos a su mayor gloria, ya fuera al archivo de Miguel Delibes o a un colegio del Opus Dei en León; dio ayudas para prostitutas y toxicómanos, y fundó la empresa cárnica Valles del Esla, una apuesta de corte social para reflotar la economía de su comarca leonesa, en quiebra tras el fin de la minería. El invento se saldó con 40 millones de euros de pérdidas y una situación de beneficio bruto negativo de imposible viabilidad. Al final de su vida se le atribuía una fortuna de 500 millones.
Uno de sus grandes éxitos fue rodearse de un impresionante círculo de influencia del que formaban parte dos jefes de la Casa del Rey (Sabino Fernández Campo y Rafael Spottorno, y el mismo rey Juan Carlos, que le hizo marqués en 2014), banqueros (desde la familia Ibarra a Francisco González), el presidente de la patronal José María Cuevas y, sobre todo, dirigentes del PP: fue el primero en apoyar a José María Aznar, dio empleo en Eulen a Rodolfo Martín Villa y a los hermanos Mayor Oreja, y por las fiestas de su casa pasaron desde Montoro y Acebes hasta Pío García-Escudero y Alfonso Alonso. Un entorno clave para un empresario cuyo negocio estaba basado en gran medida en las contratas públicas.
En 1978, la familia tuvo que abandonar de la noche a la mañana el País Vasco por la extorsión de ETA. “Nosotros también fuimos víctimas del terrorismo”, recuerda su hija Marta. David Álvarez, su esposa, María Vicenta Mezquiriz, y sus siete hijos se instalaron en un apartotel madrileño y después en una mansión en el selecto barrio residencial de La Florida (en la que también viviría Adolfo Suárez). Allí todas las calles tenían nombres vascos.
Uno de los grandes éxitos del patriarca fue rodearse de un gran círculo de influencia, del rey Juan Carlos a Aznar, al que siempre apoyó
Don David estaba oficiando en 1982 de intermediario en la venta de Vega Sicilia; tenía dos compradores en cartera, un grupo suizo y otro británico. De pronto, dribló y se quedó con la bodega. Desembolsó 500 millones de pesetas de la época mediante un crédito a un interés del 20% poniendo como garantía las propias acciones de Vega Sicilia. No pagó con fondos de Eulen, sino a través de una sociedad patrimonial que había constituido con su esposa en 1976, bautizada El Enebro. Once años más tarde, tras la prematura muerte de María Vicenta Mezquiriz (el alma de la casa, según sus hijos), la disolución del régimen de gananciales del matrimonio convirtió a sus siete hijos en los nuevos propietarios de El Enebro (y, por lo tanto, de Vega Sicilia) a partes iguales. Sin embargo, don David se reservaba (de por vida) el control del consejo y la mitad de los jugosos beneficios de la bodega. En torno a esa cláusula comenzaron las hostilidades familiares.
En cuanto a Eulen, la mayoría de acciones y el control quedaban también en sus manos. La guerra entre los Álvarez comenzó en el otoño de 2009, después de que el patriarca contrajera su tercer matrimonio y decidiera, a los 82 años, retomar por sorpresa las riendas del imperio, apartando con cajas destempladas a su hijo Juan Carlos Álvarez (economista, financiero y exconsejero del BBVA) de la gestión de la compañía de servicios. A partir de entonces, cada facción (por un lado, cinco de los hermanos y, por otro, María José apoyando a su padre) recurrió a los tribunales para desposeer a la otra del control, unos, de las bodegas de El Enebro y, los otros, de Eulen. Tras cinco años de batallas legales y recorrer todas las instancias judiciales, ninguna facción consiguió realmente nada. Quedaron en tablas. David Álvarez murió en 2015 en mitad de su carrera a ninguna parte. Por decisión testamentaria de su padre, su fiel María José, su tercera hija, está hoy al frente de Eulen (de donde ha apartado a sus hermanos). Mientras, los cinco “díscolos” (como les motejaba su padre) son una piña en El Enebro (donde han apartado a su hermana María José). El séptimo hijo, el primogénito, Jesús David, al que su padre amagó con otorgarle el control del imperio en los noventa (le llamaba en público “mi delfín”), fue la primera víctima de la contienda. Y hoy está fuera del accionariado de El Enebro. Cuando Juan Carlos I en tiempo de descuento de su reinado, solo un mes antes de abdicar, llamó a don David para anunciarle que le iba a otorgar un título nobiliario (el marquesado de Crémenes), este le espetó que deseaba que fuera con carácter vitalicio y, cuando muriera, no pasara a ninguno de sus hijos. Esa situación solo se había dado dos veces en el reinado de Juan Carlos de Borbón, pero se trataba de dos personas sin descendencia (Salvador Dalí y la académica Carmen Iglesias). En la última entrevista que concedió, David Álvarez no negaba haber tomado esa decisión radical, aunque no decía toda la verdad: “Tengo un problema familiar de varios de mis hijos que están fuera de mi jurisdicción porque han querido andar solos y sin mi autorización. El Rey sabe eso y sin conocer quiénes están conmigo y quién no, supongo que la opinión de su Majestad ha sido: ‘Vete tú a saber dónde cae este marquesado’, y por eso es vitalicio”.
Durante 70 años don David triunfó en los negocios, pero fracasó a la hora de diseñar su relevo. “Mi padre preparaba su retirada, pero nunca fue completa, porque vivía para el trabajo. E inesperadamente dio un vuelco para recuperar el poder. Yo creo que se sintió inseguro por la edad y, sobre todo, tuvo malas influencias”, explica Marta Álvarez. La lucha por la sucesión en el seno de la familia Álvarez fue de manual de gestión empresarial. Incluso el golpe de Estado de David Álvarez para reasumir el control. Según la cátedra de Empresa Familiar del IESE, más de un millón de compañías tienen ese carácter en España, solo un 30% llegan a manos de la segunda generación y apenas un 5% son gestionadas por la tercera. Y las que sobreviven, lo hacen porque tienen protocolizada la sucesión del fundador (líder y propietario) al frente de la empresa.
Ese es el reto de Pablo Álvarez. Que ya ha creado en Vega Sicilia un pequeño equipo asesor (Gonzalo Iturriaga en enología y Antonio Menéndez en expansión internacional) para comenzar a delegar. Paseando por la silenciosa bodega, envuelto en un elegante abrigo de gentleman farmer, musita: “Hay que hacer un protocolo muy completo entre los cinco hermanos. Dejar todo claro. Por escrito. Y que la historia no se vuelva a repetir. Todo tiene que estar contemplado, la transmisión de acciones, quién va a trabajar en la empresa, aunque sea de chófer; cómo se elige al consejero delegado. Yo, a los 70, me retiro. Y ya veremos. Ofertas de compra hay…”.
De Vega Sicilia se sale como se entra: con las manos vacías. Es la costumbre de la casa. Ya lo relataba en una vieja crónica de 1967 un viajero que recaló en la hacienda: “¿Beberse un par de vasos en Vega Sicilia? De eso, ¡nanay! El bodeguero solo me obsequia con un chiquito que succiona de un pequeño barril. No me atrevo siquiera a rogarle que me despliegue la ración. Imposible. Hubo que respetar la autoridad del bodeguero y marcharse sin rechistar. Es Vega Sicilia”.
Pinchando en el enlace se accede al vídeo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario