Fue hijo de campesinos, meritorio estudiante de Arquitectura y un eficiente policía de provincias. Pero llegó a Moscú y se convirtió en una bestia de la insidia y el mal.
KEYSTONE FRANCE
"CREA EL CAOS Y TRAE EL COMUNISMO"
Nombre completo: Lavrenti Pavlovich Beria (1899-1953)
Carrera: oficial de la checa en Georgia, director del NKVD, ministro del Interior y vicepresidente del Gobierno.
Obra: Feminicidios, purgas, inventor del gulag, matanza de Katyn.T
Tenía el aspecto de un hombre sin atributos, con sus gafas redondas, su temprana calvicie y su rostro severo, pese a la tímida sonrisa que a veces se adivinaba en la comisura de sus labios. Detrás de su apariencia anodina, el camarada Beria escondía a un auténtico monstruo, un tipo que ejerció de lugarteniente de Stalin con la efectividad de un reloj suizo y elsadismo de un siniestro sociópata.
Hijo de campesinos, el joven Beria se afilió al Partido Comunista y logró diplomarse como arquitecto en el Instituto Politécnico de Bakú. Poco después empezó a ejercer de espía para los bolcheviques y, tras el triunfo definitivo del bando de Lenin en la guerra civil,fue nombrado jefe policial de Georgia, donde se encargó de suprimir con mano dura cualquier conato de revuelta o disensión.
Su creciente influencia lo llevó a escalar posiciones en el partido hasta ser nombradodirector de la NKVD, variante histórica de lo que hasta hace poco conocíamos como KGB y que ahora es el FSB. Unas simples siglas cuya sola mención provoca escalofríos. Desde su nuevo puesto, Beria administró con letal pragmatismo las largas listas de asesinatos que Stalin utilizó para deshacerse de sus enemigos políticos, una posición idónea para complacer la creciente paranoia deKoba, nombre con el que se refería al dictador su círculo más cercano. En un encuentro con Winston Churchill en plena Segunda Guerra Mundial,Stalin llegó a presentar a su infalible perro de presa como "nuestro Himmler".
Además de encargarse de las purgas («irse a tomar un café con Beria» era el eufemismo que utilizaba el Ejército Rojo cuando algún mando era detenido y ejecutado), fue el arquitecto de la expansión de la red de más de500 campos de trabajos forzadosdistribuidos por toda la URSS, los temibles gulags. En palabras de Anton Antonov-Ovseyenko, historiador y prisionero de uno de ellos durante 13 años, «los gulags existían antes de Beria, pero fue él quien industrializó el sistema gulag».
En el sangriento currículum de Beria se encuentra la conocida comomasacre de Katyn, el asesinato en masa de los prisioneros de guerra polacos que tuvo lugar en 1940. Un memorándum de su puño y letra enviado a Stalin sugería que aquellos soldados eran una amenaza para el nuevo régimen soviético en Polonia y debían ser ejecutados.22.000 hombres fueron fusiladosy enterrados en las fosas comunes del bosque de Katyn, próximo a la ciudad de Smolensk.
Fue el responsable de la muerte de 20.000 polacos en la que fue conocida como Matanza de Katyn
El trabajo diario de Beria era el espionaje y el homicidio, pero su pasatiempo favorito era la violación. Durante años, los historiadores desconfiaban de la veracidad de su supuesto historial de crímenes sexuales, pero la apertura de los archivos de sus interrogatorios resolvió cualquier duda al respecto. Como relata Simon Sebag Montefiore enLa corte del zar rojo(Crítica), Beria se entregó a «una vida sexual draculiana[...]. A menudo es imposible diferenciar entre las mujeres a las que sedujo, las que acudieron a él para defender a sus seres queridos y aquellas a las que simplemente secuestró y violó». En 2003, la embajada de Túnez en Moscú, situada en la antigua mansión de Beria, informó de que las obras de construcción de la bodega habían sacado a la luzmultitud de huesos humanos, algunos enterrados, otros ocultos entre los muros del edificio.
Según dos de sus guardaespaldas del NKVD, a Beria le gustaba salir en limusina para señalar a mujeres jóvenes que eran detenidas y escoltadas hasta su casa moscovita, donde les ofrecía todo tipo de lujosos manjares. Después de cenar, Berialas llevaba a su oficina insonorizada, cerraba la puerta con llave y las violaba.
Antes de salir de lacasa de los horrores, los guardaespaldas debían entregar a cada víctima un ramo de flores. Si lo aceptaban, se convertían en protegidas del régimen. Si lo rechazaban, eran arrestadas y, en algunos casos, asesinadas.
Llevaba a las mujeres seleccionadas a una sala insonorizada donde las violaba
Beria fue el brazo derecho de Stalin desde 1938 hasta 1953, pero en los postreros días del dictador temía ser señalado como próximo enemigo del pueblo por sus intenciones aperturistas. Cuando el líder supremo se derrumbó en el dormitorio de su dacha tras sufrir una hemorragia cerebral, Beria fue el primero en descubrirlo. Las siguientes horas y días, como muestra Armando Iannucci en la negrísima comediaLa muerte de Stalin, fueron lo más parecido a unsketchde los Monty Python. Beria parecía haber ganado la batalla gracias a su posición al frente del NKVD,pero Nikita Jrushchov logró finalmente hacerse con el poder con la colaboración de los demás miembros del Politburó.En plena reunión para decidir los próximos pasos de la URSS, ordenaron la detención de Beria tras acusarle de traición y de comportamiento anti-soviético, cargos por los quefue ejecutado en diciembre de 1953.
En la película, un genial Steve Buscemi en la piel de Jrushchov dice mientras prenden fuego al cadáver de Beria:«Te enterraré en la Historia, ¿me oyes, gordo cabrón?».
Y eso hizo. Después de ser nombrado Secretario General del partido, borró por completo a su antiguo compañero de la historiografía soviética, hasta que la desclasificación de documentos a principios de los años 90 empezó a revelar las escasas luces y las muchas sombras de la perversa trayectoria del camarada Beria.
Pedro I de Castilla persiguió a todo aquel que consideró su enemigo, lo que le dio el sobrenombre de «el Cruel». Una propaganda de la que fue responsable su hermano bastardo Enrique II de Trastámara, quien le asesinó y arrebató el trono.
Retrato de Pedro I de Castilla, último rey de la dinastía Borgoña.
Pedro I es, quizás, uno de los reyes más controvertidos de la monarquía castellana. El hecho de que perdiera el trono a manos de su hermanastro Enrique de Trastámara creó dos vertientes, aún vigentes, en torno a su figura: por un lado, los partidarios de su legitimidad y, por otro, quienes justifican el levantamiento del bastardo.
Sea como fuere, su reinado se caracterizó por la violencia ejercida contra sus enemigos, principalmente con la nobleza contraria a su persona. No es de extrañar que se le diese el sobrenombre de Pedro I «el Cruel» por parte de sus opositores. Pero en ello tuvo también mucho que ver la propaganda de su gran enemigo, Enrique de Trastámara, quien inventó todo tipo de bulos para arrebatarle el trono.
El gran responsable del final de la Casa Borgoña fue, no obstante, su padre, Alfonso XI. El monarca tuvo una vida sexual muy activa, lo que desestabilizó por completo la Corona de Castilla. Tuvo once hijos bastardos con Leonor de Guzmán y, en lugar de mantenerlos alejados de la vida pública, les concedió todo tipo de rentas y feudos.
Esto dejó en evidencia a Pedro I, el único heredero legítimo al trono, quien vio peligrar su posición desde primer momento. Lo que no resulta del todo extraño es que siempre tendiese a la conspiración, pues veía enemigos por todas partes. Cuando fue coronado, la primera medida que tomó fue matar a la favorita de su padre, pensando que así acabaría su calvario. Sin embargo, el mayor de los bastardos, Enrique de Trastámara, no paró hasta verlo muerto.
La lucha política entre ambos hermanos contituyó uno de los hitos más importantes de la historia medieval castellana; un cambio dinástico en 1369 mediante el que la Casa de Borgoña -reinante desde el siglo XII hasta Pedro I- fue sustituida por el linaje de los Trastámaracon la victoria de Enrique II.
La leyenda negra de Pedro I
Los cronistas divulgaron cientos de bulos de Pedro I. Lo más probable es que quisieran tener contento al nuevo monarca. La imagen que quedó para la posteridad le granjeó el apodo de «el Cruel», en vez del sobrenombre «El Justiciero», que es el que le dieron sus partidarios.
En realidad, el último rey de Borgoña sí fue un tirano con sus enemigos. No dudó en asesinar a cientos de los que creyó sus adversarios políticos. El ejemplo más evidente reside en la política de represión que llevó a cabo contra la nobleza, o cuando ordenó matar a Leonor de Guzmán y a uno de sus hijos.
Otro episodio que no dejó indiferente lo inhumano que podía llegar a ser este monarca fue el abandono de su esposa, la candidata francesa Blanca de Borbón. Dos días después de haber consumado el matrimonio ordenó que la encarcelaran. Al parecer, no había recibido la dote que le había prometido el Rey de Francia, motivo «suficiente» para cometer este acto.
De todo ello supo aprovecharse el bastardo Enrique de Trastámara, quien sabía que su legitimidad estaba en entredicho. Necesitaba quitarse de encima a Pedro I. Para ello reforzó su postura con una gran propaganda política que apelaba a la figura de su hermanastro. Según el historiador medieval Julio Valdeón Baduque, «la utilización de recursos propagandísticos se hizo patente en el bando trastamarista desde los primeros días de la presencia del príncipe bastardo, en 1366».
Le acusó de ser enemigo de la fe cristiana, puesto que había recibido el apoyo de la comunidad islámica (reino de Granada) y la judía en la guerra civil. Esto contribuyó a la creación de la leyenda que decía que Pedro I no era hijo natural de Alfonso XI, sino de un judío que lo había dado en adopción. Un auténtico bulo por parte de los trastamaristas y que muy pronto se propagó.
Ahí no acababa la cosa, pues tambien denunciaron al legítimo monarca de subvertir el orden establecido, de acabar con la nobleza y dar poder a la clase media. Este fue un punto a favor de Enrique II, quien se presentó ante los nobles como el galante del orden establecido; consiguió así un amplio apoyo.
Enrique «El Fratricida»
Un rey injusto y cruel. Nadie puede negar que Pedro I actuó con extrema dureza contra los grandes señores de la nobleza y los de su propia sangre Pero, ¿acaso los monarcas de la época tampoco utilizaban su fuerza para acabar con el enemigo?
«El principal "leit-motiv" de la propaganda trastamarista contra Pedro I era la "tiranía". El concepto tirano, presente en textos diversos de la Castilla bajomedieval, desde las Partidas, podría referirse tanto a la forma de acceso al poder como a su ejercicio», asegura Valdeón.
El mismo Enrique II, responsable de introducir el apelativo «el cruel» en las crónicas de Pedro I, no actuó de manera distinta a este. De hecho, se le conoció también con el sobrenombre de «el Fratricida»por haber utilizado el asesinato como vía para conseguir coronarse como rey.
La batalla de Montiel (1369) fue la oportunidad perfecta para que el bastardo eliminara a su adversario. Las tropas de Pedro I fueron sorprendidas por las de su hermano (acompañado por el francés y líder Bertrand du Guesclin) en las cercanías del castillo de la ciudad. Tras ser derrotado, el monarca se encerró en la fortaleza. Según las crónicas, cuando intentaba fugarse fue sorprendido por Enrique II, quien lo apuñaló y después lo decapitó para exhibir su cabeza clavada en una lanza.
Ambos reyes mostraron el mismo grado de violencia. Mataron a los de su misma sangre y se ensañaron con un determinado grupo considerado 'el enemigo'. Del mismo modo que Pedro I había perseguido a los nobles, Enrique II fue responsable de terribles masacres de judíos de todas las edades. En Europa ya se habían producido ataques contra éstos a principios del siglo XIV, pero en Castilla no habían llegado hasta ese momento. El monarca Trastámara no solo permitió la agresión contra los judíos, sino que firmó las restricciones en cuanto a la libertad del pueblo hebreo.
Luis II de Baviera es uno de esos monarcas malditos, aunque su locura le fue atribuida más por su condición sexual y sus extravagancias que por una enfermedad real.
Retrato de la coronación de Luis II de Baviera. ABC
Quieran o no quieran, los reyes están obligados a reinar y a asumir responsabilidades desde que son niños. Hasta su muerte, viven por y para sus reinos, sobreponiéndose a desgracias, enfermedades y toda suerte de obstáculos. No quiera la genética que uno de aquellos obstáculos sea una enfermedad mental, porque, como acredita el caso de Juana «La Loca», Rodolfo II de Austria o Jorge III del Reino Unido, la locura es mal acompañante para quienes ostentan poderes absolutos.
Luis II de Baviera es otro más en la lista de monarcas malditos, aunque su locura le fue atribuida más por su condición sexual y sus extravagancias que por una enfermedad real. Hijo del Rey Maximiliano II de Baviera y de la Princesa María de Prusia, el heredero de Baviera, uno de los reinos más importantes que conformaba el mosaico germano, fue criado entre algodones y severamente vigilado por sus preceptores. Solo durante sus estancias en el castillo de Hohenschwangau, que hicieron volar su imaginación, vivió algo parecido a una adolescencia normal. Junto a su amigo, el aristócrata Paul Maximilian Lamoral de Thurn und Taxis (1843-1879), se aficionó locamente a la poesía y representó óperas de Richard Wagner.
Un amante de la belleza
Con los años, el compositor, dramaturgo y poeta alemán se convirtió en uno de los escasos amigos íntimos del Rey. No faltaron quienes afirmaron que el bávaro mantuvo relaciones sexuales tanto con el aristócrata, como con la estrella de teatro húngara Josef Kainz o el propio Wagner. Al respecto de su benefactor, Wagner escribió:
«Lo increíble se ha vuelto realidad. El cielo me ha enviado a este Rey, que es mi felicidad y mi patria... ¡Tan bello es, tan magnífico, y está tan lleno de Alma, que temo que su vida se desvanezca, en este mundo grosero, como un fugitivo ensueño de los dioses! Me ama con el íntimo fervor y la fuerza del primer amor...».
Para cuando fue coronado Rey, a los 18 años, Luis de Baviera era ya un hombre alto, pálido como la leche y amante de la belleza, dicho esto no como un elogio, sino como una obsesión. A medio camino entre la realidad y la novela, se dice que a la hora de escoger a sus ministros se guiaba tanto por su aspecto físico como por sus habilidades políticas. Una de las muchas extravagancias que desarrolló a lo largo del reinado este hombre tímido y soñador, opuesto a la imagen del rey ciudadano que se destilaba en su siglo.
Si bien el Rey nunca se casó, estuvo comprometido fugazmente con su prima Sofía Carlota de Baviera, con la que compartía la pasión por Wagner y a la que se refería como Elsa, un personaje de fantasía de la ópera romántica Lohengrin de Wagner. En su diario personal dejó registrada su preocupación porque no se conocieran sus deseos sexuales y se pudiera mantener fiel a los dogmas católicos. Incapaz de hacer pública su homosexualidad, Luis II se internó en un mundo de fantasía, con personajes como Sofía, viviendo la profunda frustración de todos aquellos reyes sabedores de que nunca tendrán sucesor.
Del mismo modo, su ambición de unificar en torno a Baviera los dispersos reinos germánicos chocó con la pujanza de Prusia. Tras su derrota contra Prusia en la Guerra de las Siete Semanas, Luis II se vio obligado a alinearse a partir de entonces del bando de Otto von Bismarck. Si bien los distintos reinos mantuvieron cierta autonomía, incluidas sus coronas, la fundación del Imperio alemán bajo la Dinastía de los Hohenzollern, en 1871, situó a los Reyes de Baviera y Sajonia (los dos reinos más grandes después de Prusia) y otros príncipes menores camino de la extinción.
Frustrado en sus grandes objetivos políticos, Luis II se alejó de sus responsabilidad de Múnich, para ocupar su tiempo en el palacio de Linderhof, un Versalles en miniatura, y en el mecenazgo cultural. En Linderhof sintetizó su fascinación por los caballeros medievales como Parsifal o Lohengrin, además de su admiración por los antiguos reyes absolutistas, como Luis XIV de Francia.
El apego por los grandes castillos de estilo medieval fue su gran vía de escape tras sus fracasos políticos. Una vez alzados los fastuosos palacios de Linderhof y de Herrenchiemsee, sus arquitectos se volcaron a partir de 1868 en la construcción de un gigantesco castillo sobre la roca del barranco de Pöllat. La construcción de la impresionante estructura de Neuschwanstein y de otro castillo igual de imponente a pocos kilómetros, hoy lugar de referencia turística, se vio retrasada a causa de la trágica muerte del Monarca en 1886.
Un rey solo
El aislamiento del Rey en su corte medieval de fantasía le llevó a vivir de espaldas a la política y, en las escasas ocasiones que intervino, fue para ir en contra de las decisiones de la Cámara del Reino, como en el caso del intento de censurar al ministro Pfretzner por unas críticas a la casa imperial, o para criticar la preponderancia que estaba adquiriendo Prusia sobre el resto de reinos de Alemania. Si Luis II no se preocupó en ser el Rey que sus súbditos esperaba, menos se esforzaron ellos en comprenderle, limitándose a llamarle loco. Claro que, además de sensible, romántico y atormentado, resultó un Rey derrochador, que cuanto peor se encontraba el erario público más dinero exigía para sus obras medievales y sus apoyos a Wagner y otros artistas.
Las excentricidades del Rey condujeron a que fuera diagnosticado de esquizofrenia en 1886 y, finalmente, incapacitado para gobernar. Todo sucedió de forma fulminante, incluída su muerte. El día 10 de junio de ese año, su primo el Príncipe Luitpold tomó la regencia del reino y Luis II fue sacado del castillo de Neuschwanstein para ser recluido en el de Berg. Algunos nobles leales al Rey trataron de frenar su inhabilitación. Y, en una muestra de que su locura no podía ser muy profunda, él mismo llamó al pueblo a rebelarse contra los conspiradores:
«El Príncipe Luitpold intenta, en contra de mi voluntad, ascender a la Regencia de mi tierra, y mi antiguo ministerio, a través de falsas acusaciones sobre el estado de mi salud, ha engañado a mi amado pueblo y se está preparando para cometer actos de alta traición. [...] Exhorto a todos los bávaros leales a reunirse en torno a mis fieles seguidores para frustrar la traición planificada contra el Rey y la patria».
Hoy, aquel diagnóstico resulta poco claro y cada vez parece más posible que, en verdad, la familia real bávara tomara aquella decisión para frenar la escalada de extravagancias del Rey. Solo días después de comenzar su reclusión, Luis II falleció en extrañas circunstancias cuando paseaba por el lago de Starnberg, el 13 de junio de 1886. Aquel día, el psiquiatra Bernhard von Gudden acompañó al Monarca en un paseo por los alrededores del lago. Los dos hombres nunca volvieron: se les encontró ahogados en el lago a las 23.30. Oficialmente, se certificó que la causa de la muerte era un suicidio (¿ Dos hombres, doctor y paciente, se suicidaron a la vez?), si bien lo más probable es que al Rey le sorprendieron fugándose y dos soldados leales al nuevo régimen aprovecharan para eliminarle de la escena.
Por cierto que el hermano pequeño de Luis II, Otto, también sería declarado incapacitado tras pasar a él la Corona. Y parece que en su caso no hubo dudas al respecto de su locura.
Tras la Guerra Civil, el gobierno inició la expulsióm de los nativos americanos de sus territorios. Esta campaña contaba con varias patas -desde la política, hasta la alimenticia-, aunque su mayor exponente fue la militar.
Indios de las praderas americanas. ABC
Narra el mito que, allá por 1869 (cuando los Estados Unidos ya habían logrado expulsar a una buena parte de los nativos americanos de sus tierras), el jefe comanche Cuchillo Plateado se reunió con el general Philip Sheridan en Fort Cobb con el simple objetivo de parlamentar. «Yo, Tosawi, indio bueno», afirmó. El militar respondió al instante: «Los únicos indios buenos que he conocido estaban muertos».
Aunque la conversación fue negada siempre por el oficial (la frase, de hecho, se ha atribuído a mil y un personajes), lo cierto es que ejemplifica a la perfección los sentimientos que emanaban de una parte de la sociedad norteamericana. Así lo demuestra el que los Estados Unidos iniciaran, a partir de 1866, una campaña para conquistar los territorios que los nativos tenían en su poder; una operación que se basó en su expulsión de la región por la fuerza y mediante unidades como el mítico Séptimo de Caballería.
Contra los nativos
Con todo, la militar fue solo una de las patas sobre las que se sustentó la expulsión de los nativos americanos y la destrucción de sus costumbres. En 1830, por ejemplo, los colonos empezaron (sin saberlo) la destrucción de la «despensa» de los nativos mediante la caza masiva de búfalos. Su punto álgido se vivió entre los años 1870 y 1875, cuando los terminaron con dos millones y medio de ejemplares. Y todo ello a pesar de que, por entonces, ya se sabía que de su carne dependía la sociedad indígena.
«La causa principal de su exterminio fue, sin duda, la voluntad política de su erradicación como método para acabar con la fuente de subsistencia de los indígenas», explica Gregorio Doval en «Breve historia de los Indios Norteamericanos». Hasta tal punto se conocía que el mismo Sheridan alabó su destrucción. «Estos hombres han hecho más para solucionar el problema indio que todo el ejército en los últimos cuarenta años. Han destruído la despensa de los indios. [...] Dejémosles matar, despellejar y vender hasta que los búfalos se hayan extinguido», afirmó.
Tampoco faltaron las medidas políticas. En 1866, por ejemplo, el Congreso aprobó una ley que garantizaba la igualdad de los ciudadanos antes la ley... pero excluyó de ella a los indios. Menos de dos décadas después, en 1883, la Oficina de Asuntos Indios prohibió sus prácticas religiosas, su lengua e impuso un corte de cabello determinado a los nativos. Aunque el pistoletazo de salida oficial de esta compleja maquinaria se dio mucho antes...
Comienza la persecuión
Tras la Guerra Civil (1865) el presidente Andrew Johnson inició su particular campaña de odio contra los indios. El mismo político que -tras conquistar o anexionarse territorios como Texas, México y Oregón- estableció que la expansión de los Estados Unidos se veía drásticamente frenada por los nativos americanos. Un pueblo que se asentaba en el centro del continente y que impedía la conexión por tierra de los dos extremos del país.
Decidido a unificar el territorio, el presidente ordenó al ejercito expulsar a los indios hasta reservas apartadas en las que no entorpeciesen los intereses de la nueva nación. Algo que, por descontado, no gustó ni una pizca a los hombres del penacho de plumas, que se armaron para resistir por las bravas el empuje de los hombres de las barras y las estrellas.
En el marco de esa tensa situación se creó el mítico Séptimo Regimiento de Caballería de los Estados Unidos. Una unidad cuya misión (entre otras tantas) era la de asegurar las fronteras y evitar que los nativos acabasen con los buscadores de oro y las caravanas que se adentraban en sus tierras.
El mando del Séptimo de Caballería se le otorgó al mediocre George Armstrong Custer (llamado «Cabellos largos» por los nativos), ilustre a pesar de ser el último de su promoción y de haberse hecho tristemente famoso en la Guerra Civil por usar con demasiada ligereza a sus hombres para acabar con el enemigo a toda costa. No en vano, Ed Rayner y Ron Stapley le definen en su libro «El rescate de la historia» como un oficial «enérgico y nada escrupuloso […] que despreciaba a los indios y esperaba alcanzar una victoria espectacular sobre ellos para dar mayor impulso a su carrera».
«Cabellos largos», por su parte, llamó a filas al mayor Joel Haworth Elliott por considerarlo «un soldado curtido por una amplia experiencia en el campo del servicio». Este combatiente se había hecho un nombre combatiendo en batallas como la de Shiloh en abril de 1862 (la cual se saldó con 23.000 bajas después de que los confederados atacasen por sorpresa a los unionistas cerca de Tennesse); la de Perryville en octubre de ese mismo año (con más de 7.000 bajas) o la de Stones River en diciembre (donde se produjeron unas 24.000 bajas
No le faltaba razón a Custer, aunque los historiadores coinciden en que, bajo el liderazgo de «Cabellos largos», Elliott dejó salir de su interior toda la barbarie que atesoraba contra los nativos americanos. «En las llanuras demostró ser un oficial celoso y despreciable bajo las órdenes de Custer», explican los autores de «Encyclopedia of Frontier Biography».
Ejemplo de ello es que nuestro protagonista persiguió ferozmente, el 7 de julio de 1867, a un grupo de desertores hasta dar buena cuenta de ellos. «Siguió la pista de seis huidos a pie, uno murió, dos fueron heridos y el resto arrestados. Él informó de que el fallecido iba a disparar contra él, pero el resto afirmaron que el hombre estaba de rodillas pidiendo clemencia por su vida cuando fue asesinado por el segundo teniente William W. Cooke», añaden los autores de la mencionada obra.
Con todo, su experiencia permitió a Elliott hacerse con el mando del Séptimo de Caballería cuando Custer fue procesado y suspendido del mando (labor que comenzó entre agosto y octubre de 1867, atendiendo a las diferentes fuentes de información utilizadas).
Sigue la campaña de odio
La campaña de presión del Ejército de los Estados Unidos, no obstante, se vio retrasada debido a dos factores principales que explica pormenorizadamente el historiador y periodista Jesús Hernández(autor del blog «¡Es la guerra!») en su obra «Las 50 grandes masacres de la historia»: «Por entonces, los indios contaban con dos claras ventajas sobre el Ejército. Una era su táctica de guerrilla, favorecida por su gran conocimiento del terreno y su facilidad para vivir sobre él. La otra era su mayor movilidad; al ser capaces de trasladar sus campamentos con cierta agilidad, resultaba difícil capturarlos o perseguirlos».
Por entonces el odio hacia los nativos americanos no conocía ya límites. Así lo demuestran afirmaciones como las del general William T. Sherman («Hay que actuar con fervor vengativo contra los sioux, incluso hasta la exterminación de todos sus hombres, mujeres y niños») o la más popular, y ya mencionada, «El único indio bueno es el indio muerto» (atribuida a multitud de personajes).
De esta guisa, el general Philip Sheridan (gran valedor de Custer) se decidió a dar un golpe decisivo a los nativos que les obligara a retirarse a las reservas. «El general Sheridan creyó haber encontrado el Talón de Aquiles de su enemigo; al llegar el invierno, las tribus solían replegarse a unos campamentos fijos, ofreciendo así un blanco estable que el Ejército podría atacar de manera planificada. La “Estrategia invernal”; como se le denominó al plan de Sheridan, consistía en que los regimientos saliesen a buscar esos campamentos de invierno para destruirlos», explica Hernández en su libro.
En su obra, Doval corrobora esta afirmación: «El plan de Sheridan encaraba los dos mayores problemas del ejército. Primero, la dificultad de contrarrestar las tácticas de guerrilla de los indios […]. Segundo, su superior movilidad».
Para dirigir esta búsqueda y destrucción de los campamentos, Sheridan escogió a su preferido: Custer. Oficial al que le devolvió el mando del Séptimo Regimiento de Caballería. «Los ecos de las proezas de Custer durante la Guerra Civil aún resonaban, por lo que esa decisión fue considerada acertada. Aunque durante el conflicto logró ascender a general con tan solo veinticinco años, tras la guerra su graduación fue reducida a la de teniente coronel», completa Hernández.
Bajo la promesa de un ascenso rápido, «Cabellos largos» se dispuso a perpetrar la sangrienta «Estrategia de invierno» para ganarse el favor de Norteamérica. «Quería emprender cuanto antes su carrera política hacia la Casa Blanca y necesitaba con urgencia victorias militares que le avalasen», destaca Doval. Y todo ello, de la mano del mayor Elliott.
Final de una era
A mediados de noviembre de 1868, con el frío sacudiendo sus casacas, Custer y Elliot partieron hacia las llanuras con su cruel objetivo en mente. Su «enemigo» (si es que puede llamarse así) no tardó en aparecer en forma de una pequeña tribu itinerante de indios cheyenes que se había instalado a orillas del río Washita. El poblado, dirigido por Cazo Negro (nombre traducido también como Caldera Negra u Olla Negra), estaba formado principalmente por mujeres y niños y no era hostil.
«Cazo Negro advirtió a los suyos de que no debían ser pillados por sorpresa […]. En lugar de esperar a que vinieran los soldados a por ellos, él acudiría a su encuentro al frente de una delegación para hacerles ver que el poblado cheyene era pacífico. La nieve era abundante y caía ininterrumpidamente, pero tan pronto como las nubes abandonaran el cielo, se pondría en marcha», explica Dee Brown en su documentada obra «Enterrad mi corazón en Wounded Knee».
Para su desgracia, desconocía la misión del Séptimo de Caballería. El 26 de noviembre, Custer y Elliott arribaron a las cercanías del campamento y prepararon el ataque. «La columna se dividiría en cuatro unidades, que atacarían desde cuatro ángulos distintos, convergiendo en el centro del poblado», añade Hernández. El asalto comenzó una hora antes del amanecer, y al son de «Garryowen» (pues Custer había hecho acudir a los músicos de la unidad para que la interpretaran mientras cargaban).
De nada valieron las banderas blancas y las señales de paz. En pocos minutos, y tras acabar con los pocos conatos de defensa con los que se toparon, el poblado quedó reducido a cenizas. «De los 103 indios que murieron en el ataque, tan solo 11 de ellos eran guerreros», completa el historiador español en su obra. Brown reduce este número a 10.
La crueldad del Séptimo de Caballería no se detuvo en la aniquilación del campamento cheyene. Ávido de sangre, Elliott dirigió a una veintena de sus hombres (las cifras varían entre 16 y 18 dependiendo de los historiadores) contra los hombres, mujeres y niños que habían logrado escapar de aquel desastre. Las fuentes también difieren a la hora de señalar si lo hizo o no con el consentimiento de Custer, aunque la teoría más extendida es la que recoge el Servicio de Parques Nacionales de los Estados Unidos. Según desvela este organismo en su dossier sobre nuestro protagonista, «pidió voluntarios para perseguir río abajo a los indios que escapan de la aldea» sin contar con su superior.
Aquel fue su último acto de barbarie, pues fue cazado por una partida de nativos que tendieron una trampa a su pequeña avanzadilla. Fue el primer golpe de un regimiento que, durante el verano de 1876, sufrió un gran revés en la batalla de «Little Bighorn» con la muerte del mismísmo Custer. Pero ni con él terminó la sed de venganza de la unidad. Y es que, sus hombres perpetraron su última matanza contra los nativos americanos en «Wounded Knee», donde (el 22 de diciembre de 1890) acabaron con decenas de indios pacíficos que trataban de huir de la barbarie.
Tras la contienda, el Imperio otomano continuó combatiendo e incluso arrebató Túnez a España tan solo tres años después.
Galera española en Lepanto
Entre las miles de líneas que ocupan las hojas de la Historia, hay unas que, para los españoles, están escritas con letras de oro: las que cuentan la victoria que la Santa Liga infligió al Imperio Otomano en Lepanto. Sin embargo, también se han difuminado en el papel aquellos renglones que reflejan el devenir de cristianos y musulmanes tras la que, a la postre, sería considerada como una de las contiendas navales más grandes de todos los tiempos.
Y es que, la guerra no se detuvo después de que la Santa Liga –la alianza formada por España, Venecia y los Estados Pontificios- derrotara con sus galeras a la flota del sultán Selim II, sino que, a pesar del varapalo, los musulmanes siguieron plantando cara durante años a los cristianos por tierra y mar.
«La batalla de Lepanto significó un duro golpe para el Imperio, que perdió en ella gran parte de su armada, pero no debemos olvidar que, por ejemplo en 1574, tan solo tres años después de ser derrotados, los turcos consiguieron arrebatar Túnez a los españoles», afirma en declaraciones a ABC el periodista y experto en historia militar española Miguel Renuncio.
Así pues, y en contra de la creencia popular, Lepanto no significó la caída en desgracia del Imperio Otomano. «La derrota no supuso por sí misma el declive de un Imperio poderosísimo que, con sus estados vasallos, abarcaba desde el Mediterráneo occidental hasta Mesopotamia y desde los Cárpatos hasta las cataratas del Nilo. Lo que sí es cierto es que la batalla de Lepanto coincidió en el tiempo con el inicio del declive político del Imperio Otomano, producido por el debilitamiento de la figura del sultán», comenta el experto.
Renuncio, a su vez, afirma que las causas que provocaron que el Imperio Otomano doblara la rodilla no fueron únicamente militares: «Existen ciertos paralelismos entre el progresivo declive que sufrió el Imperio Otomano tras la muerte de Solimán I (1566) y el que experimentó la Monarquía Hispánica tras el fallecimiento de Felipe II (1598), ya que los sucesores de ambos monarcas no quisieron o no supieron afrontar adecuadamente los retos que se les presentaron».
A pesar de todo, lo que sí logró con su victoria la armada cristiana fue detener en seco la expansión del Imperio Otomano a través del Mar Mediterráneo. Este hecho, aunque no significó la victoria definitiva contra Selim II, si insufló moral a unos reinos que, durante décadas, habían visto como los soldados turcos se hacían con una buena parte de los territorios ubicados en el norte de África.
«Aunque la derrota del Imperio Otomano no fue decisiva desde el punto de vista militar, sí tuvo una enorme importancia desde el punto devista moral y propagandístico, ya que sirvió para acabar con el mito de la invencibilidad de la armada otomana. En este sentido, la repercusión de la batalla fue enorme no solo en España, sino también en el resto de Europa», completa el experto.
En sus palabras, eso caló mucho en un personaje más que conocido. «Por eso Miguel de Cervantes, años después de combatir en Lepanto, recordaba aquella jornada con las siguientes palabras: “Y aquel día, que fue para la Cristiandad tan dichoso, porque en él se desengañó el mundo y todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran invencibles por la mar: en aquel día, digo, donde quedó el orgullo y soberbia otomana quebrantada” (Don Quijote de la Mancha, primera parte, capítulo XXXIX)».
Tres preguntas al Capitán de navío José María Blanco Núñez, Asesor del Instituo de Historia y Cultura Naval
1-¿Qué significó la derrota para el imperio Otomano?
Supuso el final de su expansión hacia Occidente, su freno en Europa, donde llegó hasta Viena de donde saldrá derrotado un siglo más tarde, su cambió de teatro al Indico, donde hizo sufrir de los lindo a los portugueses, lo que contribuirá a la unión de los reinos peninsulares.
2-¿Qué marcó la diferencia en Lepanto?
Lo que definitivamente descalabró a los turcos fue el buen empleo de la artillería de las cuatro (de seis) galeazas venecianas (20 cañones y 30 pedreros, cada una, mientras que las galeras mayores llevaban solamente 5 cañones a proa, que se disparaban una sola vez inminentemente antes del abordaje) que iban en vanguardia y entraron en fuego, y al magnífico comportamiento de la reserva mandada por D. Álvaro de Bazán, que abortó la brillantísima maniobra del cuerno izquierdo otomano mandado por Uluch Alí.
3-¿Cómo describiría, en un único párrafo, el impacto de esta batalla para España?
Nos proporcionó seguridad en nuestras derrotas imperiales, Barcelona-Génova que, por mor de la actitud francesa, era vital para el sostenimiento de Flandes; Puerto de Santa María (después Cartagena)-Mesina-Nápoles, sin embargo el corso ejercido por argelinos continuará azotando nuestra costa mediterránea hasta la paz de 1785, aunque hubiese desaparecido el peligro de ver las Columnas de Hércules en manos del Sultán de la Sublime Puerta.