César Cervera
Luis II de Baviera es uno de esos monarcas malditos, aunque su locura le fue atribuida más por su condición sexual y sus extravagancias que por una enfermedad real.
Retrato de la coronación de Luis II de Baviera. ABC
Quieran o no quieran, los reyes están obligados a reinar y a asumir responsabilidades desde que son niños. Hasta su muerte, viven por y para sus reinos, sobreponiéndose a desgracias, enfermedades y toda suerte de obstáculos. No quiera la genética que uno de aquellos obstáculos sea una enfermedad mental, porque, como acredita el caso de Juana «La Loca», Rodolfo II de Austria o Jorge III del Reino Unido, la locura es mal acompañante para quienes ostentan poderes absolutos.
Luis II de Baviera es otro más en la lista de monarcas malditos, aunque su locura le fue atribuida más por su condición sexual y sus extravagancias que por una enfermedad real. Hijo del Rey Maximiliano II de Baviera y de la Princesa María de Prusia, el heredero de Baviera, uno de los reinos más importantes que conformaba el mosaico germano, fue criado entre algodones y severamente vigilado por sus preceptores. Solo durante sus estancias en el castillo de Hohenschwangau, que hicieron volar su imaginación, vivió algo parecido a una adolescencia normal. Junto a su amigo, el aristócrata Paul Maximilian Lamoral de Thurn und Taxis (1843-1879), se aficionó locamente a la poesía y representó óperas de Richard Wagner.
Un amante de la belleza
Con los años, el compositor, dramaturgo y poeta alemán se convirtió en uno de los escasos amigos íntimos del Rey. No faltaron quienes afirmaron que el bávaro mantuvo relaciones sexuales tanto con el aristócrata, como con la estrella de teatro húngara Josef Kainz o el propio Wagner. Al respecto de su benefactor, Wagner escribió:
«Lo increíble se ha vuelto realidad. El cielo me ha enviado a este Rey, que es mi felicidad y mi patria... ¡Tan bello es, tan magnífico, y está tan lleno de Alma, que temo que su vida se desvanezca, en este mundo grosero, como un fugitivo ensueño de los dioses! Me ama con el íntimo fervor y la fuerza del primer amor...».
Para cuando fue coronado Rey, a los 18 años, Luis de Baviera era ya un hombre alto, pálido como la leche y amante de la belleza, dicho esto no como un elogio, sino como una obsesión. A medio camino entre la realidad y la novela, se dice que a la hora de escoger a sus ministros se guiaba tanto por su aspecto físico como por sus habilidades políticas. Una de las muchas extravagancias que desarrolló a lo largo del reinado este hombre tímido y soñador, opuesto a la imagen del rey ciudadano que se destilaba en su siglo.
Si bien el Rey nunca se casó, estuvo comprometido fugazmente con su prima Sofía Carlota de Baviera, con la que compartía la pasión por Wagner y a la que se refería como Elsa, un personaje de fantasía de la ópera romántica Lohengrin de Wagner. En su diario personal dejó registrada su preocupación porque no se conocieran sus deseos sexuales y se pudiera mantener fiel a los dogmas católicos. Incapaz de hacer pública su homosexualidad, Luis II se internó en un mundo de fantasía, con personajes como Sofía, viviendo la profunda frustración de todos aquellos reyes sabedores de que nunca tendrán sucesor.
Del mismo modo, su ambición de unificar en torno a Baviera los dispersos reinos germánicos chocó con la pujanza de Prusia. Tras su derrota contra Prusia en la Guerra de las Siete Semanas, Luis II se vio obligado a alinearse a partir de entonces del bando de Otto von Bismarck. Si bien los distintos reinos mantuvieron cierta autonomía, incluidas sus coronas, la fundación del Imperio alemán bajo la Dinastía de los Hohenzollern, en 1871, situó a los Reyes de Baviera y Sajonia (los dos reinos más grandes después de Prusia) y otros príncipes menores camino de la extinción.
Frustrado en sus grandes objetivos políticos, Luis II se alejó de sus responsabilidad de Múnich, para ocupar su tiempo en el palacio de Linderhof, un Versalles en miniatura, y en el mecenazgo cultural. En Linderhof sintetizó su fascinación por los caballeros medievales como Parsifal o Lohengrin, además de su admiración por los antiguos reyes absolutistas, como Luis XIV de Francia.
El apego por los grandes castillos de estilo medieval fue su gran vía de escape tras sus fracasos políticos. Una vez alzados los fastuosos palacios de Linderhof y de Herrenchiemsee, sus arquitectos se volcaron a partir de 1868 en la construcción de un gigantesco castillo sobre la roca del barranco de Pöllat. La construcción de la impresionante estructura de Neuschwanstein y de otro castillo igual de imponente a pocos kilómetros, hoy lugar de referencia turística, se vio retrasada a causa de la trágica muerte del Monarca en 1886.
Un rey solo
El aislamiento del Rey en su corte medieval de fantasía le llevó a vivir de espaldas a la política y, en las escasas ocasiones que intervino, fue para ir en contra de las decisiones de la Cámara del Reino, como en el caso del intento de censurar al ministro Pfretzner por unas críticas a la casa imperial, o para criticar la preponderancia que estaba adquiriendo Prusia sobre el resto de reinos de Alemania. Si Luis II no se preocupó en ser el Rey que sus súbditos esperaba, menos se esforzaron ellos en comprenderle, limitándose a llamarle loco. Claro que, además de sensible, romántico y atormentado, resultó un Rey derrochador, que cuanto peor se encontraba el erario público más dinero exigía para sus obras medievales y sus apoyos a Wagner y otros artistas.
Las excentricidades del Rey condujeron a que fuera diagnosticado de esquizofrenia en 1886 y, finalmente, incapacitado para gobernar. Todo sucedió de forma fulminante, incluída su muerte. El día 10 de junio de ese año, su primo el Príncipe Luitpold tomó la regencia del reino y Luis II fue sacado del castillo de Neuschwanstein para ser recluido en el de Berg. Algunos nobles leales al Rey trataron de frenar su inhabilitación. Y, en una muestra de que su locura no podía ser muy profunda, él mismo llamó al pueblo a rebelarse contra los conspiradores:
«El Príncipe Luitpold intenta, en contra de mi voluntad, ascender a la Regencia de mi tierra, y mi antiguo ministerio, a través de falsas acusaciones sobre el estado de mi salud, ha engañado a mi amado pueblo y se está preparando para cometer actos de alta traición. [...] Exhorto a todos los bávaros leales a reunirse en torno a mis fieles seguidores para frustrar la traición planificada contra el Rey y la patria».
Hoy, aquel diagnóstico resulta poco claro y cada vez parece más posible que, en verdad, la familia real bávara tomara aquella decisión para frenar la escalada de extravagancias del Rey. Solo días después de comenzar su reclusión, Luis II falleció en extrañas circunstancias cuando paseaba por el lago de Starnberg, el 13 de junio de 1886. Aquel día, el psiquiatra Bernhard von Gudden acompañó al Monarca en un paseo por los alrededores del lago. Los dos hombres nunca volvieron: se les encontró ahogados en el lago a las 23.30. Oficialmente, se certificó que la causa de la muerte era un suicidio (¿ Dos hombres, doctor y paciente, se suicidaron a la vez?), si bien lo más probable es que al Rey le sorprendieron fugándose y dos soldados leales al nuevo régimen aprovecharan para eliminarle de la escena.
Por cierto que el hermano pequeño de Luis II, Otto, también sería declarado incapacitado tras pasar a él la Corona. Y parece que en su caso no hubo dudas al respecto de su locura.
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