César Cervera
Juan de Oñate puso la primera piedra para el avance español sobre Texas, Nuevo México, Arizona, California y otras regiones estadounidenses.
Detalle del cuadro conquista del Colorado, óleo de Augusto Ferrer-Dalmau
La conquista de México por Cortés precedió a una interminable lista de incursiones al interior de Norteamérica, entre ellas la que sirvió a Francisco Vázquez de Coronado para descubrir el Cañón del Colorado; sin embargo, pasaron muchas décadas hasta que se establecieran puestos de avanzada en un territorio denominado la «Gran Chichimeca» por los aztecas y otros pueblos sedentarios, que se veían a sí mismos como civilizados en comparación con la vida allí.
Bastante tenían los escasos castellanos con haber fundado asentamientos por toda Sudamérica, Centroamérica y México como para extenderse también al otro lado del Río Grande. Sin embargo, aquella frontera autoimpuesta se derrumbó en el siglo XVII. Juan de Oñate, un español nacido en México, asumió la tarea de establecer por primera vez asentamientos permanentes en lo que hoy es el sur de los Estados Unidos. Firme, temerario e incluso cruel, Oñate, el jinete, fundó en 1598 la ciudad de San Gabriel, hoy Nuevo México, en una tierra áspera que agradó a pocos de los colonos que le acompañaban.
La existencia de San Gabriel sería efímera, a causa de su pobreza y de la brutalidad de los indios pueblo. Aparte de los archiconocidos apaches y comanches, en el momento en el que Oñate se internó en el territorio que hoy ocupa Nuevo México la población nativa más importante era el grupo conocido como pueblo. La mayor parte de estas tribus se sintieron intimidadas por los caballeros de brillante armadura y accedieron a colaborar con los forasteros.
Un trampa mortal en Acoma
El afán de exploración internó a los españoles en las tierras de estas tribus. Confiado en lo fácil que estaba resultando someterlas, Oñate aceptó la invitación para subir a la que llamaban la aldea de las nubes a finales de octubre de 1598. Acoma o Hákuque (hoy al oeste de Alburquerque) estaba edificada por los indios queres en medio de una llanura rodeada de inmensos precipicios. Para alcanzar el asentamiento, que presumían inconquistable los indios, Oñate subió por una estrecha senda en las que un tropiezo suponía caer más de cien metros. La altura era un riesgo, pero más lo era que Oñate se acompañara de solo una decena de soldados, entre una hilera interminable de ojos indios inquietos, por mucho que Vázquez de Coronado hubiera sido recibido con gran hospitalidad medio siglo antes.
Tal vez porque olfateó el peligro, Oñate rehusó bajar a una cámara oscura en la sala del consejo de la aldea cuando así se lo pidió uno de los indios, Ninguno de los indios insistió en que bajara. Oñate se marchó de Acoma satisfecho de haber sometido a otra tribu a la autoridad real. Mientras se alejaba de la impresionante aldea en su caballo, valoraba la sencillez de su nueva conquista, sin ser consciente de que el mayor botín del día había sido conservar la vida. Los partidarios de un jefe indio llamado Zutucapán habían colocado una trampa para matar en esa sala a Oñate. Muerto su caudillo —creían con cierta candidez— que el resto de barbudos desandaría el camino por el que había venido. Coronado y Oñate se maravillaron con la aldea de las nubes.
Estatua de Juan de Oñate en Alcalde, Nuevo México.
Los siguientes españoles en poner pie allí arriba más bien sintieron terror. El 4 de diciembre de ese mismo año, Juan Zaldívar, sobrino de Oñate, se detuvo en Acoma para requisar harina cuando regresaba de explorar las llanuras del este. También él aceptó la invitación para subir a lo alto del valle. Mientras 14 de sus hombres se quedaban abajo vigilando los caballos, 16 españoles se dispersaron por las calles Acoma. De repente, el grito de guerra del jefe de la tribu activó contra los españoles una lluvia de flechas, cuchilladas, pedradas, golpes y todo lo que pudieron lanzarles los indios, niños, mujeres y ancianos incluidos.
Zaldívar y la mayor parte de sus hombres fueron masacrados en el ataque sorpresa. No así cinco soldados que se buscaron entre sí por las calles abriéndose paso a golpe de pólvora y de furia. Ya sin munición, los cinco usaron los mosquetes a modo de mazas para defenderse en un pequeño círculo formado al calor irregular de un sol de invierno.
Una resistencia que el transcurso de las horas haría insostenible. La superioridad numérica del enemigo, la gravedad de las heridas de algunos y la falta de un sendero por el que escapar a pie decantaron la opción más arriesgada. Con esa lógica tan aplastante y particular de los soldados de su época, los cinco determinaron que en la aldea de las nubes solo cabía volar, a lo que saltaron al vacío desde una altura de más de 40 metros.
Un salto de fe
Lo más insólito es que solo uno de los cinco perdió la vida en el salto, probablemente porque cayeron en una duna de arena. Los jinetes que permanecían abajo con los caballos acudieron espantados al observar la dantesca escena. Junto a sus compañeros, se hicieron fuertes en los riscos, donde permanecieron hasta que los heridos pudieran recuperarse. Su salida con vida de Acoma permitió avisar a Oñate y a las misiones de franciscanos aisladas de que estaba en curso un levantamiento de los indios pueblo.
Juan de Oñate respondió a la emboscada india con determinación, a pesar de que sus recursos humanos y militares eran casi irrisorios. El sargento mayor Vicente Zaldívar, hermano del fallecido, acudió con 60 hombres a asediar el inexpugnable asentamiento nativo, que estaba defendido por una fuerza de 500 indios entre queres y sus aliados navajos. En Europa una fortaleza de esa naturaleza, incluso cuando se trataba de defensas naturales, hubiera exigido un ejército al menos tan numeroso como el enemigo si no se quería entrar en un interminable cerco. No obstante, ni Acoma era un castillo europeo ni los indios pueblo iban a defenderse como normandos.
Los nativos hicieron acopio de alimentos y sus guerreros esperaron, como si se tratara de gárgolas en la montaña, a los europeos pintados de la cabeza a los pies de negro en lo alto de la aldea. Mientras los escasos hombres con armas de fuego realizaban un ataque de distracción en el norte, el 22 de enero de 1599 Zaldívar ordenó a doce españoles que escalaran la parte más afilada del talud en el norte para colocar en un saliente rocoso de la plataforma un pequeño cañón. El impacto de sus proyectiles destrozó las casas de adobe y madera como si fueran de cartón.
Desde esta posición los españoles pudieron improvisar un puente portátil con madera subida con cuerdas, a pesar de la constante lluvia de flechas y piedras. El grupo de asalto logró cruzar la pasarela hasta una zona que daba a las casas queres, y allí conquistaron calle a calle frente a un enemigo que les superaba diez a uno.
El incesante sonido de los tambores de guerra indios cesó de repente. Sin embargo, aún quedaba el grueso de Acoma por caer, lo que no sucedió hasta que el pequeño cañón fue tumbando, como bolos, las casas de los indios desde primera línea. Dos terceras partes de la aldea desaparecieron, hasta que cundió el pánico y fue el fin de su mundo.
Triste final de la Ciudad
El 24 de enero, muchos guerreros comenzaron a arrojarse al vacío al verse sin escapatoria. La medicina mágica de aquellos hombres blancos los hacía invencibles, estimaron, de modo que los ancianos de la tribu pidieron la rendición. Dado que la mayoría de los responsables del asesinato de su hermano habían perecido en el combate, Vicente Zaldívar no castigó con la muerte a ninguno de los queres rebeldes.
Las penas fueron igual de salvajes. Se condenó a todos los hombres y mujeres mayores de doce años a 20 años de servicio personal, una suerte de esclavitud, además de que a los guerreros se les cortó públicamente un pie. Los niños fueron entregados a los frailes para su educación, mientras que 60 niñas alimentaron los conventos de monjas de Ciudad de México, de manera que nunca más vieron a sus familias.
La rápida victoria, que costó dos muertos a los españoles, a pesar de la terrorífica desproporción de fuerzas, sirvió para pacificar al resto de tribus. En los siguientes años, ya sin Oñate, cesado con el cambio de reinado en España, se consolidó la presencia europea en Nuevo México y se trasladó la colonia a Santa Fe. San Gabriel murió para siempre, mientras Juan de Oñate se dedicó el resto de su vida a que la Corona le rehabilitara de las condenas por dureza excesiva con sus hombres y crueldad con los indios. Murió, ya anciano, en 1630, cuando ejercía el cargo de inspector de las Reales Minas.
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