La suciedad que habitaba en los palacios reales obligó a los monarcas europeos y a su corte a cambiar de manera constante de residencia.
En julio de 1535, el rey Enrique VIII y su corte de más de 700 personas embarcaron en una épica gira oficial. Durante los cuatro meses siguientes, la masiva comitiva visitaría alrededor de treinta palacios diferentes, residencias aristocráticas e instituciones religiosas. Estas paradas fueron importantes eventos de relaciones públicas, diseñadas para generar lealtad en sus súbditos; sin embargo, existía otra razón no menos importante por la que emprendían este constante movimiento.
Además de embarcarse en una gira, el monarca y su séquito necesitaban escapar de los repugnantes problemas que producían las grandes fiestas reales. History Channel explica que los palacios, como el Hampton Court (Londres) de Enrique VIII, tenían que ser evacuados en constantes ocasiones para poder limpiar los montículos acumulados de desechos humanos.
A su vez, el ganado y las tierras de cultivo necesitaban un tiempo para recuperarse después de suministrar alimentos a tanta gente. Una vez que terminaban la obligaciones regias, Enrique VIII y las personas que le acompañaban seguían moviéndose durante el resto del año y viajaban con frecuencia entre las más de sus sesenta residencias. Era un vano intento de vivir en un entorno cercano a lo considerado higiénico.
Cuando se celebraban fiestas reales era normal que, a los pocos días, se produjera un hedor en todo el palacio a causa de la peste de los alimentos mal desechados, alimañas de cuerpos sin lavar y desechos humanos acumulados en las cámaras subterráneas. Las estancias comenzaban a cubrirse de mugre y hollín. Es verdad que los estándares de limpieza en aquellas épocas medievales y renacentistas eran deficientes, pero las cortes llegaron a ser más sucias, incluso, que los hogares pequeños promedio.
Lo que esconde la opulencia de los palacios
Algunos de los reinados más famosos de la historia, como el de Catalina la Grande, tuvieron lugar en un contexto de horribles olores, barrios superpoblados, cámaras y muebles llenos de piojos. Puede que las pinturas de la época muestren una opulenta corte, como la de Luis XIV en Versalles, donde aparece la realeza vestida con prendas y bordados magníficos, pero a los espectadores se les escapa uno de los principales efectos de sus galas: la fetidez que desprendían aquellas prendas, que nunca selavaron, en unas habitaciones que se ventilaban solo de vez en cuando.
Otro ejemplo es el de Carlos II de Inglaterra y sus perros pulgosos. Estos yacían en la cama de su habitación privada y la convirtieron en una estancia desagradable y apestosa. El hedor se extendió por todo el palacio.
Pero, sin duda, el problema de salud más acuciante fue el causado por la escasez de opciones para eliminar los desechos. «Las heces y la orina estaban en todas partes», cuenta Eleanor Herman en su libro «The Royal Art of Poison» (St. Martin's Press, 2018) sobre los palacios reales. «Algunos cortesanos no se molestaron en buscar un orinal, sino que simplemente dejaron caer sus pantalones e hicieron sus necesidades en cualquier lugar, una escalera, el pasillo o la chimenea».
Un informe de 1675 ofreció esta evaluación del Palacio del Louvre en París: «En las grandes escaleras […] y detrás de las puertas y casi en todas partes se ve una masa de excrementos, se huelen mil hedores insoportables causados por las llamadas 'naturalezas' a las que todos acuden».
Esa creencia europea de que los baños no eran saludables tampoco ayudó mucho. Aunque Enrique VIII se mantenía limpio y se cambiaba de ropa todos los días, esto era algo de lo más raro para aquella época. Por ejemplo, «Luis XIV tomó dos baños en su vida», relata Herman. «María Antonieta se aseaba una vez al mes». También se dijo que el Jacobo I nunca se bañó, lo que hizo que sus habitaciones estuvieran plagadas de piojos.
La historiadora Alison Weir, autora de «Enrique VIII: el Rey y su corte» (Ariel, 2011) cuenta que este libró una batalla constante contra la suciedad, el polvo y los olores que eran inevitables cuando tanta gente vivía en un mismo sitio. Esto fue algo bastante inusual para aquella época en la que los monarcas ignoraban la limpieza. El rey de Inglaterra dormía en una cama rodeada de pieles para mantener alejados a los bichos y advirtió a los visitantes de que no se limpiaran ni frotaran las manos con ningún tapiz.
La epidemia que aterrorizó a Enrique VIII
Muchas de las reglas establecidas por el monarca indicaron que su batalla contra el avance de la suciedad fue un fracaso. Para evitar que los sirvientes y los cortesanos orinaran en las paredes del jardín, Enrique VIII ordenó pintar marcas rojas en forma de X en los sitios que consideraba «más problemáticos». Pero, en lugar de disuadir a los hombres, lo que pasó fue justo lo contrario: esas señales les sirvieron para apuntar. El Rey también intentó que no se arrojaran platos mugrientos en los pasillos o en los sillones de Palacio, aunque no sirvió de nada.
Su Majestad se vio forzada, incluso, a decretar que a los cocineros de la corte se les prohibiera trabajar «desnudos o con prendas tan viles», según Weir. Para combatir el problema, los empleados de la cocina recibieron instrucciones de comprar «ropa decorosa e intachable» para todo el personal.
La limpieza en esa época era inalcanzable y hubo que buscar métodos alternativos para combatir la suciedad. Puede parecer desagradable, pero no había otro remedio: se alentó a los sirvientes a miccionar en tinas para que su orina pudiera usarse como producto de limpieza. El olor de palacio resultaba insoportable, por ello la corte real recurrió a enmascararlo con plantas aromáticas con las que cubrían todos los pisos.
No resulta del todo extraño que Enrique VIII y su comitiva se dedicasen durante todo el año a ir de una residencia real a otra. Cuando marchaban de una, los encargados de la limpieza se ponían manos a la obra. Sobre todo se dedicaban a vaciar las alcantarillas, ya que los desperdicios del lavabo permanecían en las cámaras subterráneas mientras se residía allí. el historiador y conservador Simon Thurley cuenta que, «después de que la corte hubiera estado en palacio cuatro semanas, las galerías del subsuelo se llenaban hasta rebasar la altura».
Por supuesto, la basura en los establecimientos reales abarrotados de gente no solo fue un problema en la corte inglesa. Cuando la futura Catalina la Grande tuvo que abandonar su palacio en Alemania, el cual estaba relativamente limpio, y se trasladó a Rusia, le sorprendió lo que se encontró allí. La emperatriz plasmó su disgusto por escrito: «Una dama cubierta de joyas y vestida magníficamente, en un esplendido carruaje, tirada por seis viejos tragos y con valets mal peinados».
El maloliente Versalles
La elección de Luis XIV de no viajar más de corte en corte condujo a una situación de vida pútrida. En un esfuerzo por sellar su autoridad y subyugar a sus nobles, el Rey Sol se trasladó en 1682 al inmenso y dorado Palacio de Versalles con más de 10.000 miembros de su corte.
La suntuosidad y belleza que emanaba su construcción dejaba a todo el mundo boquiabierto. Pero, la vida allí no fue más limpia que las condiciones de los barrios bajos de muchas ciudades francesas de la época.
En «Versalles: una biografía de palacio» (St. Martin's Griffin, 2010), el historiador Tony Spawforth afirma que la gente orinaba en cualquier estancia en la que se encontraba: «Las mujeres se subían la falda y hacían sus necesidades, mientras que algunos hombres las hacían en la barandilla, en medio de la capilla real». El libro también destaca algún que otro episodio en el que María Antonieta fue golpeada por los desechos humanos arrojados por la ventana mientras caminaba por uno de losp atios inferiores.
El olor de las letrinas se filtraron a menudo en las habitaciones que había encima. La corrosión de las tuberías de hierro y plomo ocasionaba que el hedor corriera hasta por la cocina de palacio. «Ni siquiera las habitaciones de los niños estaban a salvo», explicó Spawforth. La renuncia de Luis XIV al éxodo ocasional que hacían la mayoría de cortes europeas produjo un desgaste desagradable en Versalles, el cual podría haberse evitado desde el principio
Esta forma de vida insalubre provocó, como era de esperar, innumerables muertes en todos aquellos hogares reales europeos. No fue fasta el siglo XIX cuando los estándares de limpieza y los desarrollos tecnológicos mejoraron la vida de muchas personas, sobre todo de los descuidados monarcas.
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