César Cervera
Con motivo del Día de los Tercios, que se celebra este viernes 31 con una gran cantidad de actividad en Madrid y en otras ciudades, desde algunos sectores independentistas catalanes se ha calificado a esta unidad del siglo XVI como de «genocida», grupo de «violadores» y de provocación hacia Bélgica al recordar su memoria.
«Alférez de los Tercios españoles del S.XVII» , de Augusto Ferrer-Dalmau.
La popularidad de esta infantería tardomedieval que dominó los campos de batalla de Europa durante casi dos siglos ha provocado que en los últimos años se hayan extendido muchos mitos y medias verdades sobre su composición y sus motivaciones. Con ocasión del Día de los Tercios, que se celebra este viernes 31 con una gran cantidad de actividad en Madrid y en otras ciudades, desde algunos sectores independentistas catalanes se ha calificado a la infantería del siglo XVI como de «genocida» y grupo de «violadores» y a su celebración, de provocación hacia Bélgica.
No nacieron con el Gran Capitán
Con frecuencia se habla del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, el comandante castellano durante las campañas italianas del principios del siglo XVI, como el fundador de los Tercios o la persona que dio forma a su germen. Sin embargo, sus peones y demás soldados no eran técnicamente soldados de los Tercios, que se organizaron como tal ya durante el reinado de Carlos V.
La llamada ordenanza de Génova (1536) en su tercer párrafo menciona por primera vez la palabra tercio y da instrucciones sobre su estructura y sus requerimientos de pago, aunque es posible que el origen de la infantería se remonte a 1534, cuando el Emperador Carlos V dio orden de reorganizar las compañías que la Corona española mantenía en Italia. Se cree que su nombre hace referencia a que los tercios estaban conformados por 3.000 hombres, pese a que rara vez se cumplía este patrón, o bien al hecho de que los soldados se repartían originalmente en tres grupos: un tercio armado de picas, otro de escudados, y un tercero con ballesteros.
Sobre el papel, cada tercio estaba conformado por entre 2.500 a 3.000 soldados –aunque la cifra solía ser muy inferior– bajo el mando de un solo maestre de campo, nombrado directamente por el Rey, que era capitán efectivo de la primera compañía de las doce disponibles. Segundo en rango estaba el sargento mayor, que, además, era capitán de la segunda compañía. El resto de las compañías, cada una de 250 soldados, estaba a las órdenes de distintos capitanes. Al alistamiento efectuado por cada capitán se presentaban antiguos veteranos, labriegos, campesinos, hidalgos, etc.
Las únicas restricciones quedaban reservadas a los menores de 20 años y a los ancianos, frailes, clérigos o enfermos contagiosos. Fuera de nuestras fronteras, la principal exigencia era que fueran católicos.
Un ejército de muchas naciones
Además de los procedentes de la Península Ibérica, con una aplastante proporción de castellanos, las principales regiones que integraban los ejércitos de los Habsburgo españoles que tomaron parte en la guerra de Flandes eran valones (los soldados católicos de los Países Bajos), alemanes e italianos. El cronista Zubiaurre describió a los valones como «buenos soldados y los más baratos». De los alemanes se elogiaba que eran pacientes y dispuestos en tareas de fortificación, pero se criticaba su carácter mercenario y su falta de espíritu en los asaltos.
Un experto de la guerra como era el Gran Duque de Alba reclamó para la conquista de Portugal en 1580 que Felipe II mandara más alemanes: «Italianos, por amor de Dios, Su Majestad no envíe más que será dinero perdido; alemanes… aunque se vendiese la capa es necesario traerlos».
La opinión sobre éstos cambió con la etapa de Alejandro Farnesio como gobernador de Flandes, mitad español y mitad italiano, quien puso en alza el valor de los soldados italianos en los ejércitos del Rey. Borgoñeses, ingleses católicos (el hombre que intentó volar el Parlamento, Guy Fawkes, combatió con España), escoceses, irlandeses, suizos, húngaros, portugueses y albaneses también alimentaron esta infantería de los Habsburgo.
Muchas de estas tropas llegaron a organizarse a imitación de la infantería castellana como «Tercios de Naciones», como es el caso de los italianos en la década de 1580 y los valones a principios del siglo XVII.
Pocos españoles, pero muy valiosos
Diferentes estudios han puesto de relieve que los españoles representaron solo el 16,7 por ciento de media de los soldados que lucharon bajo el reinado de Carlos V. En lo referido a los ejércitos que tomaron parte en la Guerra de Flandes desplazados desde Italia, ya en el reinado de Felipe II, un 14,4 por ciento eran españoles. Los problemas demográficos de Castilla, no obstante, disminuyeron aún más el porcentaje de españoles avanzado el siglo XVII. En la batalla de Nördlingen, Felipe IV financió un ejército de 12.000 hombres que fue recibido con vítores de «¡Viva España!» por las fuerzas alemanas de Fernando de Hungría, aunque, en realidad, solo 3.200 eran españoles (cerca del 7 por ciento del total de las fuerzas imperiales).
Más allá de las cifras en sí, los españoles conformaban la élite dentro del ejército imperial, para quienes quedaban reservadas las posiciones más expuestas en batallas y asaltos, donde más peligro se corría pero también donde era más probable destacar. «Es costumbre inmemorial de la guerra de Flandes, entre los capitanes de naciones gobernar siempre el capitán español, y entre los maestres de campo, no consentir ser gobernados sino de su nación», explica un cronista del periodo.
Sin ir más lejos, de las 104 compañías valonas que sirvieron en los tercios durante la guerra de Flandes 38 de ellas estaban bajo el mando de oficiales españoles.
En este sentido, los soldados españoles se mostraron siempre muy puntillosos a la hora de exigir el cumplimiento de estas ventajas. El Rey Felipe III en una carta al general Ambrosio de Spínola le reprendió que se «había espantado mucho» al tener noticia de que un tercio de italianos se había adelantado en un ataque a uno de españoles, sin que este tuviera ocasión de ir en vanguardia. El asunto alcanzó tal grado de importancia como para que el maestre de campo del tercio italiano fuera arrestado y se viera obligado a demostrar que los españoles no habían cumplido el horario previsto. Si bien es cierto que las unidades de vanguardia eran las primeras en entrar en acción, con lo que eso conllevaba en un periodo de cruce de aceros, también es verdad que así estaban menos tiempo expuestos a los disparos de la artillería enemiga.
¿Por qué luchaban?
La fe católica y la defensa del Rey de España eran importantes elementos de cohesión para los soldados de los Tercios, pero más allá del mito o la propaganda hay que insistir en que los integrantes de esta infantería lo hacían, ante todo, por dinero y por ganar reputación. El Tercio castellano era una tropa de profesionales, de soldados, de combatientes a sueldo, cuya gran diferencia respecto a las unidades de otros países o a fuerzas mercenarias como los piqueros suizos o los lansquenetes era su sentido de lealtad al soberano español.
A pesar de los retrasos, la infantería estaba bien pagada en comparación con otros países, entre otras razones porque su soldada la recibían en parte en oro, que fuera de España valía muchísimo más que dentro. Los despojos, es decir, las pertenencias (armas, dinero, joyas, ropa o calzado) de los enemigos abatidos, también formaban parte del aliciente para sentar plaza en una compañía del Rey. Normalmente, los mandos prohibían a los soldados que se demoraran rapiñando a los muertos, de modo que la tarea quedaba encomendada a los pajes que acompañaban a las tropas.
La otra razón principal para servir en el ejército del Rey era algo que hoy suena tan abstracto y mitificado como es el honor, véase, la reputación. Basta señalar para entender la mentalidad de estos soldados que en el siglo XVI una sociedad obsesionada con la hidalguía entendía que honor y honradez eran la misma cosa. Los soldados vivían y morían por la reputación y por asombrar a los cronistas, que anotaban el nombre del soldado más humilde junto a su hazaña.
Un ilustre soldado de los tercios como Pedro Calderón de la Barca diría, en boca de un personaje de «Para vencer amor, querer vencerle», que «la milicia no es más que una religión de hombres honrados», a lo que achacaba que fama, honor y vida «son la cortesía, el buen trato, la verdad, la fineza, la lealtad, la bizarría, el crédito, la opinión, la constancia, la paciencia». Ser buena persona era incompatible con ser un cobarde. Y bastaba a veces para ser un cobarde no vencer o morir en un asalto, de ahí que sean conocidos numerosos casos de capitanes españoles procesados por mostrarse tímidos a la hora de encabezar un ataque o defender una posición.
Manipulación ideológica
Con motivo de la reedición por parte de Desperta Ferro del libro clásico «De Pavía a Rocroi», su autor, Julio Albi de la Cuesta comentó en una entrevista en 2018 a ABC que durante el Franquismo los Tercios españoles «eran una especie de sombra gloriosa, sin corporalidad. De forma asombrosa, nadie se había ocupado en los tiempos recientes de contestar a preguntas elementales, cuando en verdad antes de admirar cualquier cosa lo primero es conocerla. Es lamentable lo que se ha hecho con nuestra historia en decenios atrás. Se ha contado una historia patriotera, que no patriótica, que era insostenible desde el punto de vista académico».
De esta manera, se quiso presentar a una unidad renacentista desde postulados ideológicos recientes y favorables con ciertas ideologías. En los últimos años autores como Albi de la Cuesta han analizado desde un punto de vista académico, sin adornos nacionalistas, la historia de esta unidad que, no cabe duda, supuso un hito en la historia militar casi solo comparable con las grandes infanterías de la Antigüedad.
Tampoco es posible presentar a los tercios como una unidad de fanáticos religiosos. Aparte de que luchaban por dinero y no por su fe, cabe recordar que en ese periodo no existía en ningún lugar la tolerancia religiosa tal y como la entendemos hoy. Tan fanáticos eran los soldados del Rey de España como los de Guillermo de Orange o los del Rey de Francia.
Un ejército muy disciplinado
A pesar del cliché de que los españoles actuales son indisciplinados por naturaleza y con tendencia a contestar mal, la realidad suele desmentir estos tópicos. Buen ejemplo de ello es la estricta disciplina de los Tercios, probablemente la más leal a su Corona de toda Europa incluso en los motines. En estos procesos de insubordinación, los amotinados expulsaban a los oficiales educadamente, retiraban las banderas y se dotaban por votación de una organización autónoma mientras duraba la negociación para que se les pagara lo adeudado. Estos mandos procuraban mantener la disciplina incluso en esas circunstancias (se dieron casos de ahorcados por cometer abusos a los civiles).
Los españoles siempre esperaban a que hubieran finalizado las operaciones para que nadie les pudiera acusar de cobardes por el motín, a diferencia de las tropas de otras naciones, que chantajeaban a los pagadores en medio del combate. Y eso que la Monarquía española no era buena pagadora. Antes del famoso saqueo de Amberes, a la guarnición de la ciudadela de esta ciudad se le debía ciento seis mensualidades.
El Señor de Brantome, un gentilhombre francés que conoció bien a estos soldados, enumeró únicamente el retraso en los pagos como motivos de sus insubordinaciones:
«Ya me he referido a la disciplina militar de los españoles, ciertamente magnífica, bien cuidada y gentilmente observada. Pero debe reconocerse otra verdad y es que la tropa es muy fastidiosa e impertinente con la soldada y muy presta a amotinarse por ella, aunque no lo hagan por otras razones»
La Furia española
Los Tercios de Flandes son recordados en Holanda como una unidad dedicada al saqueo, la rapiña y la violación. Para demostrarlo se suele citar el saqueo que sufrió Amberes entre el 4 y el 7 de noviembre de 1576. Un episodio de una guerra muy cruenta que dio origen a lo que la Leyenda Negra llamó «la Furia española», pero que, ni siquiera aceptando la premisa de que los soldados actuaron como salvajes, explica el nivel de destrucción de la ciudad. La propaganda holandesa se cuidó durante siglos en omitir que fue un incendio descontrolado el que arrasó casi un centenar de casas y no los actos de rapiña.
Y no es que los Tercios actuaran como monjitas de la caridad o de forma distinta a la del resto de naciones en un tiempo donde las pasiones religiosas estaban desbordadas. Sin embargo, este episodio en concreto ha entrado en el imaginario popular como sinónimo de brutalidad a costa de retorcer los hechos y las cifras. La ciudad fue destruida por el incendio, que se extendió a 80 casas vecinas, tras un enfrentamiento entre la guarnición de la ciudadela, los refuerzos españoles llegados de otras provincias y los habitantes de Amberes dispuestos a colgar a todos los españoles en la urbe.
Lejos de lo que tradicionalmente se ha relatado, el saqueo en aquella ocasión fue paradójicamente bastante limitado para lo acostumbrado en aquella época. Los españoles habían actuado de forma colérica tomando en fechas recientes plazas como Naerden (1572) o Malinas (1572), no así en Amberes. Pero nada comparado, en cualquier caso, con el saqueo de proporciones dantescas perpetrado por los ingleses el 9 de abril de 1580 también en Malinas.
Los ingleses se tomaron un mes de saqueo y asesinatos en un episodio de la historia que suele ser omitido de los libros. «Con tan profunda avaricia de los vencedores, que después de saqueadas iglesias y casas, sin dejar cosa en ellas, después de haber obligado a los vecinos a redimir, no una vez sola, libertad y vida, penetró su crueldad hasta la jurisdicción de la muerte, arrancando las piedras sepulcrales, pasándolas a Inglaterra y vendiéndolas allí públicamente», escribe el cronista Faminiano Estrada sobre la participación en la guerra de un país, Inglaterra, que precisamente presumía de estar allí para combatir la crueldad de los españoles. Los ingleses arrancaron y vendieron incluso las lápidas del cementerio.
Que el saqueo de Amberes siga siendo recordado quinientos años después, mientras del saqueo de Malinas algunos no hayan oído ni hablar, tiene más que ver con la propaganda que con la historia.
No reprimieron una rebelión, era una guerra civil
En el relato extendido por la Leyenda Negra, el malvado Rey de España acudió a los Países Bajos, territorio del que era su legítimo soberano, a aplastar la libertad religiosa del lugar a base de inquisidores y de los tercios. Como ocurre con todos los nacionalismos excluyentes, el discurso ficticio que vertebró Holanda se basó en la idea de que los verdaderos holandeses eran solo unos (los protestantes) frente a los malos (los católicos), que estaban al servicio del enemigo extranjero y fueron borrados de los libros de historia: ¿Ser holandés era incompatible con ser católico? De ahí afirmaciones taxativas e imprecisas como que la Guerra de los 80 años fue un levantamiento de las provincias de Holanda y Zelanda contra el Rey Felipe II, un extranjero que quería exprimir económicamente al país.
Basta analizar el número de tropas de holandeses católicos que lucharon con el bando de Felipe II para comprender que el conflicto fue, sobre todo, una guerra civil con trasfondo religioso, donde lucharon pueblos contra pueblos, valones contra flamencos, holandeses contra holandeses e incluso familiares contra familiares.
En el libro «Imperiofobia y leyenda negra» (Siruela) de Roca Barea, se desmitifica con cifras la idea de que la guerra fue una rebelión local contra el enemigo extranjero. Sin ir más lejos, en el ejército que el Duque de Alba tenía a su mando hacia 1573 se contaban 54.300 soldados, de los cuales 7.900 eran españoles y 30.000 flamencos. Mientras que el de Farnesio hacia 1581 tenía 60.000 hombres, de los cuales solo 6.300 eran españoles, 5.000 italianos y la mayoría holandeses: unos 48.000. A lo que habría que sumar la presencia de numerosos nobles holandeses y neerlandeses al frente de ejércitos católicos, entre ellos el conde de Bossu, el duque de Aremberg o Claudius van Barlaymont, que recuperó Breda para el bando del Rey en 1581 valiéndose de tercios hispano-holandeses.
Con los datos en la mano, se puede afirmar que por momentos había más holandeses sirviendo con el Rey de España que en el otro bando.
No combatieron en América, ¿o sí?
Entre los soldados que acompañaban a Hernán Cortés en su lucha contra el Imperio azteca y a Francisco Pizarro contra el Inca había muchos veteranos de las campañas del Gran Capitán en Nápoles y Sicilia. Sentar base como soldado en Italia o cruzar el océano en dirección a América era el dilema más habitual para los castellanos que buscaban en el siglo XVI escapar del hambre y vivir doradas aventuras. Francisco Pizarro o Álvar Núñez Cabeza de Vaca son algunos ejemplos de soldados que viajaron a América tras forjarse primero en Italia. Otros como Alonso de Ojeda, Ponce de León, Pedrarias Dávila lucharon antes en la guerra de Granada de los Reyes Católicos.
Pero una cosa era exportar individuos y otra muy distinta una unidad entera. Los Tercios españoles no participaron directamente en la empresa al otro lado del charco, con excepción del primer intento de crear un ejército permanente en el continente, que al menos en el nombre llevaba la palabra tercio.
Frente a lo inestable de la posición española en Chile, los gobernantes de la zona impulsaron la creación del Tercio de Arauco para enfrentarse «al pueblo más belicoso de todo el continente, los mapuches». Los gobernadores Alonso de Ribera y Alonso García Ramón pusieron en marcha, con autorización de la Corona, el que es probablemente el primer ejército permanente en América. Crearon talleres para fabricar material militar y una red de fortificaciones y cuarteles, además de establecer un sistema de financiación y abastecimiento permanente colonizando tierras que se dedicarían exclusivamente a este fin.
El resultado fue una fuerza militar profesional que permitió que los colones españoles cruzaran el río Biobío definitivamente. Así y todo, las rebeliones mapuches se reprodujeron de forma intermitente incluso después del periodo colonial.
La batalla de Rocroi no fue su final
La eterna Guerra de Flandes y la progresiva recuperación de poder por parte de Francia marcaron el principio del fin de la hegemonía militar del Imperio español de los Habsburgo. Así y todo, en 1625 –el año de la Rendición de Breda, la expulsión de Holanda de Salvador de Bahía y la exitosa defensa de Cádiz frente a los ingleses–, el Conde-Duque de Olivares todavía se atrevería a recordar que «Dios es español y está de parte de la nación estos días».
De ahí lo precipitado de anunciar, como suele hacer la historiografía tradicional, el supuesto ocaso de la unidad durante la batalla de Rocroi (1643), cuando en la localidad francesa se enfrentó un ejército francés al mando del Luis II de Borbón-Condé contra un ejército español a las órdenes del portugués Francisco de Melo, capitán general de los Tercios de Flandes.
A pesar de la derrota, más que honrrosa, los Tercios españoles continuaron siendo una unidad temida y operativa. Un año antes de la batalla, el 26 de mayo de 1642, prácticamente las mismas tropas que mandó el capitán general Francisco de Melo en Rocroi habían derrotado a los franceses en la batalla de Honnecourt. Y un año después, un ejército imperial aniquiló a otro galo en la batalla de Tuttlingen. Rocroi solo fue un paréntesis...
La fecha más correcta para marcar su ocaso sería el 1658, cuando la batalla de las Dunas dejó al descubierto sus puntos débiles y acabó con la vida del grueso de sus veteranos. Para entonces, no obstante, poco quedaba de la esencia de la infantería que había dominado Europa con mano de hierro. La crisis demográfica que azotaba Castilla en el siglo XVII obligó a una importante disminución en los requisitos para alistarse en la infantería española: conforme desaparecieron los últimos veteranos se desangró la unidad a manos de soldados bisoños.
La llegada al trono de Felipe V acabó definitivamente con los tercios. El 28 de septiembre de 1704, el Rey borbón decretó la transformación de los tercios en regimientos, lo que suponía la adopción del modelo del Ejército francés, que en aquel periodo luchaba por alcanzar la hegemonía militar en el viejo continente.
Los Tercios no tenían un himno
Los Tercios de Flandes no contaban con un himno propiamente, a pesar de que la serie «Águila Roja» popularizó una canción en 2010 que muchos creyeron del periodo. Su letra empezaba así: «Oponiendo picas a caballos enfrentando arcabuces a piqueros...». La realidad es que los tercios se caracterizaban en el campo de batalla por avanzar en silencio en dirección al enemigo, únicamente acompañados del sonido de los tambores y los pífanos (una pequeña flauta travesera), que servía para marcar el ritmo. A menudo estos instrumentos eran tocados por niños, los mozos de tambor.
Todos estos toques militares (cada uno identificado con una instrucción) se han perdido y los actuales tienen su origen en el siglo XVIII, durante el reinado de Felipe V, en una época posterior a la desaparición de los tercios. Asimismo, los primeros himnos militares españoles aparecieron en el siglo XIX, concretamente en los años de la Guerra de Independencia.
Por el contrario, como recuerda la web de Defensa y Aviación, sí se conservan letras de algunas de las canciones que entonaban los soldados españoles del siglo XVI. Fernández Latorre recoge estas canciones de contenido algo chabacano y burlesco en su obra «Historia de la música militar española y uniformes» (1997). Una de ellas hace referencia a la toma de Gaeta (Italia) por el Gran Capitán el 1 de enero de 1504:
«Gaeta nos es subjeta
y, si quiere el Capitán,
también lo será Milán.
Pues es ganada Gaeta
por el gran duque Gonçalo,
la Francia dio tal resbalo
que se le quebró la teta.
No beberán con galleta,
de Nápoles botaran a Francia, a
beber de authan»
...ni un brindis
El brindis a los Tercios de Flandes, viralizado en una breve y teatral arenga por Javier Ortega Smith, secretario general de VOX, no tiene su origen en el siglo XVI o XVII como muchos creen. Ni pertenece a Félix Lope de Vega o al también poeta y militar Hernando de Acuña, así como no procede del capitán de los tercios Diego Acuña Carvajal, pues este ni siquiera existió.
El fragmento, en concreto, forma parte de una obra de teatro de Eduardo Marquina, autor de finales del siglo XIX, titulada «En Flandes se ha puesto el sol». La trama de esta obra versa sobre el amor imposible entre Don Diego Acuña de Carvajal, ficticio capitán de los tercios, y una flamenca llamada Magdalena. El oficial de esta infantería se ve obligado en la obra a elegir entre el amor de su vida y la bandera que juró proteger. El juramento no es otro que el conocido hoy como «Brindis a los Tercios de Flandes», que Diego pronunció un día y que en la obra saca a colación un camarada suyo, Francisco Valdés. Y dice así:
«¡Por España; y el que quiera/defenderla, honrado muera;/y el que, traidor, la abandone/no tenga quien le perdone,/ni en tierra santa cobijo,/ni una cruz en sus despojos,/ni las manos de un buen hijo/para cerrarle los ojos!».
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