miércoles, 25 de noviembre de 2015

Artículos de Arturo Pérez-Reverte sobre el reinado de Fernando VII e Isabel II

Una historia de España (XLIII)
Y así andábamos, en plena guerra contra los franceses, con toda España arruinada y hecha un descalzaperros, los campos llenos de cadáveres y la sombra negra de la miseria y el hambre en todas partes, los ejércitos nacionales cada uno por su cuenta, odiándose los generales entre ellos -las faenas que se hacían unos a otros eran enormes; imaginen a los políticos de ahora con mando de tropas- y comiéndose, jefes y carne de cañón, derrota tras derrota pero sin aflojar nunca, con ese tesón entre homicida y suicida tan propio de nosotros, que lo mismo se aplica contra el enemigo que contra el vecino del quinto. Gran Bretaña, enemiga acérrima de la Francia napoleónica, había enviado fuerzas a la Península que permitían dar a este desparrame una cierta coherencia militar, con el duque de Wellington como jefe supremo de las fuerzas aliadas. Hubo batallas sangrientas grandes y pequeñas, la Albuera y Chiclana por ejemplo, donde los ingleses, siempre fieles a sí mismos en lo del coraje y la eficacia, se portaron de maravilla; y donde, justo es reconocerlo, las tropas españolas estuvieron espléndidas, pues cuando se veían bien mandadas y organizadas -aunque eso no fuera lo más frecuente- combatían siempre con una tenacidad y un valor ejemplares. Los ingleses, por su parte, que eran todo lo valientes que ustedes quieran, pero tan altaneros y crueles como de costumbre, despreciaban a los españoles, iban a su rollo y más de una vez, al tomar ciudades a los franceses, como Badajoz y San Sebastián, cometieron más excesos, saqueos y violaciones que los imperiales, portándose como en terreno enemigo. Y, bueno. Así, poco a poco, con mucha pólvora y salivilla, sangre aparte, los franceses fueron perdiendo la guerra y retrocediendo hacia los Pirineos, y con ellos se fueron muchos de aquellos españoles, los llamados afrancesados, que por ideas honradas o por oportunismo habían sido partidarios del rey Pepe Botella y el gobierno francés. Se largaban sobre todo porque las tropas vencedoras, por no decir los guerrilleros, los despellejaban alegremente en cuanto les ponían la zarpa encima, y de todas partes surgían en socorro del vencedor, como de costumbre, patriotas de última hora dispuestos a denunciar al vecino al que envidiaban, rapar a la guapa que no les hizo caso, encarcelar al que les caía gordo o fusilar al que les prestó dinero. Y de esa manera, gente muy valiosa, científicos, artistas e intelectuales, emprendió el camino de un exilio que los españoles iban a transitar mucho en el futuro; una tragedia que puede resumirse con las tristes palabras de una carta que Moratín escribió a un amigo desde Burdeos: «Ayer llegó Goya, viejo, enfermo y sin hablar una palabra de francés». De todas formas, y por fortuna, no todos los ilustrados eran pro-franceses. Gracias a la ayuda de la escuadra británica y a la inteligencia y valor de sus defensores, Cádiz había logrado resistir los asaltos gabachos. En ella se había refugiado el gobierno patriota, y allí, en ausencia del rey Fernando VII preso en Francia (de ese hijo de la grandísima puta hablaremos en otros capítulos), entre cañas de manzanilla y tapitas de lomo, políticos conservadores y políticos progresistas, según podemos entender eso en aquella época, se pusieron de acuerdo, cosa insólita entre españoles, para redactar una Constitución que regulase el futuro de la monarquía y la soberanía nacional. Se hizo pública con gran solemnidad en pleno asedio francés el 19 de marzo de 1812 -por eso se la bautizó como La Pepa- y en ella participaron no sólo diputados españoles de aquí, sino también de las colonias americanas, que ya empezaban a removerse pero aún no cuestionaban en serio su españolidad. Conviene señalar que esa Constitución -tan bonita e ideal que resultaba difícil de aplicar en la España de entonces- limitaba los poderes del rey, y que por eso los más conservadores la firmaron a regañadientes; entre otras cosas porque los liberales, o progresistas, amenazaban con echarles el pueblo encima. Así que los carcas hicieron de tripas corazón, aunque dispuestos a que en la primera oportunidad la Pepa se fuera al carajo y los diputados progres pagaran con sangre la humillación que les habían hecho pasar. Arrieritos somos, dijeron. Todo se cocía despacio, en fin, para que las dos Españas se descuartizaran una a otra durante los siguientes doscientos años. Así que en cuanto los franceses se fueron del todo, acabó la guerra y Napoleón nos hizo el regalo envenenado de devolvernos al rey más infame del que España tiene memoria, para los fieles partidarios del trono y el altar llegó la ocasión de ajustar cuentas. La dulce hora de la venganza. 

Una historia de España (XLIV)
En marzo de 1812 se aprobó, tras acaloradas discusiones, la desdichada Constitución por la que España debería regirse...» Esa cita, que procede de un libro de texto escolar editado -ojo al dato- siglo y medio más tarde, refleja la postura del sector conservador de las Cortes de Cádiz y la larga proyección que las ideas reaccionarias tendrían en el futuro. Con sus consecuencias, claro. Traducidas, fieles a nuestro estilo histórico de cadalso y navaja, en odios y en sangre. Porque al acabar la guerra contra los franceses, las dos Españas eran ya un hecho inevitable. De una parte estaban los llamados liberales, alma de la Constitución, partidarios de las ideas progresistas de entonces: limitar el poder de la Iglesia y la nobleza, con una monarquía controlada por un parlamento. De la otra, los llamados absolutistas o serviles, partidarios del trono y del altar a la manera de siempre. Y, bueno. Cada uno mojaba en su propia salsa. A la chulería y arrogancia idealista de los liberales, que iban de chicos estupendos, con unas prisas poco compatibles con el país donde se jugaban los cuartos y el pescuezo, se oponía el rencor de los sectores monárquicos y meapilas más ultramontanos, que confiaban en la llegada del joven Fernando VII, recién liberado por Napoleón, para que las cosas volvieran a ser como antes. Y en medio de unos y otros, como de costumbre, se hallaba un pueblo inculto y a menudo analfabeto, religioso hasta la superstición, recién salido de la guerra y sus estragos, cuyas pasiones y entusiasmos eran fáciles de excitar lo mismo desde arengas liberales que desde púlpitos serviles; y que lo mismo jaleaba la Constitución que, al día siguiente, según lo meneaban, colgaba de una farola al liberal al que pillaba cerca. Y eso fue exactamente lo que pasó cuando Fernando VII de Borbón, el mayor hijo de puta que ciñó corona en España, volvió de Francia (donde le había estado succionando el ciruelo a Napoleón durante toda la guerra, mientras sus súbditos, los muy capullos, peleaban en su nombre) y fue acogido con entusiasmo por las masas, debidamente acondicionadas desde los púlpitos, al significativo grito de «¡Vivan las caenas!» (hasta el punto de que, cuando entró en Madrid, el pueblo ocurrente y dicharachero tiró del carruaje en sustitución de las mulas, evidenciando la vocación hispana del momento). En éstas, los liberales más perspicaces, viendo venir la tostada, empezaron a poner pies en polvorosa rumbo a Francia o Inglaterra. Los otros, los pardillos que creían que Fernando iba a tragarse una Pepa que le limitaba poderes y le apartaba a los obispos y canónigos de la oreja -su nefasto consejero principal era precisamente un canónigo llamado Escóiquiz-, se presentaron ante el rey con toda ingenuidad, los muy pringados, y éste los fulminó en un abrir y cerrar de ojos: anuló la Constitución, disolvió las Cortes, cerró las universidades y metió en la cárcel a cuantos pudo, lo mismo a los partidarios de un régimen constitucional que a los que se habían afrancesado con Pepe Botella. Hasta Goya tuvo que huir a Francia. Por supuesto, en seguida vino el ajuste de cuentas a la española: todo cristo se apresuró a proclamarse monárquico servil y a delatar al vecino. La represión fue bestial, y así volvió a brillar el sol de las tardes de toros, mantilla y abanico, con todo el país devuelto a los sainetes de Ramón de la Cruz, la inteligencia ejecutada, exiliada o en presidio, el monarca bien rociado de agua bendita y la bajuna España de toda la vida de nuevo católica, apostólica y romana. Manolo Escobar no cantaba Mi carro y El porrompompero porque el gran Manolo no había nacido todavía, pero por ahí andaba la cosa en nuestra patria cañí. Aunque, por supuesto, no faltaron hombres buenos: gente con ideas y con agallas que se rebeló contra el absolutismo y la desvergüenza monárquica en conspiraciones liberales que, en el estado policial en que se había convertido esto, acabaron todas fatal. Muchos eran veteranos de la guerra de la Independencia, como el ex guerrillero Espoz y Mina, y le echaron huevos diciendo que no habían luchado seis años para que España acabara así de infame. Pero cada intento fue ahogado en sangre, con extrema crueldad. Y nuestra muy hispana vileza tuvo otro ejemplo repugnante: el Empecinado, uno de los más populares guerrilleros contra los franceses, ahora general y héroe nacional, envuelto en una sublevación liberal, fue ejecutado con un ensañamiento estremecedor, humillado ante el pueblo que antes lo aclamaba y que ahora lo estuvo insultando cuando iba, montado en un burro al que cortaron las orejas para infamarlo, camino del cadalso. 

Una historia de España (XLV)
Además de feo -lo llamaban Narizotas- con una expresión torva y fofa, Fernando VII era un malo absoluto, tan perfecto como si lo hubieran fabricado en un laboratorio. Si aquí hubiéramos tenido un Shakespeare de su tiempo nos habría hecho un retrato del personaje que dejaría a Ricardo III, por ejemplo, como un traviesillo cualquiera, un perillán de quiero y no puedo. Porque además de mal encarado -que de eso nadie tiene la culpa-, nuestro Fernando VII era cobarde, vil, cínico, hipócrita, rijoso, bajuno, abyecto, desleal, embustero, rencoroso y vengativo. Resumiendo, era un hijo de puta con ático, piscina y garaje. Y fue él, con su cerril absolutismo, con su perversa traición a quienes en su nombre -estúpidos y heroicos pardillos- lucharon contra los franceses creyendo hacerlo por la libertad, con su carnicera persecución de cuanto olía a Constitución, quien clavó a martillazos el ataúd donde España se metió a sí misma durante los dos siglos siguientes, y que todavía sigue ahí como siniestra advertencia de que, en esta tierra maldita en la que Caín nos hizo el Deneí, la infamia nunca muere. Por supuesto, como aquí suele pasar con la mala gente, Narizotas murió en la cama. Pero antes reinó durante veinte desastrosos años en los que nos puso a punto de caramelo para futuros desastres y guerras civiles que, durante aquel siglo y el siguiente, serían nuestra marca de fábrica. Nuestra marca España. Sostenido por la Iglesia y los más cerriles conservadores, apoyado en una camarilla de consejeros analfabetos y oportunistas, aquel Borbón instauró un estado policial con el objeto exclusivo de reinar y sobrevivir a cualquier precio. Naturalmente, los liberales habían ido demasiado lejos en sus ideas y hechos como para resignarse al silencio o el exilio, así que conspiraron, y mucho. España vivió tiempos que habrían hecho la fortuna de un novelista a lo Dumas -Galdós era otra cosa-, si hubiéramos tenido de esa talla: conspiraciones, desembarcos nocturnos, sublevaciones, señoras guapas y valientes bordando banderas constitucionales... No faltó de nada. Durante dos décadas, esto fue un trágico folletín protagonizado por el clásico triángulo español: un malo de película, unos buenos heroicos y torpes, y un pueblo embrutecido, inculto y gandumbas que se movía según le comían la oreja, y al que bastaba, para ponerlo de tu parte, un poquito de música de verbena, una corrida de toros, un sermón de misa dominical o una arenga en la plaza del pueblo a condición de que el tabaco se repartiera gratis. Las rebeliones liberales contra el absolutismo regio se fueron sucediendo con mala fortuna y reprimidas a lo bestia, hasta que, en 1820, la tropa que debía embarcarse para combatir la rebelión de las colonias americanas (de eso hablaremos en otro capítulo) pensó que mejor verse liberal aquí que escabechado en Ayacucho, y echó un órdago con lo que se llamó sublevación de Riego, por el general que los mandaba. Eso le puso la cosa chunga al rey, porque el movimiento se propagó hasta el punto de que Narizotas se vio obligado, tragando quina Catalina, a jurar la Constitución que había abolido seis años antes y a decir aquello que ha quedado como frase hecha de la doblez y de la infamia: «Marchemos todos, y yo el primero, por la senda constitucional». Se abrió entonces el llamado Trienio Liberal: tres años de gobierno de izquierda, por decirlo en moderno, que fueron una chapuza digna de Pepe Gotera y Otilio; aunque, siendo justos, hay que señalar que al desastre contribuyeron tanto la mala voluntad del rey, que siguió dando por saco bajo cuerda, como la estupidez de los liberales, que favorecieron la reacción con su demagogia y sus excesos. Los tiempos no estaban todavía para perseguir a los curas y acorralar al rey, como pretendían los extremistas. Y así, las voces sensatas, los liberales moderados que veían claro el futuro, fueron desbordados y atacados por lo que podríamos llamar extrema derecha y extrema izquierda. Bastaron tres años para que esa primavera de libertad se fuera al carajo: los excesos revolucionarios ofendieron a todos, gobernar se convirtió en un despropósito, y muchos de los que habían apoyado de buena fe la revolución respiraron con alivio cuando las potencias europeas enviaron un ejército francés -los 100.000 Hijos de San Luis- para devolver los poderes absolutos al rey. España, por supuesto, volvió a retratarse: los mismos que habían combatido a los gabachos con crueldad durante siete años los aclamaron ahora entusiasmados. Y claro. El rey, que estaba prisionero en Cádiz, fue liberado. Y España se sumió de nuevo, para variar, en su eterna noche oscura.

Una historia de España (XLVI)
Y en ésas estábamos, con el infame Fernando VII y la madre que lo parió, cuando perdimos casi toda América. Entre nuestra guerra de la Independencia y 1836, España se quedó sin la mayor parte de su imperio colonial americano, a excepción de Cuba y Puerto Rico. La cosa había empezado mucho antes, con las torpezas coloniales y la falta de visión ante el mundo moderno que se avecinaba; y aunque en las Cortes de Cádiz y la Pepa de 1812 participaron diputados americanos, el divorcio era inevitable. La ocasión para los patriotas de allí (léase oligarquía criolla partidaria, con razón, de buscarse ella la vida y que los impuestos a España los pagara Rita la Cantaora) vino con el desmadre que supuso la guerra en la Península, que animó a muchos americanos a organizarse por su cuenta, y también por la torpeza criminal con que el rey Narizotas, a su regreso de Francia, reprimió toda clase de libertades, incluidas las que allí habían empezado a tomarse. Antes de eso hubo un bonito episodio, que fueron las invasiones británicas del Río de la Plata. Los ingleses, siempre dispuestos a trincar cacho y establecerse en la América hispana, atacaron dos veces Buenos Aires, en 1806 y 1807; pero allí, entre españoles de España y argentinos locales, les dieron de hostias hasta en el cielo de la boca: una de esas somantas gloriosas -como la que se llevó Nelson en Tenerife poco antes- que los británicos, siempre hipócritas cuando les sale el cochino mal capado, procuran escamotear de los libros de Historia. Sin embargo, esa golondrina solidaria no hizo verano. En los años siguientes, aprovechando el caos español, ingleses y norteamericanos removieron la América hispana, mandando soldados mercenarios, alentando insurrecciones y sacando tajada comercial. El desastre que era España en ese momento -desde Trafalgar, ni barcos suficientes teníamos- lo puso a huevo. Aun así, la resistencia realista frente a los que luchaban por la independencia fue dura, tenaz y cruel. Y con caracteres de guerra civil, además; ya que, tres siglos y pico después de Colón, buena parte de los de uno y otro bando habían nacido en América (en Ayacucho, por ejemplo, no llegaban a 900 los soldados realistas nacidos en España). El caso es que a partir de la sublevación de Riego de 1820 en Cádiz ya no se mandaron más ejércitos españoles al otro lado del Atlántico -los soldados se negaban a embarcar-, y los virreyes de allí tuvieron que apañarse con lo que tenían. Aun así, hasta las batallas de Ayacucho (Perú, 1824) y Tampico (México, 1829) y la renuncia española de 1836 (a los tres años de palmar, por fin, Fernando VIII), la guerra prosiguió con extrema bestialidad a base de batallas, ejecuciones de prisioneros y represalias de ambos bandos. No fue, desde luego, una guerra simpática. Ni fácil. Hubo altibajos, derrotas y victorias para unos y otros. Hasta los realistas, muy a la española, llegaron alguna vez a matarse entre ellos. Hubo inmenso valor y hubo cobardías y traiciones. Las juntas que al principio se habían creado para llenar el vacío de poder en España durante la guerra contra Napoleón se fueron convirtiendo en gobiernos nacionales, pues de aquel largo combate, aquel ansia de libertad y aquella sangre empezaron a surgir las nuevas naciones hispanoamericanas. Fulanos ilustres como el general San Martín, que había luchado contra los franceses en España, o el gran Simón Bolívar, realizaron proezas bélicas y asestaron golpes mortales al aparato militar español. El primero cruzó los Andes y fue decisivo para las independencias de Argentina, Chile y Perú, y luego cedió sus tropas a Bolívar, que acabó la tarea del Perú, liberó Venezuela y Nueva Granada, fundó las repúblicas de Bolivia y Colombia, y con el zambombazo de Ayacucho, que ganó su mariscal Sucre, le dio la puntilla a los realistas. Bolívar también intentó crear una federación hispanoamericana como Dios manda, en plan Estados Unidos; pero eso era complicado en una tierra como aquélla, donde la insolidaridad, la envidia y la mala leche naturales de la madre patria habían hecho larga escuela. Como dicen los clásicos, cada perro prefería lamerse su propio cipote. No hubo unidad, por tanto; pero sí nuevos países en los que, como suele ocurrir, el pueblo llano, los indios y la gente desfavorecida se limitaron a cambiar unos amos por otros; con el resultado de que, en realidad, siguieron puteados por los de siempre. Y salvo raras excepciones, así continúan: como un hermoso sueño de libertad y justicia nunca culminado. Con el detalle de que ya no pueden echar la culpa a los españoles, porque llevan doscientos años gobernándose ellos solos. 

Una historia de España (XLVII)
Para vergüenza de los españoles de su tiempo y del de ahora -porque no sólo se hereda el dinero, sino también la ignominia-, Fernando VII murió en la cama, tan campante. Por delante nos dejaba dos tercios de siglo XIX que iban a ser de indiscutible progreso industrial, económico y político (tendencia natural en todos los países más o menos avanzados de la Europa de entonces), pero desastrosos en los hechos y la estabilidad de España, con guerras internas y desastre colonial como postre. Un siglo, aquél, cuyas consecuencias se prolongarían hasta muy avanzado el XX, y del que la guerra civil del 36 y la dictadura franquista fueron lamentables consecuencias. Todo empezó con el gobierno de la viuda de Fernando, María Cristina; que, siendo la heredera Isabelita menor de edad -tenía tres años la criatura-, se hizo cargo del asunto. Con eso empezó la bronca, porque el hermano del rey difunto, don Carlos (que sale de jovencito en el retrato de familia de Goya), reclamaba el trono para él. Esa tensión dinástica acabó aglutinando en torno a la reina regente y al pretendiente despechado las ambiciones de unos y las esperanzas de buen gobierno o de cambio político y social de otros. La cosa terminó siendo, como todo en España, asunto habitual de bandos y odios africanos, de nosotros y ellos, de conmigo o contra mí. Se formaron así los bandos carlista y cristino, luego isabelino. Dicho a lo clásico, conservadores y liberales; aunque esas palabras, pronunciadas a la española, estuvieran llenas de matices. El bando liberal, sostenido por la burguesía moderna y por quienes sabían que en la apertura se jugaban el futuro, estaba lejos de verse unido: eso habría sido romper añejas y entrañables tradiciones hispanas. Había progres de andar por casa, de objetivos suaves, más bien de boquilla, próximos al trono de María Cristina y su niña, que acabaron llamándose moderados; y también los había más serios, incluso revolucionarios tranquilos o radicales, dispuestos a dejar a España que en pocos años no la conociera ni la madre que la parió. Éstos últimos eran llamados progresistas. En el bando opuesto, como es natural, militaba la carcundia con solera: la España de trono y altar de toda la vida. Ahí, en torno a los carlistas, cuyo lema Dios, Patria, Rey -con Dios, ojo al dato, siempre por delante- acabaría resumiéndolo todo, se alinearon los elementos más reaccionarios. Por supuesto, a este bando carca se apuntaron la Iglesia (o buena parte de ella, para la que todo liberalismo y constitucionalismo seguía oliendo a azufre) y quienes, sobre todo en Navarra, País Vasco, Cataluña y Aragón, igual les suena a ustedes la cosa, pretendían mantener a toda costa sus fueros, privilegios locales de origen medieval, y llevaban dos siglos oponiéndose como gatos panza arriba a toda modernización unitaria del Estado, pese a que eso era lo que entonces se estilaba en Europa. Esto acabó alumbrando las guerras carlistas -de las que hablaremos otro día- y una sucesión de golpes de mano, algaradas y revoluciones que tuvieron a España en ascuas durante la minoría de edad de la futura Isabel II, y luego durante su reinado, que también fue pare echarle de comer aparte. Una de las razones de este desorden fue que su madre, María Cristina, enfrentada a la amenaza carlista, tuvo que apoyarse en los políticos liberales. Y lo hizo al principio en los más moderados, con lo que los radicales, que mojaban poco, montaron el cirio pascual. Hubo regateos políticos y gravísimos disturbios sociales con quema de iglesias y degüello de sacerdotes, y se acabó pariendo en 1837 una nueva Constitución que, respecto a la Pepa del año 12, venía sin cafeína y no satisfizo a nadie. De todas formas, uno de los puntazos que se marcó el bando progresista fue la Desamortización de Mendizábal: un jefe de gobierno que, echándole pelotas, hizo que el Estado se incautara de las propiedades eclesiásticas que no generaban riqueza para nadie -la Iglesia poseía una tercera parte de las tierras de España-, las sacara a subasta pública, y la burguesía trabajadora y emprendedora, que decimos ahora, pudiera adquirirlas para ponerlas en valor y crear riqueza pública. Al menos, en teoría. Esto, claro, sentó a los obispos como una patada bajo la sotana y reforzó la fobia antiliberal de los más reaccionarios. Ése, más o menos, era el paisaje mientras los españoles nos metíamos de nuevo, con el habitual entusiasmo, en otra infame, larga y múltiple guerra civil de la que, tacita a tacita, fueron emergiendo las figuras que habrían de tener mayor peso político en España en el siglo y medio siguiente: los espadones. O sea, el ejército y sus generales. 

Una historia de España (XLVIII)
Las guerras carlistas fueron tres, a lo largo del siglo XIX, y dejaron a España a punto de caramelo para una especie de cuarta guerra carlista, llevada luego más al extremo y a lo bestia, que sería la de 1936 (y también para el sucio intento de una quinta, el terrorismo de ETA del siglo XX, en el que para cierta estúpida clase de vascos y vascas, clero incluido, Santi Potros, Pakito, Josu Ternera y demás chusma asesina serían generales carlistas reencarnados). De todo eso iremos hablando cuando toque, porque de momento estamos en 1833, empezando la cosa, cuando en torno al pretendiente don Carlos se agruparon los partidarios del trono y el altar, los contrarios a la separación Iglesia-Estado, los que estaban hasta el cimbel de que los crujieran a impuestos y los que, sobre todo en el País Vasco, Navarra, Aragón y Cataluña, querían recobrar los privilegios forales suprimidos por Felipe V: el norte de España más o menos hasta Valencia, aunque las ciudades siguieron siendo liberales. El movimiento insurreccional arraigó sobre todo en el medio rural, entre pequeños propietarios arruinados y campesinos analfabetos, fáciles de llevar al huerto con el concurso del clero local, los curas de pueblo que cada domingo subían al púlpito para poner a parir a los progres de Madrid: «Hablad en vasco -decían, y no recuerdo ahora si el testimonio es de Baroja o de Unamuno-, que el castellano es la lengua de los liberales y del demonio». Con lo que pueden imaginarse la peña y el panorama. La finura ideológica. En el otro bando, cerca de la regente Cristina y de su niña Isabelita, que tantas horas de gloria privada y pública iba a darnos pronto, se situaban, en general, los políticos progresistas y liberales, los altos mandos militares, la burguesía urbana y los partidarios de la industrialización, el progreso social y la modernidad. O sea, el comercio, los sables y el dinero. Y también -nunca hay que poner todos los huevos en el mismo cesto- algunas altas jerarquías de la Iglesia católica situadas cerca de los núcleos de poder del Estado; que aunque de corazón estaban más con los de Dios, Patria y Rey, tampoco veían con buenos ojos a aquellos humildes párrocos broncos y sin afeitar: esos curas trabucaires que, sin el menor complejo, se echaban al monte con boina roja, animaban a fusilar liberales y se pasaban por el prepucio las mansas exhortaciones pastorales de sus obispos -lo que igual a ustedes les suena a reciente-. El caso es que la sublevación carlista, léase (simplificando la cosa, claro, esto no es más que un artículo de folio y medio) campo contra ciudad, fueros contra centralismo, tradición frente a modernidad, meapilas contra liberales y otros etcéteras, acabaría siendo un desparrame sanguinario a nuestro clásico estilo, donde las dos Españas, unidas en la vieja España de toda la vida, la de la violencia, la delación, el odio y la represalia infame, estallaron y ajustaron cuentas sin distinción de bandos en lo que a vileza e hijoputez se refiere, fusilándose incluso a madres, esposas e hijos de los militares enemigos; mientras que por arriba, como ocurre siempre, alrededor de don Carlos, de la regente y la futura Isabel II, unos y otros, generales y políticos con boina o sin ella, disfrazaban el mismo objetivo: hacerse con el poder y establecer un despotismo hipócrita que sometiera a los españoles a los mismos caciques de toda la vida. A los trincones y mangantes enquistados en nuestro tuétano desde que el cabo de la Nao era soldado raso. Lo expresaba muy bien Galdós en uno de sus Episodios Nacionales: «La pobre y asendereada España continuaría su desabrida historia dedicándose a cambiar de pescuezo, en los diferentes perros, los mismos dorados collares». En fin. Como lo de los carlistas fue muy importante en nuestra historia, el desarrollo de la cosa militar, Zumalacárregui, Cabrera, Espartero y compañía, lo dejaremos para otro capítulo. De momento recurramos a un escritor que también trató el asunto, Pío Baroja, que era vasco y cuya simpatía por los carlistas puede resumirse en dos citas: «El carlista es un animal de cresta colorada que habita el monte y que de vez en cuando baja al llano al grito de ¡rediós!, atacando al hombre». Y la otra: «El carlismo se cura leyendo, y el nacionalismo, viajando». Un tercer aserto vale para ambos bandos: «Europa acaba en los Pirineos». Con tales antecedentes, se comprende que en el 36 Baroja tuviera que refugiarse en Francia, huyendo de los carlistas que querían agradecerle las citas; aunque, de haber estado en zona republicana, el tiro se lo habrían pegado los otros. Detalle también muy español: como criticaba por igual a unos y a otros, era intensamente odiado por unos y por otros.

Una historia de España (XLIX)
Pues ahí estábamos, dándonos otra vez palos entre nosotros para no faltar a la costumbre, en plena primera guerra carlista. En la que, para rizar nuestro propio rizo histórico de disparates, se daba una curiosa paradoja: el pretendiente don Carlos, que era muy de misa de ocho y pretendía imponer en España un régimen absolutista y centralista, era apoyado sobre todo por navarros, vascos y catalanes, allí donde el celo por los privilegios forales y la autonomía política y económica, diciéndolo en moderno, era más fuerte. O sea, que la mayor parte de las tropas carlistas, con tal de reventar al gobierno liberal de Madrid, luchaba apoyando a un rey que, cuando reinara, si era fiel a sí mismo, les iba a meter los fueros por el ojete. Pero la lógica, la coherencia y otras cosas relacionadas con la palabra pensar, como vimos en los capítulos anteriores de esta bonita y edificante historia, siempre fueron inusuales aquí. Lo importante era ajustar cuentas; que sigue siendo, con guerras civiles o sin ellas, con escopeta o con pase usted primero, nuestro deporte nacional. Y a ello se dedicaron unos y otros, carlistas y liberales, con el entusiasmo que para esas cosas, fútbol aparte, solemos desplegar los españoles. Todo empezó como sublevación y guerrillas -había mucha práctica desde la guerra contra Napoleón-, y luego se formaron ejércitos organizando las partidas dispersas, con los generales carlistas Zumalacárregui en el norte y Cabrera en Aragón y Cataluña. El campo solía ser de ellos; pero las ciudades, donde estaba la burguesía con pasta y la gente más abierta de mollera, permanecieron fieles a la jovencita Isabel II y al liberalismo. Al futuro, dentro de lo que cabe, o lo que parecía iba a serlo. Don Carlos, que necesitaba una ciudad para capital de lo suyo, estaba obsesionado con tomar Bilbao; pero la ciudad resistió y Zumalacárregui murió durante el asedio, convirtiéndose en héroe difunto por excelencia. En cuanto al otro héroe, Cabrera, lo apodaban el tigre del Maestrazgo, con lo que está dicho todo: era una verdadera mala bestia. Y cuando los gubernamentales -porque escabechando gente eran tan malas bestias unos como otros- fusilaron a su madre, él puso en el paredón a las mujeres de varios oficiales enemigos, y luego se fumó un puro. La criatura. Ése era el tono general del asunto, vamos, el estilo de la cosa, represalia sobre represalia, tan español todo que hasta lo hace a uno sonreír de ternura patria (a quien le apetezca ver imágenes de esa guerra, que teclee en Internet y busque los cuadros de Ferrer-Dalmau, que tiene un montón de ellos sobre episodios bélicos carlistas). No podían faltar, por otra parte, las potencias extranjeras mojando pan en la salsa y fumándose nuestro tabaco: al pretendiente don Carlos, como es lógico, lo apoyaron los países más carcas y autoritarios de Europa, que eran Rusia, Prusia y Austria; y al gobierno liberal cristino, que luego fue de Isabel II, lo respaldaron, incluso con tropas, Portugal, Inglaterra y Francia. Como detalle folklórico bonito podemos señalar que cada vez que los carlistas trincaban vivo a un extranjero que luchaba junto a los liberales, o viceversa los del otro bando, lo ponían mirando a Triana. Eso suscitó protestas diplomáticas, sobre todo de los ingleses, siempre tan susceptibles cuando los matan a ellos; aunque ya pueden imaginar por dónde se pasaban aquí las protestas, en un país del que Richard Ford, hablando precisamente de la guerra carlista, había escrito: «Los españoles han sido siempre muy crueles. Marcial los llamaba salvajes. Aníbal, que no era tan benigno, ferocísimos»; añadiendo, para dejar más nítida la cosa: «Cada vez que parece que pudiera ocurrir algo inusual, los españoles matan a sus prisioneros. A eso lo llaman asegurar los prisioneros». Y, bueno. Fue en ese delicioso ambiente como transcurrieron, no una, sino tres guerras carlistas que marcarían, y no para bien, la vida política española del resto de ese siglo y parte del siguiente. La primera acabó después de que el general liberal Espartero venciera en la batalla de Luchana, a lo que siguió el llamado abrazo de Vergara, cuando él y el carlista Maroto se besaron con lengua y pelillos a la mar, compadre, vamos a llevarnos bien y qué hay de lo mío. La segunda, más suave, vino luego, cuando fracasó el intento de casar a Isabelita II con su primo el hijo de don Carlos. Y la tercera, gorda otra vez, estalló más tarde, en 1872, cuando la caída de Isabel II, la revolución y tal. Pero antes ocurrieron cosas que contaremos en el siguiente capítulo. Entre ellas, una fundamental: las guerras carlistas llevaron a los militares que las habían peleado a intervenir mucho en política. Y como escribió Larra, que tenía buen ojo, «Dios nos libre de caer en manos de héroes». 

Una historia de España (L)
Para hacerse idea de lo que fue nuestro siglo XIX y lo poco que los españoles nos aburrimos en él, basta mirar las cronologías. Si en el siglo anterior sufrimos a cinco reyes con una forma de gobierno que, mala o buena, fue una sola, en este otro, sumando reyes, regentes, reinas, novios de la reina, novios del rey, presidentes de república y generales que pasaban por allí, incluidas guerras carlistas y coloniales, tuvimos dieciocho formas de gobierno diferentes, solapadas, mixtas, opuestas combinadas o mediopensionistas. Ese siglo fue la más desvergonzada cacería por el poder que, aun conociendo muchas, conoce nuestra historia. Las famosas desamortizaciones, que en el papel sonaban estupendas, sólo habían servido para que tierras y otros bienes pasaran de manos eclesiásticas a manos particulares, reforzando el poder económico de la oligarquía que cortaba el bacalao. Pero los campesinos vivían en una pobreza mayor, y la industrialización que llegaba a los grandes núcleos urbanos empezaba a crear masas proletarias, obreros mal pagados y hambrientos que rumiaban un justificado rencor. Mientras, en Madrid, no tan infame como su padre Fernando VII -eso era imposible, incluso en España-, pero heredera de la duplicidad y la lujuria de aquel enorme hijo de puta, la reina Isabel II, Isabelita para los amigos y los amantes militares o civiles que desfilaban por la alcoba real, seguía cubriéndonos de gloria. La cosa había empezado mal en el matrimonio con su primo Francisco de Asís de Borbón; que no es ya que fuera homosexual normal, de infantería, sino que era maricón de concurso, con garaje y piscina, hasta el punto de que la noche de bodas llevaba más encajes y puntillas que la propia reina. Eso no habría importado en otra coyuntura, pues cada cual es dueño de llevar las puntillas que le salgan del cimbel; pero en caso de un matrimonio regio, y en aquella España desventurada e incierta, el asunto trajo mucha cola (no sé si captan ustedes el chiste malo). De una parte, porque el rey Paquito tenía su camarilla, sus amigos, sus enchufados y sus conspiraciones, y eso desprestigiaba más a la monarquía. De la otra, porque los matrimonios reales están, sobre todo, para asegurar herederos que justifiquen la continuidad del tinglado, el palacio, el sueldo regio y tal. Y de postre, porque Isabelita -que no era una lánguida Sissí emperatriz, sino todo lo contrario- nos salió muy aficionada a los intercambios carnales, y acabó, o más bien empezó pronto, buscándose la vida con mozos de buena planta; hasta el punto de que de los once hijos que parió -y le vivieron seis- casi nunca tuvo dos seguidos del mismo padre. Que ya es currárselo. Lo que, detalle simpático, valió a nuestra reina esta elegante definición del papa Pio Nono: «Es puta, pero piadosa». Entre esos padres diversos se contaron, así por encima, gente de palacio, varios militares -a la reina la ponían mucho los generales-, y un secretario particular. Por cierto, y como detalle técnico de importancia decisiva más adelante, apuntaremos que el futuro Alfonso XII (el de dónde vas triste de ti y el resto de la copla) era hijo de un guapísimo ingeniero militar llamado Enrique Puig Moltó. En lo político, mientras tanto, los reyes de aquellos tiempos no eran como los de ahora: mojaban en todas las salsas, poniendo y quitando gobiernos. En eso Isabel II se enfangó hasta el real pescuezo, unas veces por necesidades de la coyuntura política y otras por caprichos personales, pues la chica era de aquella manera. Y para complicar el descojono estaban los militares salidos de las guerras carlistas -los héroes de los que Larra aconsejaba desconfiar-, que durante todo el período isabelino se hicieron sitio con pronunciamientos, insubordinaciones y chulería. La primera guerra carlista, por cierto, había acabado de manera insólita en España: fue la única de nuestras contiendas civiles en la que oficialmente no hubo vencedores ni vencidos, pues tras el Abrazo de Vergara los oficiales carlistas se integraron en las fuerzas armadas nacionales conservando sueldos y empleos, en un acto de respeto entre antiguos enemigos y de reconciliación inteligente y ejemplar que, por desgracia, no repetiríamos hasta 1976 (y que en 2015 parecemos obstinados en reventar de nuevo). De todas formas, el virus del ruido de sables ya estaba allí. Los generales protagonistas empezaron a participar activamente en política, y entre ellos destacaron tres, Espartero, O'Donnell y Narváez -todos con nombres de calles de Madrid-, de los que hablaremos en el siguiente capítulo de nuestra siempre apasionante y lamentable historia.



Una historia de España (LI)
El reinado de Isabel II fue un continuo sobresalto: un putiferio de dinero sucio y ruido de sables. Un disparate llevado a medias entre una reina casi analfabeta, caprichosa y aficionada a los sementales de palacio, unos generales ambiciosos y levantiscos, y unos políticos corruptos que, aunque a menudo se odiaban entre sí, generales incluidos, podían ponerse de acuerdo durante opíparas comidas en Lhardy para repartirse el negocio. Entre bomberos, decían, no vamos a pisarnos la manguera. Eso fue lo que más o menos ocurrió con un invento que aquellos pájaros se montaron, tras mucha ida y venida, pronunciamientos militares y revolucioncitas parciales (ninguna de verdad, con guillotina o Ekaterinburgo para los golfos, como Dios manda), dos espadones llamados Narváez y O'Donnell, con el acuerdo de un tercero llamado Espartero, para inventarse dos partidos, liberal y moderado, que se fueran alternando en el poder; y así todos disfrutaron, por turnos, más a gusto que un arbusto. Llegaba uno, despedía a los funcionarios que había puesto el otro -cesantes, era la palabra- y ponía a sus parientes, amigos y compadres. Al siguiente turno llegaba el otro, despedía a los de antes y volvían los suyos. Etcétera. Así, tan ricamente, con vaselina, aquella pandilla de sinvergüenzas se fue repartiendo España durante cierto tiempo, incluidos jefes de gobierno sobornados por banqueros extranjeros, y farsas electorales con votos comprados y garrotazo al que no. De vez en cuando, los que no mojaban suficiente, e incluso gente honrada, que -aunque menos- siempre hubo, cantaban espadas o bastos con revueltas, pronunciamientos y cosas así, que se zanjaban con represión, destierros al norte de África, Canarias o Filipinas -todavía quedaban colonias-, cuerdas de presos y otros bonitos sucesos (todo eso lo contaron muy bien Galdós, en sus Episodios Nacionales, y Valle Inclán, en su serie El ruedo ibérico; así que si los leen me ahorran entrar en detalles). Mientras tanto, con aquello de que Europa iba hacia el progreso y España, pintoresco apéndice de esa Europa, no podía quedarse atrás, lo cierto es que la economía en general, por lo menos la de quienes mandaban y trincaban, fue muy a mejor por esos años. La oligarquía catalana se forró el riñón de oro con la industria textil; y en cuanto a sublevaciones e incidentes, cuando había agitación social en Barcelona la bombardeaban un poco y hasta luego, Lucas, para gran alivio de la alta burguesía local -en ese momento, ser español era buen negocio-, que todavía no tenía cuentas en Andorra y Liechtenstein y, claro, se ponía nerviosa con los sudorosos obreros (Espartero disparó sobre la ciudad 1.000 bombas; pero Prim, que era catalán, 5.000). Por su parte, los vascos -entonces se llamaba aquello Provincias Vascongadas-, salvo los conatos carlistas, estaban tranquilos; y como aún no deliraba el imbécil de Sabino Arana con su murga de vascos buenos y españoles malvados, y la industrialización, sobre todo metalúrgica, daba trabajo y riqueza, a nadie se le ocurría hablar de independencia ni pegarles tiros en la nuca a españolistas, guardias civiles y demás txakurras. Quiero decir, resumiendo, que la burguesía y la oligarquía vasca y catalana, igual que las de Murcia o de Cuenca, estaban integradas en la parte rentable de aquella España que, aunque renqueante, iba hacia la modernidad. Surgían ferrocarriles, minas y bancos, la clase alta terrateniente, financiera y especuladora cortaba el bacalao, la burguesía creciente daba el punto a las clases medias, y por debajo de todo -ése era el punto negro de la cosa-, las masas obreras y campesinas analfabetas, explotadas y manipuladas por los patronos y los caciques locales, iban quedándose fuera de toda aquella desigual fiesta nacional, descolgadas del futuro, entregando para guerras coloniales a los hijos que necesitaban para arar el campo o llevar un pobre sueldo a casa. Eso generaba una intensa mala leche que, frenada por la represión policial y los jueces corruptos, era aprovechada por los políticos para hacer demagogia y jugar sus cochinas cartas sin importarles que se acumularan asuntos no resueltos, injusticias y negros nubarrones. Como ejemplo de elocuencia frívola y casi criminal, valga esta cita de aquel periodista y ministro de Gobernación que se llamó Luis González Brabo, notorio chaquetero político, represor de libertades, enterrador de la monarquía y carlista in artículo mortis: «La lucha pequeña y de policía me fastidia. Venga algo gordo que haga latir la bilis. Entonces tiraremos resueltamente del puñal y nos agarraremos de cerca y a muerte». Eso lo dijo en un discurso, sin despeinarse. Tal cual. El muy cabrón irresponsable.

Una historia de España (LII)
En los últimos años del reinado de Isabel II, la degradación de la vida política y moral de España convirtió la monarquía constitucional en una ficción grotesca. El poder financiero acumulaba impunemente especulación, quiebras y estafas. Los ayuntamientos seguían en manos de jefes políticos corruptos y la libertad de prensa era imposible. Los gobiernos se pasaban por la bisectriz las garantías constitucionales, y la peña era traicionada a cada paso, «pueblo halagado cuando se le incita a la pelea y olvidado después de la victoria», como dijo, ampuloso e hipócrita, uno de aquellos mismos políticos que traicionaban al pueblo y hasta a la madre que los parió. La gentuza instalada en las Cortes, fajada en luchas feroces por el poder, se había convertido en forajidos políticos. Entre 1836 y 1868 se prolongó la farsa colectiva, aquel engaño electoral basado en unas masas míseras, de una parte, y de la otra unos espadones conchabados con políticos y banqueros, vanidosos como pavos reales, que falseaban la palabra democracia y que, instalados en las provincias como capitanes generales, respaldaban con las bayonetas el poder establecido, o se sublevaban contra él según su gusto, talante y ambiciones. Nadie escuchaba la voz creciente del pueblo, y a éste sólo se le daba palos y demagogia, cuerdas de presos y fusilamientos. Los hijos de los desgraciados iban a la guerra, cuando había una, pero los ricos podían ahorrarle el servicio a sus criaturas pagando para que fuera un pobre. Y las absurdas campañas exteriores en que anduvo España en aquel período (invasión de Marruecos, guerra del Pacífico, intervención en México, Conchinchina e Italia para ayudar al papa) eran, en su mayor parte, más para llevar el botijo a las grandes potencias que por interés propio. Desde la pérdida de casi toda América, España era un segundón en la mesa de los fuertes. Los éxitos del prestigioso general Prim -catalán que llevó consigo tropas catalanas- en el norte de África y el inútil heroísmo de nuestra escuadra del Pacífico fueron jaleados como hazañas bélico-patrióticas, glosadas hasta hacerle a uno echar la pota por la prensa sobornada por quienes mandaban, confirmando que el patriotismo radical es el refugio de los sinvergüenzas. Pero por debajo de toda aquella basura monárquica, política, financiera y castrense, algo estaba cambiando. Convencidos de que las urnas electorales no sirven de nada a un pueblo analfabeto, y de que el acceso de las masas a la cultura es el único camino para el cambio -ya se hablaba de república como alternativa a la monarquía-, algunos heroicos hombres y mujeres se empeñaron en crear mecanismos de educación popular. Escritura, lectura, ciencias aplicadas a las artes y la industria, emancipación de la mujer, empezaron a ser enseñados a obreros y campesinos en centros casi clandestinos. Ayudaron a eso el teatro, muy importante cuando aún no existían la radio ni la tele, y la gran difusión que la letra impresa, el libro, alcanzó por esa época, con novelas y publicaciones de todas clases, que a veces lograban torear a la censura. Se pusieron de moda los folletines por entregas publicados en periódicos, y la burguesía y el pueblo bajo que accedía a la lectura los acogieron con entusiasmo. De ese modo fue asentándose lo que el historiador Josep Fontana describe como «una cultura basada en la crítica de la sociedad existente, con una fuerte carga de antimilitarismo y anticlericalismo». Y así, junto a los pronunciamientos militares hubo también estallidos revolucionarios serios, como el de 1854, resuelto con metralla, el de San Gil, zanjado con fusilamientos -el pueblo se quedó solo luchando, como solía-, y creciente conflictividad obrera, como la primera huelga general de nuestra historia, que se extendió por Cataluña ondeando banderas rojas con el lema Pan y trabajo, en anuncio de la que iba a caer. Las represiones en el campo y la ciudad fueron brutales; y eso, unido a la injusticia secular que España arrastraba, echó al monte a muchos infelices que se convirtieron en bandoleros a lo Curro Jiménez, pero menos guapos y sin música. Toda aquella agitación preocupaba al poder establecido, y dio lugar a la creación de la Guardia Civil: policía militar nacida para cuidar de la seguridad en el medio rural, pero que muchas veces fue utilizada como fuerza represiva. La monarquía se estaba cayendo en pedazos; y las fuerzas políticas, conscientes de que sólo un cambio evitaría que se les fuera el negocio al carajo, empezaron a aliarse para modificar la fachada, a fin de que detrás nada cambiase. Isabel II sobraba, y la palabra revolución empezó a pronunciarse en serio. Que ya era hora.

Una historia de España (LIII)
Cosa curiosa, oigan. Con el reinado de Isabel II pendiente de un hilo y una España que políticamente era la descojonación de Espronceda, el nuestro seguía siendo el único país europeo de relevancia que no había tenido una revolución para cargarse a un rey, con lo que esa imagen del español insumiso y machote, tan querida de los viajeros románticos, era más de coplas que de veras. En Gran Bretaña habían decapitado a Carlos I y los franceses habían afeitado en seco a Luis XVI: más revolución, imposible. Por otra parte, Alemania e incluso la católica Italia tenían en su haber interesantes experiencias republicanas. Sin embargo, en esta España de incultura, sumisión y misa diaria, los reyes, tanto los malvados como los incompetentes -de los normales apenas hubo-, morían en la cama. Tal fue el caso de Fernando VII, el más nefasto de todos; pero, y esta vez sería la excepción, no iba a ser así con Isabel II, su hija. Los caprichos y torpezas de ésta, la chulería de los militares, la desvergüenza de los políticos aliados con banqueros o sobornados por ellos, la crisis financiera, llegaban al límite. Toda España estaba hasta la línea de Plimsoll, y aquello no se sostenía ni con novenas a la Virgen. La torpe reina, acostumbrada a colocar en el gobierno a sus amantes, tenía en contra a todo el mundo. Así que al final los espadones, dirigidos por el prestigioso general Prim, montaron el pifostio, secundados por juntas revolucionarias de paisanos apoyadas por campesinos arruinados o jornaleros en paro. Las fuerzas leales a la reina se retiraron después de una indecisa batalla en el puente de Alcolea; e Isabelita, que estaba de vacaciones en el Norte con Marfori -su último chuloputas-, hizo los baúles rumbo a Francia. Por supuesto, en cuanto triunfó la revolución, y las masas (creyendo que el cambio iba en serio, los pardillos) se desahogaron ajustando cuentas en un par de sitios, lo primero que hicieron los generales fue desarmar a las juntas revolucionarias y decirles: claro que sí, compadre, lo que tú digas, viva la revolución y todo eso, naturalmente; pero ahora te vas a tu casa y te estás allí tranquilo, y el domingo a los toros, que todo queda en buenas manos. O sea, en las nuestras. Y no se nos olvida eso de la república, en serio; lo que pasa es que esas cosas hay que meditarlas despacio, chaval. ¿Capisci? Así que ya iremos viendo. Mientras, provisionalmente, vamos a buscar otro rey. Etcétera. Y a eso se pusieron. A buscar para España otro rey al que endilgarle esta vez una monarquía más constitucional, con toques progresistas y tal. Lo mismo de antes, en realidad, pero con aire más moderno -la mujer, por supuesto, no votaba- y con ellos, los mílites gloriosos y sus compadres de la pasta, cortando como siempre el bacalao. Don Juan Prim, que era general y era catalán, dirigía el asunto, y así empezó la búsqueda patética de un rey que llevarnos al trono. Y digo patética porque, mientras a finales del siglo XVII había literalmente hostias para ser rey de España, y por eso hubo la Guerra de Sucesión, esta vez el trono de Madrid no lo quería nadie ni regalado. Amos, anda, tía Fernanda, decían las cortes europeas. Que ese marrón se lo coma Rita la Cantaora. Al fin, Prim logró engañar al hijo del rey de Italia, Amadeo de Saboya, que -pasado de copas, imagino- le compró la moto. Y se vino. Y lo putearon entre todos de una manera que no está en los mapas: los partidarios de Isabel II y de su hijo Alfonsito, llamándolo usurpador; los carlistas, llamándolo lo mismo; los republicanos, porque veían que les habían jugado la del chino; los católicos, porque Amadeo era hijo del rey que, para unificar Italia, le había dado leña al papa; y la gente en general, porque les caía gordo. En realidad Amadeo era un chico bondadoso, liberal, con intenciones parecidas a las de aquel José Bonaparte de la Guerra de la Independencia. Pero claro. En la España de navaja, violencia, envidia y mala leche de toda la vida, eso no podía funcionar nunca. La aristocracia se lo tomaba a cachondeo, las duquesas se negaban a ser damas de palacio y se ponían mantilla para demostrar lo castizas que eran, y la peña se choteaba del acento italiano del rey y de sus modales democráticos. Y encima, a Prim, que lo trajo, se lo habían cargado de un trabucazo antes de que el Saboya -imaginen las rimas con el apellido- tomara posesión. Así que, hasta las pelotas de nosotros, Amadeo hizo las maletas y nos mandó a tomar por saco. Dejando, en su abdicación, un exacto diagnóstico del paisaje: «Si al menos fueran extranjeros los enemigos de España, todavía. Pero no. Todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra, agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles».

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