Julián Casanova
El 4 de septiembre de 1936 Francisco Largo Caballero sustituyó a José Giral en la jefatura del Gobierno de la República en guerra. Fue el primer y único Gobierno de la historia de España presidido por un dirigente obrero y la primera vez que había ministros comunistas en un país de Europa occidental. Faltaban todavía los anarquistas, que entraron en el Gobierno dos meses después. Desde septiembre de 1936 a mayo de 1937, Largo Caballero, con la colaboración de todas las fuerzas políticas y sindicales que luchaban en el bando republicano, presidió la reconstrucción del Estado, la militarización de las milicias, el control y enfriamiento de la revolución y la centralización del poder, teniendo que enfrentarse, como haría Juan Negrín después, a los desafíos regionales y nacionalistas.
El golpe de Estado de julio de 1936 abrió las puertas al cruel terror de militares y falangistas en un lado y a una subversión violentísima del orden social en el otro. En la España republicana surgieron comités por todas partes. La España republicana era en aquel verano de 1936 un hervidero de poderes armados y fragmentados, de difícil control. En Madrid, el Gobierno de José Giral, formado sólo por republicanos de izquierda, no podía representar a esa amalgama de comités, milicias y patrullas de control donde socialistas y anarquistas, sindicalistas de la UGT y de la CNT, dirigían la revolución, la que destruía y mataba y la que intentaba levantar algo nuevo de aquellas cenizas.
A finales de agosto, el ejército de África avanzaba imparable hacia Madrid, tras dominar a sangre y fuego Extremadura e importantes zonas de Castilla-La Mancha. El 3 de septiembre, las columnas de Yagüe llegaron a Talavera. Ese mismo día, en el norte, donde el general Mola había iniciado un ataque sobre Guipúzcoa, cayó Irún. “El Gobierno republicano está muerto. No tiene autoridad ni competencia, ni decisión para hacer la guerra a fondo y acabarla con una victoria absoluta y revolucionaria”, le había escrito el 24 de agosto Luís Araquistain, el ideólogo de la izquierda socialista, a Largo Caballero.
Giral, con los militares rebeldes ya en Talavera, pensó de verdad que le faltaba autoridad y apoyo y decidió “entregar a S.E. el Presidente de la República los poderes que de él recibió y con ellos las dimisión de todos los ministros”, para que les pudiera sustituir un gobierno que representara “a todos y cada uno de los partidos políticos y organizaciones sindicales u obreras de reconocida influencia en la masa del pueblo español”. Era la hora de los sindicatos y de Largo Caballero, el líder indiscutible de la UGT.
El 4 de septiembre de 1936, Largo Caballero, quien se había negado a que Indalecio Prieto formara un gobierno de republicanos y socialistas en mayo de 1936 y que tampoco había querido asumir esa responsabilidad tras el golpe de Estado de julio, aceptó por fin presidir “un gobierno de coalición”, fórmula que le aconsejó Luís Araquistaín, en el que el secretario general de la UGT sería también ministro de la Guerra. Era un gobierno con mayoría socialista, en el que había también cinco republicanos.
Largo Caballero puso como condición que entraran los comunistas y así lo hicieron con Jesús Hernández en Instrucción Pública y Vicente Uribe en Agricultura. Pactó, por último, con José Antonio Aguirre la participación de los nacionalistas vascos a cambio de una rápida aprobación de un Estatuto de Autonomía para Euzkadi y unos días después, Manuel de Irujo se sumó a ese gobierno de coalición como ministro sin cartera.
La solución no gustaba a algunos personajes de peso en la política republicana, pero a otros, sobre todo a la izquierda socialista y a los sindicalistas de la UGT, les parecía la única disponible para hacer frente al hundimiento de los republicanos, para ganar la guerra y garantizar al mismo tiempo las conquistas revolucionarias. La presencia de Giral y de algunos republicanos que habían estado en su Gobierno, parecía confirmar el mantenimiento de la legalidad republicana. La integración de socialistas, comunistas y nacionalistas vascos y catalanes lo convertía en un Gobierno de “unidad nacional”, el de la “victoria”, como lo iban a llamar.
Faltaba todavía la CNT, que entró en ese gobierno el 4 de noviembre de 1936, representada por cuatro de sus más insignes dirigentes, incluida Federica Montseny, la primera mujer ministra en la historia de España.
Anarquistas en el Gobierno. "Hecho trascendental", decía Solidaridad Obrera ese mismo 4 de noviembre: "El Gobierno (...) ha dejado de ser una fuerza de opresión contra la clase trabajadora, así como el Estado no representa ya al organismo que separa a la sociedad en clases. Y ambos dejarán aún más de oprimir a pueblos con la intervención en ellos de elementos de la CNT".
No todas las reacciones fueron, no obstante, tan entusiastas como la de Solidaridad Obrera. El presidente de la República, si creemos a Largo Caballero, “se negó a firmar los decretos porque le repugnaba tener en el Gobierno a cuatro anarquistas”: no se daba cuenta del “alcance que en el futuro tendría la conversión del anarquismo español, que del terrorismo y de la acción directa pasaba a la colaboración”. Como Largo le anunció la dimisión si no firmaba, Azaña, “aunque con reservas, los firmó”. Efectivamente, Manual Azaña escribió meses después “que no solamente contra mi opinión, sino con mi protesta más airada, se impuso la modificación ministerial de noviembre, con la entrada de la CNT”.
La oportunidad de acceder al Gobierno no llegó, sin embargo, en el mejor momento. El mismo día en que se producía, las tropas del ejército de Franco estaban a las puertas de Madrid, donde se iba a librar la batalla más decisiva de la primera fase de la guerra. El general Franco, jefe ya de los militares sublevados desde el 1 de octubre de 1936, ordenó concentrar todos los medios de combate para conquistar la capital, con el ejército de África a la cabeza, reforzado por escuadrillas de aviones alemanes e italianos.
El Gobierno se mostró incapaz de organizar con eficacia la defensa de la capital. El 6 de noviembre, en el primer Consejo de Ministros en el que participaban los cenetistas, se decidió por unanimidad la salida del gobierno de Madrid y su traslado a Valencia. Una salida precipitada, mantenida en sigilo, sobre la que no se dio explicación pública alguna. Aquello apareció ante la opinión como una huida y un abandono. Antes de marchar, Largo Caballero ordenó la creación de una Junta de Defensa que, bajo la presidencia del general Miaja, desempeñó la autoridad en ese Madrid sitiado desde ese día hasta el 22 de abril de 1937.
Antes de salir de Madrid, Largo Caballero nombró también a Vicente Rojo, que había sido ascendido a teniente coronel un mes antes, jefe del Estado Mayor del general Miaja. Parecía que la toma de Madrid por el ejército sublevado era cuestión de días, pero, pese a la confusión y desorden que se adueñó esos días de Madrid, manifestada también en las grandes “sacas” y matanzas de presos, las tropas de Franco no lograron su objetivo. Rojo y Miaja, con la ayuda de varios jefes militares que habían mostrado su lealtad a la República, como el teniente coronel Fernández Urbano y el comandante Matallana, organizaron la defensa con todas las fuerzas disponibles, entre las que pudieron contar por primera vez en la guerra con la participación de las Brigadas Internacionales. Pudo llegar también a tiempo la ayuda militar soviética pagada ya con el envío de las reservas de oro. Y toda la población, soliviantada por los bombardeos y cañoneos constantes de los militares franquistas, contribuyó a detener el empuje de los atacantes. Muchos percibieron aquélla como una batalla decisiva entre el fascismo internacional, por un lado, y el comunismo y la democracia, por otro.
El Partido Comunista, que tuvo una presencia decisiva en la Junta de Defensa, creció de forma considerable a partir de ese momento. Era un pequeño partido en las elecciones de febrero de 1936, aunque ya antes de la guerra había logrado unir a los jóvenes socialistas y comunistas en las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) y, recién derrotada la sublevación en Barcelona, varios grupos socialistas y comunistas catalanes habían creado el Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC), una organización que pronto se iba a enfrentar abiertamente con el POUM y los anarquistas por el control político de la retaguardia. Su crecimiento y prestigio fueron unidos, no obstante, a la presencia de las Brigadas Internacionales, a la ayuda soviética y al orden y disciplina que sus líderes fueron capaces de imprimir en la dirección de la guerra.
La militarización de las milicias, o la conversión de grupos armados dispersos en un ejército con mando militar centralizado, fue uno de los principales objetivos de Largo Caballero nada más asumir la jefatura del Gobierno y el Ministerio de la Guerra. El otro era la reconstrucción del poder central, aunque el Gobierno de Valencia no puedo evitar que Cataluña y lo que quedaba de Euskadi incrementaran su autonomía y que se consolidaran en otros sitios consejos regionales.
La militarización, el control de la retaguardia y la reconstrucción del poder republicano se abordaron, no obstante, en medio de fuertes disputas entre algunos de los sectores políticos que configuraban la coalición del Gobierno. Los comunistas, que habían empezado a presionar sin éxito a Largo Caballero desde el otoño de 1936 para que uniera al PSOE y al PCE en un gran partido marxista, como habían hechos los jóvenes socialistas y comunistas, comenzaron a protestar, en público y en privado, contra la ineficacia del Gobierno, la fragmentación de la política en poderes regionales y la marcha de la guerra. Las críticas subieron de tono a partir de la caída de Málaga. El 8 de febrero de 1937 las tropas de Franco, apoyadas por trece batallones italianos al mando del general Roatta, ocuparon la ciudad y emprendieron una represión brutal que recordaba al “terror caliente” del verano de 1936 en otras zonas de Andalucía.
Los comunistas acusaron a Largo Caballero de ser el responsable de la caída de Málaga. Al mismo tiempo, los socialistas de la fracción de Indalecio Prieto, que controlaban el comité nacional del PSOE y querían también eliminar del Ejecutivo a las organizaciones sindicales, transmitieron a Manuel Azaña a mediados de marzo la necesidad de sustituir a Largo Caballero como ministro de la Guerra, aunque continuara siendo presidente del Gobierno. Los comunistas y los socialistas de Prieto comenzaron a entenderse con esa política común frente al poder sindical. Era la lucha, resuelta muy pronto con la crisis de mayo de 1937, entre partidos y sindicatos.
Tras unos días de combates en las calles de Barcelona, que dejaron un saldo de varios cientos de muertos y heridos, estalló la crisis de gobierno que venía anunciándose desde la caída de Málaga en febrero. En la reunión del Consejo de Ministros del 13 de mayo, los dos representantes comunistas, Vicente Uribe y Jesús Hernández, exigieron que Largo Caballero abandonara el ministerio de Guerra y la disolución del POUM. El presidente de gobierno se negó a aceptar la primera condición y trató de aparcar la resolución sobre la segunda mientras no se tuvieran los datos exactos sobre los culpables de los disturbios de Barcelona.
Sucesos de mayo, 1937, Barcelona/ANC
Los ministros comunistas abandonaron el Consejo. La crisis quedaba abierta. Manuel Azaña, que había esperado a que la crisis la plantearan otros, aunque él era el primer interesado en deshacerse de Largo Caballero, encargó al socialista Juan Negrín la constitución del gabinete, del que fueron excluidas las dos organizaciones sindicales. Los partidos habían ganado a los sindicatos. "Se ha constituido un gobierno contrarrevolucionario", declaraba Solidaridad Obrera en su editorial del 18 de mayo.
A partir de mayo de 1937 algunas cosas cambiaron. El POUM fue liquidado, Largo Caballero se quedó sólo y los anarcosindicalistas vieron cómo se aceleraba la pérdida de su poder político y armado. Lo cual no es poco si se tiene en cuenta el lugar privilegiado que esos actores habían tenido en aquel drama.
Desplazado, aislado y sin poder contar ni siquiera con los apoyos de su propio sindicato, Largo Caballero, que tenía entonces 67 años, dijo prácticamente adiós a una larga vida dedicada a las luchas sindicales, al socialismo y a la República, aunque, ya en el exilio, todavía le esperaba el calvario del campo de concentración nazi de Orianenburg. Liberado por las tropas rusas en abril de 1945, volvió a Francia y murió en París el 23 de marzo de 1946.
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