Hélène Carrère D´Encausse
El presidente ruso ha sabido adaptarse a un mundo cambiante. Controla con autoritarismo el país más extenso del mundo y lo ha situado al frente de la escena internacional.
El presidente ruso, Vladimir Putin, entrenando en su residencia de Sochi. MICHAEL KLIMENTYEV REUTERS / RIA NOVOSTI
¿Quién es Vladímir Putin? ¿Es Hitler, como decía Hillary Clinton? ¿El hombre de hierro, quizá en referencia a Stalin? ¿El hombre de acero? ¿O, como se está diciendo ya de él, el hombre del año en 2017?
De lo que no cabe duda es de que Putin es un dirigente autoritario para quien Rusia debe ser un Estado fuerte en el interior, poderoso en el exterior y con un sistema político que tenga en cuenta su singularidad geográfica, histórica y humana. Durante más de 20 años, trabajó para el KGB, primero en Rusia y luego en la RDA. La conclusión general es que desde la presidencia de Rusia está perpetuando el espíritu y los métodos del KGB. En realidad, es un producto de la URSS, que era un imperio muy poderoso, una superpotencia con la pretensión de ser el único rival de Estados Unidos y representar el futuro de la humanidad.
Putin está convencido de que Rusia no es un país como los demás. Es el Estado más extenso del mundo, habitado por numerosos pueblos con historias, culturas y religiones muy distintas. Un Estado situado en la encrucijada entre tres mundos —Europa, el Oriente musulmán y el Extremo Oriente— que se refleja en la diversidad de sus ciudadanos. ¿Cómo gobernar ese espacio interminable, esos nueve husos horarios y esa variedad humana, si no es con autoridad? Por eso tiene la certeza de que la democracia debe incorporar todos esos elementos, las enseñanzas de una historia difícil y, sobre todo, los tres mundos, las tres civilizaciones que rodean Rusia y se integran en ella.En 1990, Putin presenció el hundimiento de ese imperio, la desaparición de la potencia y, sobre todo, cómo quedaban al desnudo el mito comunista, el ideal de progreso y la promesa de un nuevo mundo; una inmensa mentira que llevó al estancamiento político y el atraso económico. Hace años dijo al respecto: “La desaparición de la URSS es la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”, lo cual no significa que echara de menos la Unión Soviética ni que quisiera resucitarla, sino que la caída del imperio había supuesto una conmoción espantosa para quienes la vivieron, y de consecuencias infinitas. De ahí su voluntad de reconstruir el país —un auténtico territorio en ruinas en el año 2000— a partir de la realidad y negándose a utilizar un modelo prefabricado, el de la democracia occidental.
¿Cómo va a escoger este extraño país un solo modelo? El modelo, en opinión de Putin, debe ser el ruso, el que propuso Pedro el Grande antes que nadie. Pero también los pensadores rusos posteriores, que han hecho hincapié, casi todos, en la especificidad política y espiritual del país, ya fuera para construir sobre ella la vida política (los eslavófilos), ya fuera para superarla y optar por una imitación servil de Occidente (los occidentalistas). Fue un debate del siglo XIX que volvió a surgir después del fin de la URSS. Para Putin, la solución de lo que Solzhenitsyn llamaba “el problema ruso” está en la cohesión interna, es decir, un poder fuerte, capaz de encarnarla e imponerla. La democracia rusa debe ser específica o, mejor dicho, hacer sitio a las especificidades rusas. Es la vertical del poder, que según Putin es lo que permite mantener la unidad de este complejo inmenso y variado e impedir que estalle, como estuvo a punto de ocurrir en 1917 y 1991.
La democracia rusa debe hacer sitio a las especifidades rusas. Es la vertical del poder que, según el Kremlin, impide que todo estalle
La vertical del poder implica una centralización y una autoridad reales y un Gobierno autoritario, aunque al mismo tiempo haya margen para cierta autonomía de las organizaciones territoriales y nacionales y el reconocimiento del pluralismo espiritual. Rusia también es un Estado musulmán, según proclama Putin.
Pero la característica fundamental del pensamiento de Putin es el objetivo de reconstituir el poderío internacional de Rusia. El espacio —y la conciencia de las limitaciones que impone— es la base de su reflexión. Rusia tiene unas fronteras interminables y pocas fronteras naturales. Ha vivido constantemente invadida o en peligro de serlo, y los invasores, a excepción de los mongoles, han llegado siempre de Occidente. Por eso los rusos tienen el sentimiento de que viven acosados y deben prevenir esa amenaza. La reacción de la Unión Soviética a esa posibilidad fue disputar el poder en el mundo, pero, desde 1990, el único poder mundial que queda es el del mundo occidental, encabezado por Estados Unidos y la OTAN.
Si Borís Yeltsin confió durante un tiempo en que la adhesión de Rusia al modelo político occidental le permitiría hacerse un hueco como potencia en la vida internacional, Putin ha tenido claro desde 1999 que la voz de Rusia —miembro permanente del Consejo de Seguridad— es objeto de desprecio, que, en el concierto internacional, no se la considera una potencia. Además, ve que los países vecinos se aproximan a la órbita de la OTAN, cuando ya el mero hecho de que siga existiendo la Alianza Atlántica, concebida en tiempos de la guerra fría para hacer frente al poder soviético, le inquieta y le indigna. Tanto Yeltsin como Putin se encontraron con este problema, y los dos intentaron responder creando en el espacio postsoviético unos sistemas de seguridad y cooperación y una zona de influencia. En 1992, Rusia tenía la mirada puesta en los modelos postimperiales de Reino Unido y Francia y en la política de vecindad de Estados Unidos. Entonces nació la Confederación de Estados Independientes (CEI), que resultó una cáscara vacía. Después, Putin lo sustituyó por el tratado de seguridad colectiva, la unión aduanera y el espacio euroasiático. Georgia y Ucrania se resistieron, en ocasiones hasta el punto de provocar una crisis internacional —Crimea— que pareció indicar, erróneamente, el comienzo de una nueva guerra fría. Para Putin, el hecho de que la OTAN haya sobrevivido hace necesario garantizar un entorno seguro alrededor de Rusia.
La característica fundamental del pensamiento de Putin es el objetivo de reconstituir el poderío internacional del Estado ruso
Pero el elemento esencial de su visión sigue siendo el restablecer el equilibrio de poder con Estados Unidos. Para ello, en primer lugar, recurre a la concepción rusa tradicional de poder, que es el poder militar. Se ha dedicado a reconstruir el Ejército, modernizar el material y llevar a cabo un esfuerzo multidimensional y, como consecuencia, en 2017, el poderío militar ruso es indiscutible. El precio de ese esfuerzo es en parte económico, y no ha habido la correspondiente modernización de la economía.
La restauración del poder ruso implica también su regreso al escenario internacional. Al involucrarse en Siria en unos momentos en los que el presidente de Estados Unidos se mostraba vacilante, Putin ha hecho que Rusia sea el árbitro, no solo de la guerra que se libra allí, sino de la lucha contra el islamismo, al que ha calificado de enemigo número uno de la paz en el mundo. Con esta decisión, y dado que el mundo occidental no tiene claro a cuál de los dos —Rusia o el islamismo radical— considera más enemigo, Putin ha logrado establecer allí, es decir, en un Oriente Próximo destrozado por la política de Bush —Irak en 2003— y Francia —Libia en 2011—, un auténtico liderazgo.
En muy pocos años, la Rusia ausente del escenario internacional ha regresado de forma decisiva en Siria e Irak y también en Extremo Oriente, donde la política euroasiática de Putin y las alianzas de las que Rusia forma parte —en especial el grupo de Shanghái— lo convierten en un país asiático, ahora que el centro de gravedad internacional está deslizándose cada vez más hacia allá.
¿No es todo esto razón suficiente para que Putin merezca el título de hombre del año? ¿Y no demuestra que, además de hombre de hierro, es un hombre flexible y capaz de adaptarse a un mundo cambiante?
La restauración del poder ruso implica también su regreso al escenario internacional
Hélène Carrère d’Encausse es experta en historia rusa y académica de la lengua. Biógrafa de los Románov, de Lenin y Stalin, su último libro es ‘Los seis años que cambiaron el mundo’ (Ariel), sobre los últimos momentos del imperio soviétivo.
Traducción de M. L. Rodríguez Tapia.
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